Nieve Gris
Esperemos que nunca mas neve gris...
Nieve Gris
No se podía ver hacia fuera desde donde yo estaba ubicada. El tren redoblaba la marcha, y el humo quedaba detrás, junto con el Ghetto.
Yo, sola, con dieciocho años, sin conocer a nadie, y con mi familia en manos de la SS, temía, desde mi inocencia, con un destino en Austwich: las historias eran muchas y horribles, aunque me costaba creer en ellas.
La vida en el Ghetto era difícil y triste, pero nada se asemejaba a los relatos del campo.
Bajé despacio del tren mirando hacia todos lados: a la izquierda, una construcción con una gran chimenea que, encendida , emanaba un hediondo humo negro; a la derecha, los distintos asentamientos donde, según decían, viviríamos hacinados; delante, los guardias: y detrás, las vías del tren y el resto de personas que habían bajado después de mí.
Está nevando gris dije sorprendida en voz baja
Nos ordenaron formarnos en fila. Separaron a los hombres de las mujeres y, a estas, de los niños. A menos de un metro de donde yo estaba mataron a una mujer embarazada por no querer desprenderse de su hijo; un poco mas lejos, a un muchacho que se quiso escapar corriendo. Por todos lados se repetían estas escenas propias de la más terrible obra de horror que comenzaba a mostrarse ante mis ojos.
Nos hicieron desnudar. ¡Qué vergüenza me daba! Me dejé puesta la ropa interior, no podía desnudarme por completo, no quería hacerlo, no lograba entender que, con solo una palabra, me quitaran también eso, y, a pesar de mi incomprensión a sus mandatos, me dieron un golpe en la espalda, un soldado repitió la orden, y obedecí, quedando ahí, sin poder cubrirme, humillada ante los ojos de los perversos guardias que se reían de mi delgada desnudez, y, sin tener otra posibilidad más que la de permitir que me vieran y se rieran por ello, no dije nada, pues la sangre de la mujer embarazada aún teñía de rojo la nieve, y, para mí, eso era suficiente advertencia. Por miedo o por terror les permití todo, y todo hicieron, me rodearon, me tocaron, me golpearon y me volvieron a tocar; creo que no buscaban en ello satisfacción carnal, sino que lo hacían con la única intención de someterme, de degradarme, de robarme todo; más aún se rieron cuando mi himen no resistió la presión del mango de aquel cuchillo entre mis piernas, doblegándome por completo ante mi virginidad destruida.
Despojada de todo, y, ante sus risas, no pude siquiera derramar una lágrima; aunque sentí que me conducían de la mano a la mayor ignominia, el mayor ultraje... que acepté en silencio, y que siguieron haciendo por un largo rato. Me raparon, me lastimaron aún más, y, para finalizar, uno de ellos me escupió los pechos, justo en los pezones, y, luego de jurarme que no servirían para amamantar, me ordenó volver a la fila, para después irse riendo.
Desnuda, humillada y sola, volví la vista para ver que una fila de más de doscientos niños, también desnudos, eran llevados hacia la chimenea, mientras que las madres, desde sus prisiones, exclamaban silenciosas suplicas de piedad. Los niños se transformaban en humo y las lágrimas de esas mujeres en la hiel más amarga.
A pesar del frío, recién después de largo rato nos revisaron, para separarnos en dos filas, creo, que en una iban los más fuertes, y en otra los más débiles. Recién entonces nos permitieron vestirnos, y nos condujeron a un galpón; siempre en fila, siempre custodiados por brutales guardias sin sentido de piedad.
Nos obligaron esperar de pie, y, cuando se fueron, lloré mi humillación, hasta que una anciana me consoló con un abrazó, pues todos habían visto todo; otra mujer me tomó la mano, y, otra, me acarició el rostro. Todos compartieron, entre lagrimas, mi dolor como si fuera de ellos mismos, pues me entendían a pesar de las evidentes aberraciones que ya habían sufrido.
De un golpe seco abrieron la puerta, entraron varios guardias y dos hombres de blanco, volvieron a ordenarnos que nos desvistiéramos. Esta vez ya no me costó tanto, aunque no pude evitar volver a sentirme vencida por mi desnudez, propia de la desprotección y sometimiento al que estábamos expuestos.
Otra vez en fila, y comenzaron a revisarnos la boca, para que en un balde de metal retumbara, con un replicar agudo, el choque de los dientes de oro que, a la fuerza, les quitaban a los todos: ancianos y jóvenes.
Después nos ordenaron salir, y nos formaron uno detrás del otro. El frío era inmenso, y la nieve gris continuaba inundando las calles y nuestro camino.
La nieve no es fría le dije a la anciana que me había abrazado dentro. Sólo una mirada de tristeza, una caricia y un rezo en voz baja que me pidió que continuara fue la respuesta que no entendí.
Caminamos lentamente hacia la chimenea, hacía frío. Nos hicieron esperar, algunos lloraban, yo, cerré los ojos y dejé que la nieve me cubriera el rostro.
La nieve es tibia susurré, tratando de abrigar mi cuerpo desnudo.
Pasaron varios minutos hasta que la espera terminó; nos ordenaron que entremos, el frío se apago en calor, y nevé gris.
Amadeus Floyd