No me ignores, estoy aquí

No me ignores, estoy aquí, para ti.

Llego a casa después de un atareado día de trabajo. Es viernes. Soy libre hasta el lunes siguiente. Te estoy esperando, con ansias. Quiero darme mi cariño, quiero demostrarte mi amor, pero, sobre todo, quiero que me veas. Existo, cariño. Estoy aquí, mi amor.

Conforme entro por la puerta, me despojo de esas ropas que te atan a la sociedad estricta que vivimos. Una, que te exige vestirte formalmente para realizar un trabajo que igualmente podrías hacer en vaqueros y zapatillas. Pero no. Debemos ir engalanados con trajes de sastre, tacones y una base de maquillaje ligera. La odio, pero por fin podré deshacerme de ella. O, mejor no. A veces, como hoy, me observo en el espejo de la entrada. No lo sabéis, no. Me encanta mirarme en los espejos, en las ventanas, me gusta saber qué es lo que verán los demás de mí. ¿Controladora? A lo mejor sí.

¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Siempre que entro en el refugio de mi hogar, me quito tan rápido los zapatos como el abrigo. Me quedo mirándome en el espejo. Hoy parece que el maquillaje me convierte en una mujer más sensual, que exalta mis rasgos. Como dicen en mi tierra, “tengo el guapo subido”. Permitidme esta pequeña licencia. Tan solo pretendo hacerme ver. Hoy regreso a casa cansada, pero con ganas de jugar, relajarme. Demostrarte mi amor, pero también mi sed de ti. Ni siquiera me quiero alejar de ese espejo.

Tengo una ventana cerca, detrás mía, del espejo. Sé que si me quito la ropa, tal vez, en el piso de enfrente algún vecino me vea. Una sonrisilla lobuna aparece en mi rostro. Me digo a mí misma: “hoy estás morbosilla, ¿no?”.

Me voy desvistiendo imaginando que alguien me ve, que alguien me observa. Por el espejo creo ver una sombra en una de las ventanas. Mi cuerpo comienza a enardecer. “Tengo espectadores” pienso excitándome por momentos. Se nota que hoy quiero sacar a esa parte lasciva, lujuriosa y juguetona que existe en mí.

Pero no te engañes, en realidad, estoy pensando en ti. Siempre he sido muy fiel. Quizás demasiado sincera. Quizás demasiado directa. Quizás… Pienso en mostrarte esa parte morbosa que habita en mí. Esa parte que cada vez más grita por salir.

Me he quitado la chaqueta. Aún permanece la sombra que ilumina mi mente. ¿Estará o no alguien al otro lado? ¿Será mi imaginación? Quién sabe. Pero yo creo verlo. Necesito sacar esa lujuria que hay en mí. Necesito relajarme, destensarme y no conozco mejor y más divertida forma que ésta.

Comienzo un baile sensual para mi especial espectador. Contoneo mis caderas al ritmo de una música imaginaria. Alguien me dijo una vez que existía un tipo de música para cada ocasión. Muy modosita yo, me sorprendí. Pero, en realidad, toda nuestra vida ha tenido una banda sonora real o ficticia.

Los botones de mi camisa se separan rápidamente. Mi cuerpo excitado, comienza a desprender un calor intenso. Tengo calor, sí. Voy bajando la camisa por mis hombros, resbalando por mis brazos. Le estoy ofreciendo a mi misterioso vecino un buen espectáculo. Me estoy poniendo a tono para ti. No. ¿O sí? La sombra persiste en su ubicación. Creo ver que se mueve. Me lo imagino inquieto, esperando a que mi camisa caiga, a que me dé la vuelta, a que me desprenda del sujetador.

Pronto consigue que mi espalda aparezca sinuosa a su vista. Falta despojarme del sujetador. Ese vil invento que nos oprime, que nos incomoda. Estoy cansada de llevarlo, pero aún me quedan ganas de jugar un poco más. Me contoneo con gracia o, al menos, eso creo yo. Espero que mi espectador de excepción tenga mi misma visión.

Dejo caer una tiranta. Dejo caer la otra. Mis ojos me urgen desde el otro lado del espejo a continuar con mi divertimento. Me transmiten la lujuria, el morbo de quien se cree observado por otra persona. Que permanece en su lugar. En su escondite.

Mis manos llegan al broche, que se somete a las órdenes de unos dedos que están acostumbrados a abrirlos y cerrarlos. La tensión, el morbo y la excitación aumenta. Me encuentro en la entrada de mi hogar, delante del espejo, con la ventana detrás y a escasos minutos de que mi hombre regrese a casa. Con tan solo el pantalón. Ya tengo mis pechos, mis tetas fuera.

Una loca idea se me pasa por la cabeza. ¿Y si me doy la vuelta? Estoy atractiva. ¡Oh sí! Sí, que lo estoy. Me doy la vuelta. Me intento convencer que es para verme la espalda, para apreciar cómo me quedan los pantalones, cómo se ajustan a mi silueta. Pero, en el fondo, sé porqué lo hago. Quiero mostrarle los pechos. Quiero que se alegre la vista.

