Ninfómana (06: Desenfreno)

La conclusión de la historia. Por fin, todas las piezas del rompecabezas encuentran su lugar; el círculo de lujuria que Susana inició con su hermano se completa.

Sexta Parte

DESENFRENO

1

El olor a sexo, el sudor, la lujuria que dominaba sus cuerpos y mentes formaban una atmósfera densa y húmeda que las mantenía encerradas en una burbuja de lascivia donde lo único válido era la depravación.

Enloquecidas de placer, Susana y su madre gritaban de placer, los ojos lacrimosos y febriles, los cuerpos empapados en sudor, sus coños encharcados frotándose mutuamente.

Cambian de postura. Lucía alza su hermoso culo sobre las rodillas. Susana lame su ano, lo llena de saliva, por dentro y por fuera, lo abre con los dedos, mete la lengua hasta el fondo, Lucía gime a gritos, y pide más, más, más... Susana le da más. Introduce dos dedos en el sabroso ano, luego tres, cuatro. El culo de su madre parece de goma, no para de dilatarse. Susana introduce la mano entera. Lucía gime, chilla, sus alaridos de puro gozo suenan afónicos. Susana empieza a penetrarla con los dedos de la otra mano, sin sacar la derecha del ano, que parece capaz de albergar todo lo que haga falta. Pronto, Lucía tiene en su ano los diez dedos de su hija y su coño estalla en varios orgasmos continuos, empapando las sábanas. Susana saca las manos del culo de su madre. El agujero es enorme y Susana no puede evitar la tentación de lamer todo su interior.

–

Mamá, qué culazo tienes. Me dan ganas de follarlo.

Su madre no está en condiciones de decir nada, sólo puede jadear como si acabase de correr cien kilómetros sin parar ni un momento para descansar. Está exhausta por completo, y también indefensa. Es el juguetito sexual de su hijita.

Susana se toca el coño, se lo frota y manosea con ambas manos, sin apartar la mirada del dilatado ano de su madre.

–

Follar culo, follar culo, follar culo, follar culo...

–

repite una y otra vez en un murmullo incansable y monótono, con la boca entreabierta y la saliva colgándole de la barbilla.

Y de pronto, del interior de su coño empieza a surgir algo, un apéndice que crece y crece, hasta tomar la forma de una polla enorme, empapada de jugos vaginales y repleta de venas.

–

La polla de papá

–

dice Susana, con una sonrisa extrañamente infantil.

Agarra a su madre por la cintura y le introduce toda la polla de una sola embestida brutal, ajena a los gemidos agudos de Lucía, que, por otra parte, está disfrutando como nunca. Susana la penetra sin cesar, con fuerza, con determinación, dispuesta a follar el culo de su madre hasta perder el conocimiento.

2

Susana abrió los ojos, todavía sintiendo jirones del sueño que acababa de tener sujetos a su cerebro. Se tocó entre las piernas. Aparte de pelo y humedad, no notó nada extraño. Suspiró aliviada. Sólo faltaba que le saliera una polla. Aunque por otra parte, habría sido de lo más morboso. El sueño la había dejado bastante excitada, y actuando por instinto, se dispuso a masturbarse. En ese momento se dio cuenta de que estaba sola en su cama. Su madre no estaba.

Se desperezó, pasándose las manos por el vientre, por los senos, por el pelo, y las entrelazó bajo la nuca. Sonrió al recordar la intensa sesión de sexo que había tenido durante la noche con su madre. Si lo pensaba, había sido la mejor experiencia que había tenido, superaba incluso el primer polvo con Héctor o con su padre. Tal vez porque había llegado a desear a su madre hasta límites que no había sospechado; tal vez porque había estado convencida de que seducir a su madre sería imposible, y cuanto más convencida estaba de ello, más la deseaba; tal vez porque, debido a ese deseo irrefrenable y al sentimiento de culpa surgido del suicidio de su padre, había descubierto un amor hacia su madre que no había sentido nunca antes, un amor que, mezclado con su lujuria, se había convertido en un cóctel explosivo que había dado como resultado las mejores sensaciones sexuales de Susana hasta la fecha.

Entonces se preguntó dónde estaría su madre, por qué se había apartado de ella, y un temor frío la recorrió con la velocidad de una onda expansiva. Toda la excitación se le fue de golpe. Se incorporó como por resorte. ¿Y si su madre...? No, no podía ser. Pero claro, tampoco podía ser que su padre se hubiese suicidado.

Con el corazón latiendo con fuerza, se levantó, se puso las bragas y la camiseta y salió al pasillo. Se sintió aliviada al comprender que el día estaba bastante avanzado. Miró el reloj del pasillo y se sorprendió al ver que eran las once y media de la mañana. Los dormitorios de su madre y su hermano estaban vacíos, con las camas hechas. La televisión estaba apagada y se oía el sonido del agua de la ducha. Susana dedujo, ahora más tranquila y de nuevo sintiendo los latidos de la excitación en su entrepierna, que su hermano había ido al instituto y que su madre se estaba duchando. Imaginó el voluptuoso cuerpo de su madre cubierto de agua y jabón y se le hizo la boca y el coño agua.

Abrió la puerta del cuarto de baño con cuidado y miró dentro. Entre la tenue nube de vaho observó a su madre, que estaba de espaldas a ella. Siguió con la mirada la trayectoria del agua, como bajaba por su largo cabello negro, que le llegaba hasta la mitad de la espalda; luego, se deslizaba suavemente por la zona lumbar, por las caderas, por las deliciosas nalgas, introduciéndose por entre ellas, recorriendo el recto para encontrarse con la cascada que bajaba por la vagina; observó el agua que bajaba por los bien torneados muslos, barriendo los restos de jabón. Al parecer, la ducha de Lucía estaba llegando a su fin. A no ser que Susana hiciese algo al respecto.

Entró en el baño en silencio y se sacó la camiseta y las bragas. Justo cuando Lucía iba a cerrar la llave del agua, las manos de su hija se agarraron como zarpas a sus voluminosos pechos. Lucía se sobresaltó; se dio la vuelta y no se sorprendió de encontrarse frente a Susana, que la miraba con ojos brillantes de deseo.

–

Susana... Qué susto...

