Nieve
Un jardinero recuerda una deliciosa experiencia vivida mientras hacía su trabajo.
Nieve
Nieva fuera. Veo el césped cubrirse de puntitos blancos.
Esa mañana de verano empecé pronto la tarea. Cuanto antes acabara, antes podía tumbarme a tomar al sol. Los días en que la piscina comunitaria de la urbanización se llenaba más no lo hacía, pero a mediados de agosto, cuando la mayoría de los chalets estaban vacíos y era corriente que nadie la utilizara hasta después de comer, aprovechaba para broncearme un poco escondido detrás de los setos.
Regar todo el césped me llevaba algo más de hora y media, y podía dejar el resto de tareas para más tarde, para cuando ya me hubiera dado mi secreto baño de sol. Aquel día, a sabiendas de que era prácticamente imposible que nadie más que el socorrista me viera, había elegido una indumentaria que habría escandalizado a más de una vecina, esa que dejaba claro la clase de mujerzuela que me habría gustado ser: un vaquero cortísimo que me esforzaba en levantar para que el aire me diera en las nalgas y una camiseta sin mangas de un color vivo que ya no recuerdo, pero que bien podría ser malva, como las chanclas. Por supuesto, había prescindido de ponerme ropa interior; quería un buen bronceado, si se daba la posibilidad.
Debía llevar regando cerca de media hora, y llegaba ya a mi rincón secreto, donde tenía esperanzas de tomar más tarde el sol. No es que estuviera oculto a la vista, pero algún seto había alrededor que estaba bien seguro de que había servido a algunos de los vecinos más jóvenes para iniciar su camino en el sexo.
Al acercarme con la manguera en la mano al primer seto, me pareció ver unos pies que sobresalían a un lado. Pensé si sería el socorrista, pero era demasiado temprano. Me asusté un poco, pues ya estaba regando por encima de ese seto, y fuera quien fuera la persona que estuviera allí ya tenía que haber notado el chorro de agua sobre su cuerpo; que no se hubiera quejado era extraño, extrañísimo, y a punto estuve a punto de chillar como una niña. Pero me contuve y me aproximé más, sobre todo por la curiosidad que lo que podía ver me provocaba: unos pies masculinos y unas bonitas pantorrillas con vello oscuro. Alguien dormido, quizá alguien que ha llegado borracho esta mañana, se ha querido dar un baño y luego se ha quedado dormido . Al dar la vuelta al seto descubrí al dueño de las piernas: un joven, moreno, vivo y despierto, mojado por el agua con que yo le había regado sin saberlo. Lo conocía, vivía en la urbanización. Era estudiante, guapo, con un cuerpo en el que yo ya me había fijado, perfecto, inalcanzable. Serio, muy serio, que se dejaba ver poco y cuando lo hacía era inexpresivo.
Se acariciaba el pecho empapado, el escaso vello negro, y me miraba fijamente, con unos grandes ojos almendrados. El chorro de la manguera se derramaba a sus pies sin que yo reaccionara. Se incorporó de manera que el agua le cayera en la cara y el pecho en cascada hasta el calzoncillo blanquísimo, única prenda que llevaba puesta. Arrastrándose sobre las nalgas se acercó un poco y volvió a tumbarse, con la cabeza levantada, sin dejar de mirarme, y moviéndose para recibir el agua de la manga por todo el cuerpo: el pecho, el vientre, la entrepierna, los muslos, la boca El calzoncillo empapado dejaba que se apreciara su pene erecto casi sin obstáculo. Muy muy despacio se giró sobre sí mismo para recibir el chorro en la espalda, en la nuca, en el culo, sin dejar de mirarme con fijeza casi en ningún momento.
Con la misma lentitud de antes, apoyó su cuerpo sobre el costado derecho, y bajando su mano hacia el calzoncillo lo bajó lo suficiente para dejar las nalgas al descubierto. Acercó entonces su rodilla izquierda hacia el pecho, y así, de lado, en el suelo, empezó a separar con la mano la nalga izquierda hacia arriba, como invitándome a que apagara con el agua el fuego que le ardía en aquel lugar, donde le habría gustado poseer una vagina femenina para recibir el chorro de mi manguera, que en su imaginación yo suponía falo gigante capaz de alcanzar sus propias entrañas.
Yo no estaba excitado. Bueno, mi rabo no estaba excitado. Sí notaba la bragueta muy caliente, y los pezones, sobre todo los pezones, me ardían, como si tuviera escarcha sobre ellos. No hizo apenas ruidos ni gestos de placer, solo algunas veces un leve movimiento de su labio inferior, más grueso y apetecible, que parecía desplazarse hacia abajo por su propia voluntad. Casi ni un segundo dejó de mirarme mientras el agua le azotaba, y mientras frotaba su polla, a veces cubierta por la tela y a veces visible, contra el césped del que yo me sentía tan orgulloso. Se corrió largamente sobre el vientre y la hierba, sin que sus manos hubieran contribuido prácticamente a ese final. Se tomó entonces su tiempo para regresar, apartándose poco a poco del chorro, sin dejar de tocarse entre las nalgas, volviendo a colocar los calzoncillos en su sitio, ya como si yo no estuviera. Y así, a cámara lenta, acabó por levantarse y marcharse, sin decir nada y solo dirigiéndome alguna mirada como por lástima.
Cuando terminé el jardín me bajé a la sala subterránea que daba paso a la depuradora, donde estaba el botiquín y un pequeño aseo. Allí, en la pequeña ducha, donde un día el socorrista me había dejado, por curiosidad pero sin mucho entusiasmo, que se la meneara, puse mi pene bajo los delgados chorros de agua hasta correrme yo también, excitado, no por el deseo de poseer el cuerpo que había podido contemplar atravesado por la excitación, sino por el de sentirme yo también deseado y el de llegar al placer absoluto siendo, como él, sujeto y objeto en mi propia fantasía.
Cuando volví a subir a la piscina, aún se podía ver, como si fueran copos de nieve, el rastro que había dejado sobre el césped.
(Sueño)