No pasó nada... yo creí que ya había pasado todo
Pablo le entraba desde atrás pero por delante. Yo, sin embargo, creí que se había cumplido mi vieja fantasía. El trasero de Leonor, entonces, continuaba rosado e invicto...
No pasó nada, cuando yo creí. . . que ya había pasado todo. . .
por Clarke.
Pablo le entraba desde atrás pero por delante. Yo, sin embargo, creí que se había cumplido mi vieja fantasía. El trasero de Leonor, entonces, continuaba rosado e invicto. . .
En realidad Leonor sabe muy bien cómo enloquecer a un hombre. Era exactamente de ese modo que el joven se encontraba enloquecido. Estaban enredados en forma confusa sobre la cama, alienados por el deseo.
Ella acercó sus labios al cuerpo del macho y él, ante esa caricia no pudo reprimir un gemido ronco cuando ella rozó levemente con sus labios el enorme miembro.
Ella comenzó a pasar lenta y sabiamente su lengua sobre el instrumento; luego, fascinada, tomó el glande entre los dedos llevándolo todo a la boca. Tuve la impresión de que lo iría a devorar, hasta que con un movimiento rápido el joven se alejó de sus pechos que besaba y poniéndose de costado hundió su rostro entre los muslos de Leonor buscando su rosada y húmeda cavidad. Él tocó con la lengua su sexo y ella, como si estuviese aguardando por ello durante mucho tiempo, irguió una de las piernas para facilitar el contacto.
Ella sabía hacerlo con una gran voluptuosidad y Pablo también masajeaba con su lengua cada centímetro de la ardiente hendidura donde late el sueño de los hombres.
Súbitamente una oleada de semen inundó aquella boca femenina; un delgado hilillo que corría por la comisura de sus labios fue hábilmente atrapado por su lengua. El cuerpo de mi mujer vibró como si hubiera sido alcanzado por una descarga eléctrica y ella aseguró con más firmeza la grueso verga para que no huyera de su boca un solo centímetro y escapase así del dominio de sus labios. De inmediato aceleró el movimiento de sus caderas y alcanzó el placer. Fue para mí difícil contener la eyaculación presenciando ese espectáculo.
Pero yo sabía que el delicioso ritual aún no había terminado, que estábamos apenas al comienzo de una noche de deseos y lujuria que cuidadosamente yo mismo había preparado. Lo más importante aún no había sucedido.
Leonor poseía uno de los más hermosos traseros que he visto en mi vida, absolutamente digno de ser saboreado, sobre todo porque nunca lo había entregado anteriormente. Era un culo esplendoroso, nalgas salientes, firmes y bien torneadas. Sin embargo, a pesar de las innumerables veces que se lo había pedido a través de los largos años de nuestra relación, permanecía aún intacto y virgen, debido a sus obstinadas negativas.
Fue el caprichoso destino quien puso a Pablo en nuestro camino, puesto que yo, ya había desistido de poseerlo. Ya lo consideraba una tarea imposible: el rechazo de Leonor por el coito anal parecía inquebrantable. Ella era sin embargo una mujer ardiente y de un apetito sexual incontrolable.
A Leonor la conocí virgen y totalmente sin ninguna experiencia. Nuestro comienzo fue gratificante gracias a su ingenuidad pero sólo a un año de comenzada nuestra relación, ella se soltó. Adquirió una impecable desenvoltura, consiguió librarse de tabúes y preconceptos partiendo rápidamente hacia una sensualidad íntima, más abierta y descontrolada.
Leonor es sin dudas un auténtico monumento de mujer con sus veintiséis años de edad, un metro sesenta y ocho de altura. Su cuerpo siempre bronceado por el sol es más que nada fogoso, palpitante, ardiente. Y se había vuelto amante del mundo colorido del sexo.
Habíamos conocido a Pablo unas horas antes en plena ruta desierta durante nuestro viaje de fin de semana a la costa atlántica.
Al acercarse nuestro coche el joven comenzó a hacer dedo. Al alcanzarlo quien sabe cómo nos inspiró la confianza de un viejo conocido y lo levantamos.
Era un joven de buen aspecto pese a encontrarse desaliñado, transpirado y cubierto del polvo de la ruta. Iniciamos un diálogo donde demostró ser desenvuelto, inteligente y totalmente desinhibido.
