No puedo dormir
Esa noche parecía que Tess fuese a matar a su marido. Tanto por sus ronquidos como por su indiferencia en varios aspectos, no podía conciliar el sueño. Pero eso no fue lo peor...
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Tess suspiró una vez más, se recolocó un mechón rebelde por detrás de la oreja, miró de reojo al causante de aquel sonoro ronquido que la había hecho pegar un brinco en la cama e intentó retomar el hilo de la lectura del libro.
Sostenía la idea de que quizá, como el volumen sonoro de los ronquidos de Robert eran potentes pero no estruendosos, leer un poco ayudaría a conciliar un sueño que todavía no la había llegado, por más que fuesen ya las dos de la mañana. Pero esa idea quedó completamente desbaratada cuando, seguido de aquel potente ronquido, vinieron otros de igual gravedad sonora, irritantes todos ellos. Su atención se desplazó por completo hacia esos ronquidos, desechando irremediablemente su atención del libro.
Un gorgoteo seguido de una fuerte aspiración de garganta marcó un nuevo punto de inflexión.
«Por Dios bendito», se lamentó mientras miraba a su marido. Se había colocado boca arriba, con los brazos estirados y el cuerpo entero fuera de las sábanas: la posición perfecta para que, de su garganta, surgiesen los ruidos más inesperados y violentos.
Cerró el libro, consciente de que no tendría oportunidad alguna de retomar la lectura, volvió a suspirar y le miró con detenimiento.
La luz de la lámpara de su mesita arrojaba una luz anaranjada y difusa. El cuerpo de Robert, incluso roncando, ofrecía un imagen que a Tess se le antojaba irresistible. En esos momentos le odiaba y le quería a partes iguales. Robert vestía únicamente un diminuto pantalón de pijama azul el cual, debido a los continuos movimientos de piernas que realizaba estando dormido, se le había recogido, ciñéndose a las ingles, remarcando el enorme bulto central. Encima del sugerente pantaloncito, un torso grande y plano se movía poderoso al compás de la respiración, haciendo crecer unos pectorales marcados y dejando intuir unos abdominales que ella nunca se cansaba de contemplar. Debajo del pantaloncito, unos gruesos muslos, fuertes y musculosos, aparecían cubiertos de un suave vello oscuro que se hacía más espeso y ensortijado allí donde el pantalón ocultaba el miembro erecto.
Fue entonces, fijándose en el falo que engrosaba y se hinchaba bajo el pantaloncito, cuando Tess tomó conciencia de que su marido estaba empalmándose, disfrutando con toda seguridad de un sueño erótico. A sus oídos volvieron de inmediato los atronadores ronquidos que surgían de la boca de Robert. Pero ya no eran sus ronquidos los que la irritaron y desnivelaron la balanza de sentimientos hacia su marido del lado de la rabia. Fue aquel falo erecto que seguía creciendo sin pausa bajo el pantaloncito, estirando la prenda arrugada en su avance. Un falo que, por sí sólo no evidenciaba más que la excitación predecible de un hombre durante el sueño pero que, considerando los hechos ocurridos aquella tarde, se tornaba a los ojos de Tess en un insulto inexcusable.
Apretó los dientes y miró fijamente aquel signo de virilidad llenando con su poderío el minúsculo pantaloncito del pijama mientras recordaba porqué sentía su sangre hervir en las venas. La rabia creció tanto que la balanza terminó por inclinarse sin remedio hacia el lado del rencor.
——1——
Eufórica sería un adjetivo pobre para describir el ánimo de Tess cuando llegó casa después del trabajo.
No se conformó con mostrar una sonrisa de oreja a oreja al cruzar el umbral. Cerró la puerta despacio y luego, sintiéndose a salvo de las miradas ajenas, se encogió y acuclilló en su posición. Miró al techo y exhaló un grito de victoria mientras saltaba tan alto como sus tacones le dejaron.
—¡Joder!
Saltó tan alto que la caída resultó tan peligrosa que optó por rodar por el suelo, quedando tendida boca arriba sobre la moqueta del pasillo.
Miró al techo sin dejar de sonreír, sin importarle que sus piernas aún temblasen a causa del impacto sobre el suelo.
—La vida es genial. Genial, genial —repitió—. Soy joven, soy guapa, soy lista y… ¿te lo puedes creer, preciosa? Ahora eres coordinadora de ventas del distrito sur. Coordinadora, Tess, una jodida coordinadora.
Rió extasiada. Hacía poco más de dos horas que la directora de la sucursal se lo había comunicado. La había ordenado acudir a su despacho con aquel tono ambiguo que tanto podía significar unas palabras de ánimo como una reprimenda seguida de un despido. Pero no fue eso lo que la comunicó la directora cuando la hizo sentarse tras la mesa.
—Lo hemos estado pensando mucho, Theresa —comenzó a hablar. No es preciso que alargemos esta charla con prolegómenos innecesarios. Estás aquí por tu solicitud de ascenso. Los demás candidatos nos parecen excelentes trabajadores. Casi, casi iguales que tú.
Tess sintió como sus tripas se revolvían inquietas, al tanto de una expectativa que el resto de su cuerpo también intentaba mostrar. Pero pudo controlarse, mantenerse serena y sostener la mirada de la directora. Entrecruzó los dedos y recogió las manos sobre su regazo, intentando no transmitir el manojo de nervios que era toda ella en ese momento.
—Yo aún no lo veo claro. Pero supongo que para eso existen los periodos de prueba, ¿verdad? —Y entonces la directora se levantó de su butaca y se inclinó sobre la mesa alargando una mano por encima de ella, tendiéndosela a Tess—. Enhorabuena, Theresa. Desde hoy eres la coordinadora que hemos estado buscando.
Tess miró la mano suspendida en el aire, pintada la incredulidad en su cara. Por suerte, como impulsada por un resorte oculto, su trasero se levantó de la silla y estrechó la mano con rapidez. Sonrió y contuvo las lágrimas. Y rezó porque la directora no se fijase que su otra mano se aferraba al borde de la mesa para impedir que sus piernas, convertidas súbitamente en merengue, no provocasen una segura caída al suelo del despacho.
Sus padres fueron los primeros en conocer la noticia cuando Tess los llamó al salir del trabajo. Una circular interna en forma de correo electrónico difundiría su ascenso a la semana siguiente en el trabajo. Su hermano fue el siguiente en la lista de llamadas telefónicas. Y luego sus compañeras del club de natación. Difundió entre casi todos sus contactos multitud de correos electrónicos y mensajes con la buena noticia. Las melodías que indicaban un mensaje recibido o una llamada entrante se superponían. Su teléfono móvil consumió con rapidez la batería entre tanto uso mientras conducía de vuelta a casa. Cuando se apagó, terminada la carga, aún tenía a alguien más por informar de la feliz noticia. Pero era la persona más importante en su vida y no podía comunicárselo por teléfono. Además, por coincidencias de la vida, desde hacía dos años vivían juntos.
