No hay vuelta atrás
Reencuentro con la exnovia.
NO HAY VUELTA ATRÁS
Estaba con el ordenador cuando sonó el timbre; me asomé al balcón y era ella. Sonriente e indecisa, dudando por haber vuelto. «¿Y ahora qué?», pensamos ambos (supongo). Descolgué el interfono y le pregunté qué quería.
—Hola… —ahora le noto más inseguridad que en la primera impresión.
—¿Qué quieres?
—Me mandaste ese mensaje al Feisbuk…
Era verdad. Todavía tenía dos cajas con sus cosas y quería que se las llevara, pero no me fiaba de que no viniera sola; puede traerme muchos problemas por su victimismo, siempre poniendo verde a todo el mundo; la gente se lo cree. Yo me lo creí. Me ardió la sangre como al que más, pero la próxima vez me puede tocar a mí recibir. Esa mujer es un quebradero de cabeza, y un peligro.
Pero por el balcón parecía estar sola…
—Bajo y hablamos en la plaza —se lo dije porque era terreno neutral y espacio público. También comprobaría si de verdad no se había traído a ningún nuevo novio con ganas de zurrarme o algo peor. Está mal de la cabeza, y el último novio que se echó cuando cortamos le aconsejó que no se tomara la medicación ni fuera al psiquiatra. Con dos cojones, hijo de la gran puta.
—Vale… —contestó con un hilo de voz, decepcionada. Bajé inmediatamente y antes de saludarla miré a ambos lados en la acera. Entrecerré los ojos sospechando que algo no iba bien, y frunciendo el ceño le saludé.
—Hola, Lorena.
—Hola, Alberto.
Caminé hasta la plaza de en frente y me siguió. No le dí ningún abrazo, como parecía esperar. Siempre dependiente, y si no estabas dándole atención y afecto las 24 horas, se emparanoiaba y se inventaba ofensas y maltratos, especialmente con sus padres. Siempre los criticaba, y cuando los visitaba venía furiosa o llorando. Se peleaba constantemente con ellos. Controladora frustrada escondida debajo de una manipuladora exigente de atención y alabanzas, mediante chantaje emocional llorando TODO EL PUTO TIEMPO a menos que le hicieras palmas como a un bebé. Una mueca y se descojonaba. Sus lloros nunca eran reales.
—¿Qué quieres? —sabía que quería dinero. Es una muerta de hambre con la cuenta embargada por morosa. Y totalmente dependiente, buscaba a un sustituto de su padre que la mantuviera.
—He venido a por mis cosas. Mis consolas…
—Tu única consola la vendiste de segunda mano.
—Pero yo te la pagué…
—No. De lo poco que te pedía cada mes para compartir gastos, cuando sí tenías ingresos, una vez lo usé para comprar una consola. Es mía.
Se puso triste. Estaba a punto de darse media vuelta y comenzar su show de dramas y victimismo.
—Tengo tus papeles arriba. Los importantes. En una caja de zapatos, dentro de una de las dos cajas grandes. Al menos puedes llevarte eso con una bolsa de supermercado.
—¿Y ya está? ¿Te da igual que haya venido?
Me mordí la lengua. Tampoco quería hacerle daño, y realmente tenía la autoestima frágil; aunque se debiera a no conseguir manipular a los demás para comerle el culo las 24 horas o se echaba a llorar. Jodidamente agotadora. Destructora de salud mental. Asquerosa.
Para colmo me puso los cuernos varias veces (confesado por ella). Y como apenas me enfadaba, después de irse con otro se inventó que no me ponía celoso porque yo le ponía los cuernos todos los días. La madre que la parió. Al menos aprendí que la razón del enfado cuando le pasaba a alguien se debía principalmente al sentimiento de humillación si la gente se enteraba. Me resultó curioso. En mi caso no me importaba contárselo a quien se lo dije.
—¿No dices nada? —el mohín de a punto de llorar estaba en la recámara.
—No soy tu padre —repetí por millonésima vez—. Si tienes problemas acude a tu familia. Si te has peleado con tu novio acude a tus amigos.