Leonor dejaba traslucir un interés particular por el muchacho y fatalmente dentro de poco se encargaría de mover todas sus estructuras.
Ella, que ahora viajaba en el asiento trasero del coche, estaba evidentemente a punto en un gran estado de excitación. Yo conocía muy bien a aquella hembra y sabía que estallaría cuando yo lo deseara, inclusive sin el menor contacto sobre su cuerpo. Era apenas necesario comenzar una conversación liberal y abierta, sobre todo erotiquísima. Y comencé a hacerlo, dejándole lugar también a Pablo, hasta el momento un poco cohibido ante el giro de la conversación.
Y ocurrió de ese modo: entramos en el terreno de los chistes verdes y las aventuras que le había ocurrido a gente conocida. Pablo se adhirió en forma inmediata a la conversación girando la mirada, prácticamente todo el tiempo, hacia el asiento de atrás. Era indiscutible que ella se encontraba excitada, y además no hacía nada para esconder esa situación.
No fue fácil encontrar un motel en el camino que nos permitiera entrar a los tres en la misma habitación pero, con la excusa de que el joven era el hermano de Leonor, finalmente lo logramos.
Comimos algo, luego tomamos unos tragos y Pablo se dirigió hasta el baño volviendo impecable e incluso perfumado. Luego fui yo al baño y finalmente fue ella, quien se demoró ostensiblemente. Pero cuando regresó, nos dejó deslumbrados por el camisón que traslucía su bombachita y modelaba todos sus atributos femeninos.
Luego de beber unos tragos, Pablo se mostraba fascinado y entregado a lo que finalmente iría a suceder. No había por qué no hacerlo y yo tomaría la iniciativa.
En determinado momento, ella se levantó quedando de espaldas a nosotros. Pudimos entonces admirar la hermosura de su espléndido trasero desde una perspectiva muy excitante. Pablo me miró inquisitivamente cuando logró despegar la mirada. Conservaba aún su lascivia y asintió cuando al fin percibió mi sonrisa.
Había ya bebido unos cuantos tragos; se mostraba bastante desenvuelto y el intercambio de gestos le confirmó nuestras intenciones. Leonor, evitando dejar cualquier margen para iniciar una conversación que quién sabe cuánto duraría, dio algunos pasos en mi dirección.
Me levanté y me aproximé a ella. Ya no se parecía a una gatita sino a una tigresa feroz que deseaba saciar su hambre. Y quería devorarme por entero delante de los ojos de aquel desconocido. Me miró de los pies a la cabeza y traté de demostrar cierta indecisión, pues no era de ese modo que había imaginado las cosas. ¿No estaría ella actuando equivocadamente?
--¿Tenés miedo, querido? --dijo--. Nada de eso. Pablo te va a ayudar, sé muy bien que por lo menos hoy, no te vas a comer vos solo el pastel.
Pablo nos observaba sonriente y expectante, o por lo menos eso aparentaba. Estaba todavía sentado en un sofá, pero parecía a punto de explotar o al menos era lo que su mirada traslucía. La tigresa avanzó dos pasos más. Sus ojos eran una invitación y su apetitoso cuerpo un desafío aún mayor; extendí los brazos y la aproximé hacia mí. Sentí su calor abrasador, sus labios se apretaron contra los míos, calientes y húmedos, y mis manos comenzaron a recorrer su cuerpo ardiente de deseos. Acaricié ese montículo de carne-veneno, al comienzo delicadamente, luego con más fuerza. El deseo palpitó dentro de mí. Necesitaba urgentemente desnudarme pero no fue necesario que lo hiciera, pues ella se encargó de eso. Giró, dándome la espalda; yo me apreté a ella oprimiendo mi pija contra sus nalgas y abrazándola por la cintura. Ella sintió entre sus glúteos la palpitación de mi miembro y tembló, girando nuevamente y enfrentándose a mí. Continué acariciándola. Su cuerpo parecía electrizado y comenzó a gemir bajito, a sollozar y susurrar palabras inconexas. La besé en la boca, acaricié sus senos firmes, chupé sus rosados pezones y volví a acariciar su sexo a través de las braguitas; estaba húmeda y llena de deseos. La presencia de Pablo nos enloquecía. El joven miraba todo boquiabierto. Percibí su evidente excitación y lo invité a acercarse.