Susana le plantó un beso en los labios, al tiempo que pegaba los pechos contra los de su madre.

–

Mami, ¿te importaría enjabonarme el cuerpo?

–

Ay, cariño, no sé si...

–

Me encanta que me llames cariño.

–

Las manos de Susana recorrieron la cintura y las caderas de su madre, para acabar enganchadas a las voluptuosas nalgas

–

. Tienes una voz preciosa.

Con la escasa convicción que la caracterizaba, Lucía, ruborizada por el calor que empezaba a extenderse por todo su cuerpo, trató de detener aquella situación.

–

Susana, lo de anoche... no fue...

–

¿No te gustó?

–

le preguntó su hija repentinamente, adoptando una mirada suplicante.

–

No... No es eso...

–

le respondió Lucía, turbada.

–

¿Entonces? ¿No tengo derecho a demostrarte mi cariño del modo que más me guste?

–

la voz de Susana adquirió un tono cercano al histerismo, perfectamente fingido.

–

Sí, claro que sí.

–

En realidad, Lucía sabía que su hija no estaba siendo natural, que su modo de actuar sólo iba en una dirección.

Las manos de Susana manoseaban el culo de su madre a conciencia, deslizando las manos entre las nalgas y notando el contacto del ano.

–

¿Y no te gustaron los mimos que te di anoche?

–

Susana pasó la lengua por la garganta de la mujer que le había dado vida.

Lucía se sentía cada vez más excitada; el calor que brotaba de su vagina recorría todo su cuerpo, dándole una agradable sensación de debilidad. Desde que se había casado hasta la noche anterior, cuando su hija la había seducido, aquellos años de desenfreno sexual en el instituto en los que ella no era más que un objeto manejado por y para el vicio, habían sido borrados de su memoria de un plumazo, o más bien, ocultos en los más profundo de su subconsciente; se había transformado en la perfecta madre y ama de casa sin el menor esfuerzo, totalmente inmersa en el rol de la típica mujer incapaz del más mínimo acto inmoral. Pero ahora que sus recuerdos habían sido desenterrados, ahora que de nuevo era una muñeca atrapada en una corriente de vicio y lujuria, no podía evitar sentir algo muy parecido a la felicidad.

Separó los húmedos y sensuales labios para emitir un sofoco, y respondió:

–

Sí.

El rubor que encendía sus mejillas y el brillo febril en sus ojos fue señal suficiente para Susana de que tenía vía libre. Sujetó la cara de su madre con ambas manos y le dio un apasionado beso. Lucía entreabrió la boca para recibir la húmeda y caliente lengua de su hija.

3

Sentado en su pupitre, Héctor estaba absorto en sus pensamientos, ausente de todo lo que le rodeaba. Profesores y alumnos suponían que esa actitud se debía a la reciente muerte de su padre, de modo que ni unos ni otros le decían nada. Pero estaban equivocados. La muerte de su padre estaba todo lo lejos que podía estar de los pensamientos del joven. En aquellos momentos

–

y sospechaba que durante bastante tiempo

–

, Héctor sólo podía darle vueltas a una cosa: lo que había ocurrido la noche anterior entre su hermana y su madre. No había visto nada, debido a la oscuridad, pero las palabras, los gemidos, los sonidos de saliva, de besos húmedos, habían bastado para que, en su imaginación, lo viese todo con meridiana claridad. Jamás hasta entonces había imaginado a su madre, tan cariñosa, bienintencionada, sumisa, en una actitud mínimamente lasciva. Incluso ahora le costaba asimilar lo que había escuchado, una parte de su mente decía: no, mi madre no, es imposible, ha habido algún tipo de confusión. Pero por otro lado, sabía que eso no era más que un vano intento de su cerebro por autoengañarse. Aunque lo que de verdad le cautivaba, lo que le tenía atrapado en una especie de hechizo sensual, era aquel ambiente de lujuria tan íntimo, tan especial, aquella sensación que le hacía cosquillas bajo el vientre, que le reblandecía el cerebro, que le hacía acariciar los lindes de la locura, una locura dulce, hipnótica, tentadora.

El timbre sonó anunciando el inicio del recreo. Héctor, caminando como en sueños, fue el último en salir. Algunos compañeros le palmearon la espalda antes de dejarle solo, pero él apenas lo notó. Ya estaba cruzando el umbral de la puerta cuando alguien le empujó de nuevo al interior del aula, cerrando la puerta tras de sí. Esta acción inesperada sacó a Héctor de su letargo. Aunque más bien se debió a la persona que realizó la acción. Con los ojos muy abiertos, susceptible como estaba a la sensualidad, Héctor prácticamente devoró con la mirada la imagen de Diana, que estaba a tres centímetros escasos de él y apoyaba la mano en su pecho. Vestía una camiseta color vainilla con finas rayas azules, y una minifalda vaquera. A Héctor le había gustado Diana desde la primera vez que Susana la había llevado al piso. Tenía un físico parecido al de su hermana, y al igual que ésta, Diana desprendía una especie de aura lujuriosa que resultaba excitante.

–

¿Susana no vino hoy tampoco?

–

le preguntó ella.

–

N-no.

–

Héctor tenía los ojos fijos en los pechos de Diana; observó cómo se perfilaban los pezones bajo la tela de algodón, y supuso que no llevaba sujetador.

–

¿Y cómo está? Ayer parecía estar mejor. Hasta me dijo que vendría hoy.

–

A mí me pareció que estaba bien

–

contestó Héctor, pensando que anoche su hermana parecía cualquier cosa menos compungida

–

. Pero por la mañana estaba durmiendo y mi madre no quiso despertarla.

–

Claro, la había dejado agotada, pensó.

–

Oh, vaya

–

Diana observó al joven, como distraída

–

. Bueno, no importa. Como eres un buen chico, me dejarás acompañarte hasta tu casa, ¿verdad?

–

Y mientras decía esto, descendió con la mano desde el pecho de Héctor hasta su entrepierna, y allí se quedó.

Como Héctor no decía nada (todo iba demasiado rápido para su capacidad de asimilación), Diana hizo más presión en su entrepierna, y luego comenzó a masajear la zona hasta conseguir que su miembro se endureciese.

–

¿Verdad que me dejarás acompañarte?

