Ninfómana (05: Lucía)

La muerte de Noel ha impactado en la vida de la familia de Susana. Especialmente en ella, que empieza a dudar que pueda seguir adelante con su intención de seducir a su madre.

NINFÓMANA

Por Wesker

Quinta Parte

LUCÍA

FICHAS DE LOS PERSONAJES (1):

SUSANA VALLE:

16 años / Medidas: 92-58-90 / Altura: 1’68 cm./

Cumpleaños: 9 de junio (Géminis) / Peso: 57 kg./

Cabello rubio oscuro; ojos castaño rojizos.

DIANA ABREU:

16 años / Medidas: 93-61-94 / Altura: 1’69 cm./

Cumpleaños: 29 de octubre (Escorpión) / Peso: 60 kg./

Cabello negro, con mechas rubias; ojos verdes.

NOEL VALLE:

43 años (fallecido) / Tamaño miembro: 12-18 cm. / Altura: 1’76 cm. /

Cumpleaños: 5 de julio (Cáncer) / Fecha de defunción: 23 de marzo./ Peso: 75 kg./

Cabello rubio oscuro; ojos azules.

1

Madrugada del lunes. En la penumbra del dormitorio de Héctor, éste, situado a horcajadas sobre el cuerpo desnudo de su hermana, estruja, chupa, lame, muerde los hermosos senos. Susana jadea por lo bajo mientras acaricia el cabello de su hermano, que también está desnudo, y frota el pubis contra su miembro erecto.

–¿Puedo ponerla entre tus tetas? –pregunta Héctor, entre jadeos.

–Sí, fóllame las tetas, pero luego me comes el coño, ¿eh? Necesito correrme.

–Con gusto.

Héctor acercó el pene a los senos de su hermana, colocando las rodillas contra sus axilas, hasta situarlo en medio de éstos. Susana se apretó los pechos con las manos, aprisionando el miembro de Héctor, que comenzó a moverlo hacia delante y hacia atrás; gracias a su propia saliva, el pene se deslizaba que daba gusto. Alcanzó el orgasmo y lanzó varios chorros de semen sobre la cara y el cabello de Susana, que recogió parte con los dedos y se lo metió en la boca. Héctor, cumpliendo su palabra, descendió para colocar la cara entre los muslos de su hermana, y allí devoró el empapado coño de Susana, que tuvo que morder la almohada para ahogar los gemidos que brotaban de su garganta. La lengua de Héctor se había vuelto casi tan hábil como la de Diana. ¡Qué manera de chupar el clítoris, Jesús! Pero lo mejor fue cuando Héctor comenzó a introducir un dedo en el ano de su hermana, ayudándose con su saliva, sin dejar de estimular el clítoris. Para cuando Susana alcanzó el clímax, Héctor ya tenía cuatro dedos dentro del ano de Susana y volvía a estar excitado, de modo que, sin decir nada, sentándose sobre sus talones, penetró el culo de su hermana con facilidad y comenzó a moverse al tiempo que sus manos estrujaba sus senos. Susana, agradecida por el placer añadido, dejó escapar algunos gemidos y tuvo que morder la almohada de nuevo. De este modo, ambos lograron un segundo orgasmo que los dejó exhaustos. Héctor se dejó caer a su lado, jadeando, y posó una mano sobre el vientre de su hermana. Susana estaba agotada, tenía los muslos separados y podía sentir como el semen se deslizaba desde su ano por las nalgas. Desde la tarde en que había descubierto a su padre ahorcado, ésta era la primera vez que tenía sexo. Ni siquiera había visitado a Diana, y cuando ésta la llamó, al enterarse de lo sucedido, al día siguiente, Susana le dijo que necesitaba estar sola un tiempo. El entierro le libraría, a ella y a su hermano, de unos cuantos días de clase. Susana sentía una gran opresión en el pecho y su mente no cesaba de girar en torno a ideas absurdas que siempre concluían en lo mismo: ella era la única responsable de la muerte de su padre. Pero no era así, no era así, ella lo sabía, sólo se sentía culpable, pero aquello no era cierto...

–Es increíble lo que hizo papá, ¿verdad? –dijo Héctor, que por primera vez, sacaba el tema–. A mamá le ha afectado mucho.

Era cierto. Lucía parecía estar abatida cada hora del día, a punto de llorar en cualquier momento. Susana había tenido que ayudarla con el papeleo del entierro y también con las preguntas de la policía. Lo cierto es que a Susana le entristecía mucho ver a su madre así; de hecho, eso la entristecía más que la muerte de su padre, con el cual nunca había tenido mucha confianza, excepto en los últimos días.

–¿Por qué crees que se habrá suicidado? –preguntó Héctor, por preguntar, sin esperar respuesta.

Pero la obtuvo. De pronto, Susana le contó todo lo que había sucedido: cómo habían seducido, ella y Diana, a Noel, con pelos y señales, y lo que habían hecho en el piso de su amiga el viernes por la mañana. Héctor se quedó patidifuso, con la boca abierta de par en par. Susana no dijo nada, ni le miró. Transcurrió un minuto entero, hasta que Héctor dijo:

–Todo eso... ¿es verdad?

El silencio de Susana y la gravedad en su expresión fue respuesta suficiente para Héctor. La verdad es que no debiera sorprenderle tanto, teniendo en cuenta las veces que él mismo había tenido sexo con ella. Pero de todas formas, la noticia le había cogido por sorpresa y le estaba costando asimilarlo. Entonces empezó a recordar la actitud de su hermana hacia su padre últimamente, cómo le recibía siempre con un beso y un abrazo y el extraño comportamiento de Noel.

–Entonces –dijo, absorto en sus pensamientos–, por eso papá se...

–Calla –le cortó Susana.

–¿Eh?

–Que te calles.

Susana se levantó bruscamente, cogió sus bragas del suelo y la camiseta y salió del dormitorio sin decir nada más.

–Pero yo... –balbució Héctor, pero su hermana ya estaba en el pasillo y había cerrado la puerta tras de sí.

Susana se puso ambas prendas en el cuarto de baño, allí donde dejó que su padre la viese desnuda, con el tanga en los tobillos. Sí, por eso él se había suicidado. Por haberlo tentado y acosado sin cesar hasta que ella y Diana habían conseguido su propósito. Pero, en realidad, ¿por qué lo había hecho? ¿Por venganza? ¿Por no haber podido salir un fin de semana? Bueno, al menos esto había sido el detonante que la había empujado a hacer lo que había hecho con su hermano y con su padre. Pero en realidad, la única razón que verdaderamente la motivaba era el morbo, la experiencia de hacer algo diferente y prohibido. Quería experimentar, sin pensar en las consecuencias. Mierda, ¿y qué culpa tenía ella de que su padre fuese gilipollas? A saber cuántos padres hubiesen dado lo que fuese por tener una hija como ella, pero su padre, el muy imbécil, va, y se suicida.

–Estúpido –masculló, dándose cuenta de que sentía ganas de llorar y odiándose por ello. Porque no lloraba por la muerte de su padre, sino porque se sentía responsable de ésta, y de las lágrimas de su madre.

Después de ver lo mal que lo estaba pasando su madre, no sólo por perder a su marido, sino porque ahora tendría que replantear toda su vida; se había terminado el ocuparse tan sólo del piso. Tendría que buscar un trabajo para mantener una economía estable. Pero lo que se cuestionaba ahora Susana era si podría seguir adelante con su fantasía de poseer a su madre, porque ni los remordimientos ni el drama que se había cernido sobre ellos lograron apagar la excitación que sentía cada vez que abrazaba a su madre para consolarla, sintiendo como sus exuberantes senos se apretaban contra los suyos, y no era sólo por amor de hija que besaba su cara, limpiándole las lágrimas con los labios. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para reprimir el impulso de besarla en los labios. No obstante, sí había una idea que, si bien no extinguía su lujuria (esto, al parecer, era imposible), sí la mantenía a raya: que su madre acabase muriendo a causa de los remordimientos. Tal vez debería dejar de lado ese propósito. Después de todo, había conseguido que su padre la poseyese de un modo salvaje, y todavía tenía a su hermano, que, en todo caso, se suicidaría sólo si ella le rechazaba, y a Diana, que era una viciosa de cuidado, amén de un montón de chicos y chicas, hombres y mujeres, que iría conociendo a lo largo de su vida.