A Robert se lo diría en persona. Además, sabía perfectamente cómo y cuándo se lo diría: tras hacer el amor, acurrucada entre sus brazos, sudados y cansados, satisfechos ambos. Sería entonces cuando dejaría caer, como de pasada, que acababa de hacer el amor con la nueva coordinadora de ventas del distrito sur.
Tumbada sobre la moqueta, imaginándose ya desnudos y moviéndose con ansia y descontrol en la cama, vibrando sus cuerpos, compartiendo goces, Tess no pudo reprimir un escalofrío de placer que se manifestó en un revoltijo de tripas y un punzante y acalorado hinchamiento de sus zonas erógenas.
Se pasó la punta de la lengua por los labios y los notó también calientes. Se mordió el inferior y notó como la saliva anegaba el interior de su boca.
Aquella noche iba a ser inolvidable.
——2——
—Por supuesto que la noche sería memorable. Pero memorable de cojones —masculló Tess mientras seguía mirando el diminuto pantaloncito estirado, acogiendo en su interior el miembro erecto de su marido—. Muchas gracias, Robert.
Los ronquidos seguían siendo molestos, claro. Nacidos de la garganta, expelidos por entre los labios abiertos de él, se convertían en una especie de risas y carcajadas que acompañaban el resentimiento que Tess sufría.
Aunque ya lo había intentado varias veces, zarandeó ligeramente el cuerpo de Robert. Como cabía esperar, tras unos segundos de tregua silenciosa y majestuosa, su marido volvió a iniciar aquellos gorgoteos imposibles, impronunciables. Ruidos hondos y graves.
—Cabronazo —murmuró bajando la vista hacia el foco de sus odios. Hacia aquel bulto enorme, ciclópeo, perfectamente delineado por la tela del pantaloncito del pijama, brevemente mostrada a través de la abertura frontal de la prenda. Una polla completamente erecta que simbolizaba lo que ella había dejado de obtener aquella tarde.
«¡Qué injusticia tan cruel!»
El bostezo con el que le saludó Robert al cruzar el umbral fue toda una declaración de intenciones. Debía haberlo previsto, haber detenido todas sus expectativas. Pero se dejó llevar, pensó que no podía ocurrir. No en aquel día tan importante para ella. Sus peores temores, sin embargo, se materializaron cuando se le quedó allí plantado, muy quieto, mirándola desde el pasillo, todavía con las llaves en una mano y con la otra ocultándose la boca por la que acababa de bostezar.
—¿Celebramos… algo? —Volvió a bostezar mientras preguntaba a la vez que dirigía una mirada de cansancio hacia Tess. Un vaporoso salto de cama de gasa difuminaba el cuerpo desnudo de su mujer. Sólo un pequeño conjunto de bragas y sujetador, ambos confeccionados con la misma gasa transparente, insinuaban sus atributos femeninos. Tess había cruzado ligeramente las piernas y recibió a Robert apoyada en la marco de la puerta de la sala de estar con el cabello peinado y ondulado, cayendo salvaje por entre sus hombros desnudos. Su mujer tenía ligeramente inclinada la cabeza, apoyada en sus brazos alzados. Uno de ellos se doblaba alrededor de su cabeza, hundiéndose entre el cabello, acentuando su pelo suelto, curvilíneo y dotado de matices dorados y caobas. El otro brazo seguía hacia arriba, siguiendo el marco de la puerta y estaba en esa posición con la simple finalidad de que si la vista comenzaba en la mano izada, recorrería su brazo desnudo, de piel blanquecina y torneada, seguiría por la axila yerma, se distraería con el bulto oscuro que el pezón erecto causaba en la copa del sujetador, descendería luego por el perfil de la cintura estrecha, se perdería en la vertiginosa curva de la cadera, se relamería en la escasa presión que causaba el elástico de la braguita en la piel y luego descendería, muslos abajo, por la suavidad aterciopelada de sus piernas, recreándose en las rodillas perfectamente dibujadas y los finos tobillos que, ya al final, daban paso a unos pies enfundados en sandalias de tacón de aguja.
Tess tembló indignada ante la impertinente pregunta de su marido. «¿Celebramos algo?». Pero no deshizo su postura erótica, una postura que le había proporcionada siempre excelentes resultados con Robert y los novios anteriores que tuvo. Esa postura jamás fallaba. Se limitó a sonreír, descender ligeramente los párpados y mirar con expresión hambrienta y necesitada. Mendigaba una caricia, se ofrecía toda ella por una simple mirada de deseo.
—En serio, Tess. Vengo baldado y sin ganas de acertijos. ¿Qué ha ocurrido?
De modo que nada de sexo. Tess se obligó a seguir fingiendo, a mantener aquella postura que, por primera vez en su vida, no iba a reportarle más que un frío recibimiento. Varió entonces su estrategia. Quería recibir su felicitación por el ascenso. Se conformaría sólo con eso.
—Tú lo sabes bien, mi amor. Te lo he estado repitiendo toda la semana. Adivínalo.
Robert se la quedó mirando, ladeando la cabeza, sosteniendo el maletín, entornando los ojos, hasta que al final habló:
—Ni puta idea.
El efecto resultante de aquellas tres palabras golpeó a Tess en el estómago con fuerza suficiente como hacerla doblarse y abrir los ojos, imposible de creer lo que había oído.
—Robert, por Dios…
—Mira, Tess, cielo, no estoy para adivinanzas, ya te lo he dicho. Vengo agotado y sólo tengo ganas de cenar e irme pronto a la cama. No te imaginas la de trabajo que… —se detuvo al pronunciar las palabras y luego puso los ojos en blanco— Madre mía, si hasta me cansa recordar la jornada. Déjalo, por favor. Lo siento.
Tess se lo quedó mirando, recuperando aún la respiración por el tremendo golpe sufrido. Seguía sin poder creer lo que oía. Lo que veía. Lo que sentía.
Robert no podía haberlo olvidado. No era posible. Casi dos semanas. Día tras día. En cualquier momento. No hacía más que repetirle la ilusión que le haría ser ascendida, que su solicitud para progresar en el trabajo fuese aceptada, que se valorasen su experiencia e inteligencia. Casi dos semanas. Era imposible que ahora no se acordase. No le cabía en la cabeza que de la boca de su marido no saliese ni un «Enhorabuena», ni un «Felicidades».
