Ninfómana (03: domingo)

El equilibrio mental de Noel apenas se sostiene. La moral y el deseo libran una batalla atroz en su mente. Mientras, Susana empieza a ver a su madre de un modo diferente.

NINFÓMANA

Por Wesker

Tercera Parte

DOMINGO

1

Domingo por la tarde. Noel había salido después de comer para reunirse con otros profesores (últimamente cualquier excusa le valía para estar lo menos posible en casa). Héctor también había salido para encontrarse con unos amigos, aunque él hubiera preferido quedarse con su hermana y follar toda la tarde con ella si fuera posible, pero la presencia de su madre impedía esa opción. Lucía y su hija se encontraban en la sala, sentadas una al lado de la otra en el sofá, viendo una película de Disney de alto grado moral y dudosa calidad. Ambas bostezaban continuamente y Susana pensaba que si en la película los dos niños protagonistas se follaran a su ricachona madre hasta dejarla medio muerta, todos serían más felices.

Susana miró a su madre y se percató de que se había dormido. La expresión ya de por sí amable y solícita de Lucía se veía ahora acrecentada hasta alcanzar una apariencia de juventud sorprendente en una mujer de casi cuarenta años. Tenía la cabeza ladeada, algunos mechones de su cabello negro sobre la mejilla y los labios entreabiertos de un modo muy sensual. Susana observó aquellos labios atentamente, relamiéndose los suyos y sintiendo el abrasador y casi incontenible impulso de darle un morreo antológico a su madre. Desde que Diana le hizo notar lo maciza que estaba su madre ya no pudo verla de la misma manera que hasta ahora. Realmente, su madre tenía un cuerpo fabuloso y le sorprendía no haber caído en la cuenta antes. Tal vez el hecho de que su madre fuera tan amable y solícita, en cierto modo, ingenua, ocultase la voluptuosidad de su cuerpo. Lo cierto era que Lucía parecía la sumisión y la bondad personificadas, y por eso mismo a Susana le excitaba tanto imaginar su húmedo coño restregándose por aquellas exuberantes tetas de las que ella se había alimentado hacía dieciséis años.

Lucía vestía ese día un vestido azul pálido que le llegaba hasta las rodillas y cuyo escote era casi inexistente, pero que se ceñía suavemente a sus sensuales formas, perfilando la curva de sus caderas y sobre todo, los enormes pechos, aquellos dos perfectos globos de carne; sobre el vestido, llevaba una rebeca blanca con un único botón abrochado, el primero empezando por arriba, de modo que ambos lados de la prenda enmarcaban y resaltaban los senos. Susana recordó que su madre siempre parecía tener problemas a la hora de ponerse prendas de botones, porque sus desarrollados pectorales estiraban los ojales de los botones de un modo un tanto llamativo, como si éstos fuesen a saltar de un momento a otro. Sólo pensar en esto hizo que la excitación de Susana aumentase todavía más; le resultaba incomprensible no haberse dado cuenta de los encantos de su madre hasta ese momento. Deslizó la mano bajo la minifalda y comenzó a frotarse el clítoris sobre las bragas sin dejar de devorar a su madre con los ojos, deseando estrujar y chupar y morder aquellos suculentos pechos, deseando tener la cara entre los muslos de la mujer que la había traído al mundo y saborear el túnel por el que una vez salió. Pero sabía que debía reprimirse, que no podía hacer aquello que cada vez deseaba con más fuerza. Introdujo la mano bajo las bragas y se metió dos dedos en el coño; le supo a poco, de modo que no tardó en penetrarse con cuatro dedos, los metía y sacaba con violencia y rapidez, reclinada en el sofá con las piernas totalmente abiertas, los ojos humedecidos por el placer, la boca abierta, emitiendo suspiros rápidos y entrecortados, procurando que los gemidos que tenía atragantados en la garganta no pasasen de ahí; la frenética masturbación producía un sonido de chapoteo perfectamente audible, aunque no lo suficiente como para interrumpir la siesta de Lucía.

