Ninfómana y obediente (Parte número 12).
Parte doce de esta historia que, en primicia, brindo a mis lectores esperando que sea de su agrado y la sigan con interés.
Pero, a cuenta de Inge, me convertí en una ninfómana tan salida que necesitaba gozar del sexo continuamente por lo que decidí unirme a unas jóvenes de color y de ascendencia británica, llamadas Alice y Susan, a las que conocía porque vivían en la misma zona residencial que yo y porque algunas veces había coincidido con ellas en el transporte público al ir a la facultad y al volver a nuestros domicilios por lo que sabía que eran primas. Alice era una joven de constitución fuerte que se encontraba dotada de un voluminoso trasero y de unas grandes “peras” que tenían que pesarla lo suyo mientras que Susan era una chica alta y esbelta. Ambas cursaban estudios superiores a los míos y habían implantado una nueva modalidad de sexo grupal al permitir que, los días lectivos, seis de sus compañeros sacaran con ellas el máximo provecho a su elevado grado de excitación sexual por lo que, al juntarme a ellas, no me quedó más remedio que aclimatarme a sus costumbres. Los chicos, desde mi incorporación en grupos de nueve, solían repetir con frecuencia pero los grupos que formaban eran distintos cada día lo que nos permitía poder disfrutar de una gran variedad de “mástiles” y de cojones.
Les encantaba estimularse desnudándonos y magreándonos antes de practicar el sexo en grupo de forma que cada una de nosotras realizaba una cabalgada, ellas anal y yo vaginal, a uno de ellos al mismo tiempo que se la “cascábamos” manualmente a otro y se la chupábamos al tercero. Una vez que todos ellos nos echaban su “salsa” descartábamos al que tenía el miembro viril más pequeño, al que considerábamos que había expulsado menos leche ó al que había eyaculado con más celeridad para permitir que los otros dos se volvieran a motivar a base de sobarnos, mostrando mucho interés por el culo de las dos primas y por mi cada día más dilatado chumino, antes de que, variando sus posiciones iniciales, volviéramos a cabalgar a uno de ellos mientras efectuábamos una felación al otro. Después de extraerles la “gasolina” por segunda vez y de verles orinar y muy a gusto por cierto, delante de nosotras volvíamos a eliminar, siguiendo los mismos criterios, a uno de ellos y después de otro periodo de magreos y de sobamientos, nos colocábamos a cuatro patas para mostrarnos bien ofrecidas con intención de que dos de los supervivientes pudieran dar por el culo a Alice y a Susan mientras el tercero procedía a penetrarme y a joderme vaginalmente. Mientras poníamos a prueba su virilidad y nos encontrábamos con algún que otro “gatillazo”, me solían decir que me iban a llenar la cueva vaginal de lefa puesto que, al lucir “bombo”, por más que me echaran no me iban a volver a fecundar.
Había días que entre mis compañeros, los profesores y Michael acababa para el arrastre pero, al ser joven, disponía de un más que aceptable aguante sexual y de un buen poder de recuperación por lo que, a poco que me dejara dormir Inge, al día siguiente me volvía a encontrar motivada y en las debidas condiciones para dar y recibir satisfacción mientras cada vez me sentía más golfa y recordaba que eso era, precisamente, lo que pretendía Helena cuándo me inicié sexualmente con ella.
A pesar de que llevaba una vida sexual sumamente activa manteniendo varias relaciones diarias el embarazo se me hizo eterno y aunque los médicos decidieron declararlo de alto riesgo, no me encontré con más problemas de los habituales en estos casos e incluso, al mantener una actividad sexual anal muy regular, me libré de padecer los efectos de las clásicas hemorroides. En todas las revisiones me aconsejaban que limitara lo más posible mi actividad sexual pero continué gozando como una perra del sexo hasta que una tarde, cuándo llevaba treinta y cuatro semanas de gestación y mientras mantenía uno de mis habituales contactos con Michael, que me acababa de “clavar” su miembro viril por el culo, “rompí aguas” por lo que tuvo que ser él quien me llevaba al hospital. El parto resultó un tanto complicado y tras pasarme más de cuarenta y ocho horas sondeada vaginal y analmente y “potando” en una habitación del paritorio sin llegar a dilatar lo suficiente, al final decidieron hacerme la cesárea para que alumbrara a una niña que pesó cerca de tres kilos y medio y midió cincuenta centímetros y a la que, está vez sí, di el nombre de París.