¿Era como si le hubiese estada hablando estas dos semanas a una pared?
Tess se apartó, dolida, del marco de la puerta para dejar pasar a Robert que, de pasada, como si pensase con eso bastaría, depositó un beso casto, desprovisto de lujuria alguna, en su frente a modo de disculpa.
—¿Qué hay de cenar? —le oyó preguntar desde el dormitorio, mientras se cambiaba de ropa.
Yo, pensó Tess. La cena era yo.
—Sobras de la comida.
—Bueno.
Y de esa forma, con esa única palabra, «bueno», Tess supo, sin lugar a dudas, que aquella noche no habría sexo. Que no habría sorpresa. Que no habría nada.
Un ronquido poderoso, mayor que los anteriores, la devolvió a la realidad de su dormitorio, débilmente iluminado por la luz anaranjada de la lámpara de su mesita, con el libro cerrado en su regazo.
—Bueno, Tess. Algo sí has conseguido. Una noche de insomnio. Cortesía del hombre más egoísta e inhumano del universo. Tu marido. Enhorabuena.
Sonrió apenada y luego volvió suspirar.
Fue entonces cuando llegaron a sus oídos los gemidos de la mujer y el hombre. Desgarradores pedazos de placer sonoros que podían tanto significar goce puro como delicioso dolor.
Tess tragó saliva y prestó atención, completamente intrigada.
——3——
Tess se quedó inmóvil, escuchando. Sentada y apoyada en el cabecero de la cama los sonidos la envolvían.
Por una parte tenía a su lado al foco de su desdicha. Robert roncaba con intensidad, emitiendo ruidos que la ponían la piel de gallina y la provocaban un estado de vigilia que odiaba con toda su alma. Quizá sus ronquidos, en otras circunstancias, no despertarían en ella tantos sentimientos funestos. Pero lo ocurrido aquel día había puesto a prueba su paciencia y el amor por su marido. Su falta de cariño y, sobre todo, su desapego por la felicidad de ella la habían colocado en un estado furibundo. Y, para subrayar su rencor, estaba aquel falo erecto, enorme, granítico, que llenaba los pantaloncitos del pijama de él y que reunía todos los insultos que había sufrido: indiferencia, desinterés, egoísmo.
Y por otra parte, procedentes del otro lado de la pared, llegaban a Tess gemidos causados por una actividad que a ella le había sido negado el día de hoy. Ella, una mujer, bufaba con ansia, emitiendo agudos chillidos de vez en cuando que provocaban en Tess un estremecimiento completo de su vientre. Los mugidos de él, graves y hondos, parecían corresponder a un macho enorme, de proporciones poderosas, bendecido con el don de la persistencia en el difícil acto de satisfacer a una mujer.
Tess vibraba en la cama. Tenía agarrado entre sus manos el libro cerrado que había intentado leer sin éxito a causa de los ronquidos de Robert. Sus dedos agarrotados evidenciaban el profundo impacto que le causaban los gemidos procedentes del piso vecino.
Ni siquiera se dio cuenta, absorta como estaba en aquel baile de placeres hechos sonidos, que sus manos se alejaban del libro.
El camisón que llevaba, completamente distinto del salto de cama con el que había obsequiado a Robert, fue desabotonado en el cuello. Tess sentía, de repente, mucho calor. Un calor asfixiante que se traducía en un enrojecimiento de su cara y sus orejas, una desazón insistente en el cuello y una necesidad imperiosa de refrescar su pecho. Aireó sus pechos ondeando el camisón y suspiró inquieta. Sentía que le faltaba la respiración, que el aire que inspiraba estaba enrarecido.
Cerró los ojos, molesta, volviendo a la realidad mientras cogía aire con falsa tranquilidad.
Tess se reprochó a sí misma aquella actitud tan pueril. ¿Cómo era posible que se incomodase tanto como esos sonidos? Aunque aquel día no hubiese obtenido las migajas de sexo que reclamó, las relaciones sexuales entre Robert y ella eran de todo menos aburridas. Disfrutaba del buen hacer de su marido y nunca había sentido necesidad de buscar consuelo. Pero reconocía que su cuerpo estaba receptivo. Su cuerpo necesitaba sentirse obsceno. Notó como su vientre y, más abajo, su feminidad, se volvían insoportablemente tensas, ansiosas de algo de acción. Incluso sus pezones, que ahora notaba tensos e hinchados, le incomodaban horriblemente bajo el camisón con cada alabeo que daba a su prenda para transmitir un aire frío que mitigara la desazón de su pecho.
Estaba excitada, no podía negarlo. Pero se dijo que no debía dejarse arrastrar por aquel torrente de sensaciones placenteras. Debía atajar de inmediato esa dulce y embriagadora sensación de incomodidad. Se volvió hacia Robert y se concentró en escuchar sólo sus ronquidos. Aquellos ruidos guturales espeluznantes de su marido debían ser los únicos que le causaran malestar. Sus terribles gorgoteos debían ser el mástil donde agarrarse para no dejarse arrastrar por el placer en forma de gemidos y sollozos procedentes del otro lado de la pared.
Supo, cuando su vista bajó de inmediato al mástil oculto bajo el pantaloncito del pijama, que la batalla estaba perdida. La derrota era manifiesta. Porque ¿en qué podía concentrarse? En su marido, en sus ronquidos. Pero unido a ellos estaba aquel falo poderoso, imponente, símbolo de todo cuanto ahora su cuerpo ansiaba. Y si perdía la concentración, volvía a escuchar aquellos gemidos. Cantos de sirena que nublaban su razón y guiaban sus manos hacia partes de su cuerpo que necesitaban calmarse, no excitarlas aún más.
Sin pensarlo, obedeciendo unos impulsos que la dominaban por completo, sus manos se posaron sobre el símbolo de sus anhelos. El miembro de su marido palpitaba y se notaba candente bajo la fina tela del pantalón. Poco tiempo transcurrió antes de que sus dedos desabotonaran la abertura frontal de la prenda, se escabulleran en el interior y sacaran a la luz anaranjada de la lámpara el objeto de sus deseos.
Allí estaba. Divino en sus proporciones, grandioso en su longitud. El miembro de su marido quedaba a su completa disposición. Pensó que su sola visión le bastaría para obtener calma. Pero era un argumento falso de raíz, una idea producto de su acaloramiento. Tener a su alcance la polla de su marido no hizo sino acrecentar su angustia, su necesidad de satisfacer el monstruo hambriento que rebullía en sus entrañas.
Robert se agitó incómodo en su sueño cuando Tess deslizó sus dedos por la superficie de la verga. En respuesta a las caricias, el miembro se tensaba y los testículos se revolvían bajo la piel del escroto. Tess se mordió el labio inferior, incapaz de detener el ansia que guiaba sus movimientos. Los ronquidos de su marido dejaron de oírse y los gemidos de la vivienda vecina mutaron en cánticos rituales, en rítmicos golpes sonoros que impulsaban sus dedos. Empuñó la verga en su base y deslizó la mano hacia arriba, hacia el glande amoratado. Tess ahogó un gemido de sorpresa y placer cuando una gota trasparente de líquido afloró en la punta del miembro. Néctar divino que el miembro de su marido le ofrecía en agradecimiento a sus caricias.
Su cuerpo se inclinó sin poder detenerlo. Su cabeza buscó el contacto con la polla. Sus labios fueron en busca de aquella gota escanciada, de aquel regalo que el miembro de Robert la ofrecía. Y ella estaba dispuesta a recogerlo. A saborearlo entre sus labios, a paladearlo en su lengua.
Y entonces Robert se movió en la cama, se agitó como un muñeco, se deshizo de aquella generosa mano que empuñaba su polla. Se colocó de espaldas a Tess y encogió su cuerpo, tapándolo con la sábana. El hechizo se rompió de repente. Ella quedó con la mano en el aire, sin saber qué había ocurrido. Porqué se le había negado aquella mísera migaja. ¿Acaso no bastaba que hubiese sido agraviada aquel día? ¿También había de serlo aquella noche?
La rabia contra su marido creció aún más. Incluso en sueños la seguía insultando, despreciando.
Al menos los ronquidos se habían convertido en respiraciones ruidosas. Molestas pero mucho más llevaderas.
Fue entonces cuando Tess quedó expuesta, sin protección alguna, a los gemidos del otro lado de la pared.
La rabia que sentía se esfumó tan rápido como el deseo la llenó. La cascada de sensaciones corporales que la incomodaban se manifestaron como dulces expresiones de un placer que crecía sin para dentro de ella.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el cabecero para dejarse inundar por los placeres procedentes del otro lado de la pared.
Sus manos bajaron de inmediato a la confluencia de sus piernas. Ningún obstáculo las detenía ya. Eran libres de proporcionar aquello que Tess más codiciaba en aquel momento.
Placer. Solitario, sin duda; inducido por el de otros, por desgracia. Pero placer al fin y al cabo.
——4——
Tess se esforzó por recuperar de su mente una imagen del vecino del piso de al lado. No quería llegar al orgasmo tocándose únicamente, aunque su cuerpo era lo que ahora reclamaba. Necesitaba imaginar quiénes proferían esos hondos gemidos procedentes del otro lado de la pared, tanto él como ella.
Engañaría a su marido. Bien, vale ¿Y qué? Tess se consideraba con pleno derecho a hacerlo cuando Robert la había rechazado de una forma tan cruel. Tanto en el plano sentimental como en el sexual.
Fank (creía que se llamaba Frank. De todos modos, aun equivocada, aquel hombre tenía ya nombre) era un solitario. Un hombre nocturno, seguramente. Las pocas veces que se había cruzado con él habían sido encuentros fugaces de madrugada en el ascensor y al entrar y salir del portal. Y ya está. No sabía mucho de él, de acuerdo, pero tampoco, hasta ahora, le había importado. Creía recordar que una vez Robert le comentó que lo había visto salir de casa con el uniforme de un guardia de seguridad. Aquel comentario casual de su marido no despertó en ella el más mínimo interés. Pero ahora, juntando todas las piezas, podía imaginarse a aquel hombre. Una vez recreado en su mente, no le costaría nada conocer cuál podría ser el tipo de mujer que preferiría, con la que estaba ahora gozando.
Era alto, delgado, de piel oscura, casi latina. Su nariz, al menos, correspondía al modelo mediterráneo, con aquella breve sinuosidad en el puente que confería personalidad. Cara alargada, labios finos. Sus ojos eran (o serían) oscuros. No sabía precisar si castaños o negros; la luz del pasillo o las miradas furtivas del ascensor no daban para mucho. Pero sí recordaba sus hombros enjutos, dando una apariencia desgarbada, casi cómica. Nada que ver con la poderosa musculatura del desagradecido que tenía ahora al lado.
Sus dedos arremangaron el camisón y separó las piernas. Suspiró aliviada al sentir un momentáneo alivio cuando su entrepierna consiguió un poco de aire fresco. Aun así, cuando posó sus dedos sobre el abultado interior, notó una punzada de ansia, una sacudida eléctrica de irresistible placer. Notaba la prenda interior ardiente y levemente mojada. Su excitación era innegable. Comenzó a recorrer con el borde de las uñas la superficie de sus braguitas, disfrutando de las sensaciones intensas que le provocaban estallidos en la columna vertebral y le agitaban la respiración.
Quizá Frank fuese un diminutivo de nombre latino, el que verdaderamente tenía. No le importó atribuir a Frank los estereotipos más recurridos para los latinos. Sería fogoso, impulsivo, muy sensual. No había visto antes sonreír a Frank, pero supuso que sería una sonrisa atractiva pero artera, de las que te hacen sonreír pero a la vez, hechizan. Por su trabajo, Frank sería un hombre silencioso, extremadamente cauto. Un hombre acostumbrado a la soledad de una guardia nocturna. Preparado en cualquier momento para la acción. Su cuerpo estaría en consonancia y aunque, en apariencia, desgarbado, a medida que le desabotonase la camisa del uniforme, surgiría un torso esbelto, cincelado. Una mezcla perfecta de elasticidad y tonicidad.
Los dedos de Tess, respondiendo a la urgencia de la respiración entrecortada de su dueña, se deslizaron por el elástico de la prenda interior y ahondaron en la dúctil carne. Cordones de carne daban paso a encharcadas zonas al rojo vivo. El clítoris agradeció las caricias circundantes provocando en Tess un gemido largo e intenso. El dedo meñique, mientras los demás provocaban en el botón sensaciones gloriosas, se ocupó de acariciar con tímidos escarceos la entrada de su feminidad. Tess no era ninguna novata en el arte de provocarse placeres a sí misma y sabía cómo arrancarse los placeres más ocultos y perversos que su entrepierna ocultaba.
