No Se Puede Estar Tan Buena (NSPETB)

Teo está pagando un alto precio porque su novia sea un auténtico pibón. La joven Simona los lleva a todos locos, sobre todo en la escuela donde ha empezado a dar clase. Ella está recién salida de Magisterio y sus compañeros y alumnos salidos sin más. A Teo le toca el papel de sufridor en casa. O no.

1. Mi novia y yo

Como cada día llevé a mi novia a su trabajo, al colegio donde daba clases. Había empezado ese año y todavía no se sentía muy segura. Por norma general se vestía muy discreta pero los jueves era la excepción porque después de salir teníamos la tradición de cenar juntos. Aprovechábamos que los jueves tenían que hacer dos horas más extras en la biblioteca de la escuela para ir a cenar. Y, claro, como íbamos a cenar siempre se ponía especialmente guapa ese día. Aquel jueves en concreto llevaba una minifalda amarilla, para mi gusto un tanto corta, según yo mismo le expresé. Pero ella lo zanjó con un rotundo “es la moda”. Y si era la moda qué iba a decir un tipo como yo. El caso es que llegamos al colegio y había tal acumulación de coches dejando a sus vástagos que no me tocó más remedio que parar un poco más adelante, justo frente a un banco donde siempre había los típicos adolescentes sin nada mejor que hacer que dejar pasar las horas. Mi novia fue a bajar del coche pero se quedó como a medio camino y se volvió para un último beso de despedida y recordarme que esa noche iríamos al chino de siempre, donde nos encantaban los yakisobas que cocinaban.

–¡Si nos enseñas más se nos saldrán los ojos de las órbitas! –chilló uno de aquellos gañanes. Y es que mi querida novia, preocupada por mí, había olvidado que aquella maldita minifalda amarilla se había subido mucho más de lo que hubiera resultado conveniente, decente o prudente al quedar un pie dentro y otro fuera del coche. Ella bajó la otra pierna, intentó hacer descender sin mucho éxito la tela y me guiñó un ojo:

–Ya sabes, querido, es el síndrome NSPETB.

Esa era una broma recurrente entre nosotros. NSPETB eran las siglas de No Se Puede Estar Tan Buena, una broma repetida que nos hacíamos cada vez que mi amorcito era objeto de atención masculina no deseada.

Mi querida preciosidad se fue a la escuela en donde había encontrado su primer trabajo como profesora suplente. Movía las caderas de un modo que no pude reprochar a los mozalbetes que se comieran con los ojos, literalmente, aquel culito respingón. Arranqué el coche y procuré no volver a pensar en ellos.

Mi novia se llama Simona Pivot. Bueno creo que en realidad se llamaba Simone, pero su padre francés les abandonó cuando ella era pequeña y españolizar su nombre fue la pequeña venganza contra papá en fuga. En la universidad la llamaban Simona “Pibón”, con eso os lo digo todo. Y os preguntaréis el modo en que un tirillas como yo lleva más de dos años con una mujer tan espectacular. Es muy fácil: la respuesta se llama Facultad de Magisterio. La magia de la estadística: 3 hombres por cada siete mujeres. Descontando los gays, 1,5 hombres por cada diez mujeres. Eso y el clima de los trabajos en grupo unido a un desengaño amoroso con un novio anterior que era un pieza, me permitió conquistar a una mujer de bandera, cuando yo no llegaba ni a banderín.

Estudié Magisterio con nula vocación. Mi destino era llevar la ferretería de barrio de mi padre, negocio estable, basado en tutelar a un grupo de manitas frustrados y vagos contumaces a los que trataba manifiestamente mal por ser hijo de quien era. Pero papá se emperró en que estudiase una carrera, la que fuese. Y escogí la más fácil y la más corta: Magisterio, sólo para que me dejase en paz. No sabía que iba a encontrar allí un bombón que cuando me visitaba en la tienda hacía que mis subalternos me mirasen con envidia.

Simona vivía con su madre a la que estaba muy unida. Así que nunca podíamos ir a su casa. Yo, por mi parte, estoy arreglando un pequeño piso que mi tío me alquilará a bajo precio cundo termine de acondicionarlo. Pero entre que no soy muy ducho en trabajos manuales y el gasto en material pues la obra no avanza muy rápido. Esto es importante porque Simona me ha prometido que hará el amor conmigo cuando el piso esté listo.

Sí, sí, ya se lo que pensáis: alfeñique y mujer explosiva que no se deja tocar. Pero no es tan sencillo. Con Simona nunca lo es. Os lo explicaré con una lista. Como buen maniático, me encantan las listas:

Cosas que Simona me hace o me deja hacerle:

  1. Me besa y le beso.

  2. Me deja meterle mano el coche o cuando vemos una película con su madre y ella se duerme siempre después de la primera media hora.

  3. Puedo comerle las tetas.

  4. A veces, hasta consigo darle placer con mi dedos. O con mi lengua, aunque en este último apartado dice que soy un tanto torpe.

  5. Una vez al mes me frota el paquete por encima del pantalón. Como casi siempre llevó muchos días excitados por la mera presencia de Simona, siempre me corro muy rápido.

  6. Los viernes o sábados vamos al cine. A menudo vemos la película. Pero en escasas ocasiones pedimos los asientos del final, lo cual me alegra  porque entonces sé que Simona me dejará acariciarla. Incluso, si ella se anima, me baja la bragueta y me sacude mi dolorida polla hasta que despido mi cuantiosa  carga mientras me esfuerzo en no gritar de placer.

  7. En raras circunstancias ha llegado a meterse mi miembro en su boquita, ¡que es tan pequeña y tan deseable! A penas ha pasado cuatro veces, pero cuando lo ha hecho he llegado al cielo, los escasos segundos que ha durado. Una vez casi nos pilla el acomodador del cine de esa guisa y ella abandonó al momento tan placentera caricia, dejándome en tal estado que me costó Dios y ayuda volver a confinar aquel indómito rabo en el restringido espacio de mis pantalones.

Cosas que Simona ni me hace ni me deja hacerle:

  1. No me deja follarla. Dice que cuando vivamos juntos.

  2. No me permite tocarle el culo en público.

  3. No le gusta que le diga cosas guarras, ni siquiera en nuestros escasos momentos de intimidad.

  4. No tengo su consentimiento para masturbarme en su presencia. Incluso me ha pedido que me abstenga de ello cuando estamos separados. Le he dicho que sí, claro, siempre le digo que sí a todo. Pero voy tan salido todo el tiempo que me es imposible cumplir mi promesa.

  5. No puedo correrme en sus tetas ¡Y mira que me gustaría! Sólo una vez que se durmió viendo la tele junto a su madre me la casqué en su presencia y me corrí encima de su vestido azul dejándole una mancha en la parte posterior de su falda más que notable. Por suerte, nunca se dio cuenta, porque de haberlo hecho me hubiera dejado.

  6. Tengo del todo prohibido correrme en su boca. Se lo he suplicado las pocas veces que he sido bendecido con los dones de su lengua. Pero dice que no soporta el sabor del semen..

  7. De su culito, evidentemente, ni hablar.

Así que no puedo decir que no lleve una vida sexual insatisfecha. Sólo que tengo muchos incentivos para llegar a más. Pero ver la envida que me tienen los jetas de mis empleados por tener la novia que tengo ya me compensa. De tanto en tanto, Fran Rubio, el más joven y con el que tengo más confianza se ríe de mi los lunes porque nota que no puedo andar. Yo no le cuento nada, faltaría más… Soy un caballero. Pero le dejo entender que mi actividad en la cama es desaforada. El pobre no sabe que muchas veces esos problemas para andar es de lo que me duelen la polla y las pelotas después de pasarme días en estado de excitación continua mientras mi preciosa novia me pone como una moto pero no me deja correrme.

Aún así, Simona y yo casi nunca discutimos. Una excepción es cuando saca el tema de sus tetas. A veces se queja de dolores de espalda y dice que un día de estos se las va a operar para reducírselas. En esos casos me pongo hecho una furia. Pero a veces, también pienso que lo dice sólo para molestarme. Otra broma entre nosotros, como el síndrome de NSPETB, un chiste privado de parejita. Además, si fuera verdad no llevaría esos sujetadores tan pequeños, siempre de media copa, siempre de blonda, siempre a puntos de desbordarse, con esos pezones que parecen perpetuamente hinchados. Sí, esa es Simona… y sus pechos, entre la voluptuosidad y el desafío a las leyes de Newton.

Lo que más me gusta de Simona es su inocencia. Aunque mi padre dice que es un poco boba. Pero yo creo que eso es porque no quiere trabajar en la ferretería. Sólo viene algún sábado cuando quedan un par de horas para cerrar. Como es sábado mi novia se ha arreglado especialmente para mí, aunque en general sólo iremos a casa con su madre, cenaremos con ella y luego veremos la televisión.

Como es sábado a menudo tengo que ir a la trastienda a hacer el inventario de toda la semana y a menudo tengo que dejar a la pobre Simona con los vagos de mis cuatro empleados, Fran, Kurtz, un polaco que supuestamente era fontanero en su país y que mi padre convirtió en su mano derecha, y los Bertos, llamados así porque eran hermanos, Alberto y Roberto Penco. Un par de inútiles que nunca estaban maquinando nada bueno y los que yo trataba tan mal como se merecían. Pero cuando llegaba mi Simona, casi parecían humanos. Tan elegante, con su pelo negro recogido, o en una cola o en moños, tal y como va también al colegio. Pero con un toque sexy, igual que los jueves, porque son esos días que vamos a vernos y se basa en detallitos que tiene conmigo: unos zapatos de tacón, alguna blusa en la que, seguro que por despiste, había algún botón que tenía que haber estado abrochado, y no, no lo estaba. Pero ese cuello tan largo, esa barbilla… ¡Era tan fácil volverse loco!  Así, que los Bertos y Kurz siempre le tienden trampas, para regocijo de algún cliente masculino de última hora: que si ayúdanos con esto, que si estos recibos… Fran Rubio, el jovenzuelo, no participa pero bien que mira. Y ella, como es tan confiada y solícita que siempre les hace caso, les sigue el juego. Como si no se diese cuenta que al rellenar los recibos se inclinaba sobre el mostrador, y con aquellos sujetadores siempre al límite que usa Simona, pues claro, tensa su blusa y es un espectáculo… Incluso una vez uno de sus pezones se salió del sostén y se le marcaba claramente a través de una blusita color amarillo. O como cuando le pedían aquellas arandelas, que siempre estaba en el estante más alto y ella tenía que encaramarse a la vista de todos… Y a veces su faldita mostraba más que lo que debía tapar. O cuando le solicitaban que alargase esos latiguillos que estaban en el cajón más bajo.. Y ella debía combarse, con más lentitud de lo que hubiese sido recomendable, con unos pantaloncitos piratas verde clarito, tan tan claritos que sus braguitas brasileñas se marcaban como si estuvieran dibujadas sobre ese culito, pequeño, duro, tal y como yo sabía las pocas veces que me había dejado tocarlo. Entonces salía yo, me llevaba a mi novia y les decía a mis empleados:

–Cerrad vosotros. ¡Ah, y pasad el mocho!

–¿El mocho? ¿Por qué mocho? –preguntaba Kurtz en su mal castellano.

–Por las babas.

Yo creo que él no lo pilla. Pero Simona sí. Se agarraba a mi brazo y me besaba en la mejilla con aquellos labios gordezuelos, cargados de gloss…

–Ya sabes, querido. Es el síndrome NSPETB.