–

insistió Diana

–

. Yo ya soy como una más de la familia. Seguro que te imaginas lo unidas que estamos Susana y yo. Tanto como tú lo estás con ella.

Héctor, demasiado distraído con la agradable sensación que suponía la mano de Diana frotando su entrepierna, tardó un rato en captar el significado de aquellas palabras. La miró a la cara. Ella le sonrió con complicidad.

–

Así es

–

dijo

–

. Sé lo tuyo con ella. Y como Susana y yo lo compartimos todo, incluso a tu padre, creo que estoy en mi derecho de saborear la polla de su guapo hermano, ¿tú qué opinas?

Héctor, en realidad, y teniendo en cuenta que ya sabía que su padre se lo había montado con Susana y Diana, no se sorprendió gran cosa de que ésta estuviese enterada de la relación con su hermana. "En realidad, soy yo el que sabe algo que ella desconoce", pensó, recordando lo que había visto

–

más bien, oído

–

la noche anterior.

En ese momento, la puerta del aula se abrió. Diana apartó la mano de la entrepierna de Héctor y miró atrás, al rostro viejo y adusto del conserje.

–

No se puede estar aquí

–

dijo, con voz de autómata oxidado.

–

Vale, fósil con patas

–

murmuró Diana. Cogió a Héctor de la mano y lo guió al exterior. El chico se dejó llevar, notando con más intensidad aquella sensación que le acompañaba desde el descubrimiento de la nueva relación entre su madre y su hermana, esa espiral ascendente de vicio, de lujuria sin límite, donde las barreras de la moral se sorteaban con asombrosa facilidad.

Diana guió a Héctor hasta el parque Adrián Alonso sin mediar palabra. A Héctor no le importaba. Sensible como estaba a la sensualidad femenina, no podía apartar la mirada de los bellos muslos de la amiga de su hermana, ni del contoneo de sus caderas. Luego, reparó en que se dirigían a los servicios públicos del parque un momento antes de que Diana, viendo que no había nadie cerca, traspasó la puerta del servicio de mujeres. Olía a desinfectante. Había un lavabo que no estaba precisamente como los chorros del oro, y dos cubículos con sus correspondientes retretes. Uno de los cuales estaba cerrado. Escucharon una ráfaga de sonoros pedos, y a continuación, algo de volumen considerable que caía en el agua, hecho que les confirmó que no estaban solos.

Diana puso un dedo sobre sus labios para indicarle a Héctor que no dijese nada, y le llevó al interior del cubículo libre. Cerró la puerta con pestillo, miró al hermano pequeño de Susana con ojos de loba hambrienta, relamiéndose los labios para redondear la comparación, y penetró los labios del joven con su lengua para obsequiarle con un morreo rebosante de ansia. Mientras sus lenguas se batían en duelo, Héctor aprovechó para manosear las turgentes nalgas de Diana por debajo de la minifalda; el tanga que ella llevaba permitió que sus manos contactaran directamente con la piel del trasero. Así estuvieron hasta que la señora del cubículo contiguo tiró de la cisterna, se lavó las manos y salió al exterior.

Luego, Diana separó la boca de la de Héctor.

–

Por fin se larga esa cagona

–

dijo, sonriendo. Miró su reloj

–

. Bueno, tenemos un cuarto de hora. ¿Qué podemos hacer en un cuarto de hora?

Héctor no dijo nada. Se limitó a jadear de excitación.

Diana posó su mano en la abultada entrepierna del chico y sonrió, satisfecha. Entonces, procedió a sentarse en el suelo, con la espalda apoyada en la pared cubierta de azulejos color verde y las piernas flexionadas y separadas, de manera que la tela azul que cubría su vagina fuese visible.

–

¿Cuántas veces te has follado a tu hermana?

–

le preguntó Diana.

Héctor se encogió de hombros. Nunca le había dado por llevar la cuenta.

–

¿Te la has tirado por el culo?

Héctor asintió. Recordar el maravilloso culo de Susana acrecentó su excitación.

–

Mmm. La verdad es que tiene un culo delicioso

–

comentó ella, evocadora

–

. Bueno, querido, quiero que te saques esa polla que Susana ha entrenado y me folles la boca. A tu padre se le daba genial, ¿sabes? Lo hacía sin compasión. Era una bestia cuando follaba. ¡Cómo me encantaba! Con la experiencia que debes tener, seguro que tú también eres genial.

A Héctor se le hacía raro imaginar a su padre haciendo algo lascivo, así que dejó de pensar en ello. Con la mirada fija en aquellos labios sensuales, húmedos, entreabiertos, rojos, se desabrochó los vaqueros, bajó un poco el elástico del calzoncillo y empuñó su pene, endurecido al máximo. Diana se pasó la lengua por los labios.

–

Ojalá tuviera un hermanito como tú

–

dijo. Con los dedos de la mano derecha, se acariciaba el clítoris por encima del tanga.

Héctor se acercó a ella e introdujo, despacio, como si penetrase una vagina, la polla en la boca de Diana, disfrutando de la visión. Se la metió entera, hasta que su pubis aplastó la nariz de ella. Le encantó la calidez de su aliento y su saliva, la lengua moviéndose en torno a su miembro. Cerró los ojos e imaginó que era su hermana la que estaba sentada en el suelo, con su polla en la boca. Eso elevó su lívido. Agarró la cabeza de Diana con las manos y comenzó a penetrar la lasciva boca, al principio con suavidad, luego con más rapidez, y finalmente con una agresividad que sólo buscaba la satisfacción propia, sin importarle lo demás, embistiéndola sin piedad, echaba las caderas hacia atrás, sacando el pene chorreante de saliva hasta que sólo el glande quedaba entre los labios y lo introducía de golpe hasta el fondo, los testículos chocando contra la barbilla de Diana; Héctor jadeaba, con la cara apoyada en los azulejos, sin apartar las manos de la cabeza de ella.

