Ninfómana (01: Castigada)

Hay quien llama a la hija de Noel la zorra más zorra del instituto, y no es en vano. Pero Noel no está dispuesto ha soportar esa vergüenza sin hacer nada, de modo que ha decidido impedir que su hija salga de casa durante un fin de semana, sea como sea. No obstante, su decisión tendrá consecuencias imprevisibles para él.

NINFÓMANA

por Wesker

Primera Parte

CASTIGADA

1

Aunque Noel supiese que su hija era una ninfómana, y que, por tanto, no era responsable del todo de lo que hacía, no hubiese cambiado de opinión. Después de todo, él sólo necesitaba saber una cosa: su hija era una zorra que se follaba a la mitad de los chicos de su instituto. No era una mera sospecha, puesto que él era profesor de matemáticas en ese mismo instituto y conocía a unos cuantos testigos, incluido él mismo.

Incluso cuando sólo era una sospecha sin confirmar había intentado castigar a su hija sin salir, pero ésta, que se había convertido en una golfa, y eso estaba más que confirmado –sólo había que ver cómo vestía–, había hecho caso omiso de los gritos de su padre y había salido de todos modos, para luego llegar a casa incluso más tarde de lo habitual. Noel no sabía que hacer. Para colmo, su mujer no hacía más que excusarla; que si todavía era joven y no tenía conciencia de las cosas, que ya cambiaría, que tampoco era para tanto, que no había que hacer caso de los rumores... Noel había aceptado toda esta palabrería hasta cierto punto, hasta que llegó la gota que colmó el vaso.

Hacía tres días, el martes, durante el recreo, Noel caminaba junto a algunos profesores en dirección al bar que solían frecuentar. Estaban pasando al lado del parque Adrián Alonso cuando don Alfredo, que daba clases de literatura y cuyos alumnos le conocían como "Cabeza Cuadrada" por motivos evidentes, le dijo:

–Noel, ¿aquella no es su hija? –algo en su tono le hizo sospechar a Noel que no iba a ver nada agradable. Y así fue.

Miró en la dirección que señalaba Alfredo y el corazón le dio un vuelco. Deseó que se le llevaran todos los demonios al infierno o a dónde fuese con tal de no tener que sufrir la presente conmoción y futura humillación que hincaba e hincaría los colmillos en su estómago.

Aquella chica de pelo rubio, abundante y ondulado, cortado a media melena, vestida con un ceñido top negro dos tallas menor de lo que debiera –o eso parecía, al menos– que resaltaba unos senos grandes y esbeltos y una microfalda, también negra, que milagrosamente le tapaba el culo y poco más, era, sin lugar a dudas y para su vergüenza, su hija de dieciséis años, la chica que ostentaba el título de "la zorra más guarra del instituto", o eso le había oído decir a unos chicos cierta vez. Allí estaba su hija, su querida hija, aquella dulce niña que hacía siglos había pronunciado "Pa-pá" y se había echado a reír de un modo tan enternecedor que Noel había llorado. Allí estaba, sentada en un columpio, inclinada hacia delante lo suficiente para poder meterse en la boca la polla del chico que hundía sus dedos en su cabello y ponía cara de placer. Allí estaba, moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás como una verdadera puta.

Desde el exterior del parque sólo se podía ver la escena a través del fragmento de valla tipo red que no estaba cubierta con planta trepadora, pero de todos modos, y a pesar de que a aquella hora el parque estaría medio vacío, era seguro que alguien más los tenía que haber visto.

–No –contestó Noel, en un tono curiosamente monótono–. No es mi hija.

Dicho lo cual se adelantó a sus colegas, que lo miraron con una mezcla de curiosidad y compasión.

En casa, Noel se lo contó a su mujer. Ella le preguntó si estaba completamente seguro de que se trataba de su hija. El modo en que lo dijo exasperó a Noel. Casi parecía que lo estaba culpando a él por sospechar. Naturalmente que era ella. Tenía la imagen grabada en fuego en su mente.

2

El viernes por la tarde, mientras Susana se acicalaba para salir esa noche, maquillándose y vistiéndose un vestido muy ceñido que apenas le cubría las bragas y perfilaba sus pechos a la perfección, Noel, su padre, le dijo:

–Esta noche no vas a salir.

Susana le miró, sorprendida.

–¿Cómo que no? –replicó–. ¿Qué he hecho ahora?

–¿Que qué has hecho? –estalló su padre, que llevaba aquellos tres días conteniéndose a duras penas–. ¿Te parece poco chupársela a un golfo en un parque a la vista de todos? ¡Pero qué coño te pasa! ¿Cómo se te ocurre? ¿Es que no tienes ni un mínimo de noción de lo que es la decencia?

–Pero que...

–¡Calla! Mi propia hija comportándose como una... como una fulana –casi escupió la palabra–. Esta noche no saldrás como que soy tu padre, ni tampoco este fin de semana. No saldrás de este piso hasta el lunes, quieras o no. Si luego quieres fugarte con alguno de esos imbéciles con quienes te acuestas es asunto tuyo, pero ten en cuenta que todo lo que hagas tiene sus consecuencias. Piensa en lo que harás de tu vida estos días.

–¡No puedes hacerme esto! –gritó Susana, todavía tratando de asimilar lo que su padre le decía.

–¿Qué no? Tienes dieciséis años y ante la ley y ante Dios, estás bajo mi protección. Espera dos años y podrás hacer de tu vida lo que quieras. Pero mientras vivas bajo mi techo, tendrás que ser decente, aunque sea por la fuerza.

Dicho esto, Noel cerró la puerta del dormitorio de su hija y giró la llave que previamente había introducido en su cerradura. Le dio dos vueltas y se metió la llave en el bolsillo. Susana comenzó a golpear la puerta con los puños al tiempo que lanzaba insultos a gritos dedicados a su padre:

–¡Cabrón! ¡Hijo de puta, no puedes hacerme esto! ¡No entiendes nada, viejo imbécil! ¡Abre de una puta vez!

Noel entró en la sala, donde estaban su mujer y su hijo pequeño, de catorce años. Ambos ofrecían una expresión algo alarmada debido a los gritos de Susana.

–¿No será excesivo? –sugirió Lucía con un hilo de voz.

–Así tiene que ser –sentenció Noel–. Y ni si os ocurra abrirle esa puerta hasta que yo lo diga. Mi hija no saldrá de este piso durante este fin de semana ni aunque llegue el día del juicio final.

Ni Lucía ni Héctor dijeron nada, pero en sus miradas estaba claro que la actitud del hombre de la casa estaba cerca de atemorizarles. Noel estaba totalmente decidido, y cuando eso ocurría, mejor era no interponerse en su camino. Ellos, desde luego, no pensaban hacerlo. Susana tendría que aguantarse sin salir aquel fin de semana. Más le valdría calmarse hasta que Noel se ablandase.

3

Quién pensase que Noel había actuado presa de un súbito impulso irracional estaría equivocado. Ya había tomado aquella decisión desde poco después de descubrir a su hija haciéndole una felación a un desconocido en público, y lo tenía todo pensado. No era su propósito dejar a su hija encerrada en su cuarto durante aquellos días, pero sí en el piso. Impediría como fuese que Susana saliese del piso, porque de lo contrario no volvería hasta el lunes, si es que volvía. De modo que, habiendo previsto aquello, Noel había comprado una cerradura nueva para la puerta del piso, a sabiendas de que su hija tenía una llave de la anterior, y una vez se hubieron calmado los histéricos exabruptos de Susana y hubo una relativa calma en el interior del piso, procedió a cambiar la cerradura de la puerta. Se trataba de una tarea sencilla, de modo que tardó poco en hacerlo.

–Ahora sólo yo tengo la llave del piso –informó a su mujer y a su hijo–. Y así será hasta que termine el fin de semana. Luego pondré de nuevo la anterior y que pase lo que Dios quiera.

Lucía y Héctor no hicieron comentarios.

A la hora de la cena, Lucía abrió la puerta de su hija. Ésta se encontraba tumbada en la cama vestida únicamente con unas bragas negras, exhibiendo de ese modo su voluptuoso cuerpo. Tenía los auriculares del walkman puestos y movía un pie al ritmo de lo que estuviese escuchando. Parecía haber llorado, pero en sus ojos sólo brillaba el rencor. Lucía se acercó a ella y le tocó el hombro desnudo con una mano.

–Cariño –la llamó.

Susana dirigió sus ojos cobrizos cargadas de rabia hacia su madre, apagó el walkman y se arrancó los auriculares de las orejas con brusquedad.

–¿Qué? –preguntó, ásperamente–. ¿Ya estoy libre?

–Ven a cenar –contestó Lucía, evitando entrar en detalles.

–¿Tengo que comer con ése ?

–Cariño, no hables así. –Su madre, siempre conciliadora, siempre pasiva, siempre obediente; a Susana la sacaba de quicio–. Tienes que comprender a tu padre –continuó Lucía–. Le sentó muy mal lo que... lo que vio... aquel día.

–¿Qué? –repuso Susana con desdén–. ¿El día que se la chupé a un tío? ¿Y qué? ¿Por qué no me comprende él a mí?

Lucía la miró con expresión escandalizada.

–Entonces..., ¿es cierto? ¿Realmente... eras tú? –murmuró, sorprendida.

–Pues claro que era yo. ¿De qué te sorprendes? ¿Es que tú nunca hiciste algo así o qué?

–Cla-claro que no. –A su madre le parecía una idea inconcebible. Jamás se le había ocurrido... bueno, tal vez sí se le había ocurrido, pero jamás lo había hecho. Su experiencia sexual no pasaba del misionero que su marido le hacía de vez en cuando, y nunca se le había pasado por la cabeza ( ¿seguro? ) hacer algo diferente. Era... indecente.

Susana se encogió de hombros, con indiferencia.

–Tú te lo pierdes –se limitó a decir.

Lucía parecía un poco abstraída, como si no pudiese aceptar aquellas revelaciones, de modo que apenas fue consciente de cómo Susana se levantaba de la cama y se vestía una bata azul.

–Bueno –le dijo a su madre–. Vamos a comer de una vez.

4

Durante la cena Noel puso al corriente a su hija de la reciente situación. Durante todo el fin de semana, su hija no saldría de casa, y para evitar insubordinaciones había cambiado la cerradura, de la cual él poseía la única llave.

–Vaya –había dicho Susana, con desdén–. Ahora estoy presa en mi propia casa.

Ése fue su único comentario a todo el sermón que le soltó su padre.

Pero luego, cuando se acostó en su cama, con el walkman puesto, escuchando a Bon Jovi entonar It’s my life , le dedicó a su padre un prolijo y variado surtido de insultos que le chilló mentalmente. No obstante, no tardó mucho en deslizar su mano bajo las bragas para estimularse el clítoris; cuando tuvo la vagina lo suficiente húmeda como para traspasar la tela de las bragas, flexionó las bellas piernas, las separó todo lo que pudo y se introdujo dos dedos que metía y sacaba con fuerza. De vez en cuando sacaba los dedos empapados de líquidos vaginales para metérselos en la boca y chuparlos con devoción, y así dejarlos aún más empapados, y de nuevo continuaba masturbándose, ahora con tres dedos, luego con cuatro; entretanto, con la otra mano se frotaba el clítoris. Alzó las caderas al tiempo que trataba de reprimir los gemidos que pugnaban por salir, conformándose con emitir suspiros y jadeos. Por fin llegó el orgasmo, y esta vez tuvo que morder la almohada para no ahogar el quejido de placer que subió por su garganta.

Y mientras reposaba, todavía con cuatro dedos metidos en su vagina, pensó en todo el tiempo que le quedaba sin poder practicar sexo. El imbécil de su padre no era capaz de comprender que ella necesitaba follar para evitar volverse loca. Masturbarse había dejado de ser suficiente desde los once años, cuando aquel chico dos años mayor que ella había desgarrado su himen. Desde entonces, el sexo era su droga, y su adicción a ella era demasiado poderosa como para pensar en superarla, especialmente porque no tenía pensado renunciar a ese placer. Tanto daba lo que su padre insistiese, no podría vencer a su ninfomanía. Lo único que conseguiría era que el lunes, cuando volviera a estar libre, follaría el triple para compensar el tiempo perdido.

5

A la mañana siguiente, los padres de Susana salieron a las diez de la mañana para visitar a la madre de Noel, cuyos huesos apenas podían sostenerla desde hacía unas cuantas semanas, por lo tanto, el sábado se había convertido en día de visita a la abuela de Susana. Por lo general, Susana y Héctor no solían librarse de la visita, que incluía almorzar con sus abuelos y escuchar dos horas de charla carente de interés para ellos. Pero no era este un sábado cualquiera. Noel había dicho que su hija no saldría, y no saldría bajo ningún concepto. Y sobre Héctor cayó la tarea de vigilar a su hermana, cosa que a él le pareció genial, aunque se esforzó en aparentar lo contrario. Ni que decir tiene, la puerta del piso había quedado cerrada a cal y canto, de modo que ambos jóvenes quedaron cautivos en su propio hogar.

–¿Y si hay un incendio? –había preguntado Héctor con tono aparentemente inocente. En realidad, el hermano menor no tragaba a su padre.

–Pues ya se encargarán los bomberos de abrir la puerta, no te preocupes –fue la brusca respuesta de su padre.

De modo que Héctor y su hermana estaban obligados a estar encerrados hasta que sus padres regresasen, lo que no sería hasta las cinco de la tarde como mínimo. Afortunadamente tenían comida y bebida de sobras en la nevera. En realidad Héctor no tenía problema al respecto ya que él, gracias a su sagrada Dreamcast podía pasar varias horas entretenido.

En cuanto a su hermana, ella no estaba tan entretenida. Tumbada en su cama, vestida con una minifalda blanca y un top naranja viejo que usaba para estar en casa y que dejaba su plano vientre al desnudo y moldeaba sus generosos senos (que debían de ser herencia de su madre, que aún los tenía más grandes), sentía que las palpitaciones de su vagina le subían hasta el cerebro, tan fuertes y rápidas como las de su corazón. Un latido triple y constante, infinito y enloquecedor. Pensaba que podría soportar aquel cautiverio sin demasiado problema, pero incluso a ella le sorprendía lo mucho que dependía del sexo. Comenzó a frotarse el clítoris por encima de las bragas, pero aquello lo único que hacía era aumentar su calentura. Necesitaba follar; necesitaba una o dos pollas penetrando su cuerpo, o una lengua voraz devorándole el coño, u otro coño restregándose contra el suyo o contra su cara (hacerlo con chicas también la satisfacía), pero por culpa del maldito cerdo de su padre, ese jodido gilipollas cerrado de mollera, tenía que sufrir aquella ansia que la estaba corroyendo por dentro. Tenía que hacer algo, maldita sea, antes de que le estallase la cabeza. Y mientras pensaba en ello, se quitó las bragas, se subió la minifalda y se puso a frotarse los labios vaginales, que estaban completamente empapados, y a pellizcarse el clítoris, sabiendo y sintiendo que aquello sólo estaba elevando su entrepierna a temperaturas extremas, pero incapaz de detenerse; se metió cuatro dedos de golpe y apenas los sintió; se penetró a sí misma con fuerza, buscando con desesperación el orgasmo que aliviara su ansiedad durante un rato. Su otra mano apretujaba sus senos por debajo del top, exprimía sus pezones hinchados. Se mordía el labio inferior, ahogando los gemidos lo mejor que podía, al tiempo que imaginaba a todos los tíos de su clase, a todos los profesores, dirigiendo sus pollas enormes, repletas de venas hinchadas, hacia su cuerpo, buscando un hueco por donde penetrarla. Su mente alterada por la lujuria imaginaba dos o tres pollas metidas en su coño, otras dos en su culo, otro par en su boca, un millar de manos estrujando sus pechos, sus nalgas, sus muslos. Sabía lo buena que estaba y sabía que cualquier tío querría follársela, sabía que en aquellos momentos algún tío estaría empalmado pensando en ella, y mientras, ella tenía que estar allí metida, sin poder disfrutar esas pollas que tanta falta le hacían.