Y fuera por sus labios o por sentir aquellos pechos pegados a mi antebrazo… El caso es que ya se me ponía más firme que una barra de pan duro.

2. Fermín y yo

Mi novia me presentó a Fermín. Era un chaval de14 años al que me pidió que diese clase de refuerzo… Sus padres estaban forrados y las clases particulares las pagaban a precio de vellón. Simona no hubiera tenido que dar clases allí, pero había habido una baja y como ella había sido la última en llegar… pues, claro: pringó. Pero Simona era tan buena y tan esforzada que nunca se quejaba.

Simona dijo que me iría bien el dinero para la reforma del pisito. Y era verdad. Fermín me cayó bien. Serio, introvertido, aficionado a la fotografía y con mala suerte con las chicas. Y más cuando el segundo día vi que llegaba con un moratón en la frente. Al principio no quería… Pero tras insistir me confesó que le acosaba el matón del curso, un repetidor mala pieza de nombre Wilfredo, Wilfred, para todos, amigos y enemigos.

–No te amilanes, Fermín. La próxima vez, mírale a los ojos, anuda tus dedos y luego fija la vista en la nariz y balanceando los brazos un poco le sacudes un golpe de arriba abajo que le parta la nariz. Habrá mucha sangre… Te castigarán pero no te tocará nadie más nunca.

Al día siguiente no tenía clase con Fermín. Así que fue Simona la que me lo explicó en nuestra llamada diaria de la noche que Fermín no sólo había golpeado al chuloputas de Wilfred, es que lo había hecho al borde de las escaleras… de manera que rodó por ellas y, enloquecido bajó tras él para golpearle una y otra vez con un palo selfie desplegado. Total, lo envió al hospital tres meses. Sus compañeros se quedaron tan acojonados que todos dijeron que había sido en legítima defensa.

Cuando días después Fermín volvió a sus clases particulares estaba especialmente agradecido conmigo. Y ya acaba la clase cuando me dijo, en tono de querer confesarse.

–Tendría usted que saber algo, Teo. No sé si decírselo…

­–Ya sabes que puedes confiar en mí, Fermín.

–Es que no es sobre mí. Es sobre Simona, su novia. Usted no sabe que ella es… un poco…

–¡Inocente, es muy inocente!

–Ejem, eh… Bueno, sí eso. Digamos que… inocente.

–Pero a ver, Fermín, ¿qué te preocupa? A mí me lo puedes contar. ¿Algún profesor ha intentado sobrepasarse con ella? –yo sabía que Simona era un imán para los hombres. Su atractivo era tal que siempre tenía moscones a su alrededor.

–Es ese profesor de Lengua, Oriol.

Simona me había hablado de Oriol Xamar, un profesor casi tan joven como ella y, al parecer muy descarado. Por los visto, el tal Oriol  le había contado a Simona que él y un amigo suyo de la UB tenían una tesis sobre la literatura popular anglosajona desde cuando estaban en la universidad. Simona me la contó riendo. Al parecer el amigo de Oriol quería hacer una tesis doctoral sobre literatura popular inglesa destinada para mujeres. Todas esas novelas románticas en plan colección Jazmín o Bianca o Deseo. Habían detectado un patrón que les resultaba curioso como jóvenes independentistas catalanes que eran. Las protagonistas siempre eran mujeres inglesas, jóvenes y ardientes atrapadas en matrimonios-noviazgos-compromisos con hombres ingleses caracterizados por ser distantes, fríos, malos en la cama y con tendencia al alcoholismo, la violencia psicológica o a ambas cosas. ¿Y qué hombres desataban entonces la pasión de estas inglesitas insatisfechas? Pues escoceses. Fornidos, rudos, sinceros y viriles escoceses. A más del norte y más pelirrojos mejor. Los mejores los de las Highlands. ¿Te imaginas una España en que los catalanes se fueran follando hijas de hidalgos castellanos y que encima hubiera un género literario popular sobre ello?, habían bromeado Oriol y su amigo. Y así acabó Oriol Xamar de profesor de Literatura en un instituto concertado en Guadalajara. O eso me había explicado Simona que le había confesado el propio Oriol. No me pareció una conversación muy apropiada entre compañeros de trabajo de distinto sexo. Pero Simona es medio francesa, así que no me di por aludido. Claro que, ahora que lo decía Fermín, aquel tipo había venido desde Barcelona sólo pensando en follar. Y Simona era lo más deseable que había en ese centro educativo.

–El caso es que Oriol, acude muchas veces al final de alguna clase y habla largamente con su novia, Teo. Y a ella, todo lo que le dice le hace mucha gracia, y se ríe echando siempre la cabeza hacia atrás…

Y era verdad, porque Simona siempre se ríe así...

–Pero, ¿tú como lo sabes?

–Porque a menudo no voy al patio, total para que me zurren… Y me quedo en clase haciendo deberes o leyendo. Y para ellos es como si no estuviese… El caso es que ella siempre le trata bien. Y yo creo que no se da cuenta de que Oriol sólo busca lo que busca. Cada vez que ella echa la cabeza hacia atrás para reírse con sus gracietas ese maldito Oriol sólo está pendiente de mirarle las tetas.

Pensé en los duros y prominentes melones de Simona, y que yo mismo siempre aprovechaba para regodear mi vista en ellos cuando ella se reía de aquel modo exagerado y escandaloso.

–Hasta hoy, Teo, ella le ha pasado el dedo por encima de los abdominales. Y acabado casi en el borde de su cinturón. Han sido sólo unos segundos pero yo incluso diría que muy brevemente, incluso metió ese dedo entre el borde del pantalón y el polo de él. Luego lo sacó como si pasase la corriente, muy incómoda… Pero lo vi.

Quité importancia a lo que me reveló Fermín y le envié a casa. Pero aquel chico había envenenado mi mente. No podía alejarlo de mi cabeza.

Aquella tarde, saqué el tema como si nada con Simona, mientras tomábamos un café. Me quedé más tranquilo porque me lo contó todo… Bueno, todo menos lo del dedo entrando por un microsegundo en el pantalón de aquel imbécil. Y la verdad, tampoco mitigó del todo mis dudas al ver cómo se reía al recordarlo. Echó la cabeza para atrás por las carcajadas, tensando la espalda y ofreciendo sus pechos que subían arriba y abajo sacudidos por la risa como el sacrificio a un dios pagano. El sujetador negro era del todo insuficiente para sujetar aquellos dos melones y se transparentaba bajo la blusa blanca mucho más de lo que hubiera recomendado el recato más básico. Para colmo, comprobé con mis propios ojos que con esa risa tan escandalosa, un par de botones se desabrochaban a causa de los espasmos de su cuerpo. Y como la pobre Simona es tan despistada no se dio cuenta y no se los volvió a abrochar… Debería haberle dicho algo, pero yo mismo estaba disfrutando tanto de aquellas turgencias que debía decirlo algo, porque ahora resultaban perfectamente visibles sus pechos rotundos, del todo apretados, prominentes y obscenos, con los pezones a punto de desbordar el último de los límites. Y digo debería porque la siguiente media hora en aquel café fue cambiando la fauna humana a nuestro alrededor y lo que antes eran jubiladas y familias se tornó un grupo de moteros y unos obreros de la construcción tras su dura jornada laboral. Y el que salió peor parado fue Graciano, el camarero, que por no estar a lo que tenía que estar acabó tropezando y tirando por el suelo varias tazas de chocolate caliente… casi tanto como lo estaba yo, por aquel par de pechos incandescentes.

Dos días después volvió Fermín. La clase como siempre fue normal. Pero al final dejó una tarjeta de memoria encima de la mesa. Y sólo me dijo:

–Debería ver esto.

Lo hice. Me sorprendió la calidad de la imagen. Seguramente Fermín había dejado su cámara fotográfica grabando, en modo vídeo, tal vez tapada por una chaqueta.

–Como siempre, los que tengan dudas pueden quedarse unos minutos después de clase –decía mi Simona bajo un nítido enfoque en la pantalla.

Los chicos y chicas salían. ¿Todos? No. Un grupo de tres chicos se quedaba. ¡Y qué tres! ¡Uno de ellos lo reconocí! Formaban parte de aquel grupo de vagos que siempre estaban bebiendo cervezas y fumando porros a primeras horas de la mañana y miraban a mi novia como si quisieran desnudarla. ¡Y para nada tenían 16 años! ¡Debían de ser repetidores! ¡Y de varios cursos atrás! ¿Quién iba a creerse que aquellos golfos querían quedarse un poco más para solventar preguntas académicas?

Lo que también me sorprendió fue la ropa de mi chica. Ese día, como todos los días, la había llevado al colegio en coche. Era el martes, creo. Y no íbamos a salir… Sí llevaba esa chaquetilla de angora naranja, pero abrochada hasta el último botón. Y no como ahora, que se le abría mostrando buena parte de sus senos. Además, recordaba sin la menor duda que ese día vestía unos pantalones negros, de sastre nada provocativos y no esa minifalda de vértigo, negra, ceñida, como de una tela elástica, que yo no le había visto jamás. Tamaña falda, aunque el tamaño no era ciertamente su fuerte, combinado con los zapatos de tacón que sí que llevaba cuando la dejé, finos de tiritas… Pues, claro… Aquello era de vértigo. Sus melones en exposición, sus piernas a la vista mucho más allá del medio muslo y su culito respingón todavía mucho más levantado por el efecto de aquellos tacones. ¡Si se me estaba poniendo dura a mí!

Para colmo mi novia no hizo nada para taparse o cubrirse. Al contrario, se puso ¡a borrar la pizarra! ¡Y cómo movía el culito mientras lo hacía! Como la minifaldita “extreme” era tan diminuta que cada movimiento de aquel trasero, que yo sabía firme como el mármol, destacaba más y más. Yo quería pensar que no era ella, que para nada lo movía así a posta para provocar a los cuatro chavales que se habían quedado embobados sino por culpa de aquella prenda maléfica.

Pero es que luego, en vez de colocarse detrás de la mesa. Se sentó… encima. Y ¡hala! Todas sus largas piernas en exposición, con esos muslos tan firmes y esas pantorrillas tan definidas. Y cuando las cruzó, con esas sensualidad… ¿Me lo pareció a mí o lo hizo con una deliberada lentitud? Tendría que rebobinar más tarde, para comprobarlo, para torturar mi mente y mi polla. ¿Habría algún miembro de la banda de los cuatro que no le habría visto las braguitas en aquel segundo que parecía haber durado un cuarto de hora? Para hacer honor a la verdad, cierto es que una vez que cruzó las piernas tiró de la falda para rectificar que se le hubiese subido tanto. Pero es que aquella tela era del mismísimo demonio. Y no miento si digo que después de la maniobra me parecía no sólo que no se había bajado ni un centímetro sino que todavía mostraba más piel que antes de intentarlo.

Tras un par de preguntas insulsas. Uno de ellos le demandó:

–Seguro que echa de menos a Wilfred –Wilfred, el matón que Fermín había enviado al hospital.

–Por lo bien que se portaba en clase, no –y se ajustó las gafas redondeadas que casi se le resbalaban de su pequeñita nariz. Con gafas yo encontraba a Simona todavía más sexy. Combinadas con la cola de caballo que llevaba aquel día me parecía todavía más irresistible.

