Nico y Rufo: Para tirar cohetes

Un día de fiesta para Pintres y para nuestros amigos.

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Nico y Rufo: 17 – Para tirar cohetes

1 – La mecha

Intenté despertar a mi hermano temprano, para no andar con prisas arreglándonos. Deberíamos asistir a un desayuno en el Ayuntamiento a las 9. Era un pleno especial en domingo como agradecimiento a nuestra labor. Deberíamos presentarnos impecables.

  • ¡Rufo, vamos, hermano! – le dije con paciencia -; si no estuvieras caliente y tuvieses pulso en el cuello, me parecería que estás muerto.

  • ¡Hmmmmm! – balbuceó dormido - ¡Jame ommí!

  • ¡Por favor, Rufo! – tiré de su hombro - ¡Es un homenaje para nosotros! ¡No me hagas esto!

  • ¡ómeme la bolla! – dijo - ¡Toy parmao!

Le cogí la polla con cuidado. Era verdad que estaba empalmado, pero era la típica erección matutina por el calor de la cama. Cuando la tenía bien agarrada y vi que iba a dormirse otra vez, doblé los dedos mágicos y sólo hice dos movimientos. Se incorporó como un resorte y me gritó.

  • ¿Qué haces, tío? – se despertó - ¡Si me haces ahora una paja de esas me dejas muerto para todo el día!

  • ¡Pues levántate y anda! – me incorporé y lo besé - ¡El homenaje es también para ti! Esta noche – le susurré – sí que van a llegar los chorros de cohetes hasta el techo.

  • ¡Jo, es verdad! – dijo -; esta noche son los fuegos artificiales para Pico.

  • ¿Qué? – me acerqué a él - ¿Quién te ha dicho que los fuegos son para Pico? ¡Se supone que son para inaugurar el metro! ¡Tu metro!

  • No me molesta que sean para Pico – me dijo -; yo mismo he hecho los trámites y he contratado ocho animadores para la tarde hasta que anochezca. Creo que Pico se merece más esos fuegos de colores, que mi metro. En realidad, se le ocurrió a él y va a hacer las delicias de todos los pequeños, y no tan pequeños, de Pintres. ¡Ya estará casi todo listo! Vendrá gente de todos lados

  • Tirar cohetes aquí, entre los pinos, podría ser peligroso – le dije -; si cayeran algunas chispas en el bosque, seríamos nosotros los que quemaríamos este pueblo.

  • ¡Que nooooooo! – dijo incorporándose resignado -. He hablado yo personalmente con la empresa que los va a quemar y me han dicho que la distancia de seguridad es más que suficiente y que son fuegos de altura y muy controlados. No caen chispas al suelo.

  • De todas formas – le insistí -, creo que la policía y el Ayuntamiento va a rodear el pueblo de especialistas con extintores. ¡No habrá problemas!

Cuando se levantó, se movía tan lentamente, que tuve que tirar de él. Vi el encendedor en la mesilla, lo cogí disimuladamente y lo encendí acercándoselo a la punta de la polla.

  • ¿Qué haces? – gritó - ¡Que me quemas la polla!

  • ¡Hombre! – abrí para ir al baño - ¡Por fin te has despertado! ¡Vamos a la ducha, anda! ¡Estás ardiendo!

Nos aseamos y nos pusimos un traje nuevo que pedimos para la ocasión. ¡No todos los días te da el Ayuntamiento un homenaje! Desayuno temprano, misa a las doce, paseo hasta Gayanet y paseo en pleno en el metro hasta La Cabaña. Sería la inauguración oficial del metro de Pintres. Luego, almuerzo en el restaurante, paseo hasta la plaza y castillo de fuegos artificiales. ¡Iba a ser un día muy completo! (F y V)

2 – El desayuno y el paseo

Dos guardias vestidos de gala nos esperaban en la puerta del Consistorio. Nos saludaron militarmente y, en cuanto pasamos el umbral, vino a recibirnos el alcalde y fuimos pasando despacio dándoles la mano a todos los concejales. Nos felicitaron uno a uno por lo que estábamos haciendo y, hasta el alcalde estuvo hablando informalmente conmigo mientras tomábamos un desayuno fuera de lo normal.

