No me importa nada más - por Hera

Le sentí entrar, absolutamente rígido para mí, y no me importó nada más. Dejó de importarme estar follando en un coche, en un picadero y rodeados de coches en los que se reproducía esta misma escena. Todo me dio igual en el instante en el que le sentí entrar. Después de todo el tiempo que me había pasado intentando ligármelo, dándole conversación, interesándome por sus cosas, haciéndome la encontradiza… en fin, esas estupideces que hacemos cuando nos ciega el deseo y la pasión más irracional. En el preciso momento en que sentí su capullo totalmente tieso (¿era yo la que le provocaba ese efecto? Quién lo hubiera dicho) introducirse por mi coño chorreante, los únicos que existíamos en el mundo éramos él y yo. Él, guapo, simpático, divertido; yo, humilde, discreta, perseverante. Cerré los ojos antes de sentarme encima de él, no quería que nada se interpusiera en mi concentración; deseaba con todas mis fuerzas poner los cinco sentidos en experimentar las sensaciones de su pene entrando en mí. Nada de distracciones. Sólo aquella barra de carne dura y caliente penetrando mis profundidades y un suspiro profundísimo, un gemido grave, de hembra en celo, que salió de mi garganta en cuanto noté que su polla había alcanzado el límite de mi vagina. Y ahí fue cuando empecé a moverme, lentamente al principio, más y más poseída después, cabalgando descosida, como no lo había hecho antes, porque estaba ante mi conquista sexual más trabajada y quería que él se diera cuenta de que valía la pena pasar la noche conmigo. Quería hacerle gozar, gritar, desgañitarse conmigo, que me arañara, que me mordiera; yo seguía botando, más y más, más y más… no reparé en que él no gritaba, ni gemía, ni siquiera suspiraba. De hecho, las únicas palabras que salieron de su boca (las que rompieron el hechizo) fueron: "Laura, nena, me estás dejando la palanca de cambios hecha un Cristo".