—Hemos cortado…
—Me da igual —y no era por despecho. Esa mujer era un peligro. Especialmente con el contexto social, político y legal de putísima mierda que sufrimos, debido al bienqueda de los hijos de puta que escriben las leyes, todo para quedar de puta madre como «feministas». 20 años antes con leyes coherentes con el sentido común y la Constitución no hubiera sido tan peligrosa.
—¿De verdad?
—Sí, Lorena. Tienes tu vida y yo la mía.
—¿Estás soltero? —le dio la risa tonta. Rebotes extremos instantáneos. Recordé su ira cuando me contó que su madre no hacía lo que ella quería en una de sus pataletas.
—¿Has ido al psiquiatra?
—Deja de hablarme de eso. Siempre estás con lo mismo.
—Vale —suspiré. Ya estaba responsabilizándome otra vez como hermano mayor o padre sustituto. Siempre me veía arrastrado a esa mecánica por una mezcla de su inmadurez y los 10 años que le sacaba.
—¿Podemos subir a tu casa, Alberto?
La analicé como si mirándola fijamente pudiera penetrar en su cerebro. Un desfile de paranoias y películas circularon por mi mente, la mitad relacionadas con denuncias falsas y la otra mitad con los okupas. Se me crisparon las manos y comencé a cabrearme, pero de nuevo, me contuve. Sólo eran hipótesis. Estaba en mi mente. Lo dejé correr.
—No, Lorena. Ya te lo dije: te saco las cajas al rellano de la escalera y te las llevas. Pero veo que no te has traído nada para el transporte —y estaba seguro de que no tenía carnet de conducir por ser bipolar.
—Bueno, me puedo llevar la caja de los papeles…
—Me parece bien. Otro día te traes algo como un carro de la compra y echas cosas de las cajas.
—Vale. ¿Pero entonces ya está? —me miró expectante y decepcionada. ¿Qué quería? Mimos y atención, ser su vertedero emocional, ayuda con sus problemas, un padre…
—Lorena, no puedo tener una relación contigo.
Como ella es la que se marchó, seguro que siempre pensó que era la que me había dejado, pero yo llevaba muchos meses sin atreverme a cortar con ella por sus falsas tendencias suicidas, que en realidad eran actos de agresión como revelaba su cara de mala hostia cuando hacía amagos de ir hacia el balcón o de coger cuchillos para hacer como que se iba a cortar las venas. Todo paripé, manipulación y supertoxicidad.
—Pero me dijiste que si alguna vez cortábamos seríamos amigos… —combinó los ojos llorosos con apelar a mi «injusticia» sabiendo que tengo fuerte conciencia.
—Y yo te recuerdo que intentaste sacarme el dinero, y encima mintiéndome, estando con el mierda de novio que te buscaste. Que te mandé dinero porque fui gilipollas y a los 3 días me dijiste que te habían robado al salir del cajero —el novio era otro muerto de hambre, pero odioso y se creía muy listo siendo literalmente retrasado. También la vi manipularla, porque cuando le pagué el taxi para llevarse parte de sus cosas, ella fue corriendo a darle el dinero a él. Y eso que ella era la que lo mantenía con sus ahorros. Hijo de puta.
Mis pensamientos se interrumpieron cuando me cogió la mano, con delicadeza. Me miró a los ojos suplicante.
—Vamos arriba, anda…
—No.
Me soltó. Rápidamente su cara reveló su paso a la ira por frustración, y trató de disimular. Si seguía por ese camino acabaría gritándome, yo le daría la espalda y me iría para ponerle fin, y ella me seguiría con más gritos, me montaría un show en mitad de la calle, y luego intenta desmontar a los vecinos sus acusaciones, con los tiempos de mierda que vivimos. Así estamos ahora los hombres cuando nos enfrentamos a chaladas. De modo que tuve que seguirle la corriente.
—Hoy no. Quizá otro día.
—¿De verdad?
—A lo mejor.
—Bueno, pues vamos y me das la caja…
—Espera aquí, sentada en el banco.
—Déjame subir, por favor…
—No. Ahora vuelvo.
Me dí toda la prisa que pude sin echar a correr, y al abrir la puerta del piso me la encontré esperando. Se había colado por el portal. Se rió con su típica inocencia de niña pequeña, una de sus facetas adorables. Todavía no estaba seguro de si iba rebotando entre su adorabilidad y su locura, o su lado más risueño era un arma de seducción y manipulación, controlada intencionadamente. ¿O lo era pero de forma instintiva?
