Niña mía, puta mía
Ese oscuro deseo que nace de tu oscura mirada, que se agita a la vez que tus densas pestañas se agitan. Sabes que puedes hacer conmigo lo que quieras, lo sabes de siempre.
No, no me cansas, hija mía. Sabes que no me cansas. Pero es que este cuerpo mío está derrengado. Y uno ya no está para tus trotes. Entre tú y tu madre me robáis toda la vitalidad. Y tú… tú quieres sorberme la propia vida. Mi vida, mi niña.
Me miras con esos grandes ojos dorados repletos de lascivia, cejas fruncidas; de tus labios rebosa saliva brillante que recoges con tu lengua. Antaño no me mirabas así. No sé qué ha cambiado. Es tu madre quien se fija en todo. Yo solo acierto a ver las diferencias cuando ya son evidentes. Tu mirada está hecha para prender y fijar. No puedo escapar de tu mirada, lo sabes bien.
—Vamos, no te hagas de rogar. Vamos —. Y tu voz es una súplica susurrada que me lame el cuerpo entero y me emborracha los sentidos. Pero sigues sin entenderlo.
Mírame bien, mi niña. No puedo ni incorporarme. Entiéndelo. Dame tregua.
Pero no me entiendes. ¿Qué vas a entender a tu edad, con tu cuerpo de mujer recién estrenado? Tus pechos se revuelven cual cántaros suspendidos al caminar a gatas sobre la cama hacia mí. Tus pezones oscuros y siniestros, de turbadora dureza, trazan senderos de lujuria según se me aproximan. Tus tetas me dañan la vista y me provocan escalofríos de angustia al no poder catarlas. En tus hombros redondeados se desparraman mechones de un cabello, que fluye como regueros, en meandros jubilosos por tus brazos. Tu sonrisa se despliega y tus dientes blanquísimos me ciegan. La lengua roja asoma entre ellos, cargada de saliva. Me matas, mi niña, me matas.
Detente, apiádate de mí. No me hagas odiar más este cuerpo cansado que sigue sin responderme. Déjame dormir, reponer fuerzas, aquietar la mente. Y luego te daré todo lo que me pidas. Y lo que no, también; mi vida… mi niña, sabes que haré lo imposible.
Pero no quieres esperar. Te me acercas, posando tus lindos senos en mis rodillas. Tus pezones me recorren los muslos. Pezones morenos, rocosos, enganchándose en el vello de mis piernas. La verga, indómita, tan independiente siempre ella, se me despereza. Me posas el mentón junto a la polla arrugada. Tu aliento al respirar me abrasa. Entreabres los labios.
—¿No quieres jugar? —me murmuras. Mi mirada que se pierde en tus oscuras pestañas. Con tus palabras se me enciende la sesera y el corazón se me desespera, la verga me revive; el resto de mi cuerpo sigue aletargado, muerto, inútil. Tu lengua rojiza se despliega y me lame el glande apurado.
No puedo, mi vida, no puedo. ¡Joder! ¿Qué Dios vengativo me mantiene así, postrado? Mátame antes de maldecir por siempre mi cruel indefensión.
Te da lo mismo que no pueda. Me notas la verga hincharse junto a tu mentón. Barrido de párpados espesos, iris dorado. Tu mirada es de puta. Perdona que te lo diga así, mi niña, pero me miras como la puta más puta. Y lo sabes. Me resoplas largamente sobre la verga y se me despliega la libido de no sé dónde. Porque no sé de dónde me sacas la lujuria mi niña, la que utilizas para izarme la verga, para resucitármela. La verga me crece y tu sonrisa se ensancha; de tu nariz brota aliento embriagador cuando ríes y de tu boca mana saliva que desciende por tu lengua, en arroyuelos viscosos sobre el glande dichoso.
Ahora lo comprendo, niña mía, puta mía. Me robas toda la esencia, me la robas entera y se la imbuyes a la verga. Mi vigor corporal centrado en un único propósito: satisfacerte.
Te me arrodillas y te me sientas en los muslos. Te yergues y, juguetona, te echas atrás los mechones que caían sobre tus pechos. Mostrarme tu bello cuerpo adolescente me hace odiar más el mío, ¿sabes, hija?
Sí, claro que lo sabes.
—Mi amor, mi vida —me susurras iniciando la danza dactilar. Son éstas tus palabras sonidos roncos que acompañan al saber hacer de tus dedos sobre mi miembro. Empuñas la verga. Siento la palma de tu mano caliente abrazarla. Tu otra mano juguetea con los testículos calibrando textura, contenido.
Sonríes al notar mi polla crecer y desarrollarse. Todo mi cuerpo clama y reclama descanso y, sin embargo, mi polla vigorosa lucha por alzarse contra todo, contra la muerte misma. Por ti. Sólo por ti y para ti.
Tus uñas pintadas de esmalte purpúreo arañan la piel oscura de mi verga. Piel surcada de venas caprichosas; se me detienen ante el anillo granate, lo rodean, los dedos se encuentran en el frenillo, ascienden poco a poco y los senderos que trazan las cuatro uñas me agitan el alma. Me revientan la cordura, me desatan la vida por completo. El escalofrío me hace tiritar entero y la vibración te sacude a ti también, meneándote los pechos y los cabellos. Me sonríes alegre. A su vez, tus otra mano, agitan mis huevos; en tu ardorosa mano, el escroto se vuelve laxo y más laxo y los testículos más manejables. Y tus dedos y uñas siguen y se persiguen, trazando caminos sobre el miembro. Se despliegan como paraguas protector alrededor del glande para luego las uñas dejar estelas de puro placer. Noto la presión de tus largas uñas sobre la base del anillo, rodeándolo, y me veo morir. Te grito y te chillo, porque ¡no aguanto más! Y me ascienden de nuevo por la fina y suave piel granate. Cuatro trazos de fuego que convergen, cuatro caricias de puro divinidad. Una uña se interna curiosa por la hendidura que corona el glande. La gota de fluido viscoso aflora y dibujas con ella un asterisco húmedo. Me miras divertida. A ti te parece gracioso, pero yo estoy muriéndome de pasión, hija mía, me muero porque me matas, ¡puta!