Aaaaah, pero sentir el coñito caliente de su madre contra el suyo estaría tan bien...

¡Basta! Si había estado hasta hacía bien poco sin ver a su madre con deseo, bien podría olvidarse de ese tema, o, en cualquier caso, conformarse con fantasear con ella.

Volvía a estar excitada. La masturbación no evitaría que siguiese dándole vueltas a todo aquello, así que entró de nuevo en el cuarto de su hermano y se quitó la ropa mientras se acercaba a la cama. Héctor estaba despierto, pero no dijo nada. Tampoco hacía falta. Susana se tumbó a su lado, separó las piernas y le susurró:

–Cómeme el coño.

Y mientras su hermano obedecía sin rechistar, Susana cerró los ojos e imaginó que era la lengua de su madre la que estaba hurgando en su vagina y su ano.

2

–Estás muy rara –le dijo Diana a Susana.

Aquel día, Susana tampoco había ido a clases, aunque Héctor sí; en cambio, por la tarde, había decidido ir a visitar a su amiga. Se encontraban en el dormitorio de Diana; del radiocassette que había sobre la mesita de noche sonaba una canción de Shania Twain. Susana llevaba un vestido negro ligero, de tirantes, algo escotado y que le llegaba a medio muslo, de manera que distase un centímetro de las medias negras que llevaba, las mismas que había llevado la mañana que habían estado allí con su padre. Diana, como estaba en su casa, llevaba tan sólo una blusa blanca y unas bragas del mismo color. Estaba sobre la cama, con las piernas cruzadas al estilo indio, de modo que se le veía perfectamente la entrepierna; por si eso fuera poco, también llevaba la blusa casi desabrochada del todo, de modo que se le viesen buena parte de los pechos. Susana, que no había ido con intenciones lascivas, se estaba excitando con la exhibición de su amiga, pero de momento, no lo dio a notar. Lo que quería era hablar con Diana, y que ésta le aconsejase... a pesar de que sabía cuáles serían los consejos que le daría. Tal vez por eso había ido allí.

–Entiendo que te duela la muerte de tu padre –le decía Diana–, pero no hay motivo para que te sientas culpable. ¿Por qué? No le obligamos a nada, tan sólo le hicimos saber que estábamos disponibles para él, y debo decir que me he ligado a tíos que han opuesto más resistencia que tu padre. Ya me dirás de que te sirve comerte el coco con eso ahora.

–Bueno, no es sólo eso –dijo Susana, cuyos remordimientos habían empezado a menguar desde el mismo momento en que había entrado en el piso de Diana–. También me preocupa mi madre. Parece que le está costando aceptar la muerte de mi padre, y eso que desde hace meses el trato entre ellos era más bien frío, por lo menos por parte de mi padre.

–Tu madre es demasiado sensible. –Diana se pasó la lengua por los labios–. La verdad es que tiene un aspecto tan tierno que me encanta. ¿No te encantaría consolarla como es debido en estos momentos difíciles para ella, y comprobar lo cariñosa que puede llegar a ser?

Imaginar aquellas palabras convertidas en realidad hizo que la vagina de Susana comenzase a palpitar, pero lo que contestó fue:

–No. A eso es a lo que voy. Quiero dejar lo de mi madre en punto muerto. No creo que éste sea el momento de ocasionarle otro trauma. No quiero que... que pase lo mismo...

Diana quedó realmente sorprendida al ver las lágrimas resbalando por las mejillas de su amiga. Después de todo, era cierto que todo aquello la había afectado. Estaba convencida de que era algo temporal, pero de todas formas, pensó que sería mejor medir las palabras con su amiga.

Diana se incorporó, poniéndose de rodillas, para rodear el cuello de Susana con los brazos, apretando, en el proceso, los pechos contra su brazo.

–No te preocupes, cariño –le dijo, besándola en la frente, en la sien...–. Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea. Te ayudaré en lo que pueda, y además, te consolaré todo lo que sea necesario.

Suana no pudo resistir la tentación de posar una mano en el muslo de su amiga; la miró con cariño y lascivia a la vez.

–Gracias, Diana –dijo, sonrojada, con una leve sonrisa–. Eres una verdadera amiga.

–Eso es porque me gustas mucho.

Comenzaron a besarse en los labios, más que con pasión, con apetito, con deliciosa glotonería, chupándose los labios, frotando sus lenguas como si quisiesen fundirlas; entretanto, sus manos buscaron la entrepierna de la otra y comenzaron a masturbarse mutuamente por encima de las bragas, conscientes de que los abuelos de Diana estaban en el piso y nada les impediría abrir la puerta y descubrirlas intimando más de lo considerado normal. No obstante, la excitación las cegó lo suficiente como para que osaran quitarse las bragas y realizar un sesenta y nueve, sin quitarse el resto de la ropa –aunque Diana estaba casi desnuda, sólo con la blusa prácticamente desabrochada–. Fue breve, pero intenso; en el momento del orgasmo, ahogaron los gemidos en la vagina de la otra. Luego, se lamieron la boca y las mejillas, empapadas de fluidos vaginales. Se besaron de nuevo y se quedaron tumbadas sobre la cama, una al lado de la otra, cansadas y satisfechas, mientras en la radio se oía una balada de los años ochenta.

3

Más tarde, cuando el sol ya se estaba poniendo, salieron a dar un paseo. Diana llevaba la misma blusa, abotonada hasta la mitad, de modo que se pudiese adivinar que no llevaba sujetador, y unos pantalones cortos de deporte, negros. Ni que decir tiene, atraían múltiples miradas masculinas, y algunas femeninas.

–No deberías preocuparte tanto, cariño –decía Diana–. Todavía tenéis bastante dinero de vuestro padre, ¿no? Y seguro que tu madre acabará por superarlo, y no creo que le cueste encontrar un trabajo; u otro marido, quién sabe.

–Pero de todos modos, me gustaría ayudar en algo... Aunque no sé qué podría hacer.

Diana besó a Susana en la mejilla con cariño.

–Quién me diría cuando te conocí que en el fondo, a pesar de ser una pervertida, tenías tan buen corazón. Acabaré enamorándome de ti.

Susana le sonrió.

–Seríamos la pareja perfecta, ¿verdad? –dijo.

Se dieron un breve beso, que enriqueció la visión de unos cuantos. Continuaron paseando, sin rumbo. Decidieron que esa noche Diana cenaría en el piso de Susana, y se encaminaron hacia allí. Caminaban por una calle solitaria, a menos de diez minutos del edificio donde vivía Susana, cuando un coche, un Alfa Romeo reluciente, blanco, se detuvo a su lado.

–¡Eh, guapas! –Susana y Diana vieron a través de la ventanilla abierta del copiloto a un hombre de unos veinticinco años, trajeado, aunque con la corbata algo floja, como si acabase de tener una larga jornada de trabajo y quisiera relajarse–. ¿Os apetece venir conmigo a un hotel?

Divertidas, las dos chicas se dieron cuenta de que el joven las había tomado por prostitutas.

–No... –empezó a decir Susana.

–¿Tienes lo que hay que tener? –la interrumpió Diana.

–Por supuesto –respondió el desconocido, con una sonrisa radiante–. ¿Cuánto me va a costar disfrutar de vuestra compañía?

–Trescientos –respondió Diana sin dudar–. Sin contar la habitación del hotel y lo que tomemos.

–No hay problema –respondió el chico, abriendo el seguro de la puerta de atrás.