–Venga, “señu”, que con usted sí que se portaba bien –replicó un insolente con un tono de inconfundible doble intención. ¿Qué estaba queriendo decir? ¿Acaso aquel imbécil y mi novia…? ¡No quería ni pensarlo.

–Qué malos sois –y rió con esa risa boba que tenía ella, de ese modo echando la cabeza hacia atrás, volviendo a poner los pechos más en primer plan de lo que ya estaban, mientras sacudía su pelo recogido en aquella cola alta.

–El caso es que queríamos ir a verle al hospital. Pero nos piden que nos acompañe un adulto, un profesor. Normativa de la escuela. ¿Querría usted hacerlo?

¿Normativa de la escuela? ¿Qué normativa de la escuela era esa? Se lo estaban inventando, saltaba a la legua. Simona no sería tan tonta.

–Estaré encantada. Buscamos un día la semana que viene.

Los chicos se levantaron alborozados a darle las gracias. Simona tuvo que contenerlos intentando poner distancia con ellos. Pero a más de uno se le escapó una palmada de más en aquellos muslos expuestos para el deleite de aquellos obsesos sexuales y del objetivo de la cámara de Fermín. Luego salieron todos del aula en un clima de confraternización que no me parecía políticamente adecuado. Vi la grabación cuatro veces.

Aquella tarde quedé a tomar un café con Simona. Llevaba todavía la chaquetilla de angora, abrochada hasta el último botón, eso sí. Y para mi disgusto ya no vestía la minifalda de escándalo sino unos tejanos de corte pirata, por la pantorrilla. Ceñidos, sí. Levantándole el culito, sí, Pero nada que ver con lo de aquel vídeo que me había pasado el bueno de Fermín. Me indignó para mis adentros porque sentí que me estaba negando a mí lo que había regalado a otros.

Muy hábilmente saqué el tema de cómo le había ido el día, a ver si me revelaba como era posible que yo la hubiera dejado con una ropa en el colegio y ella estuviera con otra luego. La verdad es que no fue difícil.

–Pues no me ha pasado nada digno de contar hoy. Bueno, sí que nada más llegar en la sala de profesores el torpe de Oriol –el maldito catalán profesor de literatura, siempre pegado a mi pobre Simona– estaba desayunando su taza de leche fría antes de las clases… Se ha girado para contestar una pregunta y al volver, sin querer, le ha dado con el codo y ¡Plas! Todo el tazón encima de mis pantalones. ¿Te imaginas? A primera hora de la mañana y yo ya con toda esa leche derramada encima mío –me lo imaginaba, me lo imaginaba, y mi pito también se lo estaba imaginando–. Claro, no podía dar clase así… Suerte que Adela, una compañera, ya sabes, la de Historia, llevaba una falda que iba a usar en su clase de yoga, encima de los leggins y con eso tuve que ir de arriba abajo por el colegio toda la mañana. Evidentemente al mediodía al volver a casa me he cambiado.

–Pero Adela es muy bajita y poca cosa.

–¡Uy sí! ¡Suerte que la falda era superelástica! Pero vamos … ¡Parecía la pilingui del instituto! ¡Por eso me cambié!

Que sincera había sido. Me lo había contado todo. Podía seguir confiando en ella pese a las sospechas, seguro que bienintencionadas, del pobre Fermín.

–Así que tuve un montón de momentos incómodos. Creo que cuando me incliné para beber en el dispensador de agua del pasillo algún listillo me debió ver el culo. Y lo peor fue cuando me cambié en el cuartito de la fotocopiadora, ya sabes, el que es anexo a la sala de profesores porque no tenía tiempo para llegar a la primera clase. Y, claro, todo el mundo se había ido y llegó Pepe, el bedel, y nadie la avisó. Así que abre la puerta y allí estoy yo, subiéndome como podía aquella microfalda, que no me pasaba por los muslos de estrecha que era… ¡Y me pillo en bragas, el tío! ¡Literal!

–Pero, pero… ¡Simona!

–Si no pasa nada, tonto. Que Pepe es un amor de tío. Y está casado.

Conocía a Pepe de vista: un mostrenco de casi dos metros, mirada de orangután y barba de tres días y. Si Oriol me inquietaba por su prolongada proximidad a Simona, Pepe era como una presencia física amenazante.

–¿Pero qué braguitas llevabas, amor? ¡Espero que algunas de algodón?

–Pues no. Llevaba esas negras de lacitos que tanto te gustan. Ya ves… –y toda coqueta y divertida se bajó el borde del tejano por la cadera para que pudiese ver aquellos lacitos que me volvían loco.

–¡Pero, cariño! ¡Estas son supertransparentes, caladitas! ¡Te lo habrá visto todo!

–Tranquilo, me depilé ayer.

–No sé si eso me tranquiliza –y puse mi cara de disgusto.

–¡Si el pobre Pepe es un amor! Vio los apuros que estaba pasando y se puso detrás de mí y me ayudó a subir la maldita falda. No sé si sin él lo hubiera conseguido.

¿Bromeaba? ¿Iba en serio? ¿Aquel gorila se había pega a mi chica y con la excusa de subirle la falda habría repasado con aquella manazas sus muslos, sus caderas, su cintura?

–Ya sabes, Dimas querido. Toda la mañana fue un largo y prolongado NSPETB. Pasé la mañana muerta de vergüenza. Fue como aquel día en casa de tu tío… cuando había comprado aquel bikini por Amazon.

Lo recordaba perfectamente. Nos habían invitado a Simona y a mí a una barbacoa de verano en casa de mi tío, que vive en las afueras y tiene piscina. Y Simona no se le ocurrió otra cosas que comprar un bikini tipo ganchillo por internet para estrenarlo ese día. Claro, cuando llegamos resultó que no era su talla. Pero no tenía otro. Así que estuvo todo el día con cuatro triangulitos, dos arriba y dos abajo, que casi no le tapaban nada… ni por arriba ni por abajo ni por delante ni por detrás. NI norte ni Sur ni Este ni Oeste. En esa ocasión ya me dijo su frase mantra para esas ocasiones: “por suerte, voy perfectamente depilada”. Pero lo de aquellas tetas no tenía arreglo ninguno. Confrontadas a aquel bikini resultaba del todo inabarcables.  Ni que decir tiene que cada vez que se tiraba a la piscina mis primos adolescentes iban detrás disparados y de cabeza. Y ella, como es tan buena, pues claro, jugaba con ellos. Total que más de una vez y más de dos salía del agua y se paseaba entre toda mi familia como si nada… Hasta que yo me acercaba y le decía al oído:

–Cariño, se te ha salido un pezón.

–¡Uy, que tonta! –y se lo tapaba. Pero lo decía tan alto que si había algún vecino de los que habían venido a la barbacoa que no se había dado cuenta, pues también lo veía. Una tortura tanta exposición de sus cuatro puntos cardinales.

Aquella noche intenté magrearla en el portal de su casa. Estaba en un momento de excitación tal que me sentía fuera de mí. Intenté que me tocase la polla por encima del pantalón e incluso con mi mano pretendí empujar su nunca hacia abajo en un gesto inequívoco.

–¡No, por Dios! ¡Ya sabes que el semen me da mucho asco! ¡Este fin de semana ya te compensaré!

En ese momento se abrió la puerta. Llegaba un señor calvo y con gafas.

–¡Tonto, casi nos pilla el presidente de la escalera! –y me dio un beso en la mejilla y se fue en el ascensor. Creo tanto el presidente de la escalera como yo nos quedamos esa noche con las ganas.

3. La medicina y yo

Ni que decir lo inquieto que andaba yo aquellos días. Inquieto y más caliente que el mango de un cazo, cierto. Simona debió detectar la tirantez que existía entre nosotros. Así que ese sábado me pidió ir al Palace. El Palace había sido el mejor cine de Guadalajara pero ahora estaba a punto de cerrar y seguro que vivía de subvenciones porque sólo estrenaba cine español muy minoritario y películas europeas independientes. Así que era un cine muy grande y muy vacío. Ideal para los juegos que nos llevábamos Simona y yo. Además siempre pedíamos el anfiteatro. Así estábamos más solos. Los acomodadores, que yo sabía que formaban parte de un programa de reinserción de presos, ponían mala cara pero nosotros los ignorábamos. Éramos jóvenes y felices. En especial ese día. Tal vez para limar aspereza Simona se había arreglado nivel espectacular: taconazos de vértigo anudados al tobillo y un vestido azul del que era difícil destacar si su escote en V, profundo; o la raja delantera de su falda. Lo único que era igual era su pelo, recogido en un moño del que se le escapaban un par mechones convirtiéndola en todavía más encantadora, y las gafas que, presumida ella, sólo se puso cuando comenzó la película.

La película era un auténtico rollazo, lo cual era bueno. Mire de reojo a Simona. En cinco minutos Simona me dio la señal: cruzó las piernas y se puso ligeramente de lado, como sentada sólo sobre uno de los cachetes de su culito Sus muslos brillaban en la oscura sala de cine. Como atraída por una fuerza magnética mi mano se fue a su rodilla. Y poco a poco fue subiendo. De la redondeada rodilla hasta el pétreo muslo, recorriéndolo poco a poco. Interpreté su pasividad como luz verde. Poco a poco como sin darme cuenta mi mano fue cayendo a su entrepierna. Me pregunté qué braguitas llevaría puesto. Camino del cine, al llevar ese escote tan pronunciado había visto que había escogido un sujetador azul, de media copa, como la mayoría de los suyos, y con efecto “push-up”, no fuera a ser que hubiera algún ser humano que se cruzase con ella y no se fijase en sus melones. Así que podría ser el tanga azul que hacía juego con ese sostén. Pero también podían ser las rojas de encaje o las, ya famosas, negras de lacitos o una brasileñas satinadas… Simona tenía siempre tanta variedad que vete a saber…

Mis dedos tocaron sus braguitas, que imaginé negras. En aquella penumbra resultaba imposible discernir aquel misterio. Asegurando la posición me quedé allí, recosté mi cuerpo sobre ella y le besé ligeramente el cuello, dos, tres veces… Lo acompañe con un débil soplido justo detrás de la oreja. Era el botón de on/off de Simona. A los pocos segundos, noté el encaje de sus bragas húmedo, empapado de flujos y deseo.

Simona ronroneó. Sin descruzarla subió un poco la rodilla y la volvió a bajar, como si quisiera autoexcitarse con la propia presión de sus muslos, uno contra otro. Mis dedos, ya conocedores del juego, apartaron la empapada braguita como quien descorre una cortina para ir hacia un cuarto oscuro. Las yemas de mis dedos empezaron a jugar, acariciando primero, entrando después, entre sus labios, encharcados ya, y dándole a mi novia ese placer que tanto necesitaba. En pocos minutos miré de reojo como Simona se mordía el labio y bizqueaba. Mis hábiles dedos eran algo más que unos dedos, servían como un portal hacia el éxtasis. Y habían vuelto a funcionar.

Luego dejé mi mano allí, reposando a las puertas. Pero ya estaba claro que ahora era su turno. Y mis pantalones tejanos estaban a punto de reventar. Vi de nuevo por el rabillo del ojo que ella estaba mirando… a mi otro rabillo. Como sin querer dejó caer su mano con la gracia de una aleteo de mariposas. Tras palpar el paquete y notar como palpitaba sus dedos, que parecían frágiles, pinzaron la cremallera y la bajó con un firmeza. Como siempre me sacó la minga sin delicadeza ninguna, sin importarle hacerme daño. Y me lo hizo. Pero yo estaba tan excitado que mí tampoco me importó.