Un rubor, un poco de vergüenza se cierne sobre mí. Vuelvo a la posición inicial, pero hay algo que me delata. Mis pezones erizados me avisan, me anuncian, que esa pequeña travesura ha elevado a cotas inimaginables mi calentura.

Empiezo a pensar que es hora de quitarme el pantalón. Y también mis braguitas. ¿Qué os creéis? Yo soy una mujer pura y casta. Tengo unas braguitas de algodón, pero son negras, tranquilos.

El pantalón desaparece rápido. Pero lo hago de tal manera que quedo con el culo en pompa. Ya solo me quedan mis braguitas. Soy muy modosita, no os creáis. Un poco morbosa, pero modosita.

Oigo los pasos de mi hombre acercarse. Al menos creo que es él. Dejo la ropa tirada. Me voy corriendo a la habitación. Cojo una bata de seda. Me desprendo de mis medias. De mis calcetines. Me arreglo el pelo, la bata. No quiero parecer una monja. Quiero provocarlo. Que entre en casa, que descubra los restos de mi ropa desperdigados por el suelo y a mí en el sofá acompañada de una fría botella de champagne. Quiero que beba en mi cuerpo, que sus tersas manos recorran mi cuerpo, que me posea.

Lo preparo todo. Mi bata abierta. Los pezones duros traspasan la tela. La tela no es suficiente para tapar mis hermosas piernas. Estoy en una postura sensual en el sofá mientras me deleito de las fresas que compré en el hipermercado más cercano.

Toda tuya, te espero. Sabiéndome poseedora de una excitación por la expectación, por la espera.

Oigo la llave entrar en la cerradura. Gira la llave en su interior. Siempre he tenido un gran oído. Estoy acelerada, nerviosa, inquieta, cual niña que ha cometido una travesura y la descubren. En este caso, yo he dejado todas las evidencias posibles. Así lo he querido. Así he disfrutado. Así quiero que me veas, como una gatita linda y juguetona.

La puerta se abre. Lo siento desde el salón, aunque aún no te veo. No obstante, sí que te huelo. Tu olor, tu colonia, ya impregnan la casa. Casi puedo imaginar tu cara, cuando al entrar has visto mi ropa tirada en el suelo. Nunca lo había hecho. No es lo usual en mí. Pero, hoy… Hoy me siento traviesa.

Te imagino desprendiéndote de tu abrigo y mirando el reguero de prendas a tus pies. Te deseo cogiendo mi ropa del suelo, mirando hasta dónde he llegado, en silencio. Disfrutando de la expectación de quién no sabe si es algo premeditado y preparado para ti o quizás un furtivo arranque de lujuria con otra persona. Por fin, te veo. Tu cara es seria. No muestra emoción alguna. Ni siquiera al verme en el sofá, tumbada de una calculada forma para resultar sensual, sexy. No me ignores, estoy aquí.

Veo que has cogido mi sujetador del suelo. Eso hace que en mi estómago se revuelvan unas mariposas de excitación, de delirio por recorrer tu piel. Pero tu expresión es seria, impenetrable. Me desconcierta, me cohíbe.

“¿Qué significa esto?” me recriminas con cara de enfado. Nunca te gustó el desorden. También me señalas a mí. Me miras sorprendido. Casi con desprecio. No, no te vayas. No me ignores, estoy aquí, para ti.

Me comentas lo que has hecho en el día de hoy sin que nadie te lo preguntara. Apenas te escucho, solo te oigo. Entonces me interrogas, bueno, me regañas por el desorden. Me levanto, me acerco a ti. Quiero demostrarte la razón de tanto desorden.

Me aproximo a ti. Llego a tu altura con mi mejor mirada felina. No me ignores, estoy aquí y dispuesta para ti. Mi mirada parece no traspasar la mirada glacial y anodina que me dedicas.

Pongo mis manos en tu pecho. Lo recorro llevada por la excitación. El numerito de antes me ha excitado. Quizás fuera mi imaginación. Quizás no hubiese nadie.

Él continúa impasible. Inalterable. A pesar de que mis manos recorren su cuerpo. Llevo sus manos a mis curvas. Me toma de la cara. Me besa cariñosamente pero pronto se desprende de mí, quedándome al abrigo del frío que puebla la casa. Hay una gran distancia entre los dos. La excitación se convierte en frialdad. Parece haberse instalado en nuestro hogar el frío del Ártico.

Mi interior vuelve a gritar: “No me ignores, estoy aquí”, pero de mi boca no salen esas palabras, no. Sale un “no te preocupes, recogeré este desastre ahora mismo”. Casi con lágrimas en los ojos suplico a un ente indeterminado que te haga verme. Que haga que no me ignores. Estoy aquí.