Diana, por su parte, tenía el rostro enrojecido, su respiración acelerada apenas encontraba válvula de escape por los orificios de su nariz, en ocasiones se sentía a punto de asfixiarse, pero la volvía loca de excitación aquella polla moviéndose brutalmente en su boca, usándola como mero objeto sexual; tenía los pezones a punto de reventar y se los pellizcaba con una mano, al tiempo que con la otra se frotaba el encharcado coño, por debajo del tanga. Héctor alcanzó el orgasmo, un rato después de que lo hiciera Diana, y como digno hijo de su padre, sostuvo la cabeza de la chica hasta que eyaculó todo lo que tenía que eyacular. Luego se apartó, dejando a Diana con la boca entreabierta, la mandíbula floja, goteando semen mezclado con saliva sobre su camiseta.

Una vez se recuperaron un poco, decidieron hacer novillos y privar del uso de aquel cubículo a cualquiera que entrase en la siguiente hora.

4

Lucía estaba en el fregadero, intentando pelar las patatas para hacer la tortilla a la española que planeaba tener preparada para cuando llegase Héctor de clase. Normalmente lo habría conseguido sin problema, nunca se le podría haber reprochado un mínimo descuido en esos menesteres. Pero, claro, normalmente no solía tener a su hija arrodillada detrás suyo, con la cabeza metida debajo de su falda, la cara entre sus ostentosas nalgas y la lengua serpenteando dentro de su ano mientras sus manos frotaban la empapada vagina y pellizcaban su clítoris. De un día para otro, Lucía había pasado de llevar una vida de lo más respetable y decente a otra de lujuria desmesurada. Y no es que se quejara. Al contrario, aquella amoralidad la encantaba; desde el momento en que se había abandonado al incesto con su hija, se había dado cuenta de que echaba de menos ser la muñeca sexual de alguien, y si ese alguien era su hija, no sólo no le importaba, sino que le resultaba mucho mejor. Gracias a Susana, llevaba una mañana de locura. Después de un primer orgasmo en la bañera, habían estado más de una hora tumbadas en la cama, devorándose el coño, el culo y los pechos mutuamente, además de unos morreos que de tan intensos aún le dolían los labios, todo lo cual tuvo como resultado varios orgasmos y gemidos continuos. Luego, Lucía, tras descansar un poco, se había vestido y se había dispuesto a hacer la comida, puesto que sólo quedaba un cuarto de hora para que llegase su hijo. Sólo había pelado una patata cuando notó que su hija le bajaba las bragas hasta los tobillos. Y eso la llevaba a su situación actual, incapaz de resistirse a la lujuria desbocada de su hija, con un margen de diez minutos antes del regreso de Héctor.

–

Ca-cariño...

–

empezó. Un nuevo pellizco de Susana en su clítoris le arrancó un gemido agudo. Oh, cuánto le gustaría abandonarse a los placeres y no pensar en nada. Pero lo intentó de nuevo

–

. Tu... hermano... está a... a punto de... ¡Aaaaah!

El orgasmo la pilló por sorpresa. Las piernas se le volvieron de gelatina y acabó arrodillándose en el suelo. Susana la abrazó por detrás y le chupeteó el cuello.

–

Olvídate de eso

–

le dijo al oído de su madre

–

. Creo que Héctor estará encantado de ver tu nueva faceta.

Durante un momento, Lucía sintió que todo se tambaleaba a su alrededor al comprender el significado de las palabras de su hija.

–

Pero... Pero... ¿Qué quieres...?

Susana la silenció con un beso en la boca, dándole a probar la lengua que acababa de hurgar en su culo, al tiempo que manoseaba los exuberantes pechos por encima de la camiseta.

–

Vamos, mamá

–

le dijo Susana, entre jadeos, los ojos turbios por la constante excitación

–

. Tarde o temprano él se va a dar cuenta. Además, tú no le conoces como yo. Te aseguro que es muy apasionado, nuestro pequeño Héctor.

Nuevamente, el asombro acompañaba a la comprensión de las palabras de su hija.

–

Pero, él...

–

–

atajó Susana, pasando la lengua por toda la cara de su madre

–

. Él y yo follamos desde hace tiempo. Desde el día en que papá me castigó sin salir. Lo puedes ver, ¿verdad? En todo esto, sólo hay un cabo suelto. Sólo falta un pequeño tramo para completar el círculo.

–

Le subió la camiseta a Lucía hasta descubrir los senos, y se puso a sobarlos

–

. Y eso es muy fácil de solucionar. Sólo déjate de llevar, y seremos la familia más unida del mundo.

A Lucía todo aquello le parecía una locura, pero al mismo tiempo, el reciente orgasmo, la marea de lujuria que su hija traía consigo, el hecho de haber traspasado la barrera de lo moral la noche anterior y no haber vuelto atrás, y sobre todo, lo atractiva que resultaba su nueva vida y la perspectiva de un futuro de ilimitido desenfreno, le impedían mostrar resistencia.

Susana, comprendiendo la disponibilidad de su madre, la hizo levantar del suelo y se dirigieron a la sala. Allí, se sentó en el sofá con las piernas flexionadas y separadas, los talones pegados a las nalgas.

–

Devórame, mamaíta

–

gimió.

Lucía apoyó las rodillas en la alfombra y justo cuando su lengua entraba en contacto con el clítoris de su hija, la puerta del piso se abrió. Lucía hizo ademán de apartarse de entre las piernas de Susana, pero ésta le sujetó la cabeza con ambas manos, manteniendo la cara de su madre pegada a su coño. Apenas encontró resistencia.

La puerta se cerró, y unos segundos después, Héctor se encontraba bajo el umbral de la puerta, mudo por la sorpresa de ver así a su madre, arrodillada ante su hermana, comiéndole el coño, con la camiseta subida, enseñando unos pechos enormes que él jamás habría imaginado tan voluptuosos. La sorpresa fue que, junto con él, venía Diana, que observaba la escena con idéntica expresión de asombro, que una vez asimilado, se convirtió en una amplia sonrisa libidinosa.

–

¡Susana!

–

exclamó, soltando una risita maliciosa

–

. ¡No me lo puedo creer!

–

Hola, Diana

–

la saludó Susana.

Lucía, al darse cuenta de que había alguien más con Héctor quiso apartarse del coño de su hija, pero ésta se lo impidió, presionando aún más su cara contra la empapada abertura.

–

Tranquila, mami

–

le dijo Susana

–

. Diana y yo hemos intimado en todos los aspectos. Me gustaría que la consideraras como a una hija, porque para mí es como una hermana.