Al pronto empezó a dar un concierto de zambomba. Tenía un punto maquinal, como si estuviese deseando acabar cuanto antes. Y seguramente lo estaba. Yo, en general, no podía resistirme a sus trabajos manuales y me corría en seguida. Pero aquel día no quería que fuera así. Después de una semana escuchando historias tan calientes de su propia boca o viendo el vídeo de Fermín necesitaba algo. Exigía más. Algo como su boca en mi polla.

Saqué mi mano de su pubis y se la puse en la nuca. Como acariciándola, pero no. Como guiándola, pero no. Como pidiéndoselo sin pedírselo. Al principio ella se resistió un poco. Lo noté en que aceleraba la sacudida de mi cipote. Pero me concentré. Pensé en triángulos y me dije a mí mismo: “esta vez no”. Así que aguanté, aguanté y aguanté… Simona acabó farfullando entre dientes:

–Pero ¿qué te pasa hoy?

Comprendí que Simona accedería por fin a mis lascivos deseos. No podría creer en mi suerte. Mi dulce novia se inclinó. Combó su cuerpo y su cabeza llegó a estar un palmo de mi nabo. Mi glande, cabezón, enrojecido, brillaba a causa del líquido preseminal generado por las vigorosas sacudidas que le había prodigado mi chica. Abrió su boca y se acercó más. Se humedeció los labios con la lengua. Yo sacudía mi culo para dotar a aquel cipote de un vigor más aparente. Al fin pareció ceder y sus labios, carnosos, húmedos, rozaron mi capullo. Y entonces…

–¡Pero qué demonios es esto?

La luz de la linterna nos cegó. ¿Desde cuando los acomodadores del cine llevan linternas de guardia de seguridad? Eran un trío de acomodadores de aspecto patibulario. Los uniformes les iban como pequeños. Yo estaba demasiado ocupado guardándomela, lo que resultaba más difícil de lo que hubiera parecido de manera inicial. Intenté balbucir unas excusas.

–¡Debería darles vergüenza! ¡Llamaremos a la policía! Hay niños en la sala –farfulló el más mayor.

–¡Si el anfiteatro está vacío! –intenté decir mientras me levantaba para protestar. Pero el tipo me dio un fuerte empujón en el pecho y me obligó a permanecer sentado.

–Espera, cariño. Yo hablaré con ellos –intercedió la buena de Simona, seguramente preocupada por mi integridad.

Simona se levantó y los otros dos rufianes se la llevaron sujeta de los brazos. Yo intenté de nuevo levantarme pero el mayor me volvió a inmovilizar con un golpe de su manaza. Era un tipo malcarado, sin afeitar. Mi adorable novia se volvió un momento y musitó dirigiéndose a mí pero evitando molestar al resto del cine:

–Yo les convenceré de que no estábamos haciendo nada malo.

El tipo patibulario se me quedó mirando con cara de malas pulgas. Yo poco podía hacer. Una de mis piernas temblaba de rabia.  El tipo se acercó a mí, su aliento apestaba:

–Te vas a meter en un buen lío. Va a caer sobre ti todo el código penal. Primero vamos a tomarle los datos a la fresca de tu novia. Y luego a ti, pringao.

Yo sólo intentaba mirar que pasaba detrás de la cortina que separaba el anfiteatro de las escaleras que le daban acceso para saber si Simona estaba bien. Pero apenas podía ver nada. Sólo una rendija de luz… por la que apenas podía vislumbrar lo que el cuerpo de aquel mastodonte me permitía atisbar… A veces entreveía el vestido de Simona, otras una mano de uno de aquellos zafios como en su cadera… ¿Pero cómo se había atrevido? Por unos segundos  incluso me pareció que ella se había arrodillado, se le debía de haber caído algo.

La ceremonia de la confusión todavía duro unos minutos más. Cada vez que intenté levantarme, aquel energúmeno me sentaba de un empellón. Al final, Simona volvió a la sala, ignoró al gorila y me cogió de la mano.

–Nos vamos, Teo.

Salimos del cine. A pesar del incidente, Simona parecía contenta. Yo, en cambio, me sentía muy disgustado. Me dolían los huevos, la tenía dura como una piedra y tampoco había podido ver el final de la película. No podía sentirme más frustrado. Ni siquiera había podido saber de qué color eran las braguitas de mi novia aquel sábado. Decidí que al menos merecía una compensación y aunque estábamos por la calle y estaba prohibido hacerlo con otra gente alrededor, alargué la mano y le toqué el culo a mi novia. Lo tenía más duro que nunca.

–Pero, cariño… –protestó ella.

Yo seguí palpando con desesperación. Sí, era un culo pluscuamperfecto. Pero algo fallaba:

–¡Querida, no llevas bragas!

Simona sonrió, entre dulce y pícara. Con ese gesto me volvía loco. Y como excepción permitió que dejase su mano allí. Otra frustración la última. Ahora ya no sabría nunca de qué color eran aquellas diminutas braguitas.

El siguiente jueves no podía esperar que llegase Fermín. Aquella mañana Simona había llevado a los chicos al hospital a ver al matón de Wilfred, al que Fermín había dado la paliza. Quería saber si Simona se había mostrado más afectuosa con él de lo que reconocía. Aquellos comentarios en la cinta me habían alarmado. Y si bien Fermín no quiso darme más detalles le hice jurarme que me contaría la visita con todos los detalles. Fermín me advirtió que era en el hospital, que no podría poner una cámara, al no haber estado antes. Tendría que fiarme de su palabra.

Fermín llegó remiso. No me quería explicar nada.

–Dos clases gratis y me lo cuentas todo.

Seguía dudando.

–Un mes de clases gratis.

Fermín se rindió. Emitió mirarme todo el rato. Y más o menos me lo contó así.

– Fuimos Simona, los tres bandarras coleguitas de Wilfred y yo. A mí me costó sumarme. Ellos no me querían pero Simona consiguió que me aceptasen.

–A ver, Fermín, ¿cómo iba vestida?

–A eso iba. No podían negarle nada. Simona se había puesto un vestido rojo, veraniego, con vuelo, con un cinturón blanco y una pequeñas mariposas blancas, estampadas. Los zapatos de tacón, muy alto, eran tipo sandalias de tiritas. Haciendo juego con el cinturón y con el bolso.

Lo recordaba a la perfección. Así la había llevado al colegio esa mañana. Me había quedado tranquilo porque la falda era larga. Y el escote en pico no resultaba muy pronunciado. Sin embargo ya en el coche pasó lo primero que me inquietó. Mi Opel es un poco viejo. Y Simona no podía soltar el cinturón de seguridad. Me pidió ayuda. Lo que pasa es que soy un poco torpe. Y cuando conseguí soltarlo el cinturón se replegó muy rápido, casi como un látigo. La hebilla retráctil salió disparada y le golpeó en los pechos, justo en el medio de aquellos dos adorables senos.  Ella se dolió con un chillido entre irritado y sexy. Yo balbuceé unas disculpas pero ella se fue molesta.

Antes de que empezase la primera clase me envió una whatsapp: “Eres lo peor. Me has roto el cierre del escote”. A la hora del recreo me remitió el segundo: “Vaya daño que me has hecho. Llevo los pechos superdoloridos por tu culpa”. Y a la hora de salida, justo cuando se iba camino del hospital con aquellos golfantes, recibí el tercero y último: “¡Vaya latigazo que me has dado! Lleva todo el día sufriendo por el roce del sostén. Al final me he tenido que quitar el sujetador.”

–¿Pero iba muy sexy? –pregunté.

–No, guapa, elegante, como siempre. Además la falda le llegaba por debajo de la rodilla –pero sabía que el pobre Fermín mentía. Con el cierre del escote roto y sin sujetador aquellas tetazas debían de asomarse lo más tentadoras posibles. Y la tela del vestido era muy fina, aunque roja, seguro que aquellos pezones, tantas veces rozados pero tan poco pellizcados por mí debían de marcarse como un sobrerelieve.

–Y fuisteis en taxi…

–No cabíamos cinco en un taxi, Teo. Así que fuimos en autobús.

–Pero al mediodía es hora punta.

–Sí, la verdad es que fuimos muy apretados. Casi no se podía respirar. Pero todo nosotros la rodeamos y nadie se aprovechó de ella.

No me tranquilizó nada lo que me explicaba. Me imaginaba a mi pobre Simona rodeada de aquellos pervertidos en un autobús abarrotado justo antes de comer. ¿Se habría resistido alguno de ellos a palpar aquellas macizas carnes? Alguno, aprovechando la aglomeración habría perdido sus manos bajo el vuelo de aquella falda. De haberlo conseguido, nadie se habría dado cuenta de nada.

–Espero que al menos funcionaria el aire acondicionado.

–Pues no, Teo. Al contrario, hacía una calor sofocante. Y la que peor lo pasó fue tu novia. Todo el viaje agarrada a la barra, jadeando, dando suspiros y pasándose la manos por el pelo. Y mira que lo llevaba recogido, como siempre.

¿Pero cómo podía ser tan lerdo? ¿No se daba cuenta de aquellos malandrines le debían haber estado metiendo mano como unos posesos. Y claro, mi indefensa novia, habría callado para no armar un escándalo. No me pude resistir a seguir preguntando:

–Pero, pero… ¿ella estaba bien?

–Sí, sí, Teo. Yo creo que sólo le dio un sofoco. Se acariciaba el cuello, se mordía el labio y se abanicaba el escote con la mano. En algún momento pensé que se iba a caer, con aquellos tacones tan altos y los esfuerzos que hacía para permanecer con las piernas juntas. Parecía que se esforzaba mucho en apretar los muslos uno contra el otro.

Estaba muy claro. O el chico era muy bobo o muy ingenuo o mi espía no se enteraba de nada. Estaba claro que aquellos delincuentes juveniles se habían aprovechado de mi inocente Simona, que le habían metido mano, manazas y manoplas… llevando su cuerpo al borde del clímax. La pobre Simona habría llegado al hospital con todas las terminaciones nerviosas de su piel al límite… Su escasa resistencia apenas le habría permitido contener el orgasmo pese a la intensidad del manoseo y los abusos a la que le habían sometidos aquellos cerdos.

–Pero tranquilo, yo la sujeté por la cintura. Y no pasó nada, Teo.

No estaba yo tan seguro.

–En el hospital todo fue bien, Teo. De verdad, no tienes de qué preocuparte. Wilfred estaba muy maltrecho. La visita además, fue muy corta, porque justo entró el doctor Pinzones. Era joven… con bigote y nos echó muy pronto, porque Wilfred estaba todo vendado, con la pierna en alto y casi no podía hablar… Sólo podía ver y gruñir.

–Bueno, pues entonces se acabó ¿no?

–No exactamente. Simona se quedó con Wilfred y el doctor. Lo pidió el médico. Al resto nos echó de la habitación del hospital.

–Pero, Fermín, tenías que contarme todo lo que fuese a pasar.

–Tranquilo, Teo. En un despiste, me colé en el lavabo de la habitación y lo puede ver todo. No salí con los otros.

–Pues cuenta.