Tenía la mano entumecida por los líquidos vaginales, pero el orgasmo parecía lejos de ser alcanzado. Entonces se fijó en los pies de su cama. Las dos patas posteriores, de aproximadamente setenta centímetros de altura, estaban coronadas por unas bolas de madera, sólidas y relucientes por el barniz, del tamaño de una pelota de tenis. Su imaginación se puso en marcha. Se levantó de la cama, sin apartar la mirada de la esfera de madera. Debajo de la bola aún había unos cuantos centímetros de madera cilíndrica antes de llegar a la tabla que unía ambas patas. Pudo oír la música de los videojuegos de su hermano, que estaba en la sala, situada en la habitación contigua. Bien, así no oiría nada. Se situó delante de la pata de la cama, mirando hacia delante; se levantó la minifalda y, con las piernas separadas, comenzó a flexionarlas, echando el culo hacia atrás como si se fuese a sentar. Con ambas manos se separó los labios vaginales, y siguió descendiendo hasta que sintió el frío contacto de la bola en su coño. Se pasó la lengua por los labios y sonrió con lascivia. Continuó descendiendo, muy despacio, disfrutando de la sensación que le otorgaba sentir aquella dura esfera entrando en su coño; se le escapó un breve quejido. Aquello era mucho mejor que meterse dedos; muchísimo mejor. Empezó a jadear con fuerza. La minifalda cubría su entrepierna, como una cortina que censurara la inusual penetración. Se inclinó hacia delante un poco, apoyando las manos en las rodillas, y comenzó a moverse hacia arriba y hacia abajo, todo lo rápido que podía, que no era mucho; jadeaba con la boca abierta, los ojos entrecerrados, la saliva deslizándose por la comisura de sus labios hacia la barbilla. Ascendía hasta que la bola estaba casi fuera de su vagina, y luego bajaba de sopetón hasta que su nalga izquierda chocaba contra la tabla. Le daba la sensación de que la bola le llegaba hasta el estómago, y le encantaba. Aquel nuevo método de masturbación la dejaba casi sin respiración, de modo que aunque quisiera gemir, no podría hacer otra cosa que jadear. Lo radical del método la ponía aún más caliente. "Jódete, papá, jódete, cabrón de mierda", pensaba, haciendo que la bola la penetrase con más fuerza, hasta que casi le dolía. El sudor no tardó en cubrir todo su rostro, y formaba pequeños charquitos en el suelo, junto con su saliva, que no se molestaba en limpiarse. El orgasmo estaba a punto de llegar..., oh, sí, ahora... ahora...

Y justo en ese momento, alguien tocó en la puerta. Susana alzó la mirada con los ojos abiertos como platos.

–Susana, ¿puedo pasar? –preguntó su hermano. Y, tal como hacía siempre, Héctor abrió la puerta antes de obtener respuesta. La sorpresa en su rostro al ver a su hermana con el rostro enrojecido, los ojos húmedos, la tez recubierta de sudor y la saliva colgándole de la barbilla, era totalmente comprensible.

Por su parte, Susana estaba petrificada; su mente se quedó completamente en blanco.

"¿Qué hago?", fue lo primero que se preguntó. Pero no había nada que hacer. Su hermano la había pillado con las manos en la masa; o mejor dicho, con el coño en la masa.

Por fin, Héctor dijo algo:

–Hermana, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras?

Durante unos cuantos segundos, Susana se quedó completamente perpleja, sin entender a qué venía aquella pregunta tan fuera de contexto. Entonces comprendió que su hermano, lejos de sospechar la verdad, creía que ella estaba llorando. Tuvo que reprimir la risa.

"Menuda cara debo de tener si cree que estuve llorando", pensó.

De pronto se sintió dueña de la situación. Gracias a la minifalda, su hermano pensaba que, sencillamente, su hermana estaba sentada en la esquina de los pies de la cama. Se enjugó la saliva y el sudor con el dorso de la mano y compuso una sonrisa.

–No me pasa nada –contestó, con relativa normalidad, aunque continuaba bastante sofocada y su rostro continuaba teñido de rubor. Y es que no se podía olvidar que la bola de madera continuaba encajada en el interior de su vagina.

Cruzó los tobillos con movimientos lentos e hizo una mueca de dolor y placer cuando su nalga se apoyó en la tabla horizontal y la bola se introdujo todo lo que podía. Entreabrió los labios húmedos de sudor y saliva para jadear lo más suavemente posible. Parecía increíble, pero el hecho de tener que fingir que no pasaba nada ante su hermano allí presente la excitaba aún más. Tuvo que retorcerse los dedos a fin de que evitar el impulso de sobarse los pechos. Tenía los pezones a punto de reventar y su coño parecía un globo con sobrecarga de aire. Sus ojos entrecerrados exhibían un brillo febril y estaban fijos en su hermano.

–¿Estabas preocupado por mí, hermanito? –le salió un tono más coqueto del que pretendía, pero no le importó.