  • ¡Nadie como un gay tiene la sensibilidad para hacer lo que hacéis! – me dijo -; yo también soy gay y conozco eso muy bien. Mi pareja es Fede, don Federico Rico Lico, Concejal de Festejos – bajó la voz -; ¡elegido a dedo, claro! (Rufo, casi a sus espaldas, aguantó la risa al oír el nombre de su novio).

  • ¡Ah, ya le entiendo, señor alcalde! – bajé la voz y le sonreí -; por eso fue con usted a la inauguración de La Cabaña

  • ¡Exacto, chico! – me dio una palmadita en la espalda -; iba conmigo como concejal y como pareja.

  • ¡Me alegro mucho! – le hice una reverencia -, pero debería usted habérnoslo dicho entonces. No le prestamos a él tanta atención como se merecía.

  • ¡Fue genial! – exclamó - ¡Como lo de hoy salga así, será para escribirlo en la historia del pueblo… que tiene poca!

Se levantó, carraspeó, y leyó un discurso escrito que, seguramente, los concejales ya habían leído u oído y, muy posiblemente, uno de ellos se lo había escrito (¿Sería don Federico Rico Lico?). Nos levantamos, les hicimos una reverencia como agradecimiento y nos aplaudieron durante más de un minuto. Rufo se puso rojo como un tomate; no estaba acostumbrado a esas cosas ¡Yo tampoco, la verdad! Rufo todavía estaba disimulando la risa que le dio al oír el nombre completo del novio del alcalde, que, la verdad sea dicha, estaba ¡rico, rico! ¡No le faltaba ni el perejil!

Fuimos a tomar la inevitable copa de añico en el quioscoquico, donde encontramos a don Teles muy feliz.

  • ¡Hijos! – se acercó a darnos la mano - ¡Felicidades por lo que hacéis por todos! ¡Felicidades por lo que habéis hecho por mí! Ya tengo las nuevas máquinas produciendo en la bodega. La he cerrado como me aconsejasteis, pero me gustaría que probaseis ahora el añico. ¡No debe haber diferencia entre el de antes y el de ahora! ¡Os pido vuestro visto bueno!

  • ¡Por supuesto! – le dijimos -; vamos a beber un par de traguicos y a catarlos con cuidadico. Le diremos la verdad.

Bebimos la primera copita y la saboreamos; luego, bebimos más cantidad y, finalmente, le dijimos que no había diferencia alguna.

  • ¡Ay, hijos! – nos cogió las manos - ¡Cuánto me alegro! ¡Gracias por vuestra prueba de fuego!

  • No está ni siquiera mejor que el de antes – le dijo Rufo bromeando - ¡Es perfecto!; ¡rico, rico; el mismico!

Allí estaban todas las personas más importantes del pueblo y, en los alrededores de la plaza, había montoncicos de curiosicos observando. No bebimos demasiado porque sabía que a Rufo se le hacía un nudo en la lengua, porque el alcalde invitaba a todas las copas que quisiésemos tomar y… ¡como no íbamos a comulgar! Allí estaba el cura, don Raimundo, hablando con el médico y bebiendo, así que pensé que estaba permitido beber añico antes de la misa... y que no era malo para la salud.

A las doce entramos todos junticos y luego entró tanta gente, que hubo quien se quedó en la calle y abrieron los portones para que todos asistieran.

Y terminados aquellos actos, dimos un paseo junto al alcalde, que subió con nosotros delante de la comitiva con su novio, explicándonos el por qué de Pintres, de su arquitectura, de su ubicación, bla, bla, bla… En definitiva, estaba muy contentico porque no se había alterado para nada el aspecto del pueblecico.