–Por Wilfred puedes estar tranquilo. No pudo ni moverse. Ni tocó a Simona. Ella se quedó para preguntarle algunas cosas al buen doctor, mientras este ajustaba un poco la cama, porque Wilfred se quejaba de dolor, pero el doctor Pinzones dijo que no era conveniente darle más calmantes. Lo que pasa es que creo que no ajustó muy bien la cama. Porque no se mostró muy atento, yo creo que estaba más atento a Simona, que se sentó en el sofá cama, pero no estuvo muy atenta a la hora de cruzar las piernas. De hecho lo hizo de tal manera que esa falda roja tan suelta, quedó mucho más arriba de lo que hubiese sido recomendable para el decoro… Ya me entiendes, Teo. Yo creo que no era culpa de ella, que ese sofá cama era demasiado bajo… y claro, con el doctor Pinzones arrodillado intentando ajustar la cama, yo creo que ese medicucho le vio hasta las bragas, pero yo no pude… claro, no tenía ángulo. ¿Me entiendes, Teo?

Vaya si lo entendía. La verdad es que la cándida de mi novia siempre le pasaba lo mismo. Una vez llegamos a casa y mis padres estaban tomando café con mis tíos, precisamente los padres de mis primos salidetes del día de la piscina. Simona llevaba un vestido blanco cuya falda que se abría un poco por delante. Y cruzó las piernas un par de veces dejando que su falda se abriese más de lo que sería recomendable. La cara que puso mi tío y el ataque de tos que le dio en medio del café que estaba tomando me dieron a entender que le habían visto hasta el número de la matrícula. La situación ya resultaba de por sí incomoda para mí pero con Simona siempre podía volverse peor y lo fue por culpa de mis tíos, que habían traído a casa al gran danés que tenía como mascota. Ellos le llamaban perrito pero aquello más bien era casi un caballo. El caso es que justo yo sentado a su lado fui a subirle la falda para atajar aquello de raíz y en esto irrumpió el maldito perro y hundió su morro en la entrepierna de Simona, ante la consternación general, con tan mala suerte que justo en ese momento, Simona iba a llenarse un vaso con una jarra de agua helada. El inoportuno animal hizo que mi novia gritase y que lógicamente asustada se derramase encima del veraniego y vaporoso vestido toda el líquido de la jarra. Yo me olvidé de su falda para intentar sacarle aquel perrazo de encima. Ella se levantó gritando como una loca y retrocedió hasta la pared, tirando la silla por el camino con el hocico de aquella bestia hundido en sus sensibles intimidades. Y yo, mientras, tiraba lo que podía de aquel collar de aquel perrazo pero ya os he dicho que nunca he estado muy en forma. De modo, que así pasó mi dulce novia Simona a parecer la futura nuera perfecta a la hora del te a estar contra la pared, con un perro olisqueando su braguitas, sus piernas del todo expuestas y sus pechos a la vista de cualquiera después de que su vestido quedase empapado y pasase así de ser liviano a transparente. Sí, mi querida Simona había escogido el peor día para ir sin sujetador. Mi madre  y mi tía se quedaron sin palabras. Mi padre y mi tío se deshicieron en excusas con ella cuando minutos después conseguimos entre los tres sacarle el perraco de encima. Sólo que por lo abultados de sus pantalones no parecían haberlo sentido mucho. Más bien lo contrario.

Como siempre aquel día cuando la acompañé a casa ella sólo comentó entre risas:

–Ya sabes, querido, es el síndrome NSPETB,

Así que sí… podía perfectamente imaginarme al vicioso doctor Pinzones disfrutando de las largas y torneadas piernas de Simona mientras ella no se daba cuenta de nada. Yo ya sabía que para que Simona se sintiera fuera de lugar tenía que venir un gran danés a olisquearle la ropa interior… si es que la llevaba.

–“Pero, doctor”, le hizo notar ella, “¿no le está haciendo daño?” porque Wilfred aullaba de dolor, de lo incómoda que le había dejado la cama al estar el buen doctor más atento a la anatomía de su novia que a la del enfermo. Sin embargo, el médico, restó importancia y dijo que todo estaba bien en el caso de Wilfred, por mucho que éste no dejaba de gemir, de protestar, si bien no podía articular una palabra inteligible entre vendajes y ortopedias.

–Bueno, pues entonces todo bien, ¿no, Fermín?

–No exactamente. El doctor Pinzones dijo que notaba que Simona tenía la voz cogida.

–No lo entiendo, yo no noté nada.

–Supongo que por eso es médico, Teo. El caso es que ella al principio se mostró sorprendida. Pero el doctor Pinzones insistió y entonces la pobre Simona tuvo un acceso de tos. “Lo ve”, le replicó el doctor. Así que le pidió visitarla. Allí mismo, en la habitación. La pobre Simona no supo decirle que no.

Lo entendía. A Simona le costaba decir que no. Excepto a mí, claro.

–El caso, Teo, es que le pidió que se desnudara para poder llevar a cabo el examen médico. No sé si fue la bata blanca o qué pero ella se quedó delante de él y empezó a quitarse la ropa muy despacio. Se abrió primero el escote y le mostró la mayor parte de sus pechos y murmuró mirando hacia abajo con falso candor: “¿Así, doctor?” Y el tipo sólo contestó: “Más”. Así que pobre Simona se encogió de hombros y dejó caer el vestido a sus pies dejando al descubierto su espléndido cuerpo… Llevaba una braguitas blancas, pequeñitas, con unos coquetos lacitos sobre las ingles. Las braguitas hacían juego con sus zapatos de tacón, que le levantaban el culito por detrás, haciendo que aquella pieza lencería pareciese más pequeña de lo que era. A más desnuda estaba, más gemía Wilfred, desde la cama, se agitaba impotente, pero no podía evitarlo. El doctor Pinzones de dio cuenta y se fue hasta la pared. Allí desplegó un biombo entre la cama de Wilfred y la casi desnuda Simona. “Así se calmará”, alegó. Pero por sus aullidos no le parecía.

–¿La tocó? Dime si la tocó, Fermín.

Pareció dudar.

–Bueno, sí. Un poco sí la tocó. Le tocó los pechos. Fue un palpado a fondo.

No sabía si enfadarme. Después de todo aquel tipo era médico y no yo. Y si decía que estaba incubando algo… ¿Lo habría hecho con vicio? Bien sabía lo deseables que eran esas tetas, lo enormes, duras y fantásticas que eran. Mi imaginaba sin problema alguno al doctor Pinzones hundiendo su cara en ellas, como me gustaba hacerlo a mí las pocas veces que ella me lo permitía.

–Y entonces él le dijo que no parecía grave, pero que si no se trataba podía derivar en una bronquitis o en algo peor. Y Simona carraspeaba, Teo, como dándole la razón. Pero yo creo que era sugestión, porque antes no lo había hecho. El caso es que entonces dijo: “Por cierto, no le importaría hacerme un favor. Hay un grupo de estudiantes de medicina en esta misma planta. Podrían aprender mucho de ver un caso incipiente como el suyo”. Simona dudó, pero luego con el mismo falso candor, aceptó. “¿Por qué no?”, fue lo único que se le ocurrió alegar.

Dios, ¿cuánto tiempo iba a seguir torturándome con aquel relato? ¿Qué era aquello? ¿Cómo lo del gran danés? ¿Siempre podía empeorar?

–El caso es que el doctor Pinzones salió un momento y dejó allí a Simona, casi desnuda. Pensé que cualquiera que hubiese entrado la hubiese visto así, en todo su esplendor. Ella no se vistió, sólo se tapó los pechos con sus brazos, mientras al otro lado del biombo se seguían oyendo los aullidos-lamentos-balbuceos de Wilmer. Aquel biombo debía de ser muy transparente porque desde su cama Wilmer no parecía ajeno a nada, pese a que en principio no podía verles. ¿Percibiría sombras? El caso es que en breve volvió aparecer el engominado y de fino bigote doctor Pinzones con tres jovenzuelos en bata blanca que debían de ser estudiantes de medicina. Trajeron con ellos una camilla. La pusieron detrás del biombo y le pidieron a Simona que se sentase encima. Luego el propio Pinzones le dio indicaciones de cómo debía sentarse: con los pies arriba, las rodillas dobladas, muy juntas, y tirada hacia atrás, apoyada en ambas manos, pero con los brazos en una ángulo de treinta grados a su espalda, de manera que los pechos quedaban del todo expuestos a las miradas libidinosas de los tres aprendices de galenos.

–¿Pero ella no protestó, Fermín?

–No. Sólo preguntó si había de quitarse los zapatos. Pero Pinzones le respondió que no.

Menuda boba, cuatro salidos dispuestos a aprovecharse de ella y la única objeción que anteponía mi novia era para desvestirse más. Y seguro que le dijeron que no porque estaba mucho más sexy en braguitas y con tacones.

–El caso –continuó Fermín– es que uno de los estudiantes, un listillo con gafas, preguntó que si en un caso como aquel, de tos persistente y pecho cogido, lo más conveniente no era aplicar un crema en la zona pectoral para facilitar la respiración de la paciente. “Así es”, se entusiasmó Pinzones, con tal iniciativa. Y aquí Simona sí que quiso plantarse.

Menos mal. Ya era hora.

–Les dijo que aquello que habían traído no era ninguna pomada tópica descongestionadora, como ellos estaban diciendo sino que era Nivea, que incluso estaba en un frasco con esa marca.

–¡Claro! –me regocijé yo – ¡Y así quedó todo su engaño al descubierto! ¡Seguro que se levantó y se fue indignada!

–Pues, no Teo. Le dijeron que recientes estudios científicos en Canadá habían descubierto que la Nivea tenía un contenido rico en mentol que aplicada dérmicamente producía un muy positivo efecto broncodilatador. Se lo dijo el listillo de las gafas. Y que en cuanto se la aplicasen se iba a sentir mucho mejor. Y así se pusieron ni cortos ni perezosos dos de los internos en prácticas, cada uno a un lado de la camilla a aplicar la Nivea en cada unos de sus pechos. “Lo ven como ya se siente mejor”, le decían; y ella sólo respondía: “Sí, sí… síii” Su cuerpo se estiraba, levantando más los pechos como si buscase aquellas lúbricas caricias, echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos como si quisiera sentir cada yema de los dedos. Cabeceaba, se relamía. Y ellos, venta a refrotar y refrotar aquellos prodigiosos melones, si me permites decirlo.

–Sí, sí, te permito… Pero no me creo que ella no dijese nada, no protestase, no pusiese fin a ese abuso…

–Bueno sí que dijo, cuando el otro estudiante y el propio doctor Pinzones empezaron a frotarle las piernas al unísono. Entonces Simona objetó: “Pero, doctor, en la piernas no me pasa nada”. Pero Pinzones alegó que una cobertura tópica total había demostrado ser mucho más eficaz en caso de catarro como el de ella. Así que ahí se aplicaron ellos, en un masaje a ocho manos, al que Simona acabó abandonándose, colocándose una situación de indefensión. Los aprovechados estudiantes y su líder en un momento determinado le dieron la vuelta en la camilla, la colocaron de espaldas y siguieron aplicando la crema. “No le importará que le quite las bragas, ¿verdad?”, preguntó Pinzones, cuando ya se las estaba bajando. “Si es por motivos médicos…” le respondió ella. Total que acabó la pobre, de espaldas, desnuda y en tacones en la camilla del hospital y manoseada con fruición por aquellos sátiros… Y eso no fue lo peor. Los cuatro caraduras estaban tan salidos, y habían alargado sus largos y fibrosos dedos hasta partes tan íntimas de la inocente Simona que decidieron subir el listón. El primero fue el doctor Pinzones, al desenfundar un miembro. Yo no podía creerlo. Y luego los otros tres le imitaron: extrajeron sus instrumentos y empezó un cuarteto de tuba que ríete tú de la Filarmónica del Gran Pajote. Aunque algunos de ellos se apoyaron en el voluptuoso cuerpo de Simona con una mano mientras se la cascaban con la otra, lo cierto, es que hasta la sufrida paciente se dio cuenta de que algo raro estaba pasando: “¿Ya han acabado el masaje, doctor?”. “No, es que estamos abriendo un nuevo envase”, alegó el ladino médico. “Es que el envase se nos resiste”, añadió el listillo. Pero, claro, no se resistieron mucho. Pronto fluyó el primer chorrazo, y luego por el efecto simpático, uno tras otros fueron cayendo los lechazos sobre el inmaculado cuerpo de su novia, Teo. “Sí, sí… ya siento la nueva crema”, ronroneó Simona. En cambio, Wilfred se sacudía en su cama, echando espuma por la boca. El doctor Pinzones tenía tanta potencia que pese a haberse situado a los pies de su chica su corrida le salpicó no sólo las largas piernas, sino que llegó hasta el culo. Pero el peor fue el listillo que prefirió en vez de hacer alardes de distancia correrse en la palma de la mano de Simona, algo que imitó su colega al otro lado de la camilla. También imitó.