Héctor se sonrojó y apartó la mirada.

–Bueno... –dijo, algo cohibido–. Venía a preguntarte si querías jugar a la consola conmigo, porque..., pensé que estarías aburrida aquí.

Susana descruzó y volvió a cruzas los tobillos. Aquel simple movimiento le envió una oleada de placer exquisito que la hizo estremecer. El orgasmo parecía haberse detenido justo antes de estallar y le estaba provocando temblores por todo el cuerpo. Mediante una enorme fuerza de voluntad evitó el deseo de seguir con su mete-y-saca para poder correrse de una vez, pero no podía, todavía no. Además, de pronto la presencia de su hermano allí, y en aquellas circunstancias, ya no le resultaba tan incómoda.

–Eres una dulzura, hermanito –dijo, mirando fijamente a su hermano–. ¿Te importaría acercarte un momento y ayudarme a levantar? Es que me siento... eh... cansada.

Héctor notaba algo extraño en su hermana. Aunque al principio creyó que se debía a que había estado llorando, ahora ya no estaba tan seguro. Más bien parecía tener fiebre. A lo mejor era eso lo que ocurría. De todos modos, eso no explicaba del todo que hubiese algo raro en la forma en que estaba sentada, aunque no sabría decir por qué. Y un detalle más en el que no quería fijarse, pero que no pudo evitar, era el hecho de que su hermana parecía tener..., ¿cómo decirlo?, los pechos más grandes. Héctor jamás se había fijado en los senos de Susana, pero en aquellos momentos fue incapaz de no hacerlo: parecían más grandes, o quizá más duros.

–¿Vienes? –le preguntó Susana. Héctor captó en su voz un leve tono de invitación que no supo descifrar.

Mientras se acercaba a ella, Héctor pudo fijarse en que la piel de su hermana estaba cubierta por una leve capa de sudor: por las piernas (que parecían temblorosas), por el vientre desnudo, por los brazos, por el cuello y por el rostro. Una capa de humedad brillante que no le resultó del todo desagradable; más bien al contrario, pero no quiso profundizar en lo que pasaba por su mente.

–Me parece que tienes fiebre –le dijo cuando estuvo frente a ella.

–Ah, ¿sí? –contestó ella, con esa leve sonrisa distante que mostraba desde hacía varios segundos–. Es posible. ¿Puedes tocarme la frente a ver?

Héctor, nervioso sin saber por qué, se situó al lado de su hermana, y posó la mano en su frente al tiempo que sus ojos se fijaban en los labios de Susana. Era como si se los mirase por primera vez. Sintió una especia de vacío en el estómago cuya causa tampoco pudo descubrir.

–¿Qué te parece? –le preguntó su hermana.

–No noto nada –contestó él, apartando la mano. Apenas la hubo separado dos centímetros de la frente de Susana cuando ella se la agarró por la muñeca con una fuerza inusual–. ¿Pero qué...?

–Tienes unos dedos muy suaves, hermanito –dijo ella.

Susana alargó la otra mano, la posó en la nuca de Héctor y atrajo su rostro hacia el de ella. Acto seguido, pegó su boca a la de él con fuerza. Héctor se quedó paralizado. No se podía decir lo mismo de su hermana que comenzó a chupetear los labios de su hermano con pasión desbocada; no tardó en abrirse paso en el interior de su boca con la lengua y a enroscarla en la de su hermano. Al mismo tiempo, Susana movía las caderas circularmente y frotaba la mano de Héctor contra uno de sus hermosos senos. Y entonces, por fin lo alcanzó. El orgasmo se presentó como un maremoto de placer. Susana separó su boca de la de su hermano y lo abrazó por el cuello con ambos brazos con la fuerza del éxtasis, emitiendo un agudo y prolongado gemido de placer que retumbó en cada habitación del piso. Luego, aún abrazado a su hermano, con la mandíbula contra su hombro, jadeó sin parar hasta que, pasados algunos minutos, se fue recuperando. Se separó de Héctor y le dio un beso en los labios.

–Gracias, guapetón –le dijo–. Me has ayudado a correrme. Mira.

Y Héctor, que todavía estaba lejos de la absoluta comprensión de lo que había ocurrido, miró como su hermana se levantaba la minifalda, mostrándole un coño depilado al que empezaba a notársele la sombra del vello púbico. No comprendió que había algo en el interior de la vagina hasta que Susana empezó a ascender el tramo de poste que sostenía la bola de madera, dejando un rastro de líquidos vaginales. Cuando salió por fin del coño de su hermana, ésta emitió un gemido ahogado y de su vagina llegó un sonido que sonó como una especie de chap , que por alguna razón, impresionó a Héctor más que todo lo demás.

–¡Oooh! –se quejó Susana tumbándose en la cama con la minifalda subida y los muslos separados–. Necesito un poco de descanso.

Héctor pudo ver aquellos labios vaginales completamente abiertos y empapados, pudo ver parte del interior de la vagina; también percibió el intenso olor que desprendía.

–Caramba, hermanito –le dijo Susana–. Vaya cosita que tienes ahí.

Héctor bajó la mirada para encontrarse con el bulto que formaba su pene erecto bajo el pantalón de chándal, y de pronto todo aquello se le hizo demasiado para su cerebro. Todo aquello era inconcebible, quebraba todos sus esquemas de vida normal. Giró sobre sus talones y salió corriendo del dormitorio de su hermana.