Como un rayo, ya que no aguardaba otra cosa, se desnudó dejando a la vista una verga de colosales dimensiones. Se acercó al trasero de mi mujer temblando y esa enorme masa de carne rígida e impaciente la rozó. Ella lo sintió a pesar del levísimo obstáculo del camisoncito y la bombacha. Entonces, suavemente me escurrí de los brazos de la linda tigresa y me senté en el sofá. Ahora me encontraba en órbita, vagando en el espacio, vibrando.
Era el turno de Pablo, quien dócil y con inteligencia manipularía ahora el cuerpo de Leonor. Por primera vez otro hombre estaba listo para poseerla. Las manos del muchacho se hartaban entre los pechos firmes, el vientre y la excitada hendidura. El camisón fue cayendo lentamente. Era un espectáculo alucinante, capaz de encender fuego en una piedra.
Él le besó el cuello, luego los senos, se arrodilló para besarle el ombligo y el sexo. Sus manos ágiles subieron por sus muslos y le quitaron la bombachita, que ya dejaba de ser un obstáculo. Ella estaba ahora completamente desnuda. Abrió al máximo sus piernas y Pablo, comprendiendo de inmediato el gesto, hundió su rostro entre sus muslos y enloquecido de deseos metió su lengua en la jugosa entrepierna. Enseguida, Leonor se apartó un poco y con una mirada suplicante dirigida al joven macho, se encaminó al dormitorio. Él prácticamente corriendo la siguió, acaso temiendo que pudiera fugar por otra puerta. Enseguida me levanté y tomé la misma dirección.
Entonces encontré aquello, el más delicioso sesenta y nueve. Pero como dije, se trataba apenas del comienzo de una noche fantástica de lujuria largamente imaginada.
Ella volvió a juguetear con el miembro de Pablo, masajeándolo con calma, sabiamente; era su pasatiempo favorito, sin duda: dedicarse a deliciosas masturbaciones. Le encantaba hacerlo y su delicada mano era experta en ese tipo de caricias.
Leonor, ahora ya más adaptada a la situación en que se encontraba, frente a dos hombres, decidió disfrutar una sesión que había imaginado turbadora. Se veía loca de placer. Volvió a beber el largo y grueso miembro nuevamente rígido y colocándoselo entre las tetas, comenzó un incitante movimiento de vaivén. Pablo fue nuevamente agitándose, dio vuelta el cuerpo de mi mujer y, abriendo sus nalgas con suavidad, dirigió su lengua al intacto orificio del ano, besándolo lentamente. Sentí perfectamente el estremecimiento de Leonor, cuando el macho, con habilidad y cariño, inició lentamente una penetración con el dedo índice de su mano. Poco a poco lo fue deslizando llevándolo al infinito túnel sin salida. Enloquecido ante tanta excitación, me aproximé todo lo que pude. La tigresa, dándose cuenta de mi estado, se zafó del dedo de Pablo. El joven se detuvo y me miró, casi asustado.
--¿Qué pasa? --preguntó, receloso de haber cometido algún error.
--No, no es nada. Es que no quiero de ese modo. Hoy quiero algo diferente --confesó con tranquilidad mi mujer.
Entonces lo comprendí todo. Ella se había decidido o por lo menos estaba dispuesta a intentarlo. Encantadora y maravillosa decisión. Sería ahora o nunca más, pensé.
El enorme pene de Pablo se agitaba impaciente, pues él también lo había entendido. No se podía perder pues ni siquiera un segundo por temor a un súbito arrepentimiento o cambio de opinión. Mi mujer acompañó el cuerpo del muchacho, que giró parcialmente, y pareció un tanto inquieta frente a tan largo y grueso miembro, sobre todo por la enorme cabeza, que era para asustar, sin dudas.
Pablo la tomó por la cintura y ella colocándose de rodillas y abriendo las piernas le ofreció el trasero. Aquello era para no creerlo, jamás en mis años de relación había tenido esa oportunidad. Excitado, fascinado y casi sin creerlo aún, intenté colaborar. Pablo empujó y mi mujer gritó e intentó zafarse.
--No, no, así no.