–Pero, pero… cómo no se dio cuenta, cómo –no salí de mi asombro.

–No sólo no se dio cuenta. Es que la engañaron totalmente. Una ve autosatisfechos abrocharon sus braguetas y Pinzones dijo: “ya puede vestirse cuando quiera”. Pero Simona se incorporó y comentó: “Si me han dejado las manos llenas de crema y sentada de nuevo en la camilla empezó a ponérsela ella misma, a frotarse todo aquel semen por las tetas. “Será mejor que no se desperdicie nada”, decía la pobre mientras se untaba los melones con ambas manos, muy lentamente. Se lo restregaba con verdadero deleite. ¿De verdad no sabía lo que tenía en las manos? Pero parecía estar disfrutando. Tanto, que yo creo que se les estaba volviendo a poner dura. No sé que hubiera pasado si en ese momento no se hubiera oído un golpetazo: Wilfred estaba tan rabioso que se había caído de la cama. Los proyectos de doctores fueron a ayudarles y Simona aprovechó para recuperar su vestido y salir corriendo de la habitación. Lo hizo tan rápido que se olvidó las bragas, que acabaron en el bolsillo de la bata del doctor Pinzones. Teo… Teo… ¿se encuentra bien? ¿Está llorando? Pensaba que quería que se lo contase todo, todo, todo…

–No, ejem, no es… nada. Es que, Fermín… Esto no lo esperaba.

Y no le confesé la verdad. No reconocí que no sólo se habían vuelto a excitar los cuatro internos del hospital. La verdad es que a mí también se me había puesto dura como una piedra.

4. La escuela y yo

Los siguientes días no salía de mi desazón. Y buscaba cualquier cosa para animarme. Una de ellas es que Fermín me había abierto las puertas a un mundo desconocido. La otra era que si, que mi chica era una mujer deseada, algo que yo ya sabía. Pero por mucho que la hubieran acosado estudiantes, profesores o doctores salidos, por mucho que hubieran querido someterla o mancillarla, bueno, mancillarla, un poco sí que la habían mancillado, pero en lo fundamental me seguía siendo fiel. Nadie se la había follado. Nadie se la había follado y ella seguía sin dejar que yo me la follase. Así que de alguna manera todo estaba bien. Pero también todo podía dejar de estar bien. Es decir, lo que había quedado muy claro es que nadie se la había tirado aún. Y así debía seguir siendo. Al menos hasta acabase la reforma del pisito.

Así que los siguientes días pasé mucho tiempo hablando con Simona. Tirándole de la lengua, para que sin que se diese cuenta me fuese contando cosas. Y lo hizo. No me contó nada de los abusos a los que la sometieron en el hospital. Tampoco me contó nada de su relación con Wilfred. Pero poco a poco se fue soltando. Al pasar los días me fue confesando poco a poco que bueno, que algunos profesores la incomodaban, que como aquel odioso catalán Oriol Xammar. O algunos de sus alumnos repetidores. No me lo contó todo, pero sí me confesó que algunos de aquellos repetidores no perdía ocasión en rozarla, tocarla o incluso a veces restregarse contra ella. Que eso la volvía loca, que no sabía qué hacer, pero que en su primer año en el colegio no quería parecer problemática.

Tras varios de contarme intimidades de este tipo, que si miradas, comentarios inapropiados, faltas de respeto, tocamientos inesperados, palmaditas, roces, invasiones del espacio personal. Yo buscaba un equilibrio entre sentirme molesto y darle todo el apoyo que se espera de un buen novio. Al final me hizo una propuesta:

–¿Qué te parece si hablo con Don Honorio? Podría pedirle que me cambiase de curso y me pusiese con niños pequeños que es lo que me corresponde por mi formación.

Don Honorio era el director del colegio: un hombre, serio, circunspecto. Cabello blanco aleonado, un poco panzón y vestido siempre con americanas horriblemente combinadas con jerséis de pico y corbatas, una moda que había pasado hacía 40 años. La verdad es que no me parecía una mala opción. En los días sucesivos Simona fue volviendo a esa idea de manera recurrente:

–Don Honorio es muy majo… Parece muy severo, pero eso no es malo para este caso.

Al final le dije que sí, claro. Pero ya no me fiaba de ella. Me puse de acuerdo con Fermín y le pregunté si había manera de espiar lo que pasase en el despacho del director. Me dijo que era casi imposible al menos que alguien pudiese colarse. Y que el despacho del director sólo tenía un acceso, la puerta principal, que daba a un pasillo muy transitado. Desde allí era imposible espiar nada, ni siquiera en el improbable caso de que quedase entreabierta. Ya me había desilusionado cuando Fermín añadió:

–Sin embargo…

Y así el alumno me explicó que el propio despacho tenía una recámara en un lateral para guardar libros. Le separaba del despacho una puerta pero antigua, con una cristalera en semicírculo justo encima. Fermín me dijo que podría poner allí la cámara y…

–Nada de cámaras, Fermín. Esta vez quiero ir yo en persona.

Fermín alegó que era casi imposible colarme. Que le expulsarían que sólo se podría hace a primera hora, antes de que  comenzasen las clases y que eso me obligaría a esperar horas y horas hasta que se celebrase la reunión de marras. Le repliqué que me daba igual. Fermín conocía una puerta posterior que podría abrirme desde dentro, le pedí antes de salir pusiese una cuña en la puerta del despacho del directo para que éste al salir la cerrase, pero en realidad la jamba no lo hiciese del todo. De mi ferretería llevaría una escalera corta tres escalones, que me permitiría subir y verlo todo desde la vidriera. Para convencerle le tuve que ofrecer más clases gratis y esta vez, incluso dinero. Le dije que no corría riesgo alguno, que si alguien me sorprendía dentro diría que estaba buscando a Simona para darle una recado de su madre.

Mi chica me dijo que don Honorio era un hombre muy ocupado pero que al final le había dado hora para ese miércoles. Yo busqué una excusa para no ir a la ferretería. Fermín y yo lo teníamos todo planeado para ese día cuando fue la propia Simona la que lo complicó todo.

–Podrías venir a buscarme un poco antes, Teodorín… En vez de las 8,30 h a las 8,00 h. Así me aconsejarás con una duda que tengo.

Nunca sabía decir le que no

Eso me complicaba las cosas pero yo no iba a cejar. Me levanté antes, cargué en el maletero la escalera de mano, un bocata, un termo de café y dos botellas de agua. Y me presenté en casa de Simona a la hora convenida. Doña Paz, su madre, me abrió la puerta:

–Te espera en su cuarto.

Era extraño porque durante aquello años nunca me habían dejado entrar en el dormitorio de Simona. Entré y cerré la puerta…

–¿Qué te parece mejor? ¿Este vestido? ¿O la combinación más profesoral de falda negra y blusa blanca?

–Hombre, cariño… no sé… Ese vestido me parece un tanto descocado, te deja los hombros al descubierto y esa cremallera de arriba abajo… No sé, cariño… además, creo recordar que te iba muy, muy ceñido.

–¿Y la blusa y la falda?

–Pues tampoco, Simona. Esa falda es de un tejido tan elástico que te marcará hasta el último milímetro, de tu piel, de tus caderas, de tu, de tu…

–No lo entiendes, tontorrón, de eso se trata. Los hombres como don Honorio se sienten intimidados ante una mujer guapa. A más guapa, más posibilidades tengo de salirme con la mía.

–Ya, pero… ¿Y esa ropa interior? Esas braguitas negras tan, tan diminutas. Y ese sujetador tan pequeño… sin tirantes, que expone tus pechos de esa manera demasiado, no sé… de un modo sugerente en exceso… ¿No te parece?

–Si me siento sexy por dentro, me sentiré también guapa por fuera.

–¿Y esas medias con liguero, tan negras, y a la vez tan transparentes? Conmigo no te las has puesto nunca.

–Bah, no seas celoso… Imagina que se me sube un poco la falda… Y me ve un centímetro de piel… ¡El estirado de don Honorio se desconcentrará! ¡Y ya será mío!

No lo veía claro. Pero pensé que me preocupaba en exceso. Después de todo… don Honorio parecía serio y formal, incluso aburrido. ¿Qué peligro podía haber? Además, no tenía tiempo para discutir. En breve Fermín ya estaría esperando para abrirme la puerta. Llevé a Simona hasta el colegio. La bajada del coche fue como siempre, pero me pareció que con aquel vestido se demoraba un poco más de lo necesario, para que aquellos vagos no se perdiesen ni un detalle de su anatomía a la que aquel modelito diabólico se ceñía como una segunda piel. Se empezaron a oír silbidos y algún piropo subido de tono. ¡No! ¡Que no se volviese una vez fuera del coche! ¡Que no se volviese! ‘Que no se inclinase para volver a colar la mitad de su cuerpo dentro del coche y darme un beso de despedida, tal y como hizo! ¡Así aquellos bandarras no se perderían ni un detalle de su culito, realzado por aquellos altísimos zapatos de tacón, perfectamente ceñido por aquella tela tan, tan fina, y notándose como se marcaban aquellas escuetas bragas bajo el vestido! Me puso una mano en el brazo y me murmuró al oído:

–¡El síndrome NPETB! ¿Qué puede hacer una pobre chica como yo!

Sonreí como un bobo. Pero ya no sabía si mi chica lo había hecho para tranquilizarme o para ofrecer a aquellos holgazanes un espectáculo que no olvidarían nunca.

En cualquier caso no tenía tiempo. Arranqué el coche y aparqué al otro lado de la escuela. Del maletero saqué la escalera corta y una bolsa con dos bocadillos, un libro, y una botella de agua llena y otra vacía. Fermín me abrió tal y como estaba previsto. Y me llevó al despacho del director. Tuvimos suerte y no coincidimos con nadie. Si lo hubiésemos hecho pensaba alegar que traía una mensaje de la madre de Simona. Pero la rapidez evitó la mentira. En tres minutos entramos en el despacho del director y yo me colé en la recámara. Cerré la puerta y Fermín me dejó allí.