Por su parte, Susana sonreía triunfal. No sólo no sentía el más mínimo remordimiento por lo sucedido –cosa que la sorprendía a ella misma– sino que estaba dispuesta a conseguir la polla de su hermano. De ese modo, además de satisfacer sus apetitos sexuales en su propia casa (¿cómo no se le había ocurrido nunca?), se vengaría de su padre que con su estupidez había hecho más amplio el círculo vicioso de su amoral hija.

6

Héctor estaba desesperado, en su mente no cesaban de repetirse los acontecimientos de hacía un momento, repitiéndose a mayor o menor velocidad, una y otra vez, sin pausa, sin reposo: los cálidos y húmedos y suaves labios de su hermana contra los suyos, su lengua moviéndose por su boca, su mano apretada contra uno de aquellos hermosos senos carnosos, exuberantes y redondos, el sonido líquido que había provocado el coño de su hermana al separarlo de la bola de madera, los labios vaginales completamente mojados y abiertos, sus esculturales y voluptuosas piernas, sus labios entreabiertos, sus ojos febriles cargados de insinuación, si no provocación. Y lo peor era que cuanto más pensaba en ello, más excitado se sentía. Tenía la polla más dura que una roca, no recordaba haberla sentido nunca igual de dura. Ni el miedo ni la culpabilidad lograban ablandarla. Sentía unas ganas enormes de tocársela y meneársela, pero no quería, no podía hacer tal cosa mientras tuviese aquellas imágenes de su hermana en su memoria. Imaginaba las caras de sus padres si se enteraran de aquello, sus caras llenas de horror y vergüenza, y los remordimientos se clavaban más hondos en su pecho. Pero no había sido culpa suya, ¿verdad? Había sido su hermana, que prácticamente le había forzado a besarle. ¿Qué culpa tenía él de que su hermana estuviese mal de la cabeza?

Pero había algo más. Sí, su hermana le había forzado a besarle, le había cogido desprevenido. Sin embargo, a él le había gustado. Sí, le había gustado sentir los labios y la lengua de su hermana, y le había gustado mirar su coño empapado y abierto, no sólo le había gustado, sino que había sentido algo que se parecía mucho a lo que sentía cuando tenía ante sus ojos una comida que le gustaba mucho: un apetito voraz. Pero no era un pervertido, maldita sea, no lo era. Su hermana era una chica, una chica que estaba muy buena, dicho sea de paso, y durante un momento muy corto su cuerpo se había olvidado de que aquella chica era su hermana, y eso era todo. ¿De qué valía comerse el coco? No había sido culpa suya y no podía estar toda la vida atormentándose, de modo que mejor sería que dejara de preocuparse.

Claro que una cosa era decirlo y otra hacerlo. Todavía persistía aquel miedo irracional a que se enteraran sus padres de lo ocurrido. Pero si su hermana no decía nada, y dudaba muchísimo que dijera algo, no había nada que temer. Por su parte, estaría más que encantado de olvidar todo aquello y hacer como si no hubiese ocurrido. Lo recortaría como quien corta un trozo de cinta de película, y todo volvería a ser normal. Su hermana había tenido un momento de locura, pero no creía que lo repitiera, eso sería demasiado descabellado incluso para ella, así que mejor sería pasar a otra cosa e iniciar el proceso de amnesia.

Y sólo había una cosa que podría vaciar la mente de Héctor: su Dreamcast. Así que se puso a jugar como un loco, poniendo los cinco sentidos en ello, y en caso de que tuviera un sexto sentido, también estaba puesto en el juego. Se olvidó de todo y de todos, ya podía estar en la sala de su piso o en el puto infierno, él seguiría jugando mientras hubiese electricidad, consola y juegos. Y así estuvo, perdido para el mundo... al menos hasta que escuchó algo. De pronto regresó a la realidad tan bruscamente que se sintió mareado. Prestó atención y entonces supo qué le había sacado de su desesperada concentración.

Un gemido; seguido de otro, y otro, y otro... Gemidos suaves, melódicos, lascivos: gemidos de placer, de autosatisfacción.

La curiosidad llamó a las puertas de Héctor y éste las abrió. Se puso en pie y una voz alterada que se parecía un poco a la de su madre resonó en su mente: ¡No vayas! Ya sabes lo que es, sabes que acabarás arrepintiéndote, así que ¡no vayas!

Héctor dudó el tiempo suficiente para poder oír cuatro gemidos más y sus pies se pusieron en movimiento. La voz no volvió a oírse, lo que significaba que su propio cerebro sabía que era inútil protestar. Héctor necesitaba acercarse y mirar, mirar con sus propios ojos qué estaba haciendo su hermana. Esperaba encontrársela clavada en la cabecera de la cama, igual que antes, pero lo que vio le dejó estupefacto.

Susana estaba sobre la cama, boca abajo, con las rodillas clavadas en el colchón, el culo desnudo alzado y la cara pegada a la almohada. Desde su perspectiva, Héctor sólo podía verle el culo, y fue más que suficiente. Una mano de su hermana pasaba por entre sus muslos y tenía tres dedos alojados dentro de su coño; la otra mano asomaba por encima del culo y dos dedos se movían en el interior de su ano. Aquella visión obscena y lujuriosa pasó de los ojos de Héctor a su cerebro con la fuerza de un torbellino, convirtiendo todos sus valores morales en astillas. Tenía los ojos clavados en las sensuales y provocativas nalgas de su hermana y los dedos penetrando en sus dos orificios, su coño tan chorreante que los líquidos vaginales se deslizaban por la muñeca de Susana.