Cuando llegamos a la entrada del metro, se sorprendió tanto, que dio un paso atrás:

  • ¡Coño! – exclamó - ¡Esto no es mi Pintres, que me lo han cambiado! ¡No se puede adivinar que está esto aquí escondido! ¡Buen trabajo!

Cortó la cinta de la entrada y guardó el trocico de recuerdo. Bajamos lentamente y ya estaba el metro allí esperándonos para su primer viajecico oficial. Nos sentamos al frente con él y con los concejales, y otras muchas personas llenaron los otros dos vagones. Hizo una señal y comenzamos a movernos (V) .

  • ¡Es sorprendente! – nos dijo sin dejar de mirar al frente -; creí que para hacer un metro ibais a poner el pueblo patas arriba; ¡y es comodísimo!

  • Haremos una parada en la estación intermedia – le aclaré -, que es la que sale a la estación de autobuses y la plaza; ¡el centro del pueblo! Luego seguiremos hasta La Cabaña. Nadie en el pueblo puede decir que esto está aquí. No oirán nada.

  • ¡Coño! – exclamó -; como que yo no he oído ni las excavadoras

  • Es que se ha hecho con lo último de lo último – le dije -; una impresionante máquina tuneladora que ni siquiera ha entrado en el pueblo.

Cuando salimos del túnel al aire libre, respiró como aliviado y le vi apretar la mano de su novio, que hacía gestos de aprobación.

  • No te voy a negar, Nico – me dijo -, que habéis dado vida, trabajo y dinero al pueblo, pero tengo que reconocer que el Ayuntamiento también se está beneficiando.

  • ¡Mejor para Pintres!

3 – El almuerzo

Todo el comedor principal estaba dispuesto con mesas juntas haciendo un cuadrado y, en su centro, en el suelo, había varios ramos de flores distribuidos estratégicamente.

El almuerzo hizo las delicias de todo el personal, pero el añico caliente no se hizo esperar. Muchos nos felicitaron por todo, pero ya saliendo del restaurante, nos llamó el cura – visiblemente puesto de añico -.

  • ¡Hijos en el Señor! – levantó los brazos -; tal cosa no había pensado que sucediera en Pintres, que de ser mi destierro ha pasado a ser un lugar del que no quisiera tener que irme. Pero ya a mi edad… ¿a dónde me van a mandar?

  • ¡Gracias, padre! – le dijo Rufo -, pero todos han colaborado para que esto funcione tan bien.

  • ¡Dios os bendecirá! – continuó -, porque si pone en los platos de su balanza dorada, vuestros pecados a un lado, y la Caridad con la que os entregáis en el otro, es seguro que éste último pesaría como para limpiar cualquier mancha… y…, ¡por cierto!, iba a pedir un quitamanchas porque me he llenado la sotana de licor

  • ¿Quiere usted que se lo pida? – le dijo Rufo -; aún estamos muy cerca.

  • ¡No, no, hijo! – contestó -; anochece y no quiero perderme ese castillo de fuegos de colores que han preparado en la plaza.

  • ¡Es para todos! – le dije - ¡Todos han convertido este pueblo en productivo con su propio trabajo! ¡Hasta usted! No debemos olvidar que es el que nos ha ido diciendo quiénes eran los más necesitados. Pero todos ellos se entregan a su trabajo.

  • ¡Dios os bendecirá, hijos! – concluyó -, que hasta me habéis llenado la iglesia los domingos y ya no digo la misa solo entre semana. Como he de ir a Palacio a ver a monseñor, ¡el arzobispo don Alejandro Frutos!, le diré lo que hacéis y pediré sus indulgencias para vosotros, que por mi parte, ya las tendríais.

  • ¡Dios se lo pague, padre! – le dijo Rufo -, que nosotros tenemos que pagar otras cosas

Lo miré seriamente y le pellizqué el culo. «¡Ay!»

  • ¿Qué te pasa, hijo? – preguntó don Raimundo ajeno a todo - ¿Acaso no te gustaría que yo hablase con monseñor?