Masturbarse al lado de su madre... Era una locura, pero el hecho en sí lo hacía más excitante todavía, máxime teniendo en cuenta que le motivo de su calentura era su propia madre. Se apretujó los senos por encima del top, para enseguida hacerlo por debajo. Con los hermosos ojos azules entrecerrados, miraba a su madre entre la bruma del placer, y se imaginó a sí misma desgarrando aquel vestido, dispuesta a disfrutar de aquellos maravillosos atributos por la fuerza si era necesario. Le ardía todo el cuerpo, se parecía que de un momento a otro saldría humo por los poros de su piel. La idea de violar a su madre era cada vez más tentadora, necesitaba controlarse, controlarse, controlarse... Convirtió su mano en un puño y se lo introdujo de golpe en la vagina, emitió un gemido ahogado y se vio convulsionada hacia delante al tiempo que un intenso orgasmo explosionaba en su coño y se expandía por todo su cuerpo privándola de todas sus fuerzas. Volvió a apoyar la espalda en el respaldo del sofá y se quedó desmadejada, jadeante y sudorosa, con el puño aún metido en su vagina, sacudida por leves temblores que la hacían sonreír. Se sentía tan débil y tan a gusto que si en ese momento su madre se despertase o entrase alguien en el piso, no se movería ni un milímetro, sin importarle que la vieran en su actual pose: las piernas separadas, las bragas medio bajadas, una mano metida en su coño y la otra bajo el top, sobre un pecho. Afortunadamente, ni Lucía se despertó (el televisor ayudaba), ni nadie llegó; a decir verdad, habrían pasado diez minutos como mucho desde que Susana había empezado a masturbarse.

Tras unos minutos de descanso, Susana recuperó parte de sus fuerzas y sacó el puño de su vagina. La mano estaba totalmente mojada, unos hilillos gelatinosos colgaban de sus dedos; iba a chupárselos, pero de pronto se le ocurrió una idea cuyo morbo excitó de nuevo su ahora hipersensible coño. Antes de que ninguno de los hilillos se separase de sus dedos, desplazó la mano y dejó que cayesen sobre la mejilla y los labios de su madre. Lucía frunció levemente el ceño y volvió la cabeza hacia el otro lado, sin llegar a despertarse. Susana, ahora sí, se chupó los dedos, degustando el sabor de su coño como si fuese una golosina. Luego se levantó, y se colocó bien las bragas y el top. Se inclinó para observar bien el rostro de su madre; ver sus propios fluidos vaginales humedeciendo parte de aquellos carnosos y sensuales labios fue más de lo que pudo soportar y se atrevió a besarlos, eso sí, con suma suavidad, resistiendo el impulso de saborear aquella boquita como se merecía. No obstante, Lucía comenzó a despertarse y Susana se apresuró a salir de la sala.

Lucía, medio dormida, se tocó los labios notando la extraña sensación de que alguien la había besado; supuso que lo habría soñado. También notó la humedad en su mejilla y ligero sabor salado en sus labios al pasar la lengua por ellos, pero no le dio importancia, imaginando que la humedad era saliva que se había deslizado de su boca mientras dormía, y el sabor salado era debido al sudor, aunque ahora no sudaba. Lógicamente, no podía adivinar la verdad.

2

Noel se sentía acosado, física y psíquicamente. Ya no se trataba sólo de que era incapaz de mirar a su hija sin ser consciente de sus encantos, sino que desde la noche que Diana había ido a su piso a cenar, ésta se dedicaba a perseguirle sin tregua, provocándole, tentándole, empujándole al borde de la locura. Se la encontraba en todas partes, y la actitud de Diana hacia él era decididamente de carácter sexual: resultaba casi imposible caminar por cualquier pasillo del instituto sin tropezar con ella, en una ocasión que el pasillo estaba repleto de alumnos, se percató de que Diana había acabado justo delante de él, y además, presionaba sin ningún tipo de pudor el trasero, cubierto por una mínima falda, contra su entrepierna, incluso le miró por encima del hombro, sonriéndole con malicia; para cuando Noel logró apartarse de ella, su miembro abultaba la bragueta del pantalón de un modo escandaloso, hecho que disimuló cubriéndose la entrepierna con el maletín; la cosa no cambiaba mucho cuando tenía que dar clase en el aula de Diana, para empezar, estaba en la primera fila, por lo que cuando llevaba minifalda (o sea, casi siempre), sus hermosas piernas eran perfectamente visibles; esto, ya de por sí, y teniendo en cuanta su actual estado de ánimo, era un calvario, pero si además se añadía el toque personal de Diana, que consistía en mantener los muslos separados durante más de media clase, permitiendo una más que sugerente visión de su lugar más íntimo, aunque dada su promiscua actitud, más bien parecía zona de libre uso, eso sin contar las constantes miradas y sonrisas insinuantes, el modo en que se pasaba la lengua por los labios o cómo chupaba el extremo del bolígrafo que estuviese usando. Para cuando terminaba la clase, Noel tenía el cuerpo empapado en sudor. Luego llegaba a casa y se encontraba a su hija con aquellas camisetas y minifaldas ceñidas y sus continuos contoneos, y los conflictos internos que se tenían lugar en su cerebro a cada minuto llegaban a su punto álgido, y sólo era capaz de relajarse un poco después de tres o cuatro aspirinas. Lo único bueno que sacaba de toda esta situación era que al final del día acababa tan agotado que cinco minutos después de acostarse en la cama, se quedaba dormido como un lirón.

Ese domingo había dicho a su mujer que se iba a reunir con otros profesores, pero eso había sido tan sólo una excusa para no estar en casa y tener que ver a su hija. ¿Quién le diría que acabaría en semejante situación? Desde aquel día que, accidentalmente, había admirado el trasero de Susana sin saber que se trataba de ella, la idea de que su hija no le era indiferente como mujer se había deslizado hasta lo más hondo de su cerebro. Si aquel día no le hubiese dado importancia a algo que realmente no la tenía, ahora no estaría soportando aquella carga psicológica. Él seguiría siendo el de siempre y ni siquiera le afectarían las acciones lascivas de Diana. Pero nada de eso tenía remedio ahora. En las dos horas que dedicó a dar vueltas sin rumbo por la ciudad, su mente no había cesado de darle vueltas al asunto, y sólo se le había ocurrido una cosa: divorciarse de su mujer y trasladarse a cualquier otra parte. Era una solución radical, pero se debía a una situación extrema. Después de todo, ¿hasta qué punto quería a su mujer? No estaba seguro. Reconocía que era atractiva, muy atractiva, pero de un tiempo a esta parte ya no sentía por ella lo que antaño; ni siquiera recordaba cuánto tiempo hacía que no hacían el amor.

Pensaba en todo esto mientras se dirigía a su coche, que había dejado aparcado al lado de la estación de autobuses. Al ser domingo, esa zona, ya de por sí poco transitada, estaba muy silenciosa; seguramente por eso mismo le gustaba tanto a Noel. Soledad era lo que más necesitaba últimamente.

No obstante, ni siquiera eso se le iba a conceder por lo que veía. Había alguien junto a su coche, y más concretamente, sentado sobre el capó. Aún estaba demasiado lejos para distinguirlo bien, pero probablemente fuese uno de esos golfos. La idea no le hacía mucha gracia, pero se sentía lo suficiente agobiado como para verse capaz de enfrentarse a quien fuese. No le importaría que enviasen una temporada al hospital; allí estaría tranquilo. Era un valor nacido de la desesperación que, en cuanto se acercó, se evaporó por completo, y no porque se hubiese acobardado de pronto, sino porque la persona que había sentada sobre el capó de su Opel era Diana. No tuvo más que ver aquellos mechones rubios para saberlo. El corazón se le detuvo durante un momento, seguramente para coger carrerilla porque seguidamente se puso a galopar como loco. Quería echar a correr, huir de aquella pérfida adolescente que le atormentaba con sus encantos, pero sus piernas no le obedecían y continuaron su avance hacia aquella criatura infernal. Diana estaba sentada de espaldas a él. Su delgada cintura y sus hombros estaban al descubierto gracias a que llevaba un ajustado y pequeño top cobrizo que cubría poco más que un sujetador; una minifalda de tubo negra y unas botas altas completaban su atuendo. Desde su perspectiva, Noel podía ver parte de su muslo derecho y se sorprendió imaginándose a sí mismo pasando la lengua sobre aquella suave y cálida piel, en dirección ascendente. Se sacudió la cabeza para apartar aquellas insensateces de su mente, aunque su mente estaba a rebosar de incoherencias últimamente.

