No Robarás

Un insensato y joven ladrón, una mujer millonaria y una extraña y dolorosa manera de enseñar el Octavo Mandamiento.

Saludos lectores. Hoy les presento una breve historia que es al mismo tiempo un relato individual como uno relacionado con una futura publicación.

Paul, un joven delgado de cabello corto negro y piel blanca de unos 20 años observaba desde lejos una magnifica mansión. Había pasado 2 meses vigilando el lugar y tenía un plan perfecto en marcha para hacer dinero fácil, o eso creía. Habitada por una atractiva mujer solitaria, no dudaba en que sería capaz de obtener muchos objetos de valor y no había ningún riesgo… o eso creía.

Esa misma noche se colaría dentro, y en menos de diez minutos saldría como un joven millonario. En par de ocasiones logró examinar de cerca la mansión, gracias a las amplias puertas corredizas, y no había señales aparentes de alarmas o de seguridad; mucho mejor para sus intereses.

Al caer la noche, Madeline Poitier, estaba en la cocina preparando algo ligero para subir a su habitación, mirar TV y descansar. La mujer, de 34 años; era una belleza. Grandes senos, rostro angelical, cabello castaño rojizo en una coleta; ojos café, piel blanca, cuerpo ejercitado y sensual. Sus muslos eran fuertes al igual que sus piernas, pues de joven había practicado equitación y cuando tenía tiempo libre, se retiraba a su finca a cuidar de sus caballos. Su trasero era redondo y duro, en fin; un monumento de mujer.

La mujer no acostumbraba a activar las alarmas porque se sentía muy segura a pesar de vivir sola. No obstante, Madeline ignoraba que Paul; listo para entrar en acción, perturbaría su paz. Con algo de dificultad pero en silencio, el joven logró forzar la puerta de la cocina y entró a la mansión. Amparado por la penumbra, Paul se movió sigilosamente para dirigirse al vestíbulo principal, en el cual estaban las escaleras, para comenzar desde allí.

En su cama, Madeline tenía los ojos entrecerrados. Mirar TV era su mejor somnífero, y pronto se dormiría profundamente, como todos los días. Dormía desnuda, pues disfrutaba el contacto de sus sabanas contra su piel. Abajo, el muchacho comenzó a guardar varios objetos de valor en su bolso, mientras reía por lo bajo, todo estaba saliendo a pedir de boca.

Pero no contaba con que Madeline, quien rara vez tomaba agua antes de dormir, abriese los ojos completamente despierta, debido a la incontrolable sed. Dudo varios minutos en levantarse e ir a por agua, maldiciendo el tener que bajar las escaleras hasta la cocina, pero al final se levantó, se puso una bata roja de seda y salió de su habitación.

Al ir descalza, sus pies no hacían el menor ruido al caminar, y se encaminó a las escaleras. De repente, escuchó ruidos extraños y el corazón de la mujer comenzó a latir violentamente. Paul tarareaba una melodía mientras guardaba más cosas en su bolso, ignorando que la dueña de la mansión se paró detrás de él, mordiéndose los labios y con mirada enojada.

Como si pudiese intuir el peligro, el chico dejó de moverse y agudizó el oído. Se sentía amenazado, expuesto, como si alguien le observase.

“Vaya, vaya, pero que tenemos aquí?” dijo Madeline.

Girando la cabeza lentamente, Paul alzo la vista hasta que logró reconocer a la mujer que había observado por tanto tiempo, de pie ante él, con ambas manos en la cintura. De no haber sido por el terrible pánico que sintió; habría admirado su belleza en ese instante.

“Mierda…” atinó a decir el chico.

“Creo que esta demás decirlo, pero no deberías estar aquí,” comentó Madeline.

“Por favor… no se asuste, no llame a la policía…” suplicó Paul, aún de rodillas.

“De verdad? Por qué no debería llamar a la policía? Ladrón,” dijo la mujer con asco.

“Lo siento, de verdad, no tengo pasta… sé que cometí un error… lo lamento,” rogó el muchacho.