Susana estaba patidifusa ante el desparpajo de que hacía gala Diana ante aquella situación, como si la hubiese vivido mil veces antes. Pero no se resistió cuando Diana abrió la puerta y la invitó a entrar; lo cierto es que aquella situación más que ponerla nerviosa, la excitada sobremanera. Además, no sería la primera vez que lo hacía con uno o varios desconocidos, y gratis.

–¿Cómo os llamáis? –preguntó el chico.

–Olvidemos los nombres –dijo Diana, con buen humor.

–De acuerdo. Estoy hospedado en el Hotel Andrea, espero que os guste.

El Hotel Andrea era un hotel de cuatro estrellas. La prueba definitiva de que aquel tipo tenía dinero en abundancia. A ellas les parecía de maravilla.

4

La sesión de sexo empezó en la bañera, donde Susana y Diana se lavaban sensualmente entre ellas, acariciándose, besándose, lamiéndose, introduciéndose dedos, todo ello ante la atenta mirada del joven, cuyo nombre era Álvaro; éste estaba desnudo, exhibiendo un cuerpo atlético, de músculos bien definidos, y un miembro erecto que se manoseaba con suavidad. Susana estaba a cuatro patas, con la espalda arqueada y el culo alzado rodeado de agua, de modo que parecía un voluptuoso islote. Diana separaba las nalgas de su amiga con las manos e introducía la lengua en su ano, provocando continuos gemidos por parte de Susana. Diana no tardó mucho en comenzar a penetrar el ano con sus dedos; el jabón, su saliva y la excitación de Susana hicieron que el puño de Diana acabase en el culo de su amiga a los pocos minutos.

–¡Sois geniales, joder! –exclamó Álvaro, masturbándose con más energía–. Me encantáis.

–¿Qué tal si vienes aquí y te follas este culito tan rico? –le sugirió Diana con una sonrisa lasciva, al tiempo que sacaba la mano del ano de Susana y mostraba lo dilatado que estaba.

No hizo falta insistir. Álvaro se metió en la bañera y con suma facilidad, introdujo el pene en el ano de Susana; las contundentes embestidas removían el agua hasta desbordarla. Mientras, Diana se limitaba a observar el espectáculo al tiempo que se frotaba el clítoris, sentada en el borde de la bañera. Álvaro llegó al orgasmo, eyaculando en el lujurioso culito; sacó el pene, echándose hacia atrás, agotado, situando la cabeza entre los muslos de Diana. Se podía ver el rastro de semen en el agua, una línea blancuzna que salía del ano de Susana, que tenía la mejilla apoyada en el extremo de la bañera y jadeaba, satisfecha. Diana se puso en pie dentro de la bañera y flexionó las rodillas hasta que su vagina encontró la lengua de Álvaro, que no tardó en moverse por dentro y por fuera de aquella gruta de placer; entre gemidos, Diana se inclinó hacia delante y metió la boca entre las nalgas de su amiga para beberse el semen dejado por el joven, y de paso, proporcionarle más placer anal a Susana. Álvaro alargó el brazo para coger uno de los cuatro preservativos que había llevado para la ocasión, se lo puso y penetró el coño de Diana, mientras ésta restregaba los pechos contra las nalgas de Susana y la hacía llegar a un orgasmo estrujando su clítoris entre los dedos. Álvaro se corrió y se quedó sentado, con los brazos apoyados en los bordes de la bañera y la cabeza echada hacia atrás; dos orgasmos casi seguidos le habían dejado agotado, lo cual era comprensible. Diana se encargó de quitarle el condón, cuyo contenido se mezcló con el agua, para tirarlo al suelo, que estaba cubierto de agua por los alrededores de la bañera. En vista de que Álvaro tardaría un rato en recuperarse, Diana y Susana se pusieron frente a frente, arrodilladas en el agua, se cogieron sus propios senos y frotaron los pezones de una con los de la otra; al poco, comenzaron a besarse lascivamente mientras se sobaban de arriba abajo. Susana era ahora la que se dedicaba a introducir dedos en el ano de Diana, ensanchándolo. Vio que Álvaro se recreaba la vista con este espectáculo mientras se masajeaba la polla. Susana estiró con los dedos el contorno del ano como si de la boca de un globo se tratase.

–Cómeselo –le dijo al chico.

Álvaro no necesitó mayor insistencia. Enseguida se inclinó para explorar con la lengua los misterios de aquel oscuro agujero. Tras un buen rato arrancándole gemido a Diana, Álvaro, recuperado, introdujo su miembro en el ano que acababa de lamer hasta la saciedad e inició una fogosa penetración. Mientras, Susana se dedicaba a chupar y morder los senos de su amiga al tiempo que, con su mano, frotaba su coño y estimulaba su clítoris. Gracias a la cooperación de ambos amantes, Diana obtuvo un orgasmo brutal que la llevó al borde del desmayo. De los tres, sólo Susana hubiera estado en condiciones de seguir con la sesión de sexo, pero Álvaro ya no daba más de sí, y Diana estaba plenamente satisfecha. Los trescientos euros estaban ganados.

5

Ya fuera del hotel, Diana le entregó todo el dinero a su amiga.

–¿Ves? –le dijo a Susana–. Este es el mejor modo para ganar dinero rápido, y además nos lo pasamos bien.

–¿Seguro que no quieres una parte?

–No, no te preocupes. Si en algún momento necesito comprarme alguna cosa, ya repartiremos nuestra próxima ganancia. Mientras, vete ahorrando lo que consigas, y ya le dirás alguna mentira a tu madre sobre cómo lo has conseguido, porque claro, no le vas a decir que lo ganaste a base de polvos –dijo Diana, sonriendo.

Susana rodeó cariñosamente el cuello de su amiga con los brazos y le dio un prolongado y tierno beso en los labios.

–Caray, ése no fue un beso como los demás –murmuró Diana, algo sonrojada.

–Eres una verdadera amiga. Estoy empezando a quererte de un modo peligroso –le contestó Susana, con una hermosa sonrisa que expresaba los sentimientos que la abrumaban en esos momentos.

–Entonces, ¿soy la hermana que nunca tuviste?

–Eso mismo eres para mí: mi hermana.

Esta vez se dieron un morreo, cuyo ardor las protegió del frío nocturno.

–Perdona si esto te suena un poco insensible –dijo Diana–, pero siempre le estaré agradecida a tu padre por hacer que tú y yo nos conociéramos.

–Yo también –fue la respuesta de Susana.

Continuaron besándose un rato más, ignorando las miradas morbosas de los curiosos que pasaban cerca de ellas y sus comentarios obscenos.

–¿Mañana vendrás a clase? –le preguntó Diana cuando separaron las bocas.

–Sí, creo que sí.

–Pues nos veremos mañana, porque, la verdad, estoy echa polvo.

–Y nunca mejor dicho.

–Desde luego, fue un polvazo impresionante, y productivo.

–Bueno, pues nos vemos mañana.

–Sí. Ojalá viviéramos juntas, como auténticas hermanas.

–Puedes quedarte a dormir en mi piso cuando quieras, ya lo sabes.

–Sí, ya escogeré un día. Tal vez este fin de semana.

Dado que la dirección de sus respectivos pisos quedaba en dirección opuesta uno del otro, se tenían que separar en aquel punto. Diana comenzó a alejarse, pero a los cuatro pasos, miró a Susana por encima del hombro, y le dijo, sonriendo:

–Ya que somos hermanas, a ver cuándo me permites intimar con tu hermanito, tal como haces tú.

Susana soltó una risita.

–Cuando quieras, cariño. Es todo tuyo.

–Te tomo la palabra.

Esta vez sí, las dos se fueron cada una por su lado, ambas satisfechas por el giro que había dado aquella noche sus vidas.

6

Eran casi las doce de la noche cuando Susana llegó a su piso. Héctor ya se había acostado (seguramente esperaba una visita de su hermana, pero esa noche no tendría esa suerte); en cambio, Lucía estaba en la sala, sentada en el sofá y mirando el televisor sin demasiado interés.