Cuando estaba a un metro escaso del coche, Diana volvió la cabeza, le miró y sonrió como si se alegrara muchísimo de verle (debía ser así, de lo contrario no le estaría esperando). La visión de aquellos pechos cuya mitad superior sobresalían del ceñido top le golpeó en las retinas justo cuando pensaba preguntarle qué demonios estaba haciendo ella allí. Descubrir lo mucho que aquella zorra le afectaba casi le hizo sentir ganas de llorar.

–Hola, querido profe –saludó Diana con toda la normalidad del mundo–. Hace un rato que te espero.

Y como si fuese lo más normal del mundo, como si cualquiera tuviese que esperarse aquello como algo rutinario, Diana se levantó del capó, se dirigió hacia él y le besó la mejilla con una ternura sorprendente. Noel se quedó petrificado. Ella le sonrió con picardía y apoyó sus bonitas nalgas en el coche, adoptando una pose sensual. Noel reaccionó por fin y miró a su alrededor, temiendo que alguien los viese. Luego clavó una mirada desesperada en Diana sin dejar de fijarse en que la minifalda, de ser dos centímetros más corta, mostraría las bragas... si es que las llevaba.

–¿Qué... Qué coño haces? –le preguntó, con un tono algo chillón–. ¿Estás loca o qué?

–No me hable así, jo –contestó ella, mimosa, haciendo un delicioso mohín con el labio inferior y pasándose un dedo índice por el nacimiento de los senos–. Lo que estoy es coladita por usted, ¿acaso no se ha dado cuenta?

Noel abrió los ojos como platos. Volvió a quedarse sin habla. Todo le parecía demasiado surreal, tenía que estar soñando. Sí, eso debía ser, hacía unos días se había dado algún golpe en la cabeza que no recordaba y ahora estaba en coma, soñando toda aquella locura, tenía que ser eso, maldita sea.

–¿No me diga que no siente nada por mí con todo lo que me he esforzado? –siguió Diana, con el mismo tono de voz mimoso, al tiempo que deslizaba el dedo índice entre sus dos apretujados senos y tiraba del top hacia abajo hasta liberar una porción más de aquella voluptuosa carne. Ahora hasta se podía ver las aureolas rosadas que rodeaban a los pezones.

Automáticamente, y sin que pudiese hacer nada por evitarlo, los ojos de Noel sucumbieron a aquella provocación. Todos aquellos días de continuo acoso y sus propias paranoias con respecto a su hija y Diana habían debilitado sus defensas emocionales hasta tal punto que ahora era incapaz de resistir sus instintos más básico. Sus ojos no fueron los únicos que sucumbieron, porque seguidamente, un aterrado Noel comenzó a sentir como su miembro se endurecía poco a poco, en pos de una admirable erección. Esto le hizo reaccionar y se apresuró a ir hasta la puerta del conductor.

–Profe, ¿es que va a rechazarme? –preguntó ella, con voz de niña desvalida.

–¡Déjame en paz, zorra! –exclamó él al borde de un ataque de nervios. Sacó las llaves del coche a toda y prisa y se le cayeron al suelo. Las recogió y desconectó la alarma con el mando.

–Me encanta que me llames cosas guarras –casi gimió Diana, acariciándose un dedo con el labio inferior.

Noel se quedó paralizado de nuevo, sin poder apartar la mirada de los sensuales gestos y curvas de Diana y de nuevo se impuso lo que le quedaba de cordura –que no era gran cosa– a duras penas. Entró a toda prisa en el coche, cerrando de un portazo. Su miembro, completamente erecto, quizá con la erección más fuerte que había tenido nunca, le sobresaltó estremeciéndose al rozar con la tela del calzoncillo. Jamás había sido tan hipersensible. ¿Qué coño estaba pasando? Daba igual, tenía que largarse de allí ya, quizá largarse de la ciudad, de la provincia, de la comunidad, joder, puede que hasta del puto país, a cualquier lugar donde poder evitar volverse loco del todo, aunque ese lugar fuese el infierno.