“No me convences…” y se movió para coger el teléfono de la mansión, sobre el aparador; cuando Paul trató de arrastrarse y huir.

Madeline fue rápida y lanzándose sobre Paul, logró someterlo. El chico bufó y forcejeó en vano, la mujer le rodeó el cuello con un brazo y lo inmovilizó. Madeline estaba cagada de miedo, pero la adrenalina y el impulso de no dejarle escapar jugaron a favor de ella, ahora ese ladrón estaba a su merced.

“A donde crees que vas? No hasta que llegue la policía,” dijo la mujer.

“Por favor… se lo ruego… piedad…”

“De eso nada. Eres un vulgar ladrón, y pasaras un largo tiempo en prisión.”

“Lo que sea… hare lo que… sea…” dijo Paul con voz ahogada.

“Lo que sea?” repitió Madeline con curiosidad.

“Sí, sí, pero no llame a la policía,” respondió Paul desesperado.

Dudando un segundo, la mujer se sentó sobre su espalda.

“Está bien. Te daré una última oportunidad, pero aun puedo llamar a la policía,” dijo la hermosa mujer.

“No, no quiero ir a prisión, hare lo que sea!” contestó el joven ladrón, angustiado.

“Vale, pero ya no te puedes echar atrás, no quedaras sin castigo,” aseguró Madeline y le obligó a ponerse de pie.

Llevándolo escaleras arriba, lo condujo hasta su habitación.

“Desnúdate…” ordenó la mujer y Paul, sin poder creerlo, no dudo en obedecer, creyendo que después de todo, la noche podría terminar mejor de lo que pensaba pero estaba muy equivocado.

El chico no era la gran cosa, su polla estaba algo morcillona por la situación pero la mujer no perdió la concentración. Usando cinta adhesiva, ató las manos de Paul a su espalda. Aquello desconcertó e inquietó un poco al muchacho, aunque se dijo que tal vez su “víctima” tenía gustos diferentes. En eso no se equivocaba. Luego, se deshizo de su bata, dejando al chico con la boca abierta al verla desnuda, su rabo se empalmó y estaba duro como roca.

A cierta distancia de Paul, Madeline flexionó su pierna derecha un poco, y le miró.

“Estas listo?”

“Eh… si, si…” solo pudo responder Paul, pero no sabía ya a que se refería con exactitud, “Listo para qué?” preguntó algo nervioso.

“Perfecto… separad un poco las piernas…” murmuró Madeline sin prestarle atención y Paul, dudando; obedeció, dejando sus huevos bien expuestos y sin saber lo que ocurriría. A continuación, el chico solo pudo ver un veloz movimiento ascendente y sintió toda la fuerza del empeine de Madeline, subiéndole los testículos hasta la garganta con una potente patada.

La patada le hizo poner los ojos en blancos, de pronto sentía que le faltaba el aire para respirar, las piernas le temblaban y el dolor subía por su bajo vientre con fuerza. De su boca abierta escapó un leve y lastimero quejido, antes de desplomarse en el suelo en posición fetal, pero sin poder agarrarse los huevos al tener las manos atadas a la espalda.

Madeline contemplo al joven ladrón en el suelo, sin fuerzas y tratando de reprimir el dolor. Sonrió y se agachó a su lado, pasando su suave mano por la sudorosa frente de Paul.

“Te lo dije… no te marcharas sin castigo,” susurró la mujer al lloroso Paul, que mordía sus labios para soportar el ardiente y demoledor dolor de huevos.

Acostándolo en el suelo con las piernas separadas, Paul balbuceó incoherentemente, tratando de suplicar piedad pero ya con los testículos golpeados y expuestos; Madeline los apretó haciendo que el chico cerrase los ojos y bufase presa del dolor.

“Esta noche voy a enseñaros una valiosa lección, habéis oído sobre los Diez Mandamientos, no?” preguntó Madeline con curiosidad.