  • ¡No, no, padre! – se excusó -; es que debo haber pisado un chinorrico y se me ha clavado en el pie.

4 - ¡Fuego!

La plaza estaba algo extraña. Se habían puesto barreras delimitándola para evitar daños a la gente y, corriendo por todo alrededor, había ocho «osos panda» muy divertidos, que hacían las delicias de todos. Vinieron nuestros amigos muy contentos a comentarnos cosas (V) .

  • ¡Eh, tíos! – dijo el palomo -, lo que habéis montado en Pintres no lo monta ni el pueblo más rico en sus fiestas.

  • Lo hemos pensado entre todos – le contestó Rufo - ¡Será un éxito de todos! ¡Esperemos que no llueva!

Pico se nos acercó ilusionado; le encantaban los «osos panda» que bailaban y corrían por el pueblo.

  • ¿A que no sabes cuántos hay? – le preguntó Rufo - ¡Son unos cuantos!

  • ¡Sí lo sé! – dijo - ¡Son ocho, que los he contado!

  • ¡Sí! – le dijo entonces -, pero… ¿a que no sabes cómo se llaman?

Pico se quedó extrañado y pensativo.

  • ¡No! – le dijo - ¿Tienen nombre?

  • ¡Claro! – le dijo mi hermano seguro - ¡Tienen nombre como todo el mundo! Se llaman… Pinuno, Pindos, Pintres, Pincuatro, Pincinco, Pinseis, Pinsiete y Pinocho.

Se echó a reír y se acercó a mí abrazándome por la cintura y apretando su rostro contra mi pecho:

  • ¡Qué me gusta, papá! ¡Me distraigo mucho!

Aquella palabra o aquella frase, quizá salida de su subconsciente, me dejó pensativo y emocionado. Han pasado muchos años, pero aún resuenan en mi cabeza sus palabras como si las hubiese oído ayer

Se esperó al anochecer y se oyeron los estruendos de los tres avisos. Llovía un poco, pero no tanto como para suspenderlo. Ya mirando todo el mundo hacia arriba, vi al alcalde comerle la boca a su concejal favorito (que le haría muchos festejos en la cama). Me volví hacia Rufo y nos besamos y nos abrazamos hasta que oímos que comenzaba el espectáculo. Pico se puso a mi otro lado y, tirando de mi brazo, me agachó y me besó en los labios entusiasmado: «¡Gracias!».

El espectáculo fue fantástico (V) a pesar del chubasco y de que estábamos más pendientes de nosotros que de él. Acabados los fuegos (sin ningún incidente, por cierto), se fue casi toda la gente hacia la parte del quiosco, que se había dejado libre para que se siguiese bebiendo. Nuestros amigos volvieron alucinados a saludarnos. Casi no sabían qué decir. Luego, se fueron a beber añico, que era gratis.

  • ¡Hermano! – le comí la boca allí en medio - ¡Es hora de tirar cohetes en nuestra cama! ¡Vamos, vamos!

Conforme atravesábamos la plaza entre las gentes, todos nos miraban y nos sonreían.

  • ¡Joder! – me dijo Rufo apurado -; pensé que en la oscuridad nadie iba a reconocernos.

  • Pues si alguno no ha estado todo el tiempo mirando hacia arriba – le dije -, nos habrá visto comernos la boca y magrearnos; pero nadie dice nada. ¡Veeeenga!

Lo iba empujando; estaba muy cansado, como yo, pero teníamos que celebrarlo por todo lo alto y… ¡solos! Subimos hasta casa saludando aquí y allá y entramos en la casa, que estaba solitaria. Tío y Borja estarían en la plaza bebiendo. Nosotros subimos al dormitorio sin entretenernos en nada, sino en quitarnos las prendas y arrojarlas al suelo conforme atravesábamos el salón y subíamos las escaleras. Cuando entramos en el dormitorio, ya íbamos casi en pelotas.