Trató de meter la llave en el contacto, falló cuatro veces, a la quinta se le cayeron las llaves, las recogió, volvió a intentarlo, lo consiguió, y en ese momento se dio cuenta de que Diana estaba sentada en el asiento del copiloto, sonriéndole. No la había oído entrar. Noel sudaba a mares y estaba pálido como un cadáver. Diana sabía perfectamente que ella era la causa; en su amplia experiencia sexual se había encontrado con tipos así, cuya moral era un muro demasiado pesado que, una vez derruido, acababa sepultándolos. Varias veces no había conseguido nada de ellos, salvo la satisfacción que le suponía verlos perder el control de aquella manera. Se preguntó quién vencería en la batalla mental del profesor, su deseo o su moral; en cualquier caso, tanto una cosa como la otra se llevarían parte de su alma, y eso era lo más divertido para ella.

–¿Qué pasa, profesor? –le dijo Diana–. ¿Va a dejarme aquí tirada? No sea maleducado, por favor. Con lo bien que me porto con usted..., y lo bien que me podría portar. –Al decir esto, pasó la mano sobre la entrepiernas de Noel, percibiendo la erección, y puso cara de sorpresa–. ¡Uaaauh, qué dura está!

Noel, que sufrió un estremecimiento de placer que casi le nubló la vista, apartó aquella mano de un manotazo.

–¡No me toques! –chilló, con voz temblorosa, pero era incapaz de apartar la mirada de los senos de Diana, que sobresalían por encima del top, y cuando lo conseguía, era para fijarse en los hermosos y voluptuosos muslos, y en aquella minifalda que apenas tapaba nada. Su cerebro estaba sobrecargado de emociones, de deseos, de dudas...

–Cariño, si lo estás deseando –dijo Diana, cambiando el tono por otro más profundo, suave, pero lleno de convicción. No parecía la voz de una chica de dieciséis años–. Estás babeando mirándome las tetas. Hace días que babeas por mí y rechazándome sólo consigues perjudicarte. –Diana situó las manos bajo sus pechos y los alzó, realzándolos aún más–. Mírame bien –dijo, echando la cabeza hacia atrás en un gesto sensual y emitiendo un seductor ronroneo; sin mover las manos de donde estaban, arqueó la espalda hacia atrás, tensando los músculos del abdomen, separando los muslos aún más, de modo que la minifalda se deslizó por la suave piel de sus muslos, subiéndose hasta mostrar parte de la tela roja que cubría la vagina. Diana continuó hablando, con el mismo tono de antes–: Mírame y pregúntate de qué te vale resistirte. ¿Cuándo volverás a tener la oportunidad de follar a un cuerpo como el mío? Piensa en mí como un hermoso cuerpo con el que puedes hacer lo que quieras, todo lo que quieras. Absolutamente todo . ¿No crees que si pierdes esta oportunidad te arrepentirás el resto de tu vida, cariño?

Noel ya estaba totalmente hipnotizado. El aislamiento que otorgaba el estar en un lugar solitario, encerrados en el coche, unido a la visión de aquel joven cuerpo lleno de pasión y la suave y cosquilleante voz de Diana habían dado una fuerza colosal al deseo que llevaba anidando desde hacía días. De pronto se encontró con una mano sobre el muslo de Diana, y ¡Dios!, aquel tacto cálido y aterciopelado le encantó. Un hermoso cuerpo con el que puedes hacer lo que quieras. Aquellas palabras se convirtieron en el eje central de su cerebro y de sus actos. Todo lo que quieras.

–Todo lo que quiera –murmuró, acariciando el muslo.

Diana le cogió la mano con ambas manos, la alzó y comenzó a chuparle los cuatro dedos como si fuese su miembro, al tiempo que presionaba los senos contra su antebrazo. Separó la boca de los dedos y se pasó la lengua por los labios con lascivia.

–Todo lo que quieras –confirmó Diana–. Soy tuya. Fóllame de una vez.