La polla de Héctor se alzó con la misma intensidad que antes, pero no se dio cuenta, del mismo modo que tampoco se percató de que su mano se había cerrado en torno a su polla por encima del pantalón, y se movía hacia arriba y hacia abajo muy despacio.

–Héctor –dijo Susana entre gemidos–. Héctor, ¿estás ahí?

Héctor despertó de su absorción y se apresuró a apartar la mano de su polla. De nuevo se sentía asustado, sin saber qué hacer. Pensó en no contestar y salir corriendo de allí, encerrarse en su cuarto y darse unos cuantos cabezazos contra la pared. En lugar de eso, contestó:

–Sí.

–¿Puedes acercarte un momento, hermanito?

Héctor obedeció. Mientras se acercaba a su hermana, ella se sacó los dedos del ano y la vagina y se puso boca arriba, mirando a su hermano con una leve sonrisa maliciosa. Héctor se detuvo a su lado, fijándose en que Susana se había subido el top por encima de los senos. ¡Dios mío, qué pechos tenía! ¡Su hermana parecía sacada de una página de Playboy ! Era increíble, impresionante.

–Pareces que llevas un rato mirándome, ¿eh? –dijo ella fijándose en el bulto que su hermano exhibía en el pantalón.

Héctor cayó en la cuenta y se echó atrás con el rostro ruborizado. Susana se echó a reír. Luego se puso en pie, y allí, delante de su hermano, se quitó las únicas dos prendas que llevaba; el top y la minifalda cayeron en el suelo. Héctor, con el rostro de sus padres horrorizados grabados en la mente, se echó atrás hasta pegar la espalda a la pared. Susana, sonriendo con confianza, avanzó hacia él al tiempo que se pasaba la lengua sobre los dientes superiores, como un lobo hambriento que tiene a su merced un corderito.

–Vamos, hermanito –dijo ella, pegando su cuerpo al de él, los senos contra su pecho, su coño palpitante contra el falo endurecido de su hermano; a pesar de la diferencia de edad, tenían casi la misma estatura (ella era un poco más alta)–. ¿De qué te sirve resistirte? –continuó Susana–. Lo estás deseando, y yo también. ¿Cuántos de tus amigos desearían tenerme como me tienes tú ahora?

Héctor sabía la respuesta: todos. Dios, cuánto le gustaría poder controlar su maldita polla y su lívido. ¡Estaba a punto de reventar! El leve roce de su polla contra la vagina de Susana acabaría por hacerle llegar al orgasmo.

–¿Te das cuenta de la suerte que tienes? –siguió ella, con aquel tono sensual que se deslizaba como una corriente de agua templada por los oídos de su hermano–. Soy guapa, tengo un cuerpo envidiable y estoy completamente dispuesta a follar contigo de todos los modos posibles. Y no sólo eso, sino que tienes la fortuna de tener como hermana a una perra en celo que te dará todo el placer que quieras y más. De hecho, tendrás más placer del que hayas soñado nunca en tu vida. Seré tu puta, tu zorra, tu eterna concubina. Podrás sobarme las tetas, el culo, todo mi cuerpo; podrás meterme tu polla en la boca, en el culo, en el coño; podrás bañarme con tu esperma, ver como me lo trago.

Héctor sudaba por todos los poros de su piel; las palabras de su hermana y aquellos pechos perfectos ante sus mismas narices estaban barriendo lo que quedaba de su moral. Únicamente quedaba el miedo a las consecuencias, al horror que sufrirían sus padres si se enteraban. Pero incluso eso empezaba a quebrarse. "Si se enteraban", pensó. Pero aquel "si" condicional era la clave. ¿Por qué habrían de enterarse?

–Únicamente tienes que decir una palabra, cariño –continuaba Susana, acariciando el cabello negro de su hermano (herencia de su madre)–. Di sí. Sólo di que sí y tu vida se convertirá en un sueño. Vamos, querido hermano, hazte feliz. Piensa en lo que disfrutarás gracias a mí, piensa en que una tía buena como yo, que vive bajo tu mismo techo, está deseando destrozar tu polla a polvos –Susana lamió la mejilla de Héctor al tiempo que presionó más los senos contra su pecho–. Vamos, cielo –le susurró al oído–. Dilo de una vez, di que sí y fóllame, porque yo estoy ansiosa por follarte y tú también lo estás por follarme a mí, así que no lo pienses más. Dilo, cariño, dilo, vamos, dilo, dilo, dilo...

... dilodilodilodilodilodilodilo resonaba en el cerebro embotado por el deseo, las dudas y el miedo de Héctor, que finalmente tuvo que hacer sonar su garganta para salir de aquel atolladero, fuese como fuese, y al infierno con las consecuencias.

–Sí –dijo–. Sí, sí, sí.

Susana amplió su sonrisa, que ahora era triunfal.

–Por fin te decides –dijo, y le besó en los labios con fuerza. Él le devolvió el beso, juntaron sus lenguas, las entrelazaron. Cuando separaron las bocas, Susana le cogió de la mano y empezó a retroceder, llevándole con ella–. Ven –le dijo–. No te defraudaré.