No era como me había imaginado. El ventanal superior no era cuadrado, sino en medio círculo y con juegos de cristales que se abrían como un sol. Algunos eran de colores, otros esmerilados. Tenía la ventaja de sería difícil verme. Pero no tendría una perspectiva tan clara de lo que pasaba en el despacho de don Honorio. Miré el reloj: eran las 9,00 h.

A las 17,00 h. me despertó un ruido. Por fin. Me dolía todo. Subí a la escalera y allí estaba. Don Honorio abrió la puerta y dejó pasar a su joven profesora. ¿Me lo había parecido o detrás de aquellas gruesas gafas de pasta se había escapado una mirada al rampante culito de mi novia? No podía ser. Don Honorio siempre me había parecido un tipo serio. Y ni Fermín ni Simona me habían comentado nunca ningún gesto inapropiado por su parte.

Simona ya estaba apartando una silla frente a la mesa del despacho… Pero don Honorio la interrumpió:

–Ahí, no, Simona. Siéntese usted aquí, en el sofá.

Don Honorio se aposentó en el un canapé trufado de cojines. Simona hizo lo mismo. Era perfecto porque desde mi escondite tenía una vista perfecta del sofá pero no la hubiera tenido tan buena de la mesa.

–Verá, señor director, quería pedirle dejar de dar clases a chicos tan mayores y que me centrase en niños pequeños, mi especialidad.

–Ya, pero es que durante este curso no sé si va a ser posible.

Lo oía perfectamente. Y estaba encantado. Mi novia me había dicho la verdad. No tenía de qué preocuparme.

–Por favor, don Honorio, que ya no puedo más.

–Pero, hija, ¿qué le pasa? ¿Qué problemas tienes?

–Nada, señor director. Bueno… aunque… no sé… No me gusta hablar mal de los compañeros…

–¿Qué ha pasado? –y golpeó nervioso en su rodilla, la de él.

Simona cruzó las piernas. Tenía unas rodillas estupendas y una pantorrillas que era un placer recorrer con la vista, incluso desde una distancia tan lejana como en la que estaba yo. Mi chica pareció dudar… bajó la cabeza en un gesto no exento de indisimulada coquetería, poniéndose el índice en el labio inferior para dejarlo caer, como dudando.

–Ya sabes como son los chicos… las hormonas… Y la edad, sobre todo la edad. Hay muchos repetidores… ¡demasiados! Y siempre que pueden me rozan, me tocan, me achuchan… A veces hacen ver que ha sido como sin querer pero otras ni eso… Hoy mismo uno de ellos –no entendí su nombre, ¿Fernando, tal vez?– pasó por delante mío con una percha y me ha enganchado esta cremallera del vestido. Ha hecho ver que era sin querer, señor director, pero yo creo que lo ha hecho a posta…

Don Honorio tragó saliva. ¿Había lujuria detrás de esas gafas de culo de vaso? ¿Palpitaba su corbata atrapada entre su papada y aquel jersey de pico pasado de moda? Imposible dilucidarlo desde mi posición.

–¿Y le bajó mucho la cremallera?

–Pues sí. Hasta aquí – ¡No, no lo hagas!, pensé yo. Pero dicho y hecho se bajó ella misma la cremallera del vestido, dejando ver todo el canalillo y aquellos dos montes turgentes y adelantados –. Suerte que ya estaba recogiendo y no había nadie en clase, que sí no…

–Pero, mujer de Dios, no hacía falta… Deje que le suba –y el muy listo no va y se coge la cremallera. ¡Vaya con el director! ¡Si al final iba a ser otro libidinoso del personal escolar! ¡Con lo formal que parecía!

–Pues ahora no sube, señorita.

–Sí, es que a veces se atasca… –mi pobre novia estaba intentando ayudarle pero aquella maldita cremallera ahora parecía no querer funcionar en sentido superior, ascensión moral y ascensión de cualquier tipo–. Espere, a veces bajándola un poco…

No, no la bajes, Simona. Eso me hubiera gustado gritar. Pero vamos si lo bajó. Y yo creo que en eso el maldito director sí que se mostró entusiasta. Total que ahora ya no eran la mitad de las tetas lo que se le veían sino casi todas. Pensé que mi querida novia lo arreglaría pero en lugar de eso lo empeoró.

–Espere, si me pongo así – ¡No! ¡No te pongas así, de pie, inclinada hacia delante, porque casi sobre él, para que don Honorio tirase de la cremallera hacia él para subirla. Pero el maldito cierre no cedía y al tercer brusco tirón del director mi pobre novia, encaramada en sus altísimos tacones, perdió el equilibrio y se fue de bruces contra él. Sus tetazas acabaron en toda la cara del director. El responsable docente y la irresponsable indecente. ¡Qué pareja  hacían! Aquel tipo debía de estar en la gloria. Duró sólo unos segundos pero aquellos instantes en los que el máximo titular del colegio tuvo su cara hundida en los melones de mi novia se me hicieron eternos.

–Uy, perdone –y le arreglaba un poco la corbata y las gafas, que se le habían descolocado. Así era mi Simona, siempre preocupada de los demás. Sólo después se miró el desaguisado en su vestido. Intentó subirse la cremallera por última vez pero nada, que se había atascado.

–Bueno será mejor que lo deje así.

Pero no, no lo era. Se había bajado tanto que el escote le llegaba hasta el ombligo casi. Seguro que ahora aquel tipejo no podía mirar hacia otro lado.

–Ejem, ejem, Y decía usted señorita que…

–Que se sobrepasan conmigo, señor director. Así se lo digo –me pareció que don Honorio tragaba saliva. Ya no parecía tan cómodo. La respiración de su barriga bajo el jersey parecía haberse acelerado–. Y siempre se inventan cosas. Como esas horas que me obliga a atender la biblioteca, siempre vienen los peores estudiantes y me piden los libros que están en las baldas más altas. Yo creo que es para mirarme el culo –yo también lo creía. De hecho los maldije porque los jueves era cuando llevaba las faldas más cortas y vestía más sexy… porque era los días que cenábamos juntos.

–Bueno, tomaremos algunas medidas…

–Y algunos incluso, con la excusa de que no me caiga me sujetan las piernas e incluso más arriba… ¿Se da cuenta?

–Me doy, me doy…

–Pero no son sólo ellos. Los profesores también. En la sala de profesores, Oriol, y también Felipe, el de gimnasia, siempre me están pidiendo que cambie el toner de la impresora. ¡Que ellos no saben dicen! Pero siempre que me lo piden es que llevo falda y, claro, para cambiar el tóner tengo que inclinarme o ponerme en cuclillas y, entonces, la falda se me sube. El otro día me manché con el tóner y tenía las manos perdidas… Y ellos dos, Felipe y Oriol me llevaron al lavabo y me frotaron la blusa, porque yo no podía con aquellas manos… Ya ve, usted… Y yo nunca digo nada para no buscar problemas. ¿Se imagina?

–Me lo imagino, me lo imagino… –por el bulto de su pantalón… no había duda de que se lo estaba imaginando.

–Pero no sólo él. Pepe, el bedel siempre que puede también se aprovecha. El otro día volvía del recreo y estaba arreglando la cerradura de mi clase. Y eso que yo no había notado nada. Abría y cerraba perfectamente. Decía que estaba acabando que sólo faltaba echar el aceite… Total, que justo cuando paso suelta un chorrazo de “Tres en uno” y perdido todo el pantalón blanco que llevaba ese día… Imagínese, pantalón blanco y manchurrón justo ahí… parecía la mujer marcada… Era como “La Letra Escarlata” pero en versión cutre, “El manchurrón de grasa”. Sólo que en vez de en el pecho a mí le la habían endilgado en un punto mucho menos decoroso. Y otro que me llevó al baño… para frotarme, justo ahí… ¡Y me frotaba! ¡y me frotaba! Y así todos los días, una tortura…

–Pues habrá que cambiarla.

–¡Oh! ¿Haría esto por mí? –y le dio un abrazo. ¿Hacía falta?

–Pero, señor director… ¿y esto?

–Oh… nada…

–No seré yo… Lo siento, yo no quería…

Pues para no querer se había abierto el escote, le había restregado las tetas por la cara y le había contado unas historias que claro, ni siendo de piedra.

Y entonces ocurrió:

–Pues ya que yo la he ayudado ahora debería ayudarme usted…

Y fue el tipo y se la sacó. ¡Y vaya mango que tenía! Allí, delante de mi pobre Simona.

–Señor, director, no debería…

–No, no debería usted dejarme así, señorita.

–Pero, yo… yo, yo no sabría cómo… Yo nunca… –y se medio tapaba el rostro con las manos.

Como mentía la muy ladina. ¡Pues no me había pajeado a mí veces!  Pero bien jugado. Así aquel viejo rijoso la dejaría tranquila.

–Venga, yo la guiaré, señorita.

–¡Ni soñarlo! ¡Pero qué se ha creído usted!

Así se habla, Simona, pensaba yo, subido a mi escalera. Don Honorio pareció retraerse, excepto la parte de él más vergonzosamente evidente en ese momento. Incluso se apartó de ella hasta el límite del sofá.

–Lo siento, pensaba que habíamos conectado. Pero si no es así…

Eso hizo cambiar a Simona de actitud. Abrió los dedos que le cubrían el rostro y a través de ellos no pudo evitar fijar la mirada en aquella minga rígida como un poste. Tímidamente alargó su mano y, para mi estupor, tentó aquella cosa. A lo mejor es que no puedes parecer una mujer difícil con un escote de cremallera más abierto que el Canal de Panamá.

–¿Así, mejor?

–Oh, sí, Simona. Pero tienes que meneársela arriba y abajo.

–¿De este modo? –y empezó a cascársela al viejo sátiro. Pero fingiendo que no sabía hacerlo, lo que a don Honorio todavía le excitaba más. Además, con aquel movimiento las tetas empezaron a movérsele subiendo y bajando.

Con ese trabajito manual, el cipote se le estaba poniendo todavía más grande al vetusto director, que resoplaba y se pasaba la mano por su pelo canoso. Al ver lo que provocaba en aquel maldito bastardo empezó a acelerar el ritmo.

–¡Oh, sí! ¡Simona! ¡Ahora sí que veo claro que le voy a dar las clases que se merece!

–Ha sido por mi culpa, don Honorio, no tenía que haberle contado lo que me hacían…

–No, no… Has hecho bien. Y lo estás haciendo mejor… Pero…

Simona se paró en seco…

–¿No le gusta? – ¡Cómo se hacía la boba! Si actuaba así para calentarlo más lo estaba logrando.

–No es eso hija… es que querría… no sé cómo decirlo, me gustaría…

–Señor, director, que yo le he abierto mi corazón…

–Pues… estaba pensando que… bueno, ¡que me la chupases!

–¡Don Honorio! –se escandalizó mi novia –¿quién se ha pensado que soy?

Una golfa escotada que le está haciendo un gayola, pensé yo. Pero lo que yo pensase carecía de importancia en aquel despacho.

–No pares, guapa. No pares. Es que no me puedo quedar así, hija mía. Y con la boca acabaría antes.

¡No lo llevaba mal, el muy salido! Simona casi no me la había chupado en dos años y ahora aquel cabronazo esperaba que se la mamase en plan aquí te pillo aquí te mato. Pues se iba a quedar con las ganas.

–Bueno, si es por eso… Pero es la primera vez. No sé si sabré hacerlo bien.

Se puso de rodillas en el sofá, se inclinó sobre él y empezó a chupar aquel pollón.

–Uhmmm efff… Es muy grande… Casi no me cabe en la boca.