Con el dolor latente y sin ánimos de hablar, Paul se mantuvo en silencio. Solo cuando la mujer apretó con mayor fuerza, dejó escapar otro lastimero quejido y un débil “Si…”

“Muy bien. Creo que es hora de recordaros cual es el octavo… repite después de mí,” indicó Madeline y luego añadió, “No robarás…”

Ejerciendo mayor presión, Paul sentía como si sus huevos estuviesen entre dos piedras de molino y chilló desesperado. Madeline no se conmovió en lo más mínimo, esperando la respuesta del muchacho.

“N-no… ro-roba-robarás…” tartamudeó Paul con voz aguda.

“Mmm… puedes hacerlo mejor, vamos a intentar de nuevo, no robarás…”

“No… roba-robarás…” volvió a repetir el joven.

“De nuevo…” instruyó Madeline.

“No r-robarás…” repitió Paul con lágrimas.

“Otra vez…”

“No robarás…” dijo Paul una vez más y contuvo la respiración al sentir como Madeline apretaba con rabia la base de su escroto, provocándole renovadas oleadas de dolor y angustia.

“Nada mal… nada mal. Pero debemos remarcar la lección, y estar seguros de que no la olvidaras…” indicó Madeline y Paul palideció.

“P-por favor… lo siento… me duele mucho…” suplicó Paul.

Pero Madeline, ignorando una vez más sus quejas y su evidente dolor, lo ayudó a levantarse y lo acostó en su cama. Paul se hundió en el colchón, tratando de olvidarse del dolor que sentía y en ese momento la mujer fue hasta su cómoda. Sacando de ella un objeto largo, se acercó hasta el desdichado ladrón.

“Veamos como respondes a esto,” dijo ella.

Con la poca fuerza que le quedaba, Paul logró ver que traía en la mano. Un vibrador. Aquello no le inspiraba confianza pero no podía ser peor que el latente dolor en sus huevos.

Madeline se arrodilló entre sus piernas y encendió el aparato. Con una mano sujeto de nuevo su escroto por la base, dejando bien expuestos sus pobres e hinchados testículos, la sensación de dolor aumentó por diez al sentir esa mano en su punto débil. Paul aulló de dolor y maldiciendo, se preparó para lo peor.

Apoyando la cabeza del vibrador contra sus sensibles huevos, la mujer los comenzó a masajear. Sorprendido, Paul mantuvo la boca cerrada; sentía dolor pero la vibración y el posterior alivio le hacían sentir mejor. No solo eso, a medida que Madeline continuó estimulando sus golpeadas gónadas; su rabo empezó lentamente a cobrar vida, la verdadera intención de su torturadora.

Pronto soltó su escroto, y al mismo tiempo que mantenía el vibrador firmemente presionado contra sus huevos, comenzó a masturbarlo. Cada vez con mayor frenesí, en pocos segundos Paul gemía y jadeaba de placer, a pesar que el dolor aún seguía allí, anestesiado. Madeline sonrió maliciosamente al darse cuenta que no solo había bajado la guardia, también se acercaba al orgasmo por los movimientos que hacía y sin dejar de pajearlo, apartó el vibrador de sus testículos y dejándolo al borde de la cama, cerró su puño y golpeó sus huevos una vez más.

Paul chilló y de nuevo volvió a sentir el rigor del puño de la mujer, que no paraba de sacudir su polla. Pero ya no tenía ganas de correrse y el dolor regresaba con mayor intensidad por momentos, con varias palmadas consiguió que su erección perdiese su rigidez y Paul solo lloriqueaba, maldiciendo una y otra vez su mala fortuna y la mala leche de esa mujer.

“Me duele… parad… ya no puedo más!” se quejó el muchacho.

“Tenemos un acuerdo, pedazo de mierda. Yo no llamaba a la policía, y tu harías lo que sea para redimirte, pues este es tu castigo,” le recordó Madeline, que presionó sus maltrechos huevos con su mano, arrancándole varios insultos y ruegos.