–Hola, mamá –le saludó Susana alegremente, sentándose a su lado.

–Hola, Susana –contestó su madre, forzando una sonrisa. Incluso en aquellos momentos, a Susana le pareció hermosa. Lucía llevaba uno de sus vestidos de estar por casa, sin escote, pero que no conseguían disimular el volumen de sus senos. Susana no resistió el impulso de abrazarla para poder sentir aquellos exuberantes pechos apretados contra los suyos; casi al instante, su coño empezó a latir de excitación. El resultado de haberse quedado a medias con Álvaro.

–Mamá, tienes que dejar de estar triste –le decía, sin dejar de abrazarla–. Ya sé que estamos en una situación delicada, pero juntos encontraremos la solución.

–Gracias, cariño, eres una buena hija. –Lucía acariciaba suavemente el cabello de Susana; ésta también empezó a hacer lo mismo con su madre, al tiempo que cubría su rostro de besos pequeños y cariñosos, a veces atreviéndose a rozar con sus labios los de ella.

Susana estaba cada vez más caliente. De nada le servían sus dudas y temores, si la temperatura de su coño seguía subiendo de aquella manera acabaría por violar a su propia madre. Hizo ademán de apartarse, pero Lucía la abrazó, apoyando la cara contra sus pechos y le dijo:

–Espera, cariño. Déjame estar un poco más así. Me siento tan a gusto en este momento.

Susana no sabía qué hacer. Acariciaba toda la espalda de su madre, y de cuando en cuando sus manos se paseaban por las firmes y rotundas nalgas de Lucía.

–Puedes dormir esta noche conmigo, si quieres –le dijo, dejándose llevar por el deseo.

–Si no te importa... –Lucía la miró con una sonrisa cariñosa que hizo latir en Susana una especie de amor lujurioso–. Es que, desde lo de tu padre, me siento bastante sola.

–Claro que no me importa. Podemos ir ya, si quieres. Tengo algo de sueño.

–Está bien, pero, ¿ya has cenado?

–Sí, con Diana.

Lo único que había cenado con Diana era la polla del chico aquel, pero lo único que le apetecía comer en aquel momento era el cuerpo de su madre, desde la cabeza a los pies. Lucía fue a su dormitorio para ponerse su pijama, mientras Susana, tras orinar, se quitó el vestido, guardó el dinero que había ganado junto a Diana en la mesita de noche, y se quitó el vestido. Pensó en quedarse en bragas, pero debía mentalizarse de que no ocurriría nada con su madre. Considerar esa idea como algo posible sería demencial. No obstante, se encontraba demasiado excitada para pensar con claridad. Habría sido mejor no haberle dicho nada a su madre y echarle un polvo a su hermano. Eso la habría satisfecho. Bueno, ya era demasiado tarde. No se le ocurría ninguna excusa que decirle a su madre para retractarse, y además, no quería hacerlo. La idea de estar acostada con su madre, las dos a oscuras, en un ambiente de intimidad sensual, era demasiado tentadora como para resistirse. Se puso una camiseta de tirantes rosa vieja, que debido a que tenía el elástico del escote flojo por el uso, mostraban los senos hasta la aureola de los pezones, y si se tiraba un poco hacia abajo, estos quedaban al descubierto. A Héctor le excitaba bastante verla con aquella camiseta. Susana se metió en la cama, nerviosa y ansiosa como... como la vez que su padre había ido a casa de Diana donde ambas le esperaban. La asociación mental enfrió parte de su calentura. Le sobrevino de nuevo el sentimiento de culpa, aunque mucho menos intenso que otras veces, y se repitió varias veces que no debía cometer ninguna tontería; además, su madre no era su padre, no había ninguna posibilidad de seducirla.

Sin embargo, cuando Lucía apareció en el dormitorio ataviada con su pijama azul de dos piezas, con los ojales de los botones de la chaquetilla estirados debido al volumen de sus pechos, se le nubló de nuevo el sentido. Su vagina parecía tener vida propia; latía con fuerza y emanaba abundantes líquido calientes que empapaban la fina tela de las bragas.

–Jo, mamá, tienes unas tetas inmensas –dijo Susana, sin poder evitarlo, mientras imaginaba que le abría por la fuerza la chaqueta del pijama, arrancando todos los botones, liberando aquellos senos deliciosos.

–Hay, calla, calla –respondió Lucía con una sonrisa avergonzada.

Susana no podía dejar de sorprenderse de la absoluta candidez de su madre, una mujer de treinta y ocho años con un rostro juvenil, expresión de adolescente ingenua, ojos de niña de doce años, sonrisa dulce en unos labios voluptuosos y cuerpo que parecía creado para el placer. Susana nunca había percibido tan claramente aquella sucesión de matices en la fisonomía de su madre. La deseaba y la amaba más que nunca. Había sido muy ingenuo por su parte pensar que podría olvidarse de la idea de poseer a Lucía. Ahora la idea había cobrado fuerzas; se había convertido en una necesidad.

Lucía se acostó y apagó la luz. Estaban las dos de lado, cara a cara, aunque no se veían.

–¿Sabes que la última vez que dormimos juntas debías de tener seis añitos? –dijo Lucía, en tono evocador–. Eras una niña muy independiente. No te gustaba que tratasen como a una niña. Creo que eso lo heredaste de tu padre.

–¿Ah, sí? –Susana se acercó un poco a su madre, hasta sentir que sus pezones rozaban los brazos de su madre, que tenía doblados delante de los pechos. Luego posó una mano en su cintura.

–Sí. Yo siempre he sido más bien tranquilita y muy mimosa. Me parece que dormía con mi madre incluso a los quince años. Siempre fui un poco infantil, incluso ahora, con casi cuarenta años a mis espaldas.

Los abuelos maternos de Susana habían muerto siendo ésta muy pequeña, pero se imaginó a su madre montándoselo con su abuela (se la imaginó más o menos igual que Lucía), y estuvo a punto de preguntarle si su madre le daba muchos mimos, pero se detuvo a tiempo. En vez de eso, dijo, adoptando un tono de chica tímida que se le daba bastante bien:

–Bueno, muchas veces me apetece darte achuchones y besos, y demostrarte lo mucho que te quiero, pero... no sé, me da vergüenza, y también tengo algo de miedo de que te moleste.

Aquellas tiernas palabras fraternales hubieran quedado un tanto anacrónicas en contraste con la mirada lívida de lujuria de Susana, pero Lucía no podía ver eso y se sintió conmovida. Acarició el rostro de su hija y su cabello.

–Cariño –le dijo–. ¿Cómo me va a molestar que me des abrazos y besos? En todo caso me alegraría. Eres mi hija y te quiero muchísimo. Y ahora más que nunca necesito que me des tu afecto, ¿sabes? Estos son momentos difíciles para mí.

Susana sólo escuchaba las partes que le interesaban. En ese momento, lo que menos le importaba eran los sentimientos de su madre; lo único que quería de ella era su coño, su boca, sus pechos, su culo...

Susana se pegó al cuerpo de su madre con fuerza, abrazándola, pegando su vientre, su entrepierna y sus muslos a los de ella.

–Entonces, mamá, a partir de ahora seré tan cariñosa contigo que te vas a volver adicta –dijo, entusiasmada por la excitación–. Voy a convertirte en una niñita mimada. Verás lo mucho, muchísimo que te quiero.

–Caray, hija, me sorprendes –replicó Lucía, con sorpresa, pero también con agrado–. Nunca habría pensado que fueses tan efusiva.

–Es que, bueno, no sé, es así como me siento ahora –lo cual, en cierto modo, era cierto–. Ahora que papá no está, sólo te quedo yo, bueno, y también Héctor, pero ya sabes... los chicos no sueles ser muy cariñosos con sus madres. No sé, espero que no te moleste esto.

–Claro que no, bobita –le dijo Lucía dándole un beso en la frente–. Esa nueva actitud tuya me gusta mucho. ¡Cómo van a molestarme los mimos de mi niñita!