–

También he intimado con el pequeño

–

añadió Diana, abrazando desde detrás a Héctor y dándole un beso en el cuello.

Susana sonrió, satisfecha de lo que oía.

–

Entonces sólo queda una cosa por hacer

–

dijo

–

. Héctor, ¿te gusta mamá? ¿Quieres que te mime como a mí?

Héctor miró la forma del voluptuoso culo de su madre, perfilado por la falda, los muslos gruesos y sensuales, las bellas pantorrillas, aquellos globos carnosos de piel lisa y pálida, el cabello negro y largo cayendo en cascada hacia el lado que no veía, la cara sonrojada, cubierta de líquidos vaginales de su hermana. Era la primera vez que veía a su madre de aquella manera. Y el contraste entre la imagen de ternura y bondad que siempre había tenido de ella y la lujuria que ahora la envolvía provocó una especie de fiebre muy agradable.

–

–

respondió.

5

Diana tenía un secreto. No era un gran secreto, en comparación con lo que ocultaba el hogar de Susana, pero siempre se había cuidado de que nadie lo supiera, tal vez porque temía que si lo expresaba en voz alta, perdería gran parte de su encanto. Incluso podía ser que también fuera por una especie de valor sentimental, como algo que simbolice la infancia. Porque, después de todo, a menudo los secretos de la infancia, son los más valiosos.

Los padres de Diana murieron cuando ésta tenía ocho años en un accidente de avión. No conocía los detalles, sólo que hubo problemas a la hora de aterrizar, algo del tren de aterrizaje, el avión perdió el control y, aunque muchos pasajeros se salvaron, otros tantos perecieron, entre los que estaban, obviamente, los padres de Diana, que regresaban de un viaje de placer a Las Palmas de Gran Canaria. Diana tenía vagos recuerdos de ellos. Siempre habían sido unos padres buenos y cariñosos, como tantos otros; suponía que los quería, pero de lo que sentía en aquella época no se acordaba de nada, ni siquiera de lo que sintió cuando supo que habían muerto; sería incapaz de decir si había llorado o no, aunque estaba segura de que sí, pero sólo porque le parecía lo lógico.

Ella pasó a vivir con sus abuelos en el acto, y la mayoría de las pertenencias de sus padres fueron dadas a la beneficencia, excepto algunas cosas que los ancianos guardaron en cajas, quizá para que el recuerdo de su hijo y la esposa de ésta no se evaporara por completo. No era la primera vez que la pequeña Diana se deslizaba hacia el cuarto de la azotea y curioseaba entre las cosas que sus padres habían dejado. Básicamente se trataba de libros y cuadernos viejos, además de algunos ejemplares antiguos de revistas de cotilleos; ella lo miraba todo con curiosidad insaciable, como si ansiase conocer los entresijos de la vida de sus padres muertos a través de sus cosas. Y en cierto modo, lo consiguió. Fue cuando tenía once años, en el inicio de su pubertad. Descubrió que en el interior de un libro de biología, en el dorso de la tapa frontal, bajo el forro interior de papel, había un leve bulto que, una vez palpado, supo que no era normal. Alguien

–

evidentemente, sus padres

–

había escondido algún secreto allí. Lo primero y único que imaginó fue que allí habían cartas de amor cargadas de pasión y romanticismo. El hecho de que fuese algo tan escondido, y por tanto, algo prohibido, espoleaba su curiosidad hasta que ya no pudo más y despegó el forro. No resultó difícil; el pegamento estaba demasiado seco y cubierto de polvo. Lo que allí había era un sobre blanco, cerrado y sin nada escrito. Lo cogió, lo manoseó, tratando de adivinar el contenido mediante el tacto. Le pareció que eran fotos. Su imaginación se activó de nuevo: seguro que aquellas fotos mostraban a sus padres en plenos paseos románticos, como salidos de un anuncio de televisión; frescura, pureza, cielo azul, paisaje verde y primaveral. No se preguntó por qué unas fotos así iban a estar escondidas; la respuesta era sencilla. Siendo la tentación demasiado grande para combatirla, y siendo tantas las ganas de dejarse seducir por ella, Diana abrió el sobre, intentando no romper la solapa de éste, aunque sin conseguirlo. Ya estaba abierto, y tal como había supuesto, se trataba de unas fotos. Eran fotos Polaroid, doce fotos exactamente. Diana, boquiabierta, comprendió enseguida por qué sus padres las habían escondido. La primera foto que vio mostraba a su padre desnudo, con un pene enorme (al menos a ella le pareció descomunal en aquel momento) dirigido hacia el objetivo; en la segunda, su madre aparecía sentada en una cama, abierta de piernas, y con los dedos separando los labios vaginales; y luego aparecía otra chica, de cabello rubio y largo, a la que no conocía de nada, empezando a bajarse la única vestimenta que le quedaba, unas bragas rojas, empezando a mostrar el vello púbico, mientras miraba a la cámara con la boca entreabierta y la lengua sobre los dientes en una mueca lasciva. Aquello ya era bastante sorprendente de por sí, pero lo que vino luego la dejó conmocionada durante un rato. En las nueve fotos siguientes vio cómo sus padres y aquella chica iban apareciendo en diversas posturas sexuales, vio a su madre y a la rubia uniendo sus lenguas, o haciendo el sesenta y nueve, o a su padre penetrando la boca de la desconocida, y luego su vagina. En la penúltima foto vio el rostro de su madre chorreando semen (ella hacía poco que tenía una leve noción de lo que era eso), y en la última, a las dos mujeres besándose con el esperma cubriendo sus labios. Tras mirarlas varias veces, con el corazón latiéndole con fuerza, las volvió a meter en el sobre y se fue a su dormitorio, donde las escondió entre le colchón y el somier de su cama. No las volvió a mirar en el resto del día, pero eso no impidió que no pudiese apartarlas de su mente. Todavía en un ligero estado de shock, en su mente las imágenes de aquellas fotos pasaban ante sus ojos una y otra vez, y todavía era incapaz de asimilarlas, de encontrarles un lugar en su cerebro.