Frank no necesitaría saber cómo dar placer a las mujeres. Llevaría en la sangre aquel precioso conocimiento. Sabría interpretar su mirada de deseo, su sonrisa de anhelo susurrado, sus labios entreabiertos dibujando en el silencio un «poséeme». Sabría esperar cuando la tuviese tendida en la cama, desnuda, posando besos delicados sobre la piel de sus muslos, acercándose peligrosamente por la cara interna de sus piernas hacia la desembocadura final, alargando el momento mientras sus manos, diestras y de largos dedos, trazaban enrevesados arabescos por la piel tirante de su vientre, alrededor de su ombligo, alrededor de sus pezones, alrededor de su cuello. Demoraría posar sus labios sobre sus pezones enhiestos, hinchados de tanta desazón. Y cuando su boca tomase aquellos dos manjares, la haría sacudirse, presa de intensos escalofríos, provocando la salida de sollozos y gemidos de su garganta. Le maldeciría, le insultaría y, un segundo después, tomaría su boca con avidez buscando mezclar su saliva con la suya, poseyendo aquella lengua hábil y caradura. Se besarían con frenesí, agotando el aire de sus pulmones y aspirando ruidosamente por la nariz, empapándose uno del otro mientras el peso de su vientre presionaba sobre el suyo, mientras su grueso miembro ejercía irresistibles caricias sobre su entrepierna.
Tess se sentía agotada pero, a la vez, deseosa de más y más. Dos dedos ahondaban ya en el interior de sus humedades mientras el pulgar recorría arriba y abajo la hendidura. Estaba totalmente desnuda: sus braguitas yacían hechas una pelota en el suelo, junto a la cama; su camisón, rebujado al lado. Se retorcía en la cama, vibrando sus piernas y tensando los dedos de sus pies. Su otra mano pellizcaba sus pezones a medida que su imaginación la proveía de calenturientos mordiscos procedentes de la boca de Frank. Los gemidos detrás de la pared marcaban las pautas de su masturbación. Rítmicos, precisos, sugerentes. Todo su cuerpo e imaginación se concentraban en desentrañar aquellos sonidos dotándolos de carne y sentimientos. Tess se sentía viva. El sudor anegaba su frente y su flequillo estaba empapado, firmemente pegado a su frente y sus sienes. Sus párpados cerrados se contraían y sus labios se fruncían cuando un espasmo de placer surgía de sus entrañas, procedente de su cuerpo, inducido por los sonidos que su imaginación iba traduciendo incansablemente.
En esos momentos, le importaría bien poco estar engañando a su marido. Egoísta, malnacido, eso era Robert. Al contrario de la generosidad que mostraba su amante latino. La boca de Frank saborearía su sexo. Su lengua lamería el clítoris, sus labios sorberían la esencia que desbordaba de su interior. Gritaría. Tess estaba segura que gritaría tan alto que necesitaría, como de costumbre, ahogar sus chillidos con la almohada. Pero sólo sería el comienzo. Pellizcos, susurros, risas; la complicidad entre ellos haría que no sólo sus cuerpos sino también sus personalidades conectasen. Ella tomaría su falo, su increíble miembro y se lo llevaría a los labios. Besaría y lamería los jugos que escapan del glande, tomaría dentro de sus carrillos los testículos y su corazón daría un vuelco al ver su mirada preñada de salvaje, inhumano deseo, mirándola desde arriba, y ella con sus cojones en la boca. Rugiendo, la tumbaría sobre él, hambriento, sediento. El miembro de Frank se apoyaría en su entrada. Húmedos fluidos procedentes de ambos sexos, de ambas bocas se mezclarían en la confluencia de carnes rosadas. Como buen amante, Frank retrasaría la penetración, haciéndose esperar. Tess le suplicaría con ojos llorosos que la empalase, que mitigase aquella furia que la quemaba por dentro. Susurraría con labios brillantes que terminase aquella interminable agonía, que iniciase otra. Arañaría su espalda y entrecruzaría sus piernas alrededor del trasero de Frank. Pero su amante no cedería. Se recrearía en su cara angustiada, fijaría para siempre en su memoria aquel gesto de ruego servil. Sonreiría encantado cuando Tess ordenase con ceño fruncido y sus ojos abiertos que acabase con aquel sufrimiento. Y cuando el miembro penetrase en su carne, cuando se abriese paso en su interior ayudado por sus ingentes fluidos… ¡Dios! Una sensación de placer y dolor a partes iguales la recorrería el vientre, haría que su corazón se revolucionase y su respiración quedase en suspenso. Apretaría los dientes sintiendo su carne abrazar el miembro poderoso, avanzando, abriéndola en dos…
Y, de repente, el silencio.
Tess continuó varios segundos de frenético frotamiento hasta que advirtió que los gemidos habían cesado para ser reemplazados por un cuchicheo lloroso.
Los ronquidos de Robert se apropiaron del silencio, reclamando aquel pedacito de la cordura de Tess.
La magia del sexo se deshizo de una forma tan abrupta que a Tess le resultó incluso dolorosa. Sufrió por no poder proporcionar a su cuerpo el final que tanto merecía. Le dolió sentir sus pulmones arder con la respiración imposible que había seguido, le dolió su corazón latiendo tan rápido que los latidos se montaban unos con otros. Le dolió sentirse sudada y caliente, con sus dedos pringosos, con su entrepierna enrojecida.
Prestó atención al cuchicheo para no tener que atender las protestas justificadas de su cuerpo. Las palabras sonaban incomprensibles, inteligibles, aún más cuando tenía que discernirlas entre los ronquidos de su marido. Quizá, si se acercase más a la pared…
Se levantó, desnuda, de la cama con cuidado, mirando a su marido de reojo. Pero sabía que el sueño de Robert era profundo. Ni una estampida de animales salvajes furibundos le habría despertado. Apoyó una oreja a la pared mientras se tapaba la otra. No la importó saberse desnuda, vulnerable, con la cara interna de sus muslos pegajosa, sus pechos aún hinchados, su cara bañada en sudor.
—Claro… Bien, vale, te lo había prometido… sí, es cierto… no, no, perdona… no dolerá, ¿verdad? Me asusta tanto el dolor… soy virgen por ahí atrás…
Tess ahogó un gemido de sorpresa.
——5——
Permaneció inmóvil, con todo su cuerpo desnudo pegado a la pared, poniendo a prueba su oído para captar la mayor compresión posible de las palabras que le iban llegando.
Tess no podía creerlo.
No es que en sus fantasías sexuales no tuviese cabida el sexo anal. Es sólo que le impactó que el Frank que había imaginado e idealizado en su mente fuese un hombre al que le gustase el sexo anal.
Ella, por descontado, nunca lo había practicado. Pero tampoco Robert se lo había pedido ninguna vez. No había existido esa pregunta y, por tanto, no habían tenido que tomar la decisión. Y tampoco existía tanta complicidad entre sus amigas como para compartir sus preferencias sexuales.