–¡Gracias, mami! –exclamó Susana, y comenzó a cubrir de besos el rostro de su madre–. Gracias, gracias, gracias... –Y cada "gracias" era un beso, en la frente, en las mejillas, y también en la boca. Podrían confundirse con besos inocentes, pero por supuesto, de inocentes tenían bien poco.

Lucía recibía los besos de su hija sin reparo, aunque no podía evitar sonreír ante la efusividad. Aparentemente, no dio ninguna importancia a las manos de su hija, que manoseaban sus nalgas y sus muslos con ansiedad, ni al modo en que Susana restregaba sus pechos contra los de ella o al pubis que se restregaba contra su pierna. Tampoco hubo ningún tipo de disuasión por parte de Lucía cuando su hija empezó a besarla por el cuello. La única reacción por parte de su madre eran unas leves risitas medio contenidas debido a las cosquillas. Susana, envalentonada –y un tanto sorprendida– por la sumisión de su madre, dejó de dar simples y breves besos, para pasar a chupetear la suave y blanca piel del cuello de Lucía, cuya única reacción fue echar la cabeza hacia atrás para facilitar la tarea de su hija. Una parte de la mente de Susana no podía evitar preguntarse si su madre sospechaba sus verdaderas intenciones, o si simplemente consideraba "normal" los "mimos" que su hija le otorgaba. ¿Era posible que su madre fuese tan ingenua? Bueno, lo que era cierto es que su madre jamás había demostrado la más mínima malicia, por leve que fuese. En cualquier caso, mientras las puertas se mostrasen abiertas, Susana seguiría avanzando.

FICHAS DE LOS PERSONAJES (2):

LUCÍA SOUSA:

38 años / Medidas: 100-68-96 / Altura: 1’71 cm./

Cumpleaños: 17 de mayo (Tauro) / Peso: 65 kg./

Ojos castaños; cabello negro.

HÉCTOR VALLE:

14 años / Tamaño miembro: 8-14 cm. / Altura: 1’67 cm./

Cumpleaños: 30 de junio (Cáncer) / Peso: 68 kg./

Ojos azules; cabello negro.

7

Héctor no se había dormido en ningún momento desde que se había acostado. Primero había estado leyendo un cómic de los X-Men que le habían prestado. Luego, cuando oyó que llegaba su hermana, decidió ponerse el discman, convencido de que su hermana no tardaría más de media hora en meterse en su cuarto para regalarle otra sesión de sexo. Con la luz apagada y la música de Queen tronando por los auriculares, no cesaba de evocar el hermoso cuerpo de Susana, el contacto con su piel, con sus labios, la cálida humedad que sentía al penetrarla... Aún no había terminado la segunda canción, y ya tenía una erección tremenda. Sentía la necesidad de masturbarse, pero no quería hacerlo. Prefería mantenerse en forma para su hermana. Héctor no sabía si debía agradecerle a Dios o al Diablo la suerte de tener una hermana como la suya –suponía que más bien a éste último–, pero tenía muy claro que deseaba que aquello durase para siempre. No entendía la decisión de suicidarse de su padre, pero por otro lado, por terrible que le sonase, en cierto modo se alegraba de que su padre ya no estuviese; no le hacía ninguna gracia compartir a Susana con su padre. La idea le daba un poco de asco. Descubrir aquella faceta tan carente de escrúpulos en su interior le inquietó un poco, así que dejó de pensar en ello y siguió imaginando el cuerpo de su hermana cabalgando sobre su miembro. Parecía que cada día la deseaba más. Era incapaz de estar más de media hora sin pensar en ella a lo largo del día. Empezaba a creer que se estaba obsesionando con ella, pero no podía evitarlo. Era tan hermosa, tan viciosa, tan sensual... La deseaba, la adoraba, daría su vida por ella. Ojalá pudieran estar todo el día solos en el piso, follando sin parar, parando sólo para comer y reponer fuerzas. En los últimos días, ésa era la idea que tenía Héctor del paraíso.

Cuando sólo faltaban un par de canciones para que se terminase el CD, Héctor, incapaz de esperar más, apagó el discman y se levantó de la cama. No oyó nada, así que supuso que las dos mujeres de la casa estarían acostadas. Vestido tan sólo con los calzoncillos azules, abultados por el pene, se dirigió hacia la puerta. A medio camino, decidió ponerse la camiseta que tenía colgada de la silla del escritorio, por si se encontraba con su madre. No era cuestión de exhibirse de aquella manera. Abrió la puerta de su dormitorio con cuidado y salió al pasillo. Estaba todo a oscuras, pero enseguida oyó susurros y risitas apagadas. Héctor se sorprendió un poco. Lo primero que pensó fue que Diana había venido con Susana y estaban acostadas las dos juntas. No se le había escapado la "intimidad" que había entre ambas amigas, así que eso le pareció lo más lógico. También le pareció de lo más excitante. Ver a su hermana montándoselo con otra chica –sobre todo, con otra chica como Diana, que estaba buenísima– seguro que era digno de ver. Entonces vio que la puerta del dormitorio de su madre estaba abierta de par en par, cuando normalmente la cerraba, o la entrecerraba, y gracias a la claridad que venía de las farolas de fuera, pudo distinguir, con dificultad, que la cama de su madre estaba vacía; además, si Diana hubiese venido acompañando a Susana, seguro que la habría oído hablar. Todo ello le llevaba a una terrible conclusión... que las risitas que estaba escuchando, y que de pronto reconoció como las de la mujer que le había traído al mundo, confirmaron. Su hermana y su madre estaban acostadas juntas. Y, en su estado de excitación, lo primero que se le ocurrió fue que se lo estaban montando juntas. Pero no, no podía ser. A pesar de que Susana follaba con él y había confesado haberlo hecho también con su padre, Héctor no podía concebir aquello. La imagen que tenía de su madre, cariñosa, benevolente, siempre bienintencionada, no encajaba para nada con la lujuria de Susana. No, qué va, era imposible. Sencillamente, se estarían contando algo gracioso.

De todos modos, movido por la curiosidad, Héctor avanzó con sigilo hacia el dormitorio de su hermana. Se detuvo un momento bajo el umbral de la puerta, indeciso. Desde allí se oían mejor los sonidos de beso, en los que parecía haber mucha saliva de por medio. Lo primero que se le ocurrió fue que su hermana y su madre se estaban dando un morreo, pero, aparte de que tal imagen le pareció muy fuerte, no le terminaba de encajar, más que nada porque también se oían las risitas ahogadas de Lucía. Caminando con mucho cuidado, avanzó unos pasos más. También se escuchaba el sonido de tela contra tela. Se detuvo a pocos centímetros de la cabecera de la cama. Su visión se había acostumbrado a la oscuridad, y pudo ver, en medio de la penumbra, las siluetas de Susana y Lucía bajo el edredón; había allí más movimiento del que se podría considerar normal.

Para evitar ser visto, Héctor se sentó con sumo cuidado en el suelo.

¿Qué puñetas está pasando aquí?, se preguntó.

Aguzó el oído.

–Cariño, cariño –oyó que decía su madre, con la respiración algo agitada–. Esto ya no son besos. Me estás babando toda.

–Lo... Lo siento, mami. –La respiración de Susana estaba bastante más agitada. Para Héctor era evidente que su hermana estaba muy excitada–. Me estoy dejando llevar por la emoción. Por favor, no te enfades.

–No me enfado, cariño. Es sólo que nunca te había visto así, y menos conmigo.

–Y me arrepiento, me arrepiento mucho de no haber sido más cariñosa contigo, que siempre te portas tan bien. No me merezco una madre como tú.

Héctor estaba cada vez más desconcertado. ¿A qué venía todo aquel rollo? ¿Desde cuándo Susana era tan cariñosa? Y entonces comprendió. Era algo tan evidente que resultaba estúpido haber dudado siquiera. Su hermana se lo quería montar con su madre, así de sencillo. Recordó entonces lo cariñosa que estaba Susana con su madre en los últimos días, antes incluso de que Noel se suicidara. Así de cariñosa había estado también con su padre, y la única razón había sido que quería follar con él. Igual que ocurría ahora.