Llegada la noche, cuando supo que sus abuelos estaban acostados, sacó las fotos de su escondite y las revisó de nuevo. Observaba cada detalle con extrema fijación, hasta acabar sintiendo que ella estaba allí, que podía verlos moverse de aquella manera tan indecente. De pronto se dio cuenta de que un calor extraño se había apoderado de su cuerpo; también de que la fuente de ese calor provenía de entre sus ingles. Sentía unas palpitaciones, una humedad cálida que jamás había experimentado y que no le resultaba precisamente desagradable. Con todas las fotos extendidas sobre la cama, seis en una fila, seis en otra, inconscientemente se llevó una mano al pubis y se tocó la vagina. Encontró un punto que le otorgaba más placer si lo presionaba. El calor se multiplicó. Con la mirada fija en las fotos en las que sus padres se mostraban sin inhibiciones, Diana se masturbó por primera vez.

Y por supuesto, no sería la última. Al principio se sentía avergonzada y trataba de reprimir su excitación, pero era inútil. Al final, casi cada noche era incapaz de resistir el impulso de procurarse placer. Luego, ya no veía motivos para reprimirse, y se masturbaba a la mínima oportunidad. Y un tiempo más tarde, era plenamente consciente de que su fantasía favorita era esa en la que ella convertía el trío en que sus padres se lo montaban con la chica rubia en un cuarteto. Soñaba con que su padre soltaba un chorro enorme de esperma en su boca hasta desbordarla, al tiempo que su madre y la desconocida devoraban su coño. Y dos años después, con trece años, quiso probar el sexo real. Desde entonces, su trayectoria sexual no había hecho más que ascender. No obstante, siempre había sentido una especie de frustración por el hecho de que sus padres estuviesen muertos y no pudiesen hacer realidad su fantasía más íntima y especial; una fantasía que ellos mismos, inconscientemente, habían creado. Por eso, conocer a Susana había sido como un regalo del destino. Era imposible hacer que sus verdaderos padres volviesen a la vida, así que, mentalmente, vio en la familia de Susana y en ella misma a una familia adoptiva. Para Diana, follar con Noel era como follar con su padre. Veía en Susana a la hermana que nunca tuvo, lo mismo que con su madre y su hermano.

Diana sentía que había conseguido un triunfo absoluto. Se sentía integrada en la familia de Susana; se sentía aceptada como una más.

6

Susana opinó que Héctor y Lucía debían empezar haciéndolo ellos dos solos.

–

Es que los dos sois algo tímidos

–

dijo, con una sonrisa

–

. Tenéis que romper el hielo para que luego todos podamos disfrutar de verdad.

Lucía estaba sentada en el sofá, todavía con la camiseta subida y sin decir nada. Se limitaba a mirar a su hijo, observando el bulto en su entrepierna y preguntándose cómo todo aquello se había descontrolado de aquella manera en tan poco tiempo. Descubrió que la respuesta no le importaba. Se sentía a gusto con Susana llevando las riendas.

–

Venga, venga

–

apremió Susana, empujando a su hermano hacia su madre como si se tratase de una Celestina que quisiese unir a dos jóvenes vergonzosos

–

. Siéntate con ella.

Héctor obedeció. De vez en cuando, lanzaba miradas a los suculentos pechos de su madre, cuyos pezones estaban erectos.

–

Y ahora, daos un besito.

–

¡Que se besen, que se besen!

–

canturreó Diana, entusiasmada.

Héctor miró los labios de su madre: gruesos, sensuales, húmedos. Se le hizo la boca agua. Vio que cada vez se acercaban más y se dio cuenta de que era él quien se estaba inclinando para besarlos. No se detuvo. Lucía lo recibió con la boca entreabierta. Tenían los ojos cerrados y se besaban con ternura y languidez. Parecían dos enamorados.

–

Ooooh, qué bonito

–

comentó Susana, mirando la escena al lado de Diana, que acariciaba sus nalgas distraídamente.

Entonces Héctor se atrevió a introducir la lengua en la boca de su madre, buscando la suya; no tardó en encontrarla. El beso perdió puntos de ternura y gano en pasión. Una ansiedad creciente les invadió, movían las lenguas con desesperación, se las succionaban, se chupeteaban los labios, se sujetaban mutuamente por la nuca, como si no quisiesen dejar escapar al otro. Sólo se escuchaba el sonido de succión que ellos provocaban y algún que otro gemido gutural. Tal vez porque se trataba de su hijo pequeño y hasta hacía bien poco lo había visto como un niño inocente, Lucía demostró algo de iniciativa propia al inclinarse hacia Héctor, apoyando los voluminosos senos en su pecho y obligándole a tumbarse en el sofá empujándole con su peso. Ni que decir tiene, Héctor cedió enseguida, apoyando la espalda en los almohadones para que su maciza madre se apoyase en su torso y continuase besándole de aquel modo tan maravilloso. Aunque cuando folló con Diana imaginó en algún momento que ésta era su hermana, esta vez no lo hizo. Su madre, con su estilo tácito y morbosa en su voluptuosidad, hacía sentir su presencia de un modo que la hacía insustituible. Habría podido estar besándose con ella toda la vida, aquella sensual boca y los exuberantes pechos aplastados contra el suyo eran todo lo que necesitaba para ser feliz.

–

Estos dos ya no necesitan ayuda

–

dijo Susana, cuya mano se había deslizado bajo la minifalda de su amiga.

Diana asintió, pero ninguna de las dos se movieron, salvo sus manos, que sobaban el culo de la otra. Estaban como hipnotizadas ante la extrema sensualidad que despedía la pareja. Era como si todo lo ocurrido los días anteriores hubiera servido sólo para que madre e hijo penetraran el umbral del incesto.

Lucía empezó a desabrochar el pantalón de su hijo con una mano, sin que para ello tuviesen que dejar de besarse. Luego deslizó la mano bajo el calzoncillo, y con sus dedos suaves y cálidos acariciaba el miembro duro como una roca y los testículos. Por su parte, Héctor llevó una mano hasta el trasero de su madre, le subió la falda y, una vez descubrió que no llevaba bragas, comenzó a amasar el orondo culo, manoseando las nalgas a conciencia. Mientras, con la otra mano acariciaba el contorno abombado del pecho izquierdo. Como si hubiese un vínculo telepático entre ellos y sobrasen las palabras, Lucía separó la boca de la de su hijo, elevó un poco el torso, se movió hacia delante e introdujo uno de los endurecidos pezones entre los labios de Héctor, como si supiese que esto era lo que él deseaba en ese momento. Héctor recorrió con la punta de la lengua toda la aureola, y luego pasó a chupetear y mordisquear el sabroso pezón, provocando en su madre estremecimientos de placer. Héctor agarró con ambas manos los grandes senos, apretujándolos uno contra otro hasta que los pezones quedaban juntos, y luego chupaba ambos a la vez; en ocasiones trataba de meterse en la boca la mayor parte de pecho posible, con una glotonería avariciosa, como escenificando la parodia de un bebé atesorando el pecho materno. Lucía, entretanto, se mordía los labios y gemía de vez en cuando, al tiempo que frotaba el pubis contra el vientre de su hijo.

