Ninfómana y obediente (Parte número 11).

Parte once de esta historia que, en primicia, brindo a mis lectores esperando que sea de su agrado y la sigan con interés. FELIZ AÑO 2.015 A TODOS.

Por aquello de mejorar mis calificaciones y no tener que estudiar mucho ni realizar la mayoría de los trabajos que nos encomendaban y que requerían obtener una gran información previa, no tardé en engatusar a Frederik y a Henrik, mis profesores más “huesos”, que casi me triplicaban en edad y que, aunque estaban casados y aseguraban que seguían dando lo suyo a sus respectivas cónyuges, buscaban en la facultad lo que en su casa no les debían de dar puesto que se estimulaban visualmente con su alumnado femenino y llegaban a mantener relaciones sexuales completas con las más fáciles. Una tarde Henrik llegó a reconocer públicamente en medio de una clase que le ponía sumamente “burro”, al igual que al resto del alumnado masculino, el encontrarse en aquella aula con una joven preñada y en cuanto se dieron cuenta de que les estaba intentando seducir y que, además de lucir “bombo”, era ardiente, golfa, viciosa y me dejaba llevar no les resultó demasiado costoso conseguir que hiciera todo aquello que me pedían y que les interesaba para satisfacerse por lo que, además de enseñarles como se me iban poniendo las tetas y como me iba dilatando la raja vaginal, les tenía que efectuar unas exhaustivas y lentas mamadas hasta que el “mástil” se les ponía tieso y me penetraban. Henrik era el más joven y el mejor dotado aunque tardaba mucho en explotar pero cuándo lo hacía echaba una ingente cantidad de leche por lo que cuándo mantenía relaciones con él disponía de tiempo para “cascarle” la “flauta” manualmente y para chupársela a conciencia antes de que colocarme a cuatro patas con intención de que me la “clavara” vaginalmente con intención de darme unos buenos envites con sus rápidos movimientos de “mete y saca”, con los que mis “peras” no paraban un momento quietas, hasta que, al sentir próxima su eyaculación, me la sacaba de la “seta” y me la introducía bien profunda por el ojete en cuyo interior le agradaba descargar para, un poco después y mientras iba perdiendo la erección, darme su lluvia dorada en la boca.

Frederik era más viril pero, al mismo tiempo, más bárbaro por lo que me solía tratar con escasa delicadeza. Le encantaba que, convertida en una furcia, le chupara la “herramienta” antes de que, al contrario que Henrik, me la metiera por el ojete en donde la mantenía hasta que, cuándo se acercaba su descarga, me la extraía para “clavármela” por la “almeja” en donde no tardaba en explotar mientras me solía decir que le agradaba echarme libremente su leche dentro de la cueva vaginal sabiendo que no cabía la posibilidad de preñarme. En cuanto acababa de darme su primera lechada y sin sacármela, seguía con sus movimientos de “mete y saca” y con sus insultos hasta que, empleando su tiempo y recreándose en ello, conseguía echarme su segundo polvo y un poco más tarde, se meaba abundantemente dentro de mi “chirla”. Con los dos llegué a alcanzar un elevado número de orgasmos en nuestras sesiones sexuales que planificamos para que retozara con ellos a doble sesión diaria, que mantenía por la mañana con uno y por la tarde con el otro, excepto los miércoles en que tenían claustro de profesores y llevaba a cabo una única sesión con ambos a la vez en la que, aunque mi “bombo” no facilitaba su labor, solían hacerme el “bocadillo”.

