No se puede extrañar lo que nunca se tuvo
Nos conocimos un día cualquiera. Yo navegaba por la red, y ella dio conmigo.
Nos conocimos un día cualquiera. Yo navegaba por la red, y ella dio conmigo. Nuestra relación comenzó con un “he visto que eres de Vigo”. Por fin alguien de mi tierra, alguien que pudiera entender cómo de grande me venía Madrid. Charlamos durante un par de meses. No puedo negar lo que me gustaba recibir sus correos, me ponía nerviosa, frenética al ver su nombre en la pantalla de mi ordenador. Le contestaba de forma cortés, aunque nunca he sido de comedir mis palabras, pero temía que se asustara.
Charlábamos de su trabajo, de cómo se iba adaptando a la ciudad, de lo bien que conocía cada rincón de su barrio. Yo no le decía demasiado, más bien me dedicaba a acribillarle a preguntas, era más fácil no darme a conocer, aunque sabía que ella descubría cosas de mí, escondidas entre las letras.
Un día, los correos comenzaron a ser menos, sus respuestas más cortas, y sus despedidas más agrias. Pensé que le había molestado algo que hubiera podido decir, por lo que intenté mantenerme al margen. Por mucho que me gustara esa chica, no quería que terminase odiándome. Podía haberle preguntado, pero sabía que su respuesta sería un simple “nada”, y lo dejé pasar.
Un sábado, el grupo de chicas decidió que era hora de conocernos. No es que me entusiasmara la idea, pero pensar que ella asistiría, me obligó a salir de mi letargo social.
Estábamos en la puerta de un local, fumando, cuando alguien la mentó. Al parecer, aquella chica que cruzaba el paso de peatones era la causante de mis sueños. Al fin podía verle la cara, saber cómo se movía, pero pasó como un suspiro delante de mí. Saludó a las que conocía, aceptó darme dos besos en las presentaciones, pero nada más. Se pasó todo el día al otro lado de una barra que me resultaba cada vez más inmensa.
Recuerdo abrirme hueco con la mirada entre el gentío, pero ella estaba absorta en conversaciones con otras mujeres. No me miraba, y cuando no le quedaba más remedio, su vista no aguantaba demasiado tiempo la mía. Por fin se dirigió directamente a mí para preguntarme qué me estaba pareciendo la velada, yo, como una idiota, le dije que estaba cómoda, cuando la respuesta que se iluminaba en mi cerebro era “sigo aquí”.
Después de aquella noche, la lejanía se hacía más patente. Intercambiábamos impresiones sobre música o comentarios, pero siempre en público, siempre con una pantalla separándonos. Yo quería volver a tenerla para mí, en exclusiva, pero supuse que lo que yo sentí como una atracción, ella lo vio como un rato con el que pasar el tiempo.
Nos vimos con más o menos asiduidad desde entonces, y cada vez que la miraba, más guapa me parecía. ¿Cómo alguien puede contener tanta belleza en un solo cuerpo? Llegué a congeniar con una amiga suya, por lo que las conversaciones a tres fueron más comunes. Intenté disimular todos los sentimientos que se aglomeraban en mí a base de ironía, y ella se lo tomaba como tal, o eso suponía. ¡Qué difícil es lidiar con los sentimientos! Antes todo era más fácil, todo era físico, si alguien me gustaba, y yo a ella, llegábamos a liarnos o a acostarnos sin más problemas. Pero con ella era diferente. Me imaginaba que un día me daría pie a ir más allá, que yo me acercaría a ella, le acariciaría el brazo, y me acercaría para besarla. Pero no un beso cualquiera, uno de verdad, uno en el que pudiera transmitirle lo que sentía.pero eso no sucedió, y se quedó todo en una amistad un tanto rara, una de esas que terminan siendo buenas compañías en los bares, pero a la que no puedes recurrir en los momentos de llanto.
El tiempo pasaba, y la lucha por olvidarla era cada vez más suave, más fácil. Cada una tenía su posición, su lugar en el grupo, y eso se volvió inamovible.
Supongo que la llegada de WhatsApp, los grupos, los mensajes instantáneos, facilitaron una comunicación, aunque no demasiado fluida. Un día, no sé cómo, terminé invitándole a comer a mi casa. No se quedó mucho, esa misma tarde habíamos quedado con las chicas. Charlamos, claro, pero con más de un metro de distancia. Me contaba que a su padre le gustaba cocinar, pero que no era capaz de apartar la mirada de lo que estuviera haciendo, de que su familia adoraba el arroz; cosas que me gustaba saber de ella, pero que no terminaban de dejarme ver más allá.
Ella seguía siendo la chica guapa e inteligente que me tenía enamorada, pero aparté esos sentimientos de mí, y solo, de vez en cuando, en la oscuridad de mi habitación, su recuerdo me acompañaba. Decidí mirarla con los ojos más castos que podía poner. La quería, de un modo inusual, pero la quería, y no podía permitirme perderla, aunque sólo supiera de ella una vez al mes.