La dama retorció su escroto varias veces, de un lado a otro, para luego tirar de él. Paul sentía como se nublaba su visión y apenas podía seguir quejándose, Madeline palmeó sus huevos una vez más antes de hablar.

“Vamos a repasar la lección una vez más… que te parece?”

El muchacho no contestó ni pensaba hacerlo. Solo deseaba poder salir en una pieza, aunque parecía que la mujer no tenía intenciones de perdonar sus pobres y débiles testículos. Madeline sujetó sus huevos y volvió a pajearlo con rapidez, Paul comenzó a gemir otra vez y trató de resistir, pero su polla volvía a estar erecta.

“Que no volverás a hacer?” preguntó Madeline.

“No… volveré… a robar…” respondió Paul entre jadeos.

“Excelente!” le felicitó la mujer y volvió a golpear sus hinchados huevos, haciendo que gimiese de dolor.

Masajeando la enrojecida y sensible piel del escroto, Madeline jaló y luego abrió la boca, hundiendo sus dientes pero sin cerrar la mandíbula con todas sus fuerzas. Paul puso los ojos en blanco y pensó que le arrancaría los testículos de una mordida, para su suerte; ese no era el plan de la sádica mujer.

“Repite de nuevo, que no harás?”

“No volveré a robar…” dijo con miedo.

Otra fuerte palmada en sus huevos, otro gemido de dolor.

“Dilo otra vez,” insistió Madeline.

“No volveré a robar…” repitió Paul. Otra palmada, otro grito de dolor.

“Más fuerte!” exigió la mujer.

“No volveré a robar!” exclamó Paul desesperado.

Así estuvo por diez minutos, hasta que sus huevos superaron el tamaño de pelotas de tenis, y la piel del escroto estaba ligeramente morada. Sabiendo que no era muy prudente continuar, Madeline se detuvo y se acostó al lado de Paul, al menos sus huevos descansaban en el colchón y no colgaban precariamente, aun así el dolor era insoportable y tuvo que abrir más sus piernas para que sus muslos no rozasen sus maltrechos huevos.

Madeline lo miró fijamente y con su mano acarició su mejilla con una ternura impropia.

“Vaya que si aprendisteis la lección… no es así?”

Paul asintió muy a su pesar.

“Me duele… hielo, por favor…” balbuceó Paul con la poca fuerza que le quedaba.

“Si… creo que te lo ganaste…” admitió Madeline y se levantó.

La mujer regresó cinco minutos después con una bolsa congelada de guisantes, y se la puso en los hinchados testículos, aunque hizo un poco de presión al ponerla; Paul volvió a gemir pero con cuidado la sujetó para que bajase la inflamación testicular un poco.

“Ya te podéis largar. Y ni una palabra de esto, o mi amiga y yo terminaremos el trabajo,” dijo Madeline, “Casi lo olvido, ni se te ocurra siquiera robar un caramelo, te aseguro que mi querida Adriana es menos compasiva, ahora vete…” añadió la mujer.

Sin ninguna idea de quién podía ser la referida Adriana, Paul se levantó con gran dificultad y dolor de la cama. Al intentar agacharse para coger su ropa, descubrió que le costaba a horrores inclinarse.

“No la necesitaras. Iréis desnudo,” indicó Madeline y acto seguido, cogió su ropa.

“Pero…”

“Nada de peros, o te castrare,” amenazó la mujer, que revisaba los bolsillos sin mirarle. Encontró su móvil, el cual imprudentemente había llevado consigo.

Ante tal sugerencia, Paul se marchó lentamente sujetando la bolsa de guisantes, humillado y dolorido. Madeline buscó su móvil, y usando el marcado rápido, aguardó unos segundos. Una voz femenina se escuchó del otro lado.

“Madeline? Que sucede?”

“Necesitaré tu ayuda para encontrar a alguien…” respondió Madeline.

“Estoy algo ocupada en este momento, además que es tarde,” se excusó la mujer desconocida.

“Esto no puede esperar, Adriana…” insistió Madeline.

“Vale, que sucedió?” preguntó Adriana.