No tardaron en unirse otros profesores de cursos superiores por lo que, aunque con ninguno de ellos mantuve relaciones tan frecuentes como con Frederik y con Henrik, muchos días tenía que satisfacer a tres ó cuatro y sin que ello afectara a mis habituales encuentros sexuales con los otros dos educadores. La mayoría de ellos se conformaba con echarme un único polvo demostrando un gran interés por disfrutar de mis felaciones para poder darme “biberón” mientras se la chupaba aunque todos los días me encontraba con algún decidido dispuesto a poner a prueba su virilidad “clavándome a pelo su lámpara mágica” tanto por vía vaginal como anal para echarme libremente toda la leche y la orina que le era posible. Como me encantaba sentirse jodida, sobre todo cuándo me metían una pilila dura, gruesa y larga, me llegaba a mear de gusto y al más puro estilo fuente durante el coito por lo que me gané a pulso el apodo de “la meona rubia” que me pusieron con el propósito de diferenciarme de otra chica “ligerita de cascos” de cabello claro que estaba acabando sus estudios universitarios y asimismo, se prodigaba en dar satisfacción a sus profesores y en orinarse durante el acto sexual.

Mención especial merece la relación que mantuve con Inge, una esbelta profesora cuarentona de corto cabello rubio y excepcional físico, que resultó ser una influyente educadora y una golfa bollera. A cuenta de mi embarazo y de la novedad que la supuso el tener entre su alumnado a una chica preñada cogió la costumbre de acompañarme al cuarto de baño sabiendo que sentía una imperiosa necesidad de orinar con bastante frecuencia. Una vez allí la tenía que enseñar el “bombo” que me sobaba con una de sus manos mientras con la otra me bajaba la braga y haciéndome permanecer abierta de piernas, me estimulaba la vejiga urinaria hasta que conseguía, con suma facilidad, que me meara de pie delante de ella, empapando mi prenda íntima y formando un buen charco en el suelo con mi lluvia dorada. Me resultaba bastante evidente que la ponía cachonda el verme orinar por lo que pensé que no tardaría en decidirse a ingerir mi micción pero a lo más que llegó fue a “degustarla”. En cuanto acababa de salirme la lluvia dorada Inge me desnudaba con el propósito de quedarse con mi empapada braga y de mamarme las tetas mientras me perforaba el orificio anal con dos dedos de una de sus manos y me “hacía unos dedos” con tres de la otra sin dejar de animarme a disfrutar de aquello como la “cerdita” salida que era. Sus masturbaciones eran tan prolongadas que, además de conseguir que “rompiera” y con bastante intensidad varias veces, se mantenían hasta que volvía a sentir ganas de mear y de nuevo, podía ver salir mi orina.

Además de los contactos que manteníamos en el cuarto de baño, al finalizar las clases me hacía permanecer en el aula en donde me volvía a magrear antes de empezar con su ritual para terminar provocándome la defecación con intención de que, permaneciendo doblada, tuviera de evacuar delante de ella mientras me insultaba y me martirizaba la masa glútea con sus cachetes ó con una regla de madera. Aunque me continuaba llenando mucho más el sexo hetero, Inge fue consiguiendo que me adaptada a ella hasta el punto de que, a diario, llegaba a sentir la necesidad de que me mamara las tetas, me “hiciera unos dedos” hasta conseguir que me orinara y siempre de pie, al menos dos veces y me hurgara a través del orificio anal, sin importarla que me pedorreaba, hasta que, al lograr que liberara el esfínter, sentía que sus dedos se estaban impregnando en mi caca.

Me llegó a ver tan entregada que una tarde me propuso que, de lunes a jueves, me alojara en su domicilio, cercano a la facultad, para evitar el tener que desplazarme en mi estado hasta mi residencia que, al estar situada en una zona residencial cercana a la capital, me obligaba a hacer varios transbordos y a perder bastante tiempo en los viajes. A mis progenitores su propuesta les pareció muy acertada y correcta y como la profesora vivía sola, me animaron a aceptar su oferta. Pensaba que, a través de nuestra convivencia, nos haríamos mutua compañía y se iría consolidando nuestra relación sexual pero Inge me dejó muy claro el primer día que, además de continuar manteniendo nuestros habituales contactos diurnos en el aula y en el cuarto de baño, por la noche tendría que darla satisfacción a cambio del alojamiento y de la manutención. Me hubiera agradado bastante más el pasar la velada nocturna retozando con un varón pero me atraía tanto y me sentía tan atada a Inge que, a pesar de ser sumamente autoritaria y tener un carácter fuerte, nunca fui capaz de oponerme a sus deseos.