—Te dije que esperaras.
—Anda déjame pasar… —otra risita feliz de nuevo. Me acordé de algunos buenos momentos, pero no estaba tan loco como para ceder.
—Toma —le di la bolsa de plástico con la caja de zapatos llena de papeles. La abrió por curiosidad y se alegró de encontrar cosas que daba por perdidas.
—¡Me hacía falta esto para pedir cursos!
—Lo sé, por eso te dije que vinieras.
Me abrazó y se acercó para un beso, pidiendo permiso, ojos brillantes. Expectante.
La aparté con delicadeza.
—Bueno, pues ya está. Vente mañana si quieres con algo para llevarte chismes y poco a poco te lo vas llevando.
Me dí cuenta de que acabaríamos antes si se trajera a alguien con coche, pero no quería problemas.
—Vale. Gracias por todo.
Me mordí la lengua. Me dijo eso mismo cuando le mandé dinero, antes de girar 180 grados y ponerse acusadora cuando me exigía más al decirme que se lo habían robado, tras mi negativa.
—Adiós, Lorena.
—Bueno… mañana vengo, entonces.
No pude evitar torcer los morros en un gesto de desaprobación, pero se marchó sin poner más pegas.
Al día siguiente cargó un carro de la compra con media caja, y no llegó a entrar; al tercer día consiguió hacerlo, con la excusa de ir al baño, que también me había puesto el día anterior pero no piqué. Ese día parecía más real y me había ido confiando en exceso ante la falta de problemas, de modo que se lo permití. Se dejó sacar al exterior tras sólo curiosear unos segundos a ver cómo tenía la casa. «Mejor de lo que la recordaba», me dijo. Claro, ninguno de los dos estaba en condiciones de limpiar lo necesario. En su casa sólo lo hacía si la obligaba su madre, y en la mía yo no le presionaba (ni ella a mí), y no estábamos por la labor. Era como el estereotipo de pocilga de piso de estudiantes sin vigilancia paterna. Pero las cosas habían cambiado, al menos para mí.
Al cuarto día, al ponerse con la segunda caja, me dio igual y la dejé pasar al interior; traspasamos juntos los libros y otros objetos. Intentó quedarse, pero no caí en la trampa. No estuvo muchos minutos dentro.
El quinto y último día, hizo todo lo posible por quedarse. Tenía miedo de no volver a vernos. Pasó de estar alegre a estar triste. Se resistió a salir. Insistió. Discutió.
Y finalmente la saqué.
—Adiós, Lorena.
—Adiós, Alberto —y su rostro mostraba auténtica tristeza. Se marchó.
El sábado siguiente volvió a tocar al timbre.
—¿Qué quieres?
—¿Puedo subir?
—No.
—¿Puedes bajar? Por favor…
—Dame 5 minutos.
Me senté y pensé qué hacer. Iba bien vestida, con un vestido con falda hasta las rodillas. Aunque nunca usaba tacones. Quería una cita. Me tapé la cara con las manos. Me sentía solo. Y llevaba mucho tiempo sin sexo. No conseguía sustituta. Ella sí, claro; las mujeres lo tienen muy fácil por oferta y demanda. «Pero no es momento de pensar con la polla», me dije. Me puse un simple chándal de barriobajero y bajé a por ella.
—¿Qué pasa? —dije comenzando a caminar, con la modesta intención de dar un paseo por el barrio.
—Nada… casi no hablamos los otros días.
—Lorena, ya no somos novios.
—Pero dijiste que seríamos amigos…
—No te portaste bien al final. Incluso me bloqueaste por no darte dinero cuando quería hablarte para darte tus cosas. Te encontré por Feisbuk de casualidad.
—Lo sé. Lo siento.
—También estábamos bien aquél día que estabas de viaje por el pueblo con tu novio, que me mandaste fotos. De repente se puso celoso, te calentó la cabeza y me bloqueaste durante semanas. Y luego estabas enfadada por yo qué sé qué.
—Lo siento, cari… —no me llamaba «cari» desde que cambió de novio.