–Y sigue meneándola, querida. Todo a la vez.

–¿Así, señor director?

–Justo así.

¿Cómo podía ser tan guarra? A mí me lo había negado casi siempre. Nunca me la había mamado con tanta delectación. Para su novio apenas unos segundos de nada y para aquel carcamal…  parecía que se le daba muy bien. Por suerte paró un momento. Seguro que se lo había pensado.

–¿No irá a correrse en mi boca, no, señor director?

–No, guapa, no… Yo nunca haría eso…

–Es que el semen me da mucho asco –eso también me lo decía a mí cada vez que yo sacaba el tema. Al menos en eso nos trataba de la misma manera a los dos.

–Tranquila, hija. Te avisaré cuando vaya a correrme –pero su tono no me pareció muy tranquilizador. En cambio a Simona le debió resultar de fiar porque siguió chupando aquel cimborrio cada vez más, mientras lo sacudía con una mano y con la otra intentaba tocarse su sexo, pero esto último no podía por lo ceñido del vestido.

Siguió chupando, chupando y yo mirando y mirando. Y cada vez buscaba su coñito con más desesperación pero era inútil. Me sentía hipnotizado por como subía y bajaba su cabeza, y aquel pollón se tensionaba sus mejillas y por momentos parecía que iba a ahogarla. Mi estado era entre indignado, apesadumbrado y fascinado. ¿Me olvido excitado? No, para nada. Bueno sí, un poco. Bastante. De acuerdo, como una mota.

De repente aquel abusador sin escrúpulos le puso las manos en la nunca y empezó a sacudir las caderas. Ella, la pobre, intentó zafarse pero nada. Aquel hijo de puta empezó a eyacular y ni avisó ni nada. ¡Puto mentiroso! ¡Aprovecharse así de mi inocente Simona!

Nunca te fíes de un cabronazo que combine corbatas con jersey de pico. Aquello no era una polla. Aquello era la puta Fontana de Trevi del esperma. Al final Simona logró levantar cabeza, boqueando, tosiendo, y el muy cabrito seguía despidiendo semen… Pero aquello ¿qué era? ¿Un pollón o una manguera a presión? Se le llenó de aquellos lechazos el pelo, las manos… Mientras el tipo aullaba… Y yo penaba. Hundido de cintura para arriba, levantado de cintura para abajo. No entendía nada… O lo entendía todo.

Simona se quedó así, exhausta arrodillada encima del sofá. Don Honorio se apartó, se guardó el instrumento y sólo dijo:

–Tendré en cuenta su petición, señorita. Y no olvidaré el énfasis que ha puesto en presentarla. Por favor, cuando se marche cierre la puerta.

Y el tipo salió del despacho apagando la luz.

Simona se quedó  en el sofá, pero de cúbito ventral, los tacones en cima del cojín, el culo en pompa y los pechos vencidos. Gemía de manera ronca, gutural incapaz de subirse la falda en aquella posición genupectoral, como si hubiese ido a rezar a la mezquita del vicio pero hubiese perdido a Dios, con el orgasmo pendiente, la virtud aniquilada y aquella manita que intentaba darse placer sin conseguirlo por lo ceñido de la falda del vestido. Aquel cerdo no sólo había abusado de ella, no. Es que la había dejado en un estado de excitación sexual en el que nunca la había visto, demasiado caliente para pensar, para levantarse, sumida en el caos de una puerta entreabierta que se había cerrado en las narices de su insatisfacción.

Y entonces lo supe. Y tal como lo supe lo hizo. O me dejé hacer. Porque no mandaba yo, sino mi rabo palpitante. Bajé de la escalera, abrí la puerta y me dirigí con paso firme y por detrás hacia el sofá, donde el culo de Simona subía y bajaba como si pudiera dar con un deseo que ya no estaba a su alcance. O sí.

Porque al mismo tiempo que llegaba hasta ella me habría la bragueta y abría paso todo aquello que llevaba dos años constreñido. Fue mi “Liberad a Willy” particular. Mi salto a mar abierto. Mis manos levantaron por detrás el ceñido vestido. Al sentirlas, Simona quedó paralizada… Y luego notó como llegaban al final de sus medias, a sus muslos desnudos… Le bajé las bragas de un tirón, sin contemplaciones y ella sólo decía…

–No, no… ¡Aquí no! ¡Ahora no! ¡Nos van a pillar!

Pero estaba tan mojada que mi verga le entró desde atrás encontrando todo el paso franco. Estaba estrecha, caliente, mojada… Tire de sus piernas hacia mí y empecé un metesaca frenético mientras mi respiración parecía la de un búfalo.

–No, Pepe, no… ¡Que estamos en el despacho del director, Pepe…!

¿Pepe? ¿Me estaba confundiendo con el bedel? ¿Había fantaseado con él? ¿Era la única explicación lógica que encontraba? ¿O acaso aquel sucio y gorilesco miembros del personal no docente se tomaba semejantes confianzas con mi novia? Me enfurecí tanto que redoblé el brío de mis embates, apretando sus caderas con una fuerza que desconocía en mis manos. Entonces ella cambió.

–¡Oh, sí! ¡Sí! ¡Fóllame! ¡Fóllame, por Dios! ¡Fóllame más!

Y vaya si la follé. Hasta que no pude con mi alma, hasta que la oí gritar, como una bestia en celo que por fin satisfacía sus deseos más reprimidos. Explotando en flujos y alivio. Tal vez yo no tenía el falo kilométrico de don Honorio pero sí el suficiente mástil para poner aquella barquita a toda vela. Al final, las olas bañaron la su cubierta de espuma y lujuria. Y yo también me fui, agotado, vacío. Sin decir palabra, arropado por la penumbra y sabiendo que nunca podría contar a nadie lo que allí había pasado.

Epílogo

Habían pasado tres años. Todo había salido bien. Simona estaba en ese primer momento dulce de su estado de buena esperanza, cuando sus tetas ya sabían que estaba embarazada pero su cintura todavía no había recibido el mensaje de su nueva condición. Tenía los pechos enormes y estaba más sexy que nunca. Me pidió que le fuera a buscar una revista al despacho de arriba. Y, yo claro, no podía negarle nada. Era el marido más solícito del mundo y además me follaba a la iba a ser la mami más sexy de la ciudad. Aquellos días lo que más me gustaba es que me hiciera una cubana y correrme arropado entre sus prenatales melones. A pesar de nuestra frenética vida sexual, nunca habíamos hablado de lo que pasó aquella tarde en el despacho de don Honorio. Como ella había cambiado de colegio al curso siguiente mejorando de manera sustancial sus condiciones, todos aquellos días se habían desvanecido, como el recuerdo de un bosque que un día visitamos invadido por la niebla. Sólo Fermín, que se había convertido en amigo de la familia y que no visitaba con asiduidad, me evocaba de forma vaga aquel pasado en que llegamos a ser salvajes.

Subía a buscar el Elle de mayo. Y entonces, entre diversos objetos diseminados por la mesa de su despacho, l vi. Una tarjeta de memoria, que no era mía. Y con una fecha. Una fecha de hacía tres años. Esa fecha que yo recordaba más que la fecha de nuestro aniversario de boda. De manera maquinal, como Frodo ante el anillo, me la metí en el bolsillo.

Esa noche Simona se acostó pronto y yo me quedé viendo la tele en el salón. Pero era una excusa. En cuanto ella se retiró abrí mi portátil y pinché la tarjeta.

Y allí estaba. No había duda de que Fermín me había engañado y que antes de salir del despacho de don Honorio había logrado disimular una cámara de vídeo en la estantería, justo frente al sofá. Lo había grabado todo. Las horas de tedio, sí. Y luego la felación despiadada. Para pasar sin solución de continuidad al polvo al que mi yo del pasado sometía a mi futura esposa. Me veía a mí mismo y me enorgullecía, me ponía cachondo y, a la vez, una sombra de duda empezaba a invadir mi pantalla mental por una esquina. Y crecía, crecía sin parar. Porque antes de preguntarme por qué demonios tenía Simona aquel vídeo, me di cuenta que la grabación continuaba. Alguien entraba en el despacho y encendía la luz. Y era Fermín. Fermín, mi Fermín, mi guía, nuestro amigo… Simona se comportaba ante él con sorprendente familiaridad. Incluso minutos después cuando él se la empezaba a follar, por detrás, sobre aquel sofá que empezaba a guardar ya demasiados secretos… en la postura del potro, sujetándola a ella las manos.

–¡No, por el culo no!

Apagué el vídeo. Hasta el culo me la habían metido. Pensé en ir a nuestro cuarto y montar un escándalo. Fermín. ¡Cómo me había engañado! Seguramente formaba parte del grupo de los matones y había fingido lo contrario. ¿Cómo si no hubiera podido dar tal paliza a Wilfred? Y grabar aquellas escenas con tanta impunidad. A lo mejor, incluso, lo del hospital y los médicos fue mentira. Un bulo más para caldear mi ya calenturienta imaginación, y fue él, el retorcido Fermín el que se abusó de mi futura esposa tras el biombo en la habitación de la clínica. Por eso seguía viniendo a vernos con su novia. Y por eso siempre se ofrecía a lavar los platos en la cocina con Simona. O le pedía un libro para subir juntos al despacho a solas. ¡Qué bobo había sido!

Pero no dije nada. Porque ¿y si todavía era más complejo? Sí, Simona me había engañado a mí. Pero también lo había hecho con don Honorio, yo lo había visto con mis propios ojos. ¿Y si Simona había utilizado a Fermín para sus fines que al final no había sido otro que tener un buen marido que además la follara como Dios manda? Algo tan fácil de decir y tan difícil de lograr. Simona manipulando a Fermín porque quería un marido como yo pero que la hiciera gozar como una perra. Simona enviándome a Fermín no para que yo le diera clases a él sino para que él pudiera darme clases a mí. Nunca se aprende tanto como cuando uno no se da cuenta de que le están inculcando conocimientos. Eso nos enseñaban en Magisterio, donde había conocido a Simona. Recordé el trabajo de fin de carrera que había presentado mi novia: “ Estimulación psicológica a través de terceros para fomentar conductas de aprendizaje ”. Simona, la gran titiritera. Se había hecho la tonta para salirse con la suya. Se lo seguía haciendo. ¿Por qué contentarse con algo si lo podía tener todo? Simona había conseguido estabilidad en la vida y zorreo en la cama. Un marido como yo sin los problemas de un marido como yo. Y a la vez un cabronazo que se la follase incansablemente sin los inconvenientes de este tipo de tipejos. Casi sin ninguna duda, Fermín sólo había sido otro peón en el tablero de Simona.

Me serví un whisky. Nunca lo hacía a esas horas. Pero me sentó genial. Devolví la tarjeta a la mesa. Y actúe como lo hacen las personas maduras. Esto no ha pasado. Simona había entendido que, efectivamente, No Se Puede Estar Tan Buena como ella. Que la belleza puede ser tanto don como maldición. Y había actuado en consecuencia. Yo hice lo mismo. Al fin y al cabo, todos habíamos conseguido lo que queríamos. Os lo digo yo, que me encantan las listas. Desde que sé que Simona finge su estupidez, todavía me excita más. Y, por mi parte, yo también me guardo ahora algún secretillo. Como cierto vídeo que me grabé en mi ordenador antes de devolver la tarjeta y que veo de vez en cuando para no olvidarme de cómo empezó todo. Y ponerme a tono, claro.