No fue premeditado, pero pasó.

Mientras esperan la llegada de sus respectivas parejas, yerno y suegra entablan una conversación que supondrá el inicio de una relación prohibida.

No sé si lo que voy a contar está bien o mal, no me lo planteo, pero la experiencia que en un principio me resultó muy inapropiada y hasta cierto punto inverosímil, la he ido interiorizando poco a poco hasta llegar a un punto de normalidad que, siempre manteniendo todas las cautelas posibles, contribuye a hacer que me sienta bien conmigo mismo y que haya desaparecido el sentimiento de culpa que sufrí durante un tiempo.  Luis es mi nombre, vivo en una ciudad del centro de España, trabajo para una compañía de desarrollo informático, y estoy casado desde hace diez años con María, empleada de banca, y tenemos una hija de seis años. Tengo 38 años y mi esposa, que es hija única, 36. Ella es una mujer bonita, mide 170, tiene un cuerpo proporcionado, aunque le sobra algo de peso, no mucho, y sus pechos y culo, no destacan especialmente, pero contribuyen a hacer de ella una persona muy atractiva en general, y a la que seguro que más de uno le habrá tirado la caña. No tengo motivos para dudar de su fidelidad y por tanto no es algo que me preocupe. Disfrutamos de una vida cómoda, desahogada económicamente, y de un ambiente familiar tranquilo y agradable. Por lo demás, tenemos un comportamiento sexual del que se podría decir que está en la antesala de la rutina. Nuestros encuentros están en una media de dos por semana, son satisfactorios para ambas partes, creo, y no somos de innovar. Vamos que lo nuestro es como muy tradicional. Hemos practicado sexo oral y las posturas básicas. Poco más.

Mis padres y hermanos viven en Galicia y, salvo en fechas señaladas, apenas nos vemos. Por el contrario, y dado que mi mujer no tiene más familia, la relación con sus padres es muy estrecha. Vivimos a escasa distancia los unos de los otros y en caso de necesidad todo resulta más fácil. Él tiene 60, es abogado y regenta un pequeño bufete en el centro, que apenas le deja tiempo para otras actividades. Ella 58 y es profesora de primaria, aunque hace años que está en situación de excedencia después de que no consiguiera un traslado del centro en el que trabajaba. Es una mujer morena, alta y delgada con buenas formas que se esfuerza en mantener asistiendo al gimnasio una vez por semana, y con largas caminatas con sus amigas. Es, en resumen, una señora típica de una ciudad de provincias: seria y elegante, a la vez que simpática. Obviamente nuestra relación es muy buena. Solemos comer juntos todos los domingos y también en alguna ocasión salimos a cenar. Desde que nació nuestra hija su disponibilidad para ayudar, especialmente por parte de ella, es total.

Mi relación personal con ellos siempre ha sido cordial. Me recibieron muy bien, al conocerme, y enseguida me integré en la familia. Con todo y con ello, nunca los vi más que como los padres de mi esposa.

Fue por eso que no me esperaba lo que sucedió una tarde en la que habíamos quedado, como en otras ocasiones, en encontrarnos en su casa para ir los cuatro juntos a la inauguración de una exposición tras la que cenaríamos en familia. Al salir de trabajar, en lugar de regresar a casa yo debía acudir a casa de mis suegros y allí, con ellos, esperar a mi esposa, que llegaría una vez que hubiera gestionado el cuidado de la niña con la persona a la que normalmente se lo encargamos cuando no hay otra alternativa.

Me recibió mi suegra. Estaba sola, pues a su marido, un asunto de última hora le mantenía en el bufete, cosa que ni era rara ni, en aquel momento, hacía peligrar la salida programada.

-Bueno ya llegarán, -dijo Lidia, que es el nombre de mi suegra- hay tiempo suficiente. ¿Quieres un café?

Respondí afirmativamente mientras revisaba correos y noticias en mi teléfono móvil, sin darme cuenta de que me había quedado de pie en medio del salón.

-Vale -dijo- voy a prepararlo… ¿No vas a sentarte?