—No me llames así. Ya no estamos juntos.
—¿Y no puede ser como al principio?
Sabía qué quería decir. Comenzamos como follamigos, quedando los fines de semana durante unos meses tras conocernos de copas. Mi polla aturdió a mi cerebro con un atracón de sangre, pero recuperé el autocontrol.
—Esas cosas siempre acaban mal. Alguien me dijo una vez que las relaciones van para adelante o para atrás, y la nuestra iba para atrás.
—Pero te echo de menos.
—No, Lorena. Echas de menos cuando yo parecía tener todas las respuestas, te mantenía y tus preocupaciones eran cómo pasar el tiempo libre y calentarte la cabeza con tus movidas.
—Cari… —me tocó el hombro.
Simulé durante dos segundos lo que pasaría si le decía «no», si le apartaba la mano, y si la besaba como parecía intentar. Le aparté la mano con cuidado sin decirle nada.
—Anda, vamos a tu casa… —me posó los dedos en el pecho suavemente, casi rozándome. No podía decirle que no, pero tampoco aceptar. Señalé un bar con billar y entré para cambiar de tema. Fui directo a la mesa para distraerme, y ella me preguntó si pedir algo. Le dije que no, que sólo trajera las bolas.
Jugamos al billar un rato y me relajé un poco. Ella se apartó de su objetivo central de liarse conmigo cuanto antes. Me sorprendió trayéndome una cerveza. Normalmente no gastaba dinero en bebidas ni en bares. También esperaba que pagara yo el billar, eso era implícito y lo aceptaba, pero me dijo que había pagado la cerveza. Para ella un refresco.
Hacía mucho que no bebía alcohol, y con sólo una cerveza se me subió un poco a la cabeza. Como ella esperaba. También se me había estado arrimando cada vez más, y al final me encontré con mi polla dura, el bulto bien visible asomando, mientras ella me pasaba un brazo tras la espalda y me sonreía con risita tonta, mirando fugazmente mi entrepierna. Había cogido más peso, pero también le habían engordado las tetas. Iba sin sujetador, era primavera. Desde ese ángulo me dejaba vérselas. «Joder, al final voy a caer».
Caí. Y fue mejor que las primeras veces. Había parte del encanto del principio, pero con la experiencia de años acumulados, sabiendo todo lo que me gustaba y exactamente cómo hacerlo, y teniéndome cachondo desde un buen rato antes. Además había aprendido cosas de estar con otros hombres. Su habilidad combinando sus tetas, boca y manos era mayor que nunca. Cuando me montó, después de haberme recuperado del primer orgasmo tremendo, no se le salió ni una vez (tenía desagradables recuerdos de doblármela), y en lugar de eso lo hizo como una experta.
En todo lo que hizo sabía parar justo antes de que me corriera, calentarme más aún, y no me cedió el testigo hasta que me corrí por segunda vez. Entonces me puso cachondo de nuevo con un beso negro, lamiendo mi ano y me sorprendió lo que me gustó mientras masajeaba mi perineo y me pajeaba lentamente. Al final me puse yo encima y me la follé con ganas, y entre risas como en el último polvo que echamos antes de que cambiara de pareja. Con la ayuda del segundo condón conseguí no parar aunque me corriera, y seguí follando y follando, y se corrió ella; pude sentir las contracciones de su coño y sus uñas se clavaron en mi espalda. Visualicé su «garganta profunda» mientras me corría con la mamada de una hora antes, cómo envolvió con fuerza con sus labios y no dejó escapar ni una gota, tragándoselo todo, aprisionando mi polla igual que su coño palpitante me la estrujaba ahora. Y creí que me corría por cuarta vez, pero se me escapó en el último momento.
Me quedé jadeando sobre ella, mientras me acariciaba la cabeza; me dijo que había estado fantástico, y le sonreí bobalicón. Me besó. Ante mi falta de respuesta se separó, insegura. Y tras unos segundos de duda le devolví el beso, ella reaccionó, y fue de película. Mi polla seguía atrapada dentro de su coño, con sus piernas abrazando mi espalda, sin dejarme escapar.
Cuando saqué mi polla el condón estaba roto. Ella tuvo otra risita tonta. «Soy gilipollas».
FIN