A partir de aquí, Noel perdió toda noción de cuanto le rodeaba. Una idea se le había metido en la cabeza: si poseía a Diana, toda la paranoia que le había atormentado durante todos aquellos días se evaporaría. Tan sólo tendría que entregarse al placer con Diana. Ella sería su chivo expiatorio, su confesionario carnal, por así llamarlo. Tal pensamiento animó e incluso justificó (según su punto de vista) sus actos, y ya no pensó más durante un buen rato. Comenzó a sobar todo el cuerpo de Diana, sus senos, su vientre su espalda, sus hombros, sus nalgas, sus muslos. Diana se quitó el top y la minifalda, mostrando el tanga rojo que llevaba, ante la mirada extasiada de Noel. A continuación, manoseó el miembro de Noel por encima del pantalón mientras se besaban con ardor y mucho intercambio de saliva en la boca, entrelazando las lenguas. Luego, Diana le desabrochó el pantalón, se lo bajó, apartó el elástico de los calzoncillos y admiró el buen tamaño de aquel pene antes de metérselo en la boca y chuparlo con absoluta devoción al tiempo que con la mano masajeaba los testículos, así durante largo rato, succionando, lamiendo, mordisqueando; luego desplazó los húmedos y calientes labios hacia los testículos y los chupó con igual apasionamiento, saboreándolos y sorbiéndolos como si de unas jugosas frutas se tratasen, después, sin darle tregua a Noel, deslizó su lengua hasta el ano y estimuló aquel orificio, provocando constantes gemidos y estremecimientos en el profesor, que jamás había sentido nada parecido; cuando Diana supuso que el hombre próximo al orgasmo, pasó su lengua en toda su extensión por los testículos alzándolos, y volvió a meterla la polla en la boca, chupando y succionando hasta que Noel se estremeció de pies a cabeza y comenzó a eyacular a borbotones en la boca de Diana, aguantando la cabeza de ésta con fuerza, obligándola tragar gran parte del semen si no quería atragantarse, tal como había hecho en aquel sueño (y tal como el había hecho a Susana, cosa que Diana ya sabía, por lo que no la cogió por sorpresa). Noel terminó de correrse por fin y liberó la cabeza de su alumna, que la alzó, jadeante y con el semen chorreando de su boca y barbilla. Sonreía.

–Eres una bestia –dijo–. Me encantas. Pero esto no ha terminado.

Para Noel tampoco, por lo visto, ya que su pene continuaba alzado, y aunque jadeaba con fuerza, en sus ojos todavía brillaba con fuerza el deseo. Diana comenzó a desabotonarle la camisa, descubriendo su pecho cubierto de abundante pelo, y comenzó a ascender con su lengua desde el ombligo pasando por su vientre, por su pecho, entreteniéndose en los pezones, luego pasando al cuello, y por último terminaron dándose un morreo que casi se podría calificar de salvaje, donde no faltaron los dientes apresando labios o lenguas que, además de explorar el interior de la boca, llenaban de saliva toda la cara del otro, sin que el semen que Diana tenía en la cara fuese un inconveniente a tener en cuenta. Mientras, Diana la mano se deslizaba perfectamente por los genitales de Noel gracias a los restos de semen que había por allí.

Noel buscó con una mano la palanca que había al lado del asiento y lo echó para atrás, señal inequívoca de que quería hacer espacio para dos. Diana lo captó sin problema, faltaba más. Se sacó el tanga y se puso sobre él a horcajadas, dirigió el pene al interior de su coño y, sin más preámbulos, comenzó a botar sobre su polla sin piedad, rodeando su cuello con los brazos con fuerza y frotando los senos contra su pecho, sin dejar de gemir de placer. Entretanto, Noel se dedicaba a manosear con desenfreno las nalgas de Diana, pellizcándolas con la misma falta de compasión que ella al galopar sobre él. Sus dedos se acercaban paulatinamente al centro de las nalgas, hasta que por fin alcanzaron el ano, que empezó a acariciar con un dedo, que no tardó mucho en introducir por aquel orificio que era de todo menos virgen. Aún así, a Diana le encantó y hasta la sorprendió. Noel había caído completamente a merced de sus encantos. Había sido una victoria completa.

Noel acabó por penetrarla sin ningún tipo de ternura con dos dedos, el corazón de cada mano; al poco, con cuatro, el índice y el corazón de cada mano, agrandando cada vez más el ano de Diana y otorgándole a ésta un placer añadido.

–Te gusta el culo de la nena, ¿eh? –dijo, entre jadeos. Entonces alzó las caderas hasta sacarse el pene del coño y con la mano dirigió el hinchado glande a la entrada del ano–. Pues fóllalo, cabrón, fóllalo hasta reventarlo.