La gustaba empezar realizando unas largas y exhaustivas “tijeretas” en las que, mutuamente, nos comíamos el chocho al mismo tiempo que, con nuestros dedos, nos hurgábamos analmente hasta que quedábamos de lo más predispuestas para defecar. Inge no tardó en echarme su lluvia dorada en la boca lo que no me importó y al estar acostumbrada y sentirme atraída por la micción, el ingerirla me resultaba muy excitante y placentero antes de obligarme a que, tras verla evacuar, me habituara a limpiarla el ojete con mi lengua. Unas semanas después me hizo comenzar a “degustar” y a ingerir sus excrementos a medida que aparecían por su orificio anal lo que me resultaba de lo más degradante y repulsivo y como era incapaz de habituarme a su amargo sabor y a su fuerte olor, siempre acababa “potando” mientras Inge se reía de mí. No contenta con aquello me obligó a verla defecar dejando que su orina y su caca se depositaran libremente en el suelo para que, al terminar, lo recogiera todo con mi lengua.

Una vez que daba cuenta de su evacuación, con la que siempre se me revolvía el estómago y no tardaba en vomitar, nos solíamos efectuar el “beso negro” y el “colibrí” con intención de llegar a pedorrearnos en la cara de la otra antes de que me mamara de una manera exhaustiva las tetas al mismo tiempo que me succionaba los pezones y de que, manteniéndonos fuertemente agarradas por los glúteos para tener que permanecer apretadas, restregáramos nuestros “melones”. Cuándo se cansaba me los ataba con cuerdas para que aumentara su volumen, me ponía unas pinzas en los pezones y haciendo que me colocara a cuatro patas, me introducía bien profundos por el conducto vaginal y por el anal unos consoladores de rosca. Llegué a temer que, a cuenta de aquellos “juguetes” y de los enérgicos e intensos hurgamientos que me hacía con ellos, se me malograra el bebé aunque lo peor venía cuándo, con aquellos artilugios introducidos en mis agujeros, se ponía unas botas altas, me decía que ella era la amazona y yo la yegua y desnuda, se sentaba sobre mi espalda y con ella a cuestas y sin dejar de restregar su raja vaginal, me hacía llevarla por toda la casa mientras con las botas me golpeaba las tetas y con sus manos me propinaba cachetes en los glúteos ó me los martirizaba con una fusta ó un látigo para que me desplazara más deprisa de un lugar a otro de la casa. Me solía decir que ese ejercicio me iba a venir de maravilla para no ver tan limitada mi movilidad durante las últimas semanas de gestación y a la hora del parto. Cierta noche descubrió que mis “peras” habían comenzado a dar leche y aunque fuera en poca cantidad, desde ese día me hacía detenerme en mitad de la “galopada” para poder apretármelas con intención de exprimirlas y empapar sus manos en mi sustancia.

Cuándo aquello acababa me sacaba los consoladores y me introducía sus puños al mismo tiempo por los dos agujeros para forzarme enérgicamente durante un buen rato. Se llegaba a estimular tanto con ello que, sin necesidad de tocarse, alcanzaba el clímax. Una vez que lograba dilatarme ambos orificios me penetraba vaginal y analmente con una braga-pene no demasiado larga pero de un grosor más que considerable sin dejar de insultarme y de animarme a vaciarme. Para terminar, usaba un zapato con un largo tacón de aguja que me metía repetidamente tanto por delante como por detrás hasta que, por enésima vez, verificaba que, según sus propias palabras, era una “puerca” multiorgasmica. Una vez que conseguía que me volviera a empapar en mi propio flujo y mis contracciones vaginales la avisaban de que, de nuevo, estaba a punto de alcanzar el clímax, me localizaba con sus dedos el orificio de salida de la vejiga urinaria y me lo “taladraba” con el tacón con lo que conseguía que, en pleno orgasmo, lo vaciara de la escasa orina que, para entonces, conservaba en su interior.

C o n t i n u a r á