Pero era cierto que alguna vez, oyendo rumores y conversaciones ajenas de manos de compañeros del trabajo, se había preguntado cuánto placer se podía llegar a obtener. Pero eran preguntas que olvidaba al cabo de unos segundos, sólo fantasías fugaces. gTess consideraba que su ano tenía una única función.
Hasta ahora.
El calor abrasó su cuerpo con la sola idea de imaginarlo. Sentía su piel impregnada de estallidos eléctricos. Su respiración alocada le proporcionaba un aire enrarecido que le ofuscaba la mente. Por sus mejillas aún rodaron lágrimas de emoción y deseo. Su sexo palpitaba al ritmo de su corazón encabritado. Todo se conjugaba para que su orificio trasero adquiriese una función más allá de la meramente fisiológica.
Oh, sí. No sabía qué la estaba poseyendo, qué guiaba sus actos ni porqué seguía frotando a intervalos regulares su hendidura, manteniendo una llama que la consumía por dentro. Se sentía traviesa, curiosa. La excitación colmaba todo sus pensamientos y la dirigía hacia ideas que, en otras circunstancias, habría considerado estúpidas.
Robert seguía roncando. Pero Tess no alcanzaba ya a oír sus sonoros ruidos nocturnos. Sólo le miró para constatar que seguía ajeno a todo lo que se desarrollaba en el dormitorio, en el cuerpo de su esposa y al otro lado de la pared.
Estaba decidida. No sabía por qué había sentido el impulso. Quizá fuese porque se sentía tan caliente que habría consentido cualquier cosa. Quizá porque estaba furiosa con Robert, por haberla tratado tan mal. Quizá porque sentía curiosidad. Pero el caso es que se vistió con el camisón, desdeñando las bragas. Levantó con sumo cuidado la persiana para no despertar más ruido del necesario, abrió la ventana y salió a la terraza.
Su plan era tan audaz como estúpido. Tal y como se sentía ella misma en aquel momento.
El aire cálido de la noche veraniega la envolvió de inmediato. Una ligera brisa hacía ondear su cabello suelto. También notaba, entre sus piernas, al foco de sus actos reclamando atenciones, como un motor que para seguir en funcionamiento demandase más combustible. Se frotó el sexo por encima del camisón, empapando la tela. El pedazo de camisón húmedo se pegó a un muslo, enfriándose y adhiriéndose a su piel. Tess notaba sus pezones tan duros que le dolía el simple roce de la tela del camisón.
Miró la mampara a su derecha que delimitaba las dos zonas de la terraza correspondientes a su piso y al del vecino. Alguna vez había imaginado que, si perdiese las llaves de casa, no tendría más que llamar al vecino, saltar hacia su terraza o, mejor, deslizarse por el hueco que había debajo de la mampara y abrir la ventana de la terraza. ¡Quién la iba a decir que ahora aprovecharía aquel hueco debajo de la mampara para un uso tan distinto!
Apartó varias cajas que contenían libros de Robert y ropas suyas pasadas de moda.
Se echó en el suelo y se colocó boca arriba. Tuvo que girar la cabeza para hacerla pasar por el hueco. El siguiente paso fue impulsarse en el suelo, para hacer pasar su torso. El deseo de ver a aquella pareja practicar sexo anal la obligaba casi a continuar, a pesar de las dificultades. Incluso cuando debió expulsar el aire de sus pulmones al máximo para hacer pasar su cavidad torácica, un sólo deseo guiaba sus movimientos, un sólo propósito. Quería verlos. Quería gozar con ellos. Sus pezones erectos sufrieron con el roce del extremo de la mampara. Una sonrisa cruel, nacida de la locura del deseo que inundaba todo su cuerpo, disfrutó con aquel rudo pellizco. Había llegada a la cintura, la mitad de su cuerpo estaba en la terraza del vecino, le quedaba muy poco para poder contemplar lo que tanto deseaba. Pero llegó el turno del hueso de la cadera. No era algo que pudiese estrechar como las costillas. La parte superior simplemente era demasiado alta como para caber por la estrecha abertura que había entre el suelo y el extremo de la mampara.
—Joder —murmuró impotente.
Aquello que la definía como mujer la alejaba de su objetivo. Lo intentó de varias formas pero sólo consiguió llegar al mismo resultado: que su cadera femenina, ancha y gruesa, aquella que la proporcionaban un trasero redondo y firme, una cintura curvilínea y unos muslos gruesos y esbeltos, esa bendita cadera que tanto gustaba de acentuar con ceñidos pantalones vaqueros o faldas estrechas, era ahora su mayor obstáculo.
Pero fue la casualidad o quizá la obstinada determinación que mostraba. Tess se dobló hacia arriba y, al variar el ángulo de la cadera, el hueso se deslizó sin problema alguno bajo la abertura. Era algo natural y lógico visto desde otra perspectiva pero para Tess aquel golpe de suerte fue la prueba definitiva de que estaba obrando bien, que algo o alguien aprobaba su audacia, que el deseo que guiaba sus movimientos y el hecho de estar allanando una propiedad ajena convertía aquel acto ilegal en una obligación como mujer poseída por el deseo y la curiosidad. Sí, eso era, se convenció, una obligación para con mi cuerpo. Necesitaba darle el máximo placer y no se lo iba a negar. Robert había sido cruel con ella, se había comportado como un idiota. Y por tanto, tenía el deber de encontrar una fuente de placer alternativa. Nadie podría reprochárselo.
Se acercó despacio a la ventana del dormitorio de Frank. Ambas viviendas compartían una disposición similar de las habitaciones. Todo parecía cuadrar en su plan.
Respiró aliviada al ver que la persiana del vecino no estaba bajada. No había pensado en ello y se alegraba de no haberlo pensado antes porque, en ese caso, quizá no se hubiese atrevido. Las cortinas estaba corridas, eso sí. Sin embargo, el espacio que había entre las dos, una abertura de poco más de diez centímetros, permitía ver el interior del dormitorio ajeno con total precisión.
Agazapada como estaba, pegada al suelo, boca arriba, con las piernas bien abiertas y sus manos entre ellas, girada la cabeza hacia el interior del dormitorio, se mordió el labio inferior y luego dejó escapar un grito mudo de emoción. Abrió los ojos y se felicitó por su atrevimiento. Había valido la pena tantos esfuerzos, de eso estaba segura. El espectáculo que estaba presenciando lo valía.