Continúe, ya sentado, entretenido con el teléfono mientras ella trasteaba en la cocina. No tardó en regresar, bandeja en mano, con el café, y unas pastas que dejó sobre la mesita, antes de sentarse en uno de los dos sillones contiguos al sofá en el que yo me había colocado. Después de un corto silencio y unos sorbos de café, iniciamos una conversación en base a generalidades que no tenían más propósito que el de pasar el tiempo. De una cosa pasamos a otra y así llegamos a comentar nuestras respectivas actividades físicas. A ella, le iba muy bien hacer ejercicio, me dijo, aparte de socializar le ayudaba a mantenerse en forma y paliar los efectos de la menopausia. Hasta ese momento yo apenas me había fijado en ella como mujer y la verdad es que entonces, al observarla mientras hablaba, me di cuenta de que tenía un aspecto bastante atractivo. Vestía traje de chaqueta, cuadro gales con falda, una blusa de color marfil y llevaba un lazo de terciopelo negro anudado al cuello; medias y zapatos de tacón medio. El pelo, teñido de rubio con mechas, lo llevaba recogido en un moño, y su piel, en la que apuntaba alguna pequeña arruga en el cuello, se veía ligeramente coloreada.

-Me parece que haces muy bien dedicando parte del tiempo a esa actividad, -intervine- todos deberíamos hacer lo mismo, pero siempre encontramos excusas, cuando no es la casa es el trabajo, y la cosa nunca pasa de ser una declaración de intenciones sin recorrido alguno, en fin….

-Bueno, -continuó- vosotros sois muy jóvenes y estáis bien. No quiero decir con ello que no sea necesario, porque siempre lo es, pero entiendo que tengáis otras prioridades y no necesitéis, por ahora, mejorar vuestra calidad de vida. Siempre le digo a mi marido que debería hacer algo, y ni caso me hace. Los años pasan y se nota. Ya verás.

-De eso estoy seguro, y por tanto creo no tardaré en tomar alguna decisión al respecto antes de que María haga como tú y me mande a correr por el parque.

La mujer se echó a reír y yo me acabé el café, que ya estaba frío.

-Creo que no debes preocuparte todavía, tu aspecto se corresponde con la edad que tienes y te ves como un hombre en plenitud. Seguro que María está tan satisfecha como lo estaría yo en su caso.

Sonreí sin más. No estaba seguro de lo que había querido decir y la miré sin saber que decir. No hizo falta.

-Estarás de acuerdo en que no es lo mismo un hombre de casi cuarenta años que uno de 60….

-Claro que no, -respondí inocente- no podemos comparar la experiencia de uno y otro, las vivencias…

  • ¡Y las fuerzas! -zanjó- ya me entiendes…un hombre como tu tiene la fuerza, el vigor y la pasión que otros, por edad, ya no tienen. Supongo que sabes de que hablo.

Y tanto que lo sabía, o lo imaginaba al menos. La señora me estaba piropeando como yo, conociéndola, nunca hubiera pensado que lo haría, y sin con ello había pretendido descolocarme lo estaba consiguiendo. Deseé que mi mujer, o su padre, aparecieran cuanto antes. La miré justo en el momento en que se puso en pie, recogió la bandeja y se fue con ella a la cocina. Enseguida regresó.

-Parece que tardan -dijo a su vuelta-

-Estarán al caer -respondí restando importancia-

La miré de nuevo, y debo confesar que me resultó agradable. Pero seguía sin salir de mi asombro por lo que acababa de escuchar.

  • ¿En qué piensas?

  • Pues en lo que estábamos hablando, y creo que tienes razón…

-Lo que yo te diga Luis. Hoy lo tienes todo de tu parte, eres guapo, fuerte y deseable pero pronto te iras dando cuenta de que el tiempo, desgraciadamente, no perdona y todo eso se desvanecerá.

  • ¿Así me ves? -Pregunté- guapo y demás…

-Totalmente, y más que eso…

No sé, tal vez la manera de decirlo, la manera en que me miraba y mi sorpresa por cuanto estaba pasando, contribuyeron a que, muy a mí pesar, me comenzara a excitar. Temí que se me notara.