–Claro que te mereces de sobras una madre como yo –decía Lucía, consolando a su hija.

–Tengo tantas cosas que agradecerte –divagaba Susana–. Que me cuidaras, que estuvieras siempre a mi lado... Además, es de ti de quien heredé este cuerpo que tanto gusta a los chicos.

Qué modesta, pensó Héctor, con sorna. Pero, en realidad, le estaba costando asimilar todo aquello. No era capaz de imaginar a su madre metida en un ambiente de lujuria, ni que Susana la viese de tal modo. No era como con su padre, por el que apenas sentía apego. En el caso de su madre era distinto, siempre la había visto como una figura llena de pureza y ternura. Llegó a la conclusión de que era imposible que Susana avanzase gran cosa con aquel juego. Todo esto lo pensó en dos o tres segundos, y aún tuvo tiempo de recordar las últimas palabras de Susana: "Es de ti de quien heredé este cuerpo que tanto gusta a los chicos." Por extraño que pudiese parecer, aquella afirmación le sorprendió. Incluso se preguntó: ¿Por qué dice eso? Ni que mamá tuviese un cuerpazo. Porque, después de todo, Héctor jamás se había fijado en los encantos físicos de Lucía.

–¡Qué cosas me dices, cariño! –le contestó Lucía y su hija, evidentemente halagada–. Vaya una noche de sorpresas que me reservas esta noche.

–¿Crees que algún día seré tan guapa como tú? –preguntó Susana en un tono de voz que hacía cosquillas en los oídos. En Héctor, además, tuvo el efecto de reavivar su erección.

–Pero si ya lo eres, mi amor, ya lo eres.

–¿Qué dices? Ya me gustaría a mí tener esta carita tan bonita. –Se oyeron varios besos pequeños–. Y, aunque me da algo de vergüenza confesarlo, tengo celos de estos pechos que tienes, ¿sabes?

Y Héctor adivinó –con acierto–, más por instinto que otra cosa, que su hermana acababa de posar las manos en los pechos de su madre. E, inevitablemente, imaginó la escena. Las manos de Susana sobre ambos senos de Lucía, cubiertos por la tela del pijama, aplicando algo de presión en ellos. Para lo cual su memoria subconsciente hizo una reproducción exacta de los pechos de su madre. Por supuesto, dudó que aquellos melones cárnicos que veía en su imaginación correspondiesen a la realidad; pero al mismo tiempo se preguntó: ¿Mamá tiene esas tetas? ; pero al mismo tiempo no le cabía la menor duda de que así era; y al mismo tiempo, no pudo evitar recrearse en la contemplación imaginaria de aquellos senos voluptuosos, que era incapaz de asociar con su madre, pero sin embargo, una parte de su mente los denominaba "las tetas de mamá".

–Ay, cariño, ¿qué haces? –dijo Lucía con aquella voz que siempre le salía cuando quería quejarse de algo; una voz carente de convicción, con un poco de queja y un mucho de aceptación, propia de aquellos que tienen una personalidad sumisa. Dicho de otro modo, el típico tono que, más que echar atrás al atacante, lo azuzaba.

–Lo siento, mamá, pero no lo puedo evitar. Es que son tan fascinantes, ojalá las mías fueran así.

Por el sonido siseante y con la ayuda de su imaginación, Héctor supo que Susana estaba sobando de lo lindo los pechos de su madre. No supo cómo debía sentirse en aquella situación. Por un lado, la idea de que era su propia madre la que estaba allí, siendo manoseada por su hermana, le dejaba bastante confuso, pero por otro, la escena que reproducía su imaginación, las manos de Susana estrujando unos pechos exuberantes y francamente apetecibles, que no estaba nada seguro de que fuesen como los de su madre, pero que, en cualquier caso, eran preciosos, le estaba derritiendo los sesos.

Héctor deseó tener visión nocturna. Desde luego, habría alucinado con el espectáculo que se desarrollaba sobre la cama. Susana había perdido el poco autocontrol que le quedaba. Con una mano, manoseaba con absoluto descaro las nalgas de su madre, y con la otra, los pechos. Curiosamente, la única reacción de Lucía era emitir unos leves jadeos. Susana no tardó en ponerse a desabrochar la chaquetilla de su madre, liberando los senos de su encierro.

–Susana, ¿qué haces ahora? –El tono de voz de Lucía, tan carente de autoridad como el de una niña de cinco años perdida en una multitud de gente desconocida, vino acompañado de un suspiro que sonó igualmente excitante para Susana como para su hermano, que ya no podía dejar de manosearse el pene.

–Te adoro –fue la única respuesta de Susana, crecida ante la falta de resistencia de su madre, y sin pensárselo, abrió del todo la chaquetilla del pijama de Lucía y comenzó a pasar la lengua por todo el contorno de uno de los senos, cubriéndolo íntegramente de saliva, lo cual llevaba su tiempo, hasta llegar al pezón, que chupeteó, primero con delicadeza, y luego con mayor énfasis.

–Cariño, para, para... –gemía Lucía, con su habitual carencia de carácter.

Ni que decir tiene, Susana no se detuvo, es más, llevó la mano que manoseaba las nalgas de su madre a la entrepierna de ésta y se puso a frotar toda la zona de la vagina por encima del pantalón. Lucía apretó las piernas y las flexionó en un vano –y algo patético– intento por frenar las intenciones de Susana; agarrar la muñeca de su hija con una fuerza similar a la de un bebé tampoco solucionó gran cosa.

–Para, Susana, para ya... –pedía (dar órdenes o exigir algo jamás había estado en la naturaleza de Lucía), en voz muy baja, casi inaudible.

–¿No quieres que te demuestre mi cariño? –le preguntó Susana, entre jadeos, sin dejar de mover la mano entre los muslos de su madre, ni de sobar sus pechos–. ¿Vas a rechazar mi amor por ti?

–No... No es eso... Yo... –Lucía estaba confusa, aturdida; su mente iba en dos direcciones diferentes: por un lado, sabía que aquello sobrepasaba los límites de la relación madre-hija, y que Susana había perdido la cabeza; por otro, era incapaz de llevarle la contraria a su hija, y además, nunca había sido capaz de imponer su voluntad ante nadie. Y todavía había una tercera dirección, quizá la que más la confundía: aquella situación no la escandalizaba tanto como suponía que debería.

–Necesito hacer esto, mamá –insistía Susana, exprimiendo esa falta de voluntad que caracterizaba a su madre–. Lo hago porque te quiero, porque adoro cada milímetro de tu cuerpo. –La besó en los labios–. Déjame seguir, por favor. –Otro beso, más sensual, tanteando con la punta de la lengua los labios de Lucía–. Déjame... seguir –susurró, buscando con la lengua el consentimiento para entrar dentro de aquella cálida boca; lo que encontró fue una débil resistencia que no impidió nada. Susana exploró todos los rincones de la boca de su madre, luego se ensañó con su pasiva lengua, que no reaccionaba, pero tampoco la rechazaba, sencillamente, se dejaba hacer; una actitud que se podía aplicar al resto de su cuerpo.

–¡Dios, me vuelves loca! –exclamó Susana en voz baja. Se puso a horcajadas sobre Lucía y apretujó con ambas manos los senos de su madre, manoseándolos a conciencia, frotándolos uno contra otro en todas direcciones.

Por fin, por fin, por fin estas preciosas tetas son mías, sí, mías, mías, pensaba, o mejor dicho, sentía, pues en el infierno de lujuria en que se había convertido su cerebro era imposible la formación de un pensamiento coherente. Con voracidad hasta ese momento reprimida, se lanzó a chupar, lamer, mordisquear los pechos de su madre, al tiempo que pellizcaba los erectos pezones o los apretaba entre los dientes, haciendo caso omiso de las débiles quejas de Lucía, que por otra parte, seguía sin mostrar mayor resistencia.