Después de un buen rato saboreando los pechos de su madre, hasta el punto de dejárselos enrojecidos por diversas zonas, Héctor se detuvo. Lucía, una vez más, supo lo que tenía que hacer. Se puso en pie y se acuclilló para descalzar a su hijo, luego le quitó el pantalón y el calzoncillo, al tiempo que él se quitaba la camiseta. Hecho esto, se enderezó de nuevo y se desabrochó la falda, que se deslizó por sus piernas haciendo un sonido breve y delicioso; la camiseta le hizo compañía a la falda dos segundos después. Ahora los dos estaban completamente desnudos. Héctor se tumbó a lo largo del sofá, destacando su alzado miembro como un poste inclinado en una llanura. Lucía dio otro beso en los labios a su hijo y luego, haciendo un movimiento parecido al que haría un jinete cuando monta un caballo, situó su coño a un centímetro de la cara de Héctor, con un pie en el suelo y la rodilla de la otra pierna clavada en el almohadón del sofá, al lado del hombro del chico. Luego, su vientre se acopló al pecho de Héctor, y los voluminosos pechos se aplastaron contra su estómago. Héctor sentía en su cara el calor que emanaba del mojado coño de su madre. No pensó que de allí había salido él hacía catorce años y medio. La verdad es que no pensó nada en absoluto. Se limitó a contemplarlo con ansia, con un apetito voraz. Le parecía hermoso, de aspecto delicioso. No hizo ninguna comparación con el de su hermana. Sentía por ambas el mismo deseo, despertaban en él una lujuria ambivalente. Adoraba a ambas, deseaba vivir el resto de su vida nadando entre sus cuerpos sensuales y opulentos. Agarró con ambas manos las nalgas de su madre, y empezó a pasar la lengua por toda la vagina, por los labios, por el interior, por el clítoris, por el vértice inferior, sin prisa, degustándolo. Por su parte, Lucía tampoco tenía prisa por terminar. Con la misma lentitud, sistemáticamente su lengua y labios se centraban en cada zona del pene. Succionó el prepucio, acariciándolo con los dientes, lamió el hinchado glande, movió la punta de la lengua en el orificio por donde sale la orina y el semen, recorrió con los labios el resto del miembro, lo lamió, llenándolo de saliva; luego se fue a los testículos y los chupó con determinación, primero uno, luego el otro. Cuando Héctor concentró sus esfuerzos en el clítoris, su madre se introdujo la polla en la boca, hasta el último milímetro, y comenzó a subir y bajar la cabeza, realizando una felación estupenda. El primero en correrse fue él. Cuando Lucía notó que iba a llegar, mantuvo el glande encerrado en su boca, cubriéndolo de lengüetazos y succionando, al tiempo que con una mano frotaba los testículos y el tronco del pene. Héctor lanzó un gemido gutural cuando llegó el orgasmo. La boca de Lucía se llenó de semen ardiente, pero no liberó el glande de su hijo hasta que éste soltó la última gota de esperma; luego, tras tragarse todo el semen que guardaba, se sacó el glande de la boca, deslizando lentamente los labios por la superficie del glande. Héctor, tras salir de la oleada de placer que le había producido aquel orgasmo, continuó chupando y mordiendo el clítoris de Lucía hasta que fue ella quien alcanzó el éxtasis. Luego se quedaron los dos quietos, jadeantes, Héctor con el coño de su madre empapándole media cara, y ella restregándose la polla de su hijo pringada de restos de semen por las mejillas.

–

Eso ha estado genial

–

dijo Susana.

Tanto ella como Diana estaban desnudas y habían estado sobándose de arriba abajo por todos los rincones del cuerpo, sin perder detalle del espectáculo.

–

Ha sido increíble

–

comentó Diana

–

. Tu madre es fabulosa.

–

Claro que sí, ¿de quién crees que heredé mi pasión?

–

dijo Susana, con una sonrisa de oreja a oreja

–

. Pero todavía os falta algo por hacer, tortolitos

–

añadió, dirigiéndose a su madre y hermano.

Se dirigió hacia ellos y se arrodilló al lado del sofá, quedando su cara junto a la cara de Lucía y la entrepierna de Héctor.

–

Permíteme que te ayude a activarla de nuevo

–

dijo, metiéndose en la boca el fláccido pene de su hermano.

Diana también se acercó al sofá, situándose detrás del apoyabrazos donde Héctor tenía apoyada la cabeza, y se inclinó para besarle en la boca, usando la lengua. Poco tiempo después, el miembro del único chico de la casa empezó a crecer dentro de la boca de Susana, ante la atenta mirada de su madre. Susana también la miraba a los ojos mientras realizaba la felación. Se sacó la polla de la boca y se la ofreció a Lucía, y ambas empezaron a recorrer con la boca el pene, de manera que los labios de ambas se tocaran. Diana, mientras, pasaba la lengua por la vagina de Lucía, y luego extendía sus lametones hasta el ano, donde se entretenía en recorrer el contorno; Héctor aprovechaba para chupar los pechos de la amiga de su hermana.

Estaba claro que Héctor volvía a estar listo para follar, de modo que Diana y Susana se apartaron para que Lucía se situase a horcajadas sobre él, se introdujera la polla en el coño y comenzara a cabalgar por las llanuras del placer carnal. Los exuberantes pechos botaban de un modo delicioso, como para incitar al hijo a sujetarlos con las manos, y apretujarlos, y lamerlos, y morderlos, cosas que, por supuesto, no tardó en hacer. Diana y Susana, excitadas, se morreaban y sobaban. Al poco, decidieron realizar un sesenta y nueve sobre la alfombra, devorándose el coño como fieras hambrientas.