Unos meses después de parir a mi hija decidí ponerme el DIU a pesar de que los médicos me lo desaconsejaron puesto con el parto había sufrido una malformación ovárica que iba a ocasionar que fuera bastante complicado que, al menos durante unos años, volviera a fecundar pero con el “paraguas” en mi interior me sentía totalmente segura a la hora de disfrutar del sexo sin pensar en la posibilidad de nuevos embarazos. Lo malo es que, cuándo me penetraban con una pirula más larga de lo normal, se me movía lo que me obligaba a visitar la consulta de mi ginecóloga con frecuencia para que lo volviera a colocar bien. Un año más tarde decidí quitármelo para comenzar a tomar anticonceptivos orales aunque, con ellos, me crecía más deprisa el vello corporal.
Durante este periodo conseguí librarme de los profesores, con Frederik y Henrik a la cabeza y de las relaciones que, a través de Alice y de Susan, mantenía a diario con los grupos de nueve jóvenes y me propuse llevar una vida sexual más ordenada y escoger metódicamente a cada uno de los jóvenes con los que me apetecía mantener relaciones. Aquel propósito quedó pronto en el olvido puesto que continué “cascando la pistola” a la mayor parte de mis compañeros y todos los días se la meneaba a cinco ó a seis, para poder verles la “flauta” mientras se les iba poniendo bien tiesa y como les brotaba la leche. Si permanecía arrodillada ó en cuclillas delante de ellos me gustaba chuparles los huevos y mantenerlos en mi boca mientras le “daba a la zambomba” y cuándo me ponía detrás les lamía el ojete. Desechaba a los que se les bajaba tras la explosión y se les quedaba fofa y lánguida y me abría de piernas para los que continuaban luciendo su “herramienta” erecta sabiendo que todos los tíos tardaban más en echar su segunda lechada que la primera lo que me permitía gozar durante más tiempo de la penetración. Cuándo estaban a punto de eyacular y hacían intención de sacármela, cruzaba mis piernas sobre su culo para obligarles a mantenerse apretados a mí mientras me iban mojando con su leche y a seguir dándome envites con sus movimientos de “mete y saca” hasta que conseguía que me dieran satisfacción meándose dentro de mí. La mayoría, cuándo les dejaba sacármela, se mostraban sumamente asombrados por mi conducta y como no me gustaba dejar a ninguno con ganas de más, a los que continuaban estando lo suficientemente empalmados y motivados me agradaba efectuarles una lenta felación hasta que sufrían un “gatillazo” ó me daban “biberón” y en múltiples ocasiones, una nueva meada en la boca.
Pero, como la había sucedido a la esposa de Michael, acabé sufriendo una depresión post parto ocasionada por el constante llanto de París, que había heredado de mí los problemas nocturnos con los gases, por lo que, aunque ella podía dormir durante el día, a mí apenas me dejaba descansar por la noche y después de más de un año inmersa en una extrema excitación, pasé por una época de apatía total que motivó que mi vida sexual no fuera, precisamente, como “para tirar cohetes” puesto que las relaciones sexuales de tipo hetero que mantenía no me llenaban como antes y Michael, que pretendía que me pasara el día haciéndole gozar con mis cabalgadas, acabó por hartarme. La única relación que me seguía atrayendo era la lesbica que, tras superar el periodo de “abstinencia” sexual después del parto, reanudé con Inge a la que la gustaba comenzar prodigándose con sus caricias y con sus mimos para terminar vaciándome mientras, sin más límite que la sangre, me trataba como una furcia convertida en su esclava y me dedicaba todo tipo de improperios y de insultos.
C o n t i n u a r á