Tal vez un minuto antes, Susana, de algún modo, hubiese sido capaz de detenerse. Pero ya no. Había cogido la velocidad máxima. La lujuria de su cerebro era un huracán que lo arrasaba todo, y sólo quería más, más, más...

8

La mayoría de los adolescentes, y, en definitiva, la mayor parte del género masculino, cuando ven a la típica chica guapa, poco comunicativa y discreta, suelen decir cosas como "es una mosquita muerta", y a continuación, como si acabasen de descubrir alguna especie de solución a una duda existencial: "Este tipo de chicas que parecen atontadas, seguro que se dejan hacer de todo." Lo cual, por lo general, suele ser una conclusión equivocada que conduce a malos entendidos, y en el peor de los casos, a actos despreciables, y de todas maneras, semejante hilo de pensamientos sólo pone de manifiesto la peor faceta del hombre.

Ahora bien, esto no significa que ninguna chica se ajuste a tal descripción. Prueba de ello es Lucía, una mujer que, desde su más tierna infancia, se ha caracterizado por su personalidad influenciable, carente de voluntad propia. Lucía era, sin lugar a dudas, la niña más obediente de su clase y de su casa, que compartía con dos hermanos y una hermana. Jamás, en ninguna fase de su vida, tuvo una época de manifiesta rebeldía contra nada. Es más, si investigáramos cada hora de su vida, desde, pongamos, los cinco años, hasta la actualidad, no encontraríamos más de dos ocasiones en las que demostrase un mínimo enfado, de escasa duración y sólo entre los cinco y los diez años. Con su timidez y su sonrisa bienintencionada e ingenua, Lucía fue una niña que, en el colegio, despertaba más la burla de sus compañeros y compañeras que otra cosa, lo cual nunca la marcó realmente, ya que, si bien es una mujer sin convicción ni voluntad, también es cierto que su capacidad de asimilación y adaptación es sorprendente. Dicho de otro modo, psicológicamente, Lucía sería capaz de soportar sin sufrir más que algún que otro leve cambio de perspectiva, una condena de diez años en la cárcel, con todo lo que ello conlleva, o de sobrellevar una crisis económica únicamente haciendo algunos cambios en su rutina diaria. Hay una posibilidad entre mil de que Lucía sufra una crisis nerviosa o se vea asediada por un trauma del pasado, si bien es capaz de mostrar tristeza durante un corto período de tiempo, como ocurrió con la muerte de Noel.

De todas formas, lo único que tuvo que sobrellevar Lucía a lo largo de vida, y en concreto, durante su adolescencia, fue poseer un cuerpo que era un reclamo para la lívido masculina. Ya desde los once años, su desarrollo físico fue precoz; aunque ni ella ni los compañeros de su clase eran conscientes de ello, sí lo era su profesor de gimnasia, que aprovechaba cualquier oportunidad para frotarse contra su cuerpo. Este profesor, además de educación física, enseñaba ciencias naturales. En una ocasión, durante una proyección en la que todos los alumnos estaban a oscuras y con la atención –unos más, otros menos– fija en el documental sobre insectos, don Enrique, el profesor de gimnasia y naturales, que previamente había distraído a Lucía para que cuando ésta fuese a la sala de proyecciones se sentase en las últimas filas (ya sabía que no tenía amigas, de modo que nadie le guardaría el sitio), se sentó a su lado, en la última fila, y aprovechó la oscuridad para coger la mano de su alumna y frotarla contra su miembro erecto. Lucía, que no entendía exactamente de qué iba todo aquello, pero que lo intuía, no se resistió, ni siquiera cuando don Enrique deslizó su pequeña mano bajo los pantalones; ésa fue la primera vez que Lucía tocó un pene. Le pareció duro como una roca, enorme y muy caliente. Su contacto no la desagradó del todo. El profesor restregaba la mano de su alumna por todo su miembro y por los testículos, hasta llegar a un orgasmo disimulado que empapó de semen la mano de Lucía, que se sorprendió al notar aquel líquido espeso y caliente. El profesor le dio un kleenex para que se limpiara y le dijo que no dijese nada de aquello. Don Enrique no volvió a intentar nada con su alumna, tal vez temiendo cometer alguna imprudencia. Seguramente, sí lo habría hecho si hubiese conocido las sensaciones que aquella experiencia había despertado en Lucía. La jovencita había sentido un calor por todo su cuerpo nada desagradable; un calor cuyo epicentro debía ser su vagina, a juzgar por los latidos que allí notaba. Esa misma noche, en su cama, cuando recordó los acontecimientos del día, volvió a sentir aquel mismo extraño latido que, instintivamente, la llevó a tocarse con sus dedos; encontró un punto que le proporcionaba unos agradables cosquilleos, centró sus atenciones en esa zona, y pronto se vio inundada por oleadas de placer. Aquella noche Lucía experimentó el primer orgasmo de su vida.

Su existencia siguió como siempre. A los trece años, se puso de moda entre los chicos tocarles el culo a las chicas, y no pocos recibieron un buen bofetón por ello. Por supuesto, de Lucía sólo recibían una cara seria que quería demostrar un enfado que no sentía, y pronto se convirtió en el trasero más sobado de la clase; luego, cuando descubrieron que aquella "mosquita muerta", no sólo tenía unos pechos propios de una chica de dieciséis años, sino que resultaba igual de fácil sobarlos que el culo, pasó a ser la chica más manoseada de la clase. Estaban encantados con Lucía, que lo único que hacía para tratar de rechazarlos era soltar alguna que otra queja apenas audible. Lo cierto es que a ella no le disgustaban aquellas invasiones de su intimidad, ni le preocupaban las chicas que empezaban a tenerle una franca antipatía y que la llamaban zorra y buscona. Hubo momentos en que dos o tres chicos la sobaban al mismo tiempo, por encima y por debajo de la ropa, sin dejar ninguna parte de su cuerpo por explorar. Finalmente, el matón de la clase, que tenía dos años más que el resto, terminó follando con ella el último día de curso. Así fue como Lucía perdió la virginidad, fue rápido y algo doloroso, pero no exento de cierto placer.

Sin embargo, fue en el instituto donde conoció todos los entresijos del sexo, de mano, una vez más, de un profesor, esta vez de literatura, y también de otra alumna que nada le tendría que envidiar a Susana o Diana en cuanto a comportamiento promiscuo. Sucedió a los pocos meses de empezar 1º de B.U.P. Lucía tenía que estudiar para un examen y, al igual que otros estudiantes responsables, aprovechaba el recreo para repasar sus apuntes. En esa ocasión, diez minutos después de que sonase el timbre del recreo, se dio cuenta de que se le había olvidado una parte de sus apuntes en la carpeta, de modo que, aunque no estaba permitido, volvió a su aula, teniendo cuidado de que el bedel, un viejo gruñón, no la viera. No oyó nada extraño que la hiciera sospechar lo que vería al abrir la puerta de su clase. Allí estaba, su profesor de literatura, don Andrés, un hombre de unos cuarenta años, aunque atractivo, que se mantenía en forma a base de footing, con los pantalones bajados hasta las rodillas y penetrando desde detrás a una chica de pelo largo y rubio que estaba inclinada hacia delante, con las manos apoyadas en la mesa del profesor, la minifalda subida y las bragas en los tobillos. Lucía no conocía de nada a aquella chica, de momento, pero se trataba de una alumna de dieciséis años, dos más que ella, llamada Clara. Durante varios segundos eternos, los tres se quedaron petrificados, la pareja mirando a Lucía y viceversa. Don Andrés fue el primero en recuperar la compostura. Al parecer, tenía mentalmente fichada a Lucía, porque lo primero que dijo fue:

–Ah, hola, Lucía –con una sorprendente naturalidad, dadas las circunstancias–. Pasa, pasa, no te quedes ahí. –Como vio que su alumna no reaccionaba, añadió–: Venga, vamos, entra. No te preocupes, estás entre amigos.