Pablo reculó un poco y volvió a buscar su trasero. Ella tendió su cuerpo hacia adelante dejando ver su culo empinado y el muchacho volvió al ataque.
Al comienzo, Pablo rozó apenas la enorme cabeza en su ano; ella, sintiendo lo que se aproximaba, agitó suavemente su trasero preparándose para recibirlo.
De pronto ella le rogó a Pablo que se detuviera, que le parecía que no quería más. Había dicho apenas que le parecía que no quería más. Pero lo deseaba, sí. Le dije a Pablo que volviese al ataque y que no desistiese aunque ella volviera a gritar.
Yo deliraba, pues me encontraba de pronto con la perspectiva de que se acabara esa virginidad que desde hace mucho se había vuelto legendaria en mi casa. Pablo volvió a intentarlo, recostó la cabeza de su miembro en el orificio y comenzó a presionar. La enorme cabeza se fue escurriendo adentro y ella cediendo para recibirla, hasta que la mitad de la cabeza se alojó y ella se quejó y gimió. Él forzó un poco más y ella comenzó a debatirse para luego comenzar a moverse de un lado al otro para facilitar la penetración. Entonces Pablo empujó y de una sola vez alojó todo su instrumento. Leonor lanzó un grito, trató de desasirse, gemía y se desataba en una serie de insultos.
Pablo se detuvo un instante dentro de ella y luego con una gran desenvoltura inició un cadenciado movimiento de vaivén. Hizo luego una ligera pausa y le preguntó cariñosamente:
--¿Querés que la saque?
--¡No, no la saques! --respondió ella lanzando un profundo suspiro.
Parecía desesperada por la idea de que se la sacaran. Pedro continuó su movimiento de vaivén suavemente, luego con mayor intensidad y ella volvió a gemir. Debo confesar que esos gemidos me excitaban de una manera como jamás nada lo había hecho.
Pablo se empeñó en ese gratificante ejercicio y ahora, ella lo aceptaba con profunda voluptuosidad y ningún tipo de restricciones. El cuerpo de Leonor parecía querer absorber al macho por completo, tal era la intensidad de los movimientos y las contracciones. Ella, que tanto rechazaba esa posición, comenzó a lanzar sucesivos gemidos y excitantes grititos histéricos.
Pablo continuaba penetrándola mientras sus dedos jugaban con el clítoris de mi mujer. Aguardó el comienzo del placer de Leonor para acabar juntos. Y yo también deseaba hacerlo, de modo que empuñé mi rígido miembro y lo puse por entero en la boca de ella. Gozamos a la vez los tres, fue un festival de placer.
Descansamos un rato, pues nadie es de hierro. Bebimos unos tragos y mi mujer sin ningún síntoma de fatiga, se dirigió al baño. Pablo salió detrás de ella. Esperé unos minutos y los seguí; no me sorprendió lo que vi, pues ya sabía cuál era el apetito voraz de mi mujer.
El agua caía mientras Pablo, de pie, mostraba el miembro nuevamente erecto y mi mujer de rodillas, lo acariciaba con la lengua. Les sugerí que regresáramos a la cama, y ellos no se hicieron rogar.
Inmediatamente volvió a repetirse todo aquel cuadro. Leonor, que sospechaba que yo de allí en adelante reclamaría su trasero en forma permanente, me pidió que me acercara. Insistió en que viera su unión con Pablo. Al arrimarme a centímetros advertí que el ano de Leonor continuaba invicto. Que me habían hecho creer que no era así. Pablo le entraba por atrás, pero por la vagina. Creció mi bronca porque me sentí estafado, pero el goce que me causó creer que todo había sucedido por el ano, me impidió enojarme. La idea fue tan maravillosa como si, en verdad, lo hubiesen consumado. Mi fantasía nunca antes había estado tan cercana de cumplirse. Más aún, yo la supuse cumplida. Y fui feliz.
A la distancia observo aquella excitante escena y me doy cuenta de que soy doblemente feliz. Una vez porque, como ya dije, gocé creyendo que se realizaba mi fantasía, y otra vez porque el día que Leonor pierda su virginidad anal sólo deseo que sea conmigo. Entonces me consuela y satisface saber que Pablo nada hizo en ese tan rosado -y tan deseado- orificio.