Lucía tenía la vagina muy sensible después del orgasmo anterior, así que no tardó en tener otro, y un tercero cuando Héctor se estaba corriendo dentro de ella. Luego se quedaron abrazados, exhaustos, dándose húmedos besos de vez en cuando.

7

Pero el día no había terminado, al menos en lo que a sexo se refería, de modo que, después de comer y reponer fuerzas (acabaron comiendo un bocadillo y un vaso de leche, ya que Lucía no había podido hacer la comida), se fueron al dormitorio de Lucía y, desnudos, se fundieron en una maraña de lujuria en la cama que Noel y su esposa habían compartido durante diecisiete años. Allí estuvieron toda la tarde follando sin tregua, sin límite. Apenas hubo palabras ni pensamiento coherente durante esas horas. Tan sólo exceso, vicio, una búsqueda expeditiva de saciedad completa.

En principio, todos parecían haberse puesto de acuerdo en darle a Lucía una prolija ración de sexo. Mientras Héctor la penetraba por el ano

–

previa lubricación salival por parte de Diana

–

, Susana, metida bajo su cuerpo en posición opuesta le devoraba el coño, y Diana mantenía la cara de la que consideraba su madre adoptiva pegada a su vagina mientras con tres dedos penetraba el coño de Susana, su hermanastra .

Luego, Héctor se puso sobre el vientre de su madre para situar el pene entre los dos carnosos pechos que ella se encargaba de apretujar, al tiempo que Susana y Diana introducían dos dedos cada una en el coño de la mujer y se lamían la cara entera la una a la otra. Así estuvieron hasta que Héctor roció de semen el rostro de Lucía. Las dos adolescentes se encargaron de lamer el líquido esparcido sobre su cara para luego escupírselo dentro de la boca; luego jugaron las tres con sus lenguas bañadas en esperma.

Aquello era un tren de depravación; un tren de muchos vagones, que no realizaba ni una pausa antes de llegar a la última parada. Cada nueva postura era un nuevo vagón.

Diana se puso sobre Lucía y comenzó a morrearla de un modo salvaje mientras sus cuerpos húmedos de sudor, líquidos vaginales y restos de semen se frotaban sin descanso; sus labios vaginales, brillantes, se restregaban de tal modo que parecían a punto de fusionarse. Susana se dedicaba a meter la lengua en el ano de su hermano mientras le sobaba los testículos. Cuando Héctor volvía a estar erecto, Susana se puso a cuatro patas para que él la follara al estilo perro.

Lucía de rodillas, los muslos separados, la boca de Susana extrayendo el jugo del placer de su coño, la lengua de Diana escarbando dentro de su culo, Héctor a su lado, dándose un atracón monumental con los senos maternos, mientras ella acaricia su miembro, todavía fláccido.

Héctor boca arriba con las piernas separadas. Su hermana y su madre, con los culos alzados y el busto contra el colchón, usando dedos, dientes, lenguas y labios en su polla, en sus testículos, en su ano; Diana, de rodillas detrás de aquellos dos culos fabulosos, con una mano en cada coño, la diestra en el de Lucía, la zurda en el de Susana, introduciendo el puño entero en aquellas vaginas chorreantes que gotean, sintiendo un poder especial mientras lo hace, como si ella dominara la lujuria que les invade a todos.

La polla de Héctor introduciéndose en el ano de Diana, que está en cuclillas sobre él, mirando hacia sus pies. Susana de pie, sujetando la cabeza de Diana con sus manos y restregando el coño contra su cara como si usara un objeto. Lucía sentada en la cara de su hijo, gimiendo al sentir cómo su lengua se mete en su vagina y se mueve en su interior, cómo sus dientes atenazan su clítoris; mientras, ella manosea las nalgas de Diana.

Es el último vagón. Héctor se corre en el culo de Diana y acto seguido se desmaya; demasiado placer, demasiadas emociones y escaso descanso durante la noche. Diana, manejada por Susana, se inclina hacia delante hasta que su cara queda contra la almohada, y su culo dilatado en la cima. Susana y su madre, quienes también han experimentado un último orgasmo, beben el semen directamente del ano, introduciendo la lengua, lamiendo y succionando. Luego lo comparten en un prolongado morreo.

El tren llega a la parada. Los cuatro, tumbados en la cama, vencidos al fin por el cansancio, caen en un sueño ligero.

Más tarde, Diana y Susana se duchan juntas, donde se enjabonan mutuamente, hasta el orgasmo. Después de eso, Diana se marcha a su casa. Susana vuelve con su madre y su hermano, y los tres duermen hasta la mañana siguiente. Después del desayuno, Héctor folla con su hermana en la cocina, de pie, ella de espaldas a él, apoyada en la mesa. Cuando Lucía vuelve de lavarse los dientes y los descubre, sonríe bondadosamente, se arrodilla detrás de su hijo, separa sus nalgas con las manos y comienza a lamer su ano.

El resto de la semana, ninguno de los dos hermanos fue a clase. La muerte de Noel los disculpaba. El fin de semana, Diana estuvo con ellos desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la noche.

8

Un tiempo más tarde, descubrieron que Lucía estaba embarazada. Ella había sido la única que aquel día en que los cuatro hicieron sexo juntos por primera vez, no había usado ningún tipo de anticonceptivo.

Se lo tomaron como una buena noticia. Hacía poco que Noel había muerto, de modo que Lucía tenía la excusa perfecta. La gente se lo tomaría como el legado del difunto marido.

Para ellos era más que eso. Aquel embarazo simbolizaba, no sólo el inicio de una nueva vida, sino el de una nueva existencia.

FIN

WESKER

27-MAYO-2005

Agradecimientos:

A todos aquellos que han disfrutado con las seis entregas de Ninfómana y han tenido paciencia para esperar por cada parte, a pesar del considerable retraso, y han seguido la historia hasta el final. A aquellos que me han animado con sus comentarios, y sobre todo, a la que considero la fan número uno de mis relatos y que siempre me ha animado, NDR. Y también a mi novia, por hacerme feliz. Y para quien le interese, próximamente publicaré otra historia.