Y Lucía, que desde que había perdido la virginidad hasta ese momento, había llevado una existencia de lo más discreta, sin destacar por nada, sin amigas y sin moscones que la sobasen por todos lados, entró y cerró la puerta tras de sí. Esa simple acción significó su tácito consentimiento para que el hombre y la chica que había frente a ella la incorporasen a sus juegos sexuales. Lucía, que se dio cuenta de que se sentía atraída por todo aquello, se dejó llevar, tal como era su costumbre. Andrés presentó a Clara y ésta, para demostrar que la presencia de Lucía no la contrariaba en absoluto, le dio un profundo morreo. A partir de ese momento, todo se precipitó. En esa misma ocasión, se dejó convencer por Clara con sorprendente facilidad para que la ayudara a hacerle una felación al profesor, de modo que por primera vez Lucía se metió una polla en la boca, y de paso, recibió en ella un torrente de semen, que compartió con Clara en un prolongado beso. En los días, y meses, posteriores, la experiencia sexual de Lucía no hizo más que aumentar, y nunca tuvo un papel activo en sus relaciones. Clara y don Andrés hacían lo que querían con ella, y Lucía se sentía en la gloria siendo un mero objeto sexual. Quedaban casi todas las tardes en casa del profesor, o bien en casa de Clara cuando estaba sola, y de ese modo Lucía probó el sexo lésbico en todas sus formas, el sexo anal, ya fuera con la polla de don Andrés o con la mano de Clara, el sexo oral, el sesenta y nueve, las cubanas... en fin, todo. Durante los años que pasó en el instituto, su vida fue un río continuo de vicio.

Luego vino la universidad, donde comenzó la carrera de medicina. Pero sólo llegó a cursar un año, porque ahí fue donde conoció a Noel, irónicamente, un hombre que muy pronto, de hecho, unos meses más tarde, sería profesor. Tal vez fuese eso lo que más le gustó a Lucía; el caso es que se quedó embarazada del joven Noel y éste no puso el más mínimo reparo en casarse y traer al mundo al bebé que sería Susana. Lucía dejó los estudios e inició una vida rutinaria y sin sorpresas –al menos, hasta la fecha– a la que no tardó en adaptarse, y que terminó por gustarle. Ser madre y ama de casa también le parecía una bonita experiencia y pronto olvidó sus experiencias en el terreno del sexo desenfrenado.

Hasta ahora.

9

Pero todo volvió a su mente: la experiencia con don Enrique, los múltiples sobeteos de que fue objeto en el colegio, la pérdida de su virginidad con aquel chico mayor que ella, y de cuyo nombre no se acordaba, y sobre todo, la lujuria descontrolada que la invadió en compañía de Clara y don Andrés. Todo volvía a reproducirse en su mente en rápidas imágenes consecutivas, mientras su hija, que ya se había desnudado, le quitaba el pantalón del pijama y las bragas, dejándole la chaqueta, que no estorbaba para nada. La calentura de aquellos años del pasado regresó con fuerzas multiplicadas, los latidos de su vagina, que estaba completamente mojada, eran como descargas eléctricas que estremecían todo su cuerpo. De nuevo era un objeto sexual en manos de alguien, y le encantaba esa sensación; se dio cuenta de que echaba de menos estar en aquella situación. Ansiaba ser usada, convertirse en una marioneta del vicio. Y Susana era la persona perfecta para ello. Separó las piernas de su madre, sin encontrar ya ni rastro de resistencia, por el contrario, lo que Lucía ofrecía era una completa entrega.

–Y ahora, mamá, como te quiero tanto, voy a mimar el lugar por el que vine al mundo.

Susana enterró la cara entre los muslos de Lucía y lamió y chupó y mordió aquella cueva carnosa, húmeda y caliente, hasta empaparse de su esencia, hasta sentirse parte de ella, mientras con las manos sobaba los tersos glúteos. Susana succionaba el clítoris de su madre, dispuesta a lograr que ésta disfrutase de la experiencia, y lo logró. Lucía, que había conseguido no emitir nada más audible que unos jadeos, comenzó a gemir de placer, en un tono bajo y suave que resultaba muy sensual. Desde luego, lo era para Héctor, que, incapaz de creerse que lo que estaba sucediendo tan cerca de él fuese real, se masturbaba furiosamente, deseoso de entrar en el juego que se habían montado su madre y su hermana, pero sin ser capaz de reunir el valor necesario para hacerlo por iniciativa propia.

Lucía alcanzó el orgasmo, pero no por eso su hija iba a darle un respiro. Susana ascendió por el cuerpo de su madre, se incorporó y colocó su empapado coño sobre sus enormes pechos. Le encantaban aquellas tetas y quería follárselas, correrse sobre ellas, así que se restregó contra los senos de Lucía sin compasión ni pausa, cubriéndolas de líquidos vaginales, aplastándolas bajo el peso de su cuerpo; alcanzó el orgasmo, pero todavía no era suficiente. Susana se deslizó un poco hacia delante, hasta situar su vagina en la boca de su madre.

–Cómeme el coño, mamá, cómemelo con mucho cariño –gimió Susana.

Lucía se vio obligada a hacerlo, ya que de lo contrario su hija parecía dispuesta a asfixiarla, y de todas maneras, quería hacerlo. Así que, con la paciencia y ternura que la caracterizaban, Lucía lamió el interior del coño de su hija y luego se dedicó a chupar y lamer con delicadeza su clítoris. Susana alcanzó otro orgasmo. Incluso Héctor se corrió, manchando el suelo de semen. Pero para ella todavía no era suficiente. Se situó en posición opuesta sobre el cuerpo de su madre, aplastando sus senos bajo el vientre; hizo que Lucía echase las piernas hacia atrás hasta que los muslos chocaron contra sus hombros, y luego aplicó la lengua en su ano, formando pequeños círculos sobre él. Esto sí que motivó los gemidos de Lucía, que esta vez emitió gemidos agudos, que aumentaron de decibelios a medida que su apasionada hija se abría paso hacia el interior de su más íntimo y oscuro agujerito. Susana sólo hizo una pausa para decir:

–Mamá, chúpame –y luego continuó penetrando con la lengua el ano de su madre.

Lucía, que no sabía qué tenía que chupar, tomó la decisión de hacerlo donde más le apetecía en ese momento, así que comenzó a lamer la cara interna de las nalgas de su hija, y luego, el orificio que Noel había penetrado en vida. De este modo, las dos alcanzaron un nuevo orgasmo. Esta vez sí, Susana había llegado a su límite. Habría sido capaz de follar con su madre toda la noche, pero ese día había sido bastante movidito, aunque sin lugar a dudas, lo mejor había sucedido al final.

Se abrazó a su madre, se dieron un beso en el que Susana usó más la lengua que los labios; luego, se acomodó sobre los senos mojados por sus propios líquidos, y se durmió.

Héctor, con mucho cuidado, gateó hasta llegar al pasillo. Ya en su dormitorio, y tras masturbarse una segunda vez, rodeado de una intensa irrealidad, se preguntó qué iba a ocurrir a partir de entonces.

Más o menos lo mismo que se preguntaba Lucía, que no podía dejar de pensar en lo sucedido. Se sentía un poco culpable, pero no por lo que había hecho con su hija, sino precisamente por eso, por no sentirse culpable. Una especie de paradoja que bailoteaba por su mente como una nube molesta. Llevaba tantos años siendo la perfecta madre y ama de casa, que ahora, después de aquel brusco cambio en su vida, no sabía cómo tendría que actuar cuando llegase el día siguiente.

Decidió no pensar más en ello. Apartar las preocupaciones de su mente era algo que se le daba bastante bien. Cerró los ojos y se concentró en la agradable sensación que le producía sentir el aliento de su hija deslizándose por su pecho húmedo.

CONTINUARÁ

WESKER

06-ABRIL-2005