Y no le defraudó. Susana se sentó en el borde de la cama, situando a Héctor frente a ella, de pie. Le bajó el pantalón y los calzoncillos hasta las rodillas, liberando su pene erecto. Héctor aún tuvo tiempo de sentir un nuevo acceso de vergüenza y culpabilidad antes de que su hermana se metiera el pene en la boca, al tiempo que le masajeaba los testículos; luego dejó que el placer se llevara cualquier pensamiento. A partir de ese momento se dedicó a sentir.

Susana demostró su amplia experiencia en cuanto a sexo. La felación que le hizo a Héctor fue como sacada de la mejor película porno. Recorrió toda su polla con la lengua, se la metió entera en la boca, le chupeteó el glande; succionó los testículos, primero uno, luego el otro, luego ambos; dejó que la saliva mezclada con el líquido preseminal colgase de su barbilla, lo que aumentaba el morbo del acto. Así estuvo hasta que Héctor se corrió, lanzando una erupción de semen en la boca de su hermana, expulsó más semen del que recordaba haber segregado nunca; Susana tragó lo que pudo y el resto dejó que se deslizase por la barbilla y las mejillas. A Héctor le temblaban las piernas, pero no por eso Susana iba a darle descanso. El precio por darle placer era obtenerlo ella también, y con creces. Se tumbó en la cama con las piernas abiertas y le dijo a su hermano:

–Quiero que me comas el coño.

Él la miró un momento, confuso, agotado y con un leve atisbo de vergüenza en el fondo de su mente, pero la visión de aquella vagina húmeda, abierta para él, volvió a eclipsar su raciocinio; se arrodilló en el suelo e inclinó el cuerpo para saborear el coño de su hermana. Chupó y lamió durante largo rato, mientras Susana le alborotaba el cabello y gemía de gozo, y cuando Héctor comenzó a usar los dedos, ella le dijo que no parara hasta meterle la mano entera, y él obedeció. Continuó metiendo un dedo tras otro hasta que tuvo el puño dentro, que no dejó de mover hacia delante y hacia detrás, hipnotizado por la surreal morbosidad que flotaba en el ambiente; luego decidió chupar el clítoris mientras la penetraba con el puño, y con la mano libre sobaba muslos y nalgas. Susana emitía gemidos agudos y se apretujaba los pechos con fuerza. Tuvo un orgasmo, pero no le dijo a Héctor que parase; con la vagina hipersensible, no tardó en tener otro al poco. Entonces sí, le dijo a su hermano que sacase su puño, que se desnudase y que se tumbase en la cama. Mientras él lo hacía –ni que decir tiene, ya estaba excitado de nuevo–, ella sacó un condón de la mesita de noche. Se tumbó junto a Héctor y, tal como le había enseñado cierta vez una mujer de treinta años junto a la cual realizó un trío con el marido de ésta, hacía unos meses, le colocó el preservativo con la boca y le chupó la polla varias veces en el proceso. Luego se situó sobre él a horcajadas, dirigió el pene al interior de su coño y comenzó a cabalgar sobre él. Sus pechos botaban cada vez que subía y bajaba, y aquella visión dejaba absorto a Héctor, cuyas manos sobaban las firmes nalgas de su lujuriosa hermana mayor. Antes de que pudiera llegar al orgasmo, Susana quiso cambiar de postura, de modo que se puso a cuatro patas para probar el estilo perruno. A Héctor, que cada vez le gustaba más el cuerpo de Susana, o mejor dicho, que cada vez tenía menos reparo en desear el cuerpo de su hermana, le gustó la idea. Aquel culo era maravilloso, el mejor que había visto nunca. Le pareció increíble no haber caído nunca en la cuenta de ello. Asió ambas manos a las caderas de Susana y perforó de nuevo su coño. Así hasta que llegó al orgasmo y el condón se llenó de esperma.

Héctor, extenuado por aquella frenética primera vez, se tumbó al lado de su hermana, jadeando con fuerza y con el cuerpo empapado en sudor. Susana, también cansada, pero no tanto, le quitó el preservativo y vació su contenido dentro de su boca, tragándose todo el semen.

–Me encanta tu leche, hermanito –dijo Susana, sonriéndole.

Héctor se despejó un poco ante aquella escena. Susana se inclinó para besarle los labios; él notó cierto gusto salado que, supuso, era su semen.

–Por ahora puedes descansar, cariño –le dijo ella–. Ya seguiremos en otro momento. Me ha encantado hacerlo contigo.

Héctor vaciló un momento antes de contestar:

–A mí... también.

Ella le volvió a besar.

–Ahora descansa, ¿vale?

Susana se levantó y envolvió el condón en un kleenex que luego tiraría al inodoro. Se vistió y se fue al baño para lavarse.

Héctor la observó alejarse y salir del cuarto, fijándose en el movimiento de sus caderas. La deseaba; deseaba abrazarla a cada momento, acariciarla, besarla, sobarla, follarla. Se preguntó si podría vivir con aquello lo que le quedaba de vida y llegó a la conclusión de que sí, de que los prejuicios y remordimientos ya habían sido superados. Cerró los ojos y se dejó llevar por el sueño del cansancio.

CONTINUARÁ

WESKER

01–OCTUBRE–2004