——6——
La mujer estaba tumbada boca abajo en la cama y el hombre se encontraba arrodillado entre sus piernas, inclinado sobre ella y susurrándola, apoyada la frente en su nuca mientras maniobraba entre sus nalgas con una mano. Una luz mortecina, procedente de varias velas situadas en una solitaria mesita en el lado derecho de la cama y una cómoda enfrente de ella, proporcionaba un ambiente íntimo, clandestino al acto.
Tess contenía la respiración, atrapada su atención en la pareja desnuda. A través de la abertura de las cortinas tenía una visión completa de lo que ocurría en el interior del dormitorio del vecino. Su mano derecha se movía arriba y abajo sobre su hendidura, regada de jugos. Su mano izquierda jugaba a proporcionar, alternativamente, pellizcos en sus pezones bajo el camisón y caricias en su vientre. Se humedecía los labios con frecuencia, tragaba saliva con lentitud. Estaba ensimismada. Notaba el cuello tenso y agarrotado al tenerlo en una posición fija, espiando a su vecino y su compañera de cama.
Frank era aún más alto de lo que recordaba o imaginó. Las penumbras del dormitorio no permitían comprobar el color de su piel ni el de la mujer que tenía bajo él. Pero podía constatar que su físico distaba mucho del que su imaginación había construido. Lucía una musculatura igual de esbelta y desarrollada que la de su marido. Su trasero, dotado de unas nalgas respingonas y curvadas, atrajo su mirada con frecuencia. Le gustaba restregar su miembro entre las nalgas de la mujer, hacerlo desaparecer entre los dos palpitantes montículos. Frank tenía el cabello largo, lacio y suelto; ocultaba su rostro y Tess no alcanzaba a ver los detalles de su cara.
Tampoco podía ver los rasgos de la mujer. Tenía enterrada su cara entre varias almohadas y movía la cabeza en movimientos lentos, casi agonizantes, postreros. Frank la calmaba cuando el internamiento de su mano entre sus nalgas la arrancaba espasmos que contraían su cuerpo y lo tensaban como cables a punto de desgajarse. Tess, ayudada por la poca altura de la cama donde yacía la pareja, sí pudo comprobar que la mujer tenía una altura similar a la suya pero poco más. Su cabello largo y denso descansaba a un lado de la almohada y su espalda curvada, dibujando una depresión tentadora, se elevaba al empezar el trasero. Una gruesa almohada situada bajo el vientre ayudaba a elevar su grupa, ofreciendo un perfil que hasta a Tess le pareció tan tentador y sublime que se maravilló de su belleza. Unos muslos gruesos y torneados se agitaban de vez en cuando y doblaba las piernas por las rodillas con frecuencia, como si necesitase descargar por medio de ellas la tensión que soportaba su cuerpo. Sus brazos estaban bajo las almohadas, en una posición tan cómoda para Frank que facilitaba que a veces acariciase sus pechos aplastados por el peso de su torso.
Tess necesitaba gemir. Necesitaba expresar el angustioso placer que se gestaba entre sus piernas. Miró al techo de la terraza con desesperación. Varios de sus dedos habían encontrado ya cobijo en su interior y el placer que la embargaba era tan fuerte que no podía evitar combar su espalda, levantando su pelvis en el aire. Se sentía sucia, una aprovechada, una oportunista por utilizar el placer íntimo de una pareja en beneficio propio. Frank y su chica tenían derecho a disfrutar de una relación sexual libre de las miradas de alguien ajeno a ellos como lo era ella misma. Pero el deseo nublaba sus reticencias, sus reproches mentales, anulaba su vergüenza. Quería participar con ellos, necesitaba sentirse mujer, sentirse atravesada desde su sexo hasta su coronilla por la lanza ardiente del orgasmo más salvaje e inhumano.
Contrajo sus nalgas en un movimiento reflejo al deslizarse (¿por azar?) su dedo meñique alrededor de la entrada de su ano. La descarga eléctrica que sintió fue tan fuerte que la hizo contraer su cuerpo entero, crujiendo todos sus músculos y apretando sus dientes con tal intensidad que rechinaron, temiendo ser escuchada por la pareja. Distendió y contrajo los músculos pélvicos y de los glúteos al notar aquella sensación tan distinta, tan dispar a la que experimentaba con el placer de ser penetrada en la vagina. Notó sus nalgas vibrar en el aire, moverse como alas de mariposa, mecerse libres, salvajes.
No pudo resistir la tentación. Cuando giró la cabeza en dirección al interior del dormitorio, vio con emoción como Frank se había erguido y presionaba con su miembro dentro del orificio anal de la mujer. Frank separaba ambas nalgas, hundiéndose en la mujer. Tess pudo ver perfectamente la penetración. El grueso falo, largo y duro, captó de inmediato su atención. Ella tenía las piernas dobladas, expresando la tensión que sufría su cuerpo entero. Frank la besaba la espalda entre los omoplatos mientras, con suaves movimientos, se iba introduciendo dentro del cuerpo de la mujer.
A la vez que la mujer iba sintiendo aquel tubo de carne acceder por su interior, en dirección a sus vísceras, el dedo meñique de Tess inició un descenso casi obligado por el mismo conducto. Atravesar el anillo fruncido, el esfínter ligeramente entornado a la vez que continuaba escarbando en el interior de su vagina, produjo en el pecho de Tess una necesidad apremiante, imposible de detener, de expresar con un chillido aquel placer tan intenso. Era maravilloso. Era como si un cohete, ascendiendo a miles de kilómetros por hora por la atmósfera, utilizase una oculta reserva de combustible y la velocidad se disparase en varios grados, proporcionándole una velocidad inconmensurable.
El orgasmo llegó tan de improviso que catapultó el placer de Tess más allá de lo que jamás había sentido hasta ahora. Arqueó aún más su espalda, levantó todavía más su pelvis apoyada en la punta de los dedos de sus pies, vibraron sus piernas como sacudidas por un vendaval. El placer la recorrió el cuerpo entero, desparramándose por cada fibra de su ser, chispeando por cada pelo de su cabello. Se sacudió presa de convulsiones, de maravillosas e insospechadas sensaciones que, al cerrar los ojos, se manifestaban en forma de explosiones de luz y color en sus párpados.
Tess no supo si chilló o no, si gritó como una salvaje difundiendo su placer en forma de gritos agudos, renqueantes. Sólo tuvo conciencia de experimentar un orgasmo tan intenso como desconocido, tan espectacular como irrepetible. Todo su cuerpo participó de ello y cuando el placer del orgasmo se diluyó entre los dolores y calambres de sus piernas y cintura tensadas al máximo, sólo entonces se dejó caer sobre el suelo de la terraza. Descansó exhausta, casi sin respiración, con el corazón tan castigado que se notaba la carne de sus pechos vibrar al son de los latidos.