-Bueno, bueno…-acerté a decir, nervioso-

-Que sí Luis, que yo sé lo que digo y lo que pienso. Y eso…-suspiró- no te lo puedo decir.

Yo me quedé en silencio. Me sentía incómodo por lo que entendí era una provocación en toda regla, y por no poder evitar la sobrevenida erección que no tenía forma de disimular y de la que ella, seguro, se dio cuenta.

-Voy al baño …-dije al tiempo que me ponía en pie y me colocaba de forma que no se me viera el bulto. -

Apenas me había soltado el cinturón cuando ella entró

-Perdona si te he incomodado, -dijo mirándome a los ojos- no debería…

-Perdona tú, -respondí casi balbuceando nervioso- No sé qué me ha pasado…bueno, la conversación me ha superado. No tendría que haber pasado...

  • ¿Tan excitante te ha resultado lo que te he dicho?

-Sí Lidia, y me siento violento, y ridículo a la vez, por no haber sabido manejar correctamente lo que no es otra cosa que una conversación de adultos. Por un momento me he confundido y he imaginado más de lo debido…

Estaba muy tenso y se me notaba. Me costaba hablar y me sentía acorralado en aquel espacio limitado, a pesar del gran espejo, en el que nos veíamos reflejados, colocado para provocar una sensación de amplitud. Estaba parada frente a mí, y tras ella la taza del inodoro. A mi izquierda la puerta, y a la derecha el lavabo. Su suave perfume me resultaba muy sugerente y no recordaba que nunca antes me hubiera mirado en la forma que lo estaba haciendo. Me besó en los labios. Fue un beso muy suave, un roce casi imperceptible. Su mano se posó en mi entrepierna. Sentí terror y deseo a partes iguales.

Desabroché el pantalón, y liberé el pene hinchado bajando ligeramente el calzoncillo que lo oprimía. Se quedó mirando un momento y enseguida lo tomó, como sopesándolo. Manteniéndolo agarrado, volvió a besar mis labios y se arrodilló frente a mí. Besó el glande sin soltarlo, y con la otra mano me acarició los testículos. Luego continúo lamiendo a todo lo largo, levantándolo para asegurarse de haberlo humedecido en su totalidad antes de llevárselo a la boca. Se lo introdujo despacio, chupando, hasta que la tuvo toda dentro, y su frente apoyada en mi pubis.

Apoyé mis manos en su cabeza y acompañé sus lentas idas y venidas sintiendo una indescriptible sensación de placer al ver sus ojos, llenos de deseo, fijos en los míos mientras chupaba con deleite.

No sé si pensé que me iba a correr, o me corrí sin pensar. Fue como una descarga eléctrica que recorrió mi espalda al tiempo que, extasiado y sintiendo temblar mis piernas, me vaciaba en su boca emitiendo un gemido de placer.

Se incorporó y vino a ofrecerme su boca en la que restos del semen que no se había tragado daban brillo a sus labios. Fue un beso largo y apasionado en el que nuestras lenguas se encontraron por vez primera mientras que, bajo su falda, yo frotaba su sexo por encima de las bragas húmedas de flujo, haciendo que se estremeciera.

Permanecimos así unos minutos presos de una excitación que se fue desvaneciendo y, de repente, ella salió del baño. Me asaltó entonces una sensación de culpa y vergüenza por lo que acababa de vivir como nunca antes había experimentado. Me recompuse y volví al salón. Ella no estaba. Acababa de sentarme en el sofá cuando oí que alguien llegaba y, al mismo tiempo, la puerta del baño al cerrarse. Era mi suegro.

Nos saludamos con la cordialidad habitual y él se excusó por la tardanza. Yo le resté importancia avisándole de que mi esposa aún no había llegado, y de que la suya estaba terminando de arreglarse.

María no tardó en llegar y, como habíamos previsto, pasamos juntos el resto de la jornada disfrutando, en franca armonía, de las actividades previstas. Ni que decir tiene que yo no podía quitarme de la cabeza el repentino deseo de poseer a mi suegra tan pronto como me fuera posible.

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