Lo empujé y cayó de espaldas en la cama riéndose. Me bajé rápidamente los calzoncillos y me eché sobre él.

  • ¡Estás ardiendo, corazón! – le musité - ¡Y yo caliente como la sopa en verano!

  • ¡Fóllame, fóllame! – miraba al techo -; te necesito dentro. Pero aprieta fuerte, quiero notar mucho cómo me penetras.

Mojé un poco mi polla con saliva. Penetrarlo en seco y con fuerzas podía lastimarle. Puse la punta en su agujero empujando sus piernas hacia arriba y sus huevos atrayentes colgaban por el lado de la cama. Esperé un poco para darle la sorpresa y dejé sus piernas sobre mis hombros. Él tiró de mi cuello. Apreté sin parar pero pendiente de su expresión. Cerraba los ojos y abría la boca: «¡Así, así, sigue!». No lo estaba lastimando; sentía placer. Por sorpresa, cuando ya estaba casi toda dentro, le cogí la polla con los dedos doblados; ¡era el día de los cohetes!

Comencé a follarlo y a pajearlo al mismo tiempo y sus gritos deberían oírse en la plaza: «¡Qué gustazo! ¡Que me muero de gusto! ¡Aaaaaaaajjj!». Como podía aguantar hasta correrme yo, aguanté todo lo que pude follándolo y pajeándolo. Debería estar sintiendo un placer fuera de lo normal. Sus ojos se le ponían en blanco y tiraba de mí hasta hacerme daño: «¡No pares, no pares nunca!».

Pero, claro, me llegó a mí la hora sólo de pensar en el placer que debería estar sintiendo y, por más que quise aguantar, me corrí brutalmente y le di el toque final a su paja espacial. Lo que pasó, es que como yo estaba sobre él, me golpearon sus chorros de leche sin estar prevenido y me cayeron en los ojos y en toda la cara como si un boxeador quisiera dejarme KO. Sus chorreones resbalaban con mis lágrimas como si me hubiese metido bajo una ducha templada.

  • ¡Hermano, guapo! – le dije jadeando -; voy a recolectar tu leche y voy a llenar el termo para ducharme con ella.

  • ¿Ah, sí? – se asfixiaba mientras yo se la sacaba -; este gusto no se siente todos los días. ¡Casi me matas de placer!

Pero me pilló desprevenido y todavía empalmado. Bajó su brazo derecho de mi cuello y me cogió la polla con los dedos doblados y comenzó a pajearme.

  • ¡No, no, Rufoooooo! – grité - ¡Coño, estate quieto! ¡Que me matas de gusto! ¡Otro orgasmo nooooo!

Siguió moviendo su mano sin parar y tuve que tirarme sobre el colchón intentando apartar su brazo de mí. Para colmo, cuando tenía la boca abierta, puso la suya sobre mis labios y metió su lengua hasta donde pudo. Yo no sabía si la estaba moviendo, pero me notaba raro; necesitaba que me diese ya el toque final. ¡Por fin, se le ocurrió rematarme! Me corrí otra vez pero como varias veces seguidas y, ya al final, ni siquiera echaba leche.

Tuvimos que esperar los dos un rato boca arriba en la cama hasta que se nos normalizaran el corazón y la respiración. Lo empujé despacito y puse su cabeza sobre la almohada echándome sobre él.

  • ¡Hermano! – me dijo asustado - ¡La ropa nuestra está repartida por el suelo de toda la casa!

  • ¿Y qué más da? – le dije indiferente - ¿Tú crees que tío Manolo y Borja se van a asustar por eso?

  • ¡No sé! – me contestó tragando saliva -, pero hace poco he oído la puerta

  • ¡Coño! ¡La ropa!

Me levanté deprisa y me asomé con cuidado. Vi toda la ropa de tío y de Borja también desperdigada por toda la casa y las escaleras; como la nuestra. Me volví al dormitorio.

  • ¡Copiones!