Rió extasiada. Había sido tan maravilloso, tan sorpresivo que le costaba aceptar que había experimentado el mejor orgasmo de su vida. Al girarse hacia la pareja y abrir los ojos se encontró con los suyos. Frank y la mujer la miraban fijamente. Habían descorrido las cortinas y la contemplaban tras la ventana, acuclillados. Fijas sus miradas en su cuerpo desnudo, en el camisón arremangado hasta sus axilas, en las muestras evidentes del intenso orgasmo cuyos ecos aún palpitaban a flor de piel por toda su anatomía.
Quizá Tess se hubiera muerto de vergüenza o la culpa le hubiera congelado todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Tampoco alcanzó a comprender las miradas ensimismadas de Frank y su pareja. Sólo se fijó, con estupefacción imposible, en sus rostros.
Sus rostros. Madre mía, sus caras. Sus… sus caras.
Con un chillido agudo, salvaje, se levantó y corrió a escabullirse debajo de la mampara.
Sin embargo, perdió pie al agacharse bajo la mampara y se golpeó la frente con el borde. Sólo recordó como la negrura surgió de pronto, calmando el dolor que comenzaba a sentir en la cabeza. Sintió como sus miembros dejaban de responderla y su cuerpo descansaba por fin.
—Tiene gracia —pensó antes de rendirse a la inconsciencia— que mi cuerpo encuentre reposo así, de esta manera, desnuda, pillada en pleno acto de voyerismo. Qué primera noche tan lamentable para la nueva coordinadora de ventas del distrito sur. Toda la culpa la tienes tú, Robert, por ser tan idiota como pareces. Yo sólo buscaba lo que tú no quisiste darme.
——7——
Tess se deshizo del camisón y las braguitas y metió las prendas en el cesto de la ropa sucia mientras el sonido de la ducha atronaba en el cuarto de baño.
Se miró en el espejo y sonrió mientras se palpaba la frente.
Por un lado se alegraba de que todo hubiese sido un sueño. La última parte había sido del todo desagradable, había adquirido tintes de pesadilla al encontrarse cara a cara con aquellos rostros tan… inquietantes. Pero, ¡qué duda cabe! El resto del sueño había sido un festín para sus sentidos. El forro interior de sus braguitas (se despertó con la prenda interior puesta y eso la hizo suspirar aliviada) evidenciaba que su cuerpo incluso había gozado. Además, al tocarse la piel de las piernas y el resto del cuerpo, las sentía sucias, como si hubiese sudado en gran cantidad y el sudor se hubiese secado sobre su cuerpo.
Bien, vale, de acuerdo. No podía negar que, hasta que no despertó, no pudo distinguir realidad de sueño. Aquel golpe en la frente la dolió y, lo primero que hizo nada más despertar, fue tocarse la cabeza. Aún recuerda el largo y hondo suspiro de satisfacción al no notar ningún golpe ni herida en la frente. Su infidelidad no había rebasado los límites de su imaginación. Y, por raro que le pareciese, compensaba la crueldad con que Robert la había castigado ayer.
Pero, sin embargo, sí notaba una molesta sensación en el ano. Era como un picor, un prurito, una sensación urticante. Si Robert la hubiese pillado rascándose ahí detrás con tanta insistencia se habría muerto por completo de vergüenza. A él no le importaba, lo hacía con frecuencia, incluso. Pero eso es algo connatural en los hombres; nada ver con las mujeres. Pero es que era tan… tan agradable frotarse ahí detrás.
Cuando entró en la ducha, Tess giró levemente el monomando de la ducha para conseguir que la lluvia que la cubría tuviese la temperatura adecuada.
Esperaba que el agua caliente calmase esa sensación insidiosa que anidaba en su mente pero, sobre todo, entre sus nalgas. Esperaba que el agua se llevase la suciedad que notaba en su cuerpo. Pero, en cuanto notó que el agua no apaciguaba esa ansiedad creciente que dirigía sus pensamientos en una única y lúbrica dirección si no que, más bien, exacerbaba sus ganas de sexo, se apoyó en los azulejos y agachó la cabeza. Se soltó el moño que sujetaba su cabello y dejó que el agua lo convirtiese en una cascada de color caoba que discurrió por su espalda, hombros y pechos. Una de sus manos abandonó su posición de apoyo y se dirigió lentamente hacia el lugar que palpitaba insistentemente entre sus piernas.
Tess no oyó como la mampara se abría y Robert entraba en el reducido habitáculo. Pero cuando notó como otras manos aprisionaban sus pechos y amasaban la carne, dio un respingo y quiso volverse hacia él.
Robert chasqueó varias veces la lengua y la obligó a darle la espalda mientras continuaba restregando con sus grandes manos las carnosidades femeninas.
Tess no pudo evitar gemir angustiada al notar el miembro masculino alzarse y presionar junto a sus dedos en su hendidura. Acarició la punta de la verga y se alegró de contar con aquel nuevo juguete al alcance de su mano.
Fue entonces cuando, sin pensar en porqué lo hacía, Tess se asió las dos nalgas, separándolas entre sí, inclinándose para que el miembro de su marido se deslizase hacia su orificio posterior.
Robert gruñó sin comprender. Hizo falta que Tess guiase la punta del miembro hacia su orificio para que entendiese qué se moría por probar su mujer.
Minutos más tarde, cuando parte de la verga había conseguido acceder dentro de aquel orificio, Tess ahogaría sus chillidos y gemidos placenteros bajo el agua al notar una sensación que no le era desconocida. Es más, el glande presionando entre sus vísceras la sumía en sensaciones que no le eran ajenas. Era como si no fuese la primera vez…
Por la tarde, cuando Tess saliese a tender la colada a la terraza, olvidada ya aquella pregunta que se le había enquistado en su mente, se encontraría con que las cajas de libros y ropa pasada de moda que ocultaban el hueco inferior de la mampara que delimitaba la zona de terraza de su vecino y la suya propia estaban descolocadas.
El hueco era perfectamente visible.
Se acuclilló y, conteniendo la respiración, sintiendo su corazón tan acelerado que la cabeza le daba vueltas, comprobó que, contorsionándose, podría perfectamente deslizarse bajo el hueco.
Robert, preocupado porque su mujer aún no había entrado en el interior del piso, la encontraría media hora después, tendida en el suelo, inconsciente. Una sonrisa traviesa, risueña, embellecía su rostro.
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--Ginés Linares--
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