Ni que decir tiene que Noel no se hizo de rogar e introdujo brutalmente la polla en el ano hasta los testículos. Diana soltó un grito de dolor y placer, los ojos le lloraron, pero eso no impidió que dos segundos después siguiera botando sobre su polla, disfrutando de cómo Noel taladraba su culo al tiempo que se masajeaba el clítoris. El rostro de ambos ofrecía la máxima expresión del vicio, desencajados, sudorosos y con el pelo revuelto, sin preocuparse de estar haciendo aquello a la luz del día. La suerte les acompañó, pues nadie pasó por allí en los minutos que duró la sesión de sexo, de lo contrario, los movimientos del coche y, sobre todo, los gritos de placer de Diana llamarían la atención de cualquiera. Unos minutos después, Noel se corrió, llenando de semen el ano de Diana. Luego se quedaron varios minutos más abrazados, exhaustos, jadeantes.

Diana tardó menos en recuperarse. Se vistió y se arregló el cabello con los dedos frente al espejo retrovisor. Luego besó con ternura los labios de Noel y le susurró al oído:

–Ha sido uno de los mejores polvos de mi vida, pero esto no ha terminado. Lo volveremos a repetir más veces. No me falles, cariño.

Dicho esto, que Noel sólo escuchó a medias, Diana dejó algo en su mano y salió del coche. Suspiró, sonrió satisfecha, y se alejó de allí.

Noel estuvo varios minutos más con los ojos cerrados. Su cerebro era un torbellino, pero el sonido de sus pensamientos era demasiado lejano para enterarse de nada.

Cuando se despejó lo suficiente como para ser más o menos dueño de sus actos, se incorporó y movió el asiento hacia delante. En ese momento se fijó en lo que Diana había dejado en su mano: era su tanga. Lo miró largo rato, lo acarició con le pulgar y lo dejó sobre el asiento del copiloto. Se puso los calzoncillos y el pantalón, se abrochó la camisa y puso el coche en marcha. Abrió la ventanilla y arrancó. Estuvo conduciendo durante más de una hora, hasta que en el interior del coche apenas se notaba el olor a sexo.

3

Noel llegó a su piso a las ocho y media pasadas de la noche y lo primero que vio al traspasar la puerta fue a su hija en el pasillo hablando por teléfono. Iba vestida con una minifalda y un top que tapaba poco más que el de Diana. Paseó la mirada por aquella piernas perfectas y por los senos perfectamente perfilados. No sintió nada ni pensó nada, ni siquiera alivio.

–Hola, papá –le saludó Susana, y al auricular–: Nada, es mi padre, que ya ha llegado. –Susana miró a su padre y le sonrió de un modo extraño–. Diana te envía saludos, papá. Dice que hoy te la encontraste y que fuiste muy amable con ella.

Noel se quedó de piedra y miró a su hija con una expresión a medio camino entre la sorpresa y el pánico, pero Susana continuaba hablando de temas triviales sin hacerle caso. Noel entró en la sala y se dejó caer en el sofá (en el mismo sitio donde su hija se había masturbado mirando a su madre dormida). El corazón le iba a cien por hora.

Lucía vino de la cocina para saludarle, pero al ver que él la ignoraba, sonrió confusa y regresó, suponiendo que su marido tenía cosas importantes en las que pensar. No se equivocaba. Noel tenía mucho en lo que pensar. No obstante, un único pensamiento flotaba en su cerebro en esos momentos. Un pensamiento repetitivo, constante, intermitente, acosador y acusador.

¿Qué he hecho?

Y cada vez que la pregunta se repetía, una ola de culpabilidad chocaba contra su pecho con más fuerza, erosionándolo.

CONTINUARÁ.

NOTA DEL AUTOR: Bueno, aquí está la tercera parte de NINFÓMANA. Y para no variar, con retraso, como se habrán dado cuenta aquellos que hayan leído la nota que encabezaba la segunda parte. Pero si supone una buena noticia para aquellos que disfruten con este relato, ésta no será la última parte, ni probablemente lo sea la cuarta. Calculo que la historia dará para dos o tres partes más (que tardarán lo suyo en salir, dado mi ritmo, pero en fin). Además, a pesar del retraso, tuve que darme prisa para poder acabar esta semana, de modo que no he podido corregir lo escrito, y por tanto, habrá algunas faltas de ortografía aquí y allá, que, espero, sabrán disculparme. Eso es todo. Que disfruten de la historia.

WESKER

21–01–2005