Gimo y jadeo y chillo. Es insoportable, niña mía, el cuerpo entero me tiembla y me retuerzo de mil maneras. Pero tus redondas posaderas me ciñen el cuerpo a la cama. Te lo juro, mi niña, no sé si tus uñas sobre mi glande me matan o me deshacen, pero algo malo me hacen porque me siento la sangre burbujear y la verga entera estallar. Me siento impotente porque me muero por comerte la boca; sorberte los labios, beber de tu lengua; repasar con la mía tus encías y cada una de tus piezas dentales. Perderme en tu mirada lasciva y sentir como tu boca entera se inflama con mi beso. Quiero tomarte de los hombros y notar la piel delicada y lechosa que define su redondez; quiero sentir el picor del vello naciente de tus axilas, quiero beber el dulce néctar que brota de ellas cuando te sofocas; quiero aprisionar entre mis dedos tus dedos, y que me ofrezcas tus senos, los quiero lamer y morder, chupar y frotar, mis labios sobre tus carnosos pezones; comerte la teta entera haría si pudiera metérmela en la boca, pero debo tragarla a bocados, a mordiscos, como fruta madura y dulcísima. Y quiero hacerme cargo del infierno que brota de entre tus piernas; quiero saciarme de tu ambrosía y emborracharme hasta perder el sentido, hasta caer muerto mil veces con el licor de tu coño; quiero ver cómo me chillas y te me retuerces en tu propia hoguera, como contraes tu vientre y me tiemblas, maravillada, el cuerpo entero, tus ojos abiertos de par en par y tu boca muda de asombro.
Pero no puedo. La última gota vital marcha de mi cuerpo hacia mi verga, obedeciendo tu llamada. Mantengo la verga hinchada, desplegada para ti, por ti. Y te me ríes dichosa, como si supieras lo que quisiera hacerte. ¡Matarte, niña mía, puta mía, matarte de asombro y dicha haría si pudiera!
Te tumbas sobre mí y me miras solapando tu nariz con la mía. Tu cabello me cubre la cara como abrazo cálido. Siento la intensidad de tu lascivia adolescente supurar por cada poro de tu cuerpo. La siento también en tu mirada oscura, de pestañas espesas que rozan las mías. Tu aliento me aflige y me hace suspirar. Ya no puedo ni acercar mis labios a los tuyos, me has robado ese simple gesto. Eres tú, sin embargo, la que me comes la boca y te apropias de mi lengua. Eres tú la que lame y chupa, la que sorbe y traga mi saliva. Eres tú la que me sonríes al oír mis ruegos: ¡mátame, niña mía, mátame ahora, puta mía!
Te me ríes y yo no puedo por más que sonreír porque reírme no puedo. Tu aliento me eriza las mejillas y me provoca unos calores que me enardecen, que me inflaman.
Me levantas las ancas y, deslizando la mano por entre nuestros vientres, me diriges la tiesa verga hacia tu coño. Me la noto avanzar en tu interior —tan dulce, oh, sí, tan dulce—, avanzando a medida que te me asientas. Estás anegada y es la lentitud, la divina y cruel lentitud de tu coño hambriento la que me hace resoplar. Me devoras la verga milímetro a milímetro, empapándola de tu abundancia ¡Me muero, mi vida, me muero!
—Papito mío —me sonríes desplegando tu aliento sofocante sobre mi cara cuando te la comes entera.
Me noto arder y quemarme vivo, ¿sabes, puta mía? Te me mueves arqueando los riñones, tragando con una contracción de nalgas. Tu coño se desliza y los chasquidos que tus humedades provocan me mortifican los oídos. Me respiras cada vez con más frecuencia, tu sudor se desliza de tus poros hacia los míos. Tu aliento jadeante me arranca pedacitos de humanidad. Me rompes trocito a trocito, no sé si lo sabes, hija mía. Me rompes y me siento tan vivo, tan divino.
Me gimes y te me mueres, me dices que te mueres mientras me sigues comiendo la verga una y otra vez, mientras tus pechos descansan sobre el mío y tu vientre se retuerce y se alza para volver a ser empalado. Me susurras al oído y me sujetas las sienes mientras siento tu aliento abrasarme. Mejilla contra mejilla y tus gemidos muy hondos, tan hondos que me taladran el alma. Tus dientes mastican el lóbulo de mi oreja y te me mueres, puta mía, me dices que te mueres.
El orgasmo te sacude las caderas como una descarga. Me chillas y te me enroscas como culebra. Arqueas la espalda como arco tensado. Tus nalgas vibran eléctricas y tus riñones se me agitan imposibles. Tus manos me zarandean y me confiesas que te me mueres. Me gritas que te me mueres, ¡que te me mueres!
Te me mueres enseguida, ni niña. Te me mueres ya, puta mía.
Me sonríes unos minutos después, separando tu cara de la mía. Te me despejas la frente de mechones apelmazados. Me tienes la cara, la tuya y la mía, cubierta de sudor y lágrimas. Me besas en las mejillas y los labios, en los párpados y las sienes. Me frotas tu mejilla contra la mía y, ¿sabes qué, hija mía? Que te quiero, que te amo, vida mía, que el alma se me desboca cada vez que me miras.
—Gracias, mi amor. Gracias.
Ginés Linares. gines.linares@gmail.com
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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero .