NICO y RUFO: 20 - Levántate y anda 2/2

Nico descubre algo sorprendente: nada es lo que parecía. Final de la Saga.

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Nico y Rufo: 20 – Levántate y anda 2/2

7 – Desde el principio

Me trasladaron a casa cuando me encontré mejor. Afortunadamente, todo había quedado en un susto para los demás, porque yo no recordaba lo que había sucedido. Todo se acabó en un paseo nocturno para estar a solas y en un impulso que ni yo mismo comprendía.

Rufo insistía en que yo me había escapado de casa para suicidarme pero, aún estando depresivo, nunca pensé en quitarme la vida. Un vigilante oyó ruido y se acercó a mirar al camino de la mina, observando algo extraño. Me llevaron al centro de salud y me trasladaron a El Pueblo. En realidad todo lo que hicieron fue comprobar mis constantes vitales. Según me dijeron luego, no había tomado una cantidad letal, aunque sí muy tóxica.

Llevaba ya dos días (de los diez que aconsejó el médico) en casa de reposo y estaba harto de estar encerrado en el dormitorio, así que decidí levantarme y bajar al salón.

  • ¡Hermano! – se asustó Rufo al verme - ¿Qué haces levantado? ¡Estás de reposo!

  • Lo sé, Rufo – le dije -, pero puedo hacer el reposo aquí sentado. No me encuentro tan mal.

  • ¡Bien! – contestó - ¡Tú decides!, pero debes saber que cuando vuelva tío no te va a hablar en el mismo tono que yo.

Se acercó a mí, me sonrió y me besó. Luego, me tomó del brazo y me sentó en una butaca junto al fuego. Mi cabeza seguía llena de cosas. No me preocupaba nada de lo pasado pero sí quería comenzar a salir y volver a hacer mi vida normal. Tenía memorizado todo lo que me había pasado desde aquel fatídico viaje a Villarecuas a ver a mis tíos. Cada uno de los momentos pasaba por mi cabeza como una película; con total nitidez. Fui a levantarme; tenía que escribir todo aquello y pensaba bajarme el portátil del dormitorio.

  • ¿Qué haces, cariño? – me preguntó mi hermano asustado -; te acabas de sentar y ya te vas a levantar

  • ¡No, Rufo! – le dije -; quiero escribir y necesito el ordenador

  • ¿El ordenador? – se extrañó - ¿Qué piensas escribir?

  • Puedo quedarme aquí abajo – le dije – y escribir mientras que estáis en el trabajo.

  • ¡Pues, quédate ahí sentado! – me recostó con cariño -; yo subiré a por él, pero… ¿se puede saber qué piensas escribir?

  • ¡Todo, Rufo! – le dije misteriosamente - ¡Todo lo que he vivido en estos últimos días! Escribiré lo que me pasó en Villarecuas y cómo vine a caer en esta aldea perdida… ¡Todo! ¡Hasta ahora!

  • Bueno… - me miró dudoso - ¿No pensarás escribir también ciertos detalles, no?

  • ¡He dicho todo, hermano! – me sentí ilusionado - ¡Voy a contar todos los momentos interesantes vividos hasta ahora!

  • Supongo – dijo riéndose -, que será sólo para tenerlo ahí escrito, no para publicarlo

  • ¿Quién sabe? – le dije pensativo -; puede ser que alguna editorial lo lea y lo crea interesante.

  • ¡Está bien! – respondió resignado - ¡Escribe!, me gustará leerlo. Voy a bajarte el portátil, pero prométeme que no te vas a mover de ahí. Le preguntaré a Clara.

  • ¡No se preocupe, don Rufo! – le dijo Clara - ¡No voy a dejarlo que se mueva de ahí!

Mi hermano me bajó el ordenador y me puse cómodo cerca de la mesa. Habló algo con Clara que no oí y se despidió de mí con un beso, dejando asomar un gesto de satisfacción en su rostro.

«Muy vacía estaba la estación para encontrarnos en pleno verano…», comencé mi relato. Tenía muy claro todo lo que iba a narrar y podía escribirlo casi sin tener que pensarlo: ¡Había sucedido!

8 – El planteamiento

Llegaron tío y Borja con Rufo al mismo tiempo a la hora del almuerzo.

  • ¿Cómo está mi niño? – se acercó tío -; no importa que hagas el reposo ahí. Tu hermano me ha dicho que vas a escribir

  • ¡Ya estoy escribiendo, tío! – le dije feliz -; he escrito muchas páginas en varias horas.

  • ¿Ah, sí? – preguntó Borja intrigado - ¿Y se puede saber cómo se llamará el libro? Ya sé lo que piensas escribir.

  • ¡No sé! – encogí los hombros -; he pensado en llamarlo «Cómplices».

  • Pues tienes que dejarme leerlo – respondió -; seguro que escribes mejor que yo; ¡Soy un negado para esas cosas!

Recogí el ordenador y algunas notas que había escrito a mano para no olvidar detalles y preparó Clara la mesa para el almuerzo. Cuando terminamos, todos insistieron en que descansase un poco en la cama; querían que durmiese una siesta. Rufo me acompañó al dormitorio llevando las cosas y nos abrazamos cuando cerró la puerta.

  • ¡Hermano!

  • ¡Dime, Nico!

  • ¡Te necesito! – agaché la vista - ¿No sé si sabes a qué me refiero?

  • ¡Sí, lo sé! – respondió -; no sé si es el momento adecuado, pero yo te necesito también… Podemos romper un rato tu reposo.

  • ¡Claro, mi vida! – me senté mirando al suelo -; dejemos ciertas cosas para cuando esté bien. Podríamos sólo acariciarnos

  • ¡Tú sabrás, hermano! – me dijo -; no vas a romper ningún reposo por eso. No creo que te haga falta tanto reposo; y yo también siento la necesidad de estar contigo.

Acerqué mi cara a él lentamente, elevé la mirada a su rostro y le sonreí. Puso su mano en mi cadera agachándose un poco para aflojarme la ropa, pero acabamos desnudándonos el uno al otro. En realidad, yo tenía poco que quitarme, así que se sentó a mi lado y fuimos quitándonos lentamente cada prenda. Él mismo se sacó los zapatos mientras comenzábamos a besarnos. Cuando estuvimos en calzoncillos, levantó la cobertura de la cama y nos echamos allí abrazados cálidamente.

Comencé a acariciar sus cabellos y a mirarlo fijamente y movió tímidamente sus manos hacia mi cuerpo como si temiese a que yo le reprochase algo. No pude aguantar aquella situación; pegué mi boca a su boca, cogí su mano y la puse en mis entrepiernas y le agarré con fuerzas la polla, que estaba dura como pensé.

  • ¿De qué tienes miedo, hermano? – le susurré - ¡Estoy bien! No pienses en lo que pasó ayer ni la semana pasada; ¡piensa en hoy! Se acabaron los problemas. ¡Hay que seguir!

Comenzó a besarme como siempre lo habíamos hecho y fui tirando lentamente de sus calzoncillos para dejarlo desnudo. Se incorporó y se los quitó él mismo mientras me quitaba yo los míos.

  • ¡Hace tanto que no nos amamos! – suspiró -; no quiero hacer nada que pueda perjudicar tu salud, pero es que… ¡no puedo estar sin ti!

Le puse mi índice en los labios para que no hablase y, bajando otra vez la mano, apreté sus nalgas y lo pegué a mí. Hubo un comienzo tranquilo de caricias, como siempre, pero se fue calentando el ambiente. Me puse sobre él y respiró entrecortadamente mirándome asustado. Sin embargo, no hice caso de sus gestos. Empujé con mi cuerpo y me fui rozando con el suyo. Me pareció entonces haber estado una eternidad sin gozar de él; de su cuerpo; de su cariño.

Cuando noté que ya parecía haber olvidado lo que había pasado, lo agarré por los muslos y levanté sus piernas empujando con la espalda las ropas de la cama hasta quedar destapados. Tenía calor y sentía su sudor mojando mi cuerpo. No apartaba su vista de la mía y sonreía tímidamente. Me incorporé un poco, me la cogí decidido y busqué el agujero de su culo sin prisas; acariciando toda su raja con la punta de mi polla y esparciendo por allí todo mi líquido lubricante.

Aspiró como ahogándose cuando la punta encajó en su agujero, pero me sonrió tímidamente.

  • ¡Empuja si quieres, Nico! – musitó muy serio - ¡Haz lo que quieras!

Fui empujando con suavidad, como las primeras veces que nos follamos y noté cómo iba entrando en él poco a poco sin dificultad, pero tanto tiempo sin follar me estaba jugando una mala pasada: iba a correrme muy pronto.

  • ¡No aguantes, hermano! – se incorporó a besarme - ¡Córrete cuando llegue el momento! Entiendo que ahora sea así.

  • ¡Quiero darte placer, no sólo sentirlo! – empecé a moverme

  • ¿Te gusta?

  • ¡Eso no se pregunta! – dijo - ¡Empuja! ¡Dame lo que quieras!

En poco tiempo y en pocos vaivenes, sentí todo mi cuerpo vibrar y se me nubló la vista. Apreté con fuerzas dejándome caer sobre él y sentí tanto dolor como placer cuando me derramé por completo dentro de él. Caí sobre su pecho mientras la sacaba lentamente.

  • ¿Estás bien? – preguntó intrigado -.

  • ¡Perfectamente, Rufo! – exclamé -. Después de unos días de descanso es normal que me pase esto, pero todo volverá a ser igual.

  • ¿Igual? – me preguntó - ¿Igual que cuándo?

  • Igual que cuando lo hacíamos a diario – dije ensimismado -; igual que cuando lo hacíamos muchas veces al día o con nuestros amigos. ¡Igual!

Me miró extrañado y me eché a un lado para descansar. Se incorporó, buscó sus calzoncillos y se puso en pie para ponérselos. Evitaba mirarme o hablar y salió despacio del dormitorio hacia el baño. Me quedé pensando en lo sucedido y no sabía por qué le extrañaba que le dijese que mis planes eran seguir como estábamos. Cuando volvió del baño, abrió el armario y se puso ropa limpia. Lo observé con atención y en silencio mientras se vestía. ¡Estaba guapísimo con aquel traje! No dijo nada; abrió la puerta del dormitorio y se fue.

9 – Sospechas

Me levanté despacio y me tapé para cruzar hasta el baño. Volví al dormitorio y busqué la ropa que había comprado cuando llegué a Pintres, en casa de Asun; aquella ropa que siempre llevaba mi hermano. Al buscar en el armario, vi a un lado escondida la maleta negra y, sobre ella, una carpeta de piel muy lujosa. La tomé y la abrí. En su interior había algunas facturas y recibos de compras. Los más importantes estaban encima: la compra del televisor para tío y la compra de la casa de la plaza. ¡No había más! ¡Cuatro tonterías!

Bien arreglado, a falta de abrigarme para salir, bajé al salón con mi ordenador y mis notas. Clara se limitó a mirarme y a sonreír y yo me senté preparado para seguir escribiendo.

La historia me venía a la cabeza con total fluidez, como si escribiese un diario, y mi relato se iba haciendo cada vez más largo. Creí que, en los días que me quedaban de reposo, iba a poder escribir la historia entera y pensé en no salir. Estuve escribiendo sin descanso ante la mirada curiosa de Clara hasta que llegó mi hermano con tío Manolo y Borja. Aún faltaba mucho para la cena.

Rufo se acercó a mí fríamente y me besó y Borja protestaba por alguna cosa del Ayuntamiento.

  • ¡Rufo! – cerré el ordenador - ¿Puedes subir un momento conmigo al dormitorio? Necesito hablar algo contigo.

  • ¡Pues claro! – dijo sin mirarme - ¡Supongo que querrás aclarar cosas!

Tomé mi ordenador y mis notas y subí tras él hasta el dormitorio. Cerró la puerta cuando entramos y me miró con cierta tristeza.

  • ¡Pasa algo, Rufo! – le dije - ¡Pasa algo que no me decís! No estoy aquí para que me recuerdes datos para lo que estoy escribiendo. Sólo quiero que me aclares qué ha pasado… ¿qué ha pasado mientras estaba inconsciente?

  • No me parece adecuado hablar de eso, Nico – dijo seriamente -, pero si crees que lo necesitas… ¡pregunta!

  • Os encuentro extraños conmigo – le expliqué -. No he hecho nada en contra vuestra… ¿Por qué esa frialdad? Ahí, en el armario, hay una carpeta con recibos y facturas de unas pocas cosas

  • ¿Frialdad? – no entendía bien lo que le decía -; puedes haberme notado frío a mí, pero te estamos tratando con cariño; como siempre. Es más, después de haber intentado… dejarnos… aún te hemos tratado mejor. Hemos hecho todo lo posible para que nadie en Pintres sepa que estás aquí y lo que has intentado hacer… ¡me he dejado penetrar porque lo necesitabas! – gimió - ¡Sabes que me trae muy malos recuerdos!

Lo que me decía no encajaba en lo que habíamos vivido. Supe desde el principio por qué estaba allí y que lo habían violado hasta seis veces seguidas, pero… ¡todo aquello se había superado!

  • ¡Bien! – le dije -; desde ahora háblame claro. No quiero que te veas obligado a hacer nada que no quieras.

  • ¡Sí, hermano! – contestó -; es mejor seguir juntos como antes.

Seguían sin cuadrarme sus respuestas. No habíamos hecho nada fuera de lo normal durante la siesta. Me ayudó a desnudarme y me metió en la cama.

  • ¡Mira, Nico! – me dijo con cariño -, duerme ahora un poco. Luego subiré yo. Mañana escribes. Acabaremos temprano y me tendrás aquí contigo.

  • ¡Déjalo, Rufo! – le sonreí -; vete ya, que tienes que cenar. Yo me desnudaré y me acostaré.

Me besó y salió del dormitorio más tranquilo. Abrí la puerta un poco y estuve escuchando que hablaban algo sobre el Ayuntamiento, pero no entendía de lo que hablaban.

Me quedé dormido y, cuando desperté, mi hermano ya se había salido del dormitorio para ir a su trabajo. Me levanté, abrí un poco la puerta y les oí despedirse de Clara y salir de la casa dando un portazo. Era muy temprano; estaba amaneciendo.

Me vestí abrigándome bien y cogí mi ordenador, pero dejé mis notas sobre la mesilla antes de bajarme al salón. Clara me preparó el desayuno.

  • ¡Nico, por favor! – me dijo –. Quédate ahí sentado escribiendo y no te muevas mucho. Me harán responsable a mí si te pasa algo… ¡No me hagas eso!

  • ¡No, no! – le dije con seguridad -; me dedicaré a escribir.

Puse el ordenador en marcha y seguí escribiendo por donde iba durante un rato. Luego, le dije a Clara que si no le importaba bajarme unos papeles que había dejado sobre la mesa; que los bajase cuando pudiese. No pensó en nada; sólo en hacerme el favor para que yo no me moviese… y subió despacio al dormitorio.

  • ¿Te hacen mucha falta los papeles? – preguntó - ¿Te los bajo ya?

  • ¡No, no, no importa! – le dije sin dejar de escribir -; arregla el dormitorio y cuando bajes te los traes.

Cuando me pareció que estaba arreglando la cama, me levanté a prisa, cogí mi ropa de abrigo de la percha y abrí con cuidado la puerta de la calle. ¡Estaba nevando!

Sentí mucho frío y me puse el abrigo, la bufanda y el gorro pegado a la puerta. Si Clara se asomaba a la ventana no podría verme. Cuando pasaron unos segundos, abrigado de tal forma que iba camuflado, bajé despacio el callejón pero sin entretenerme y sin levantar la vista; Clara, cuando no me viese sentado junto a la chimenea, abriría la puerta para buscarme.

Al llegar a la plaza, me retiré de la pared hacia la plaza. De esta forma, Clara no podría verme. Crucé sin correr pero sin detenerme hasta la Calle de la Piña y subí a casa de Jairo. Empezaba a sentir demasiado frío y me pareció encontrarme algo mal. Llamé a la puerta y me quedé esperando allí pegado a ella hasta que se abrió.

  • ¿Sí, señor? – preguntó la madre - ¿Deseaba algo?

  • ¡Soy Nico, señora! – le dije - ¡No me conoce porque vengo tapado hasta los ojos!

  • ¡No, señor! – contestó con tristeza -, no le conozco porque no conozco a ningún Nico

  • ¿Cómo? – me destapé el rostro - ¿Cómo dice que no me conoce? ¡Quiero ver a Jairo o a Asio!

  • ¿A Asio? – preguntó extrañada - ¡Pase, pase, señor, se va a congelar ahí afuera!

Aquella buena mujer, que ahora parecía verme por primera vez, me hizo un gesto para que me acercase a la chimenea: «¡Tenga cuidado con los sabañones!». La miré asustado. Aquella frase la había oído muchas veces.

  • ¿No le importaría que hablase un poco con Jairo? – pregunté -; me gustaría estar con él un rato; me envía el párroco.

  • Pase por aquí, señor – abrió la puerta del dormitorio -; hoy no se ha echado a dormir la siesta.

Al oír la puerta, Jairo hizo girar su silla de ruedas y me miró sorprendido.

  • ¡Hola! – dijo - ¡Pase usted y siéntese ahí, por favor! Lo siento, pero le he oído decir que viene de parte de don Raimundo.

Me señaló una silla y me senté allí sin dejar de mirarlo. Jairo me miraba como si no me conociese y, de un solo vistazo, observé que él estaba solo y sentado delante de un viejo ordenador.

  • ¡Verás, Jairo! – le dije - ¿Sabes quién soy?

  • ¡No, señor! – dijo -; usted dirá.

Disimulé mi malestar al oír aquella frase y pensando un solo segundo, le sonreí y comencé a hablar improvisando.

  • ¡Mira, Jairo! – le dije -, me ha dicho don Raimundo que venga a verte. Quizá no te moleste mi compañía.

  • ¡No! – fue escueto - ¡No me molesta!

  • En realidad – dije – soy programador, pero frecuento mucho la parroquia; para ayudar y eso… ¡ya sabes!

  • ¡No necesito ayuda, señor! – contestó seguro -.

  • ¡Espera, Jairo! – le dije con paciencia -; no se trata de la ayuda que, quizá, tú piensas. Ese ordenador es bastante antiguo y me he ofrecido a ponerte uno más moderno que no uso y a programártelo.

Me miró extrañado, pero me pareció haber despertado su interés.

  • ¿Programador? – me miró incrédulo - ¡En este pueblo no hay programadores! ¡No hay ordenadores que programar!

  • ¡El tuyo, por ejemplo! – le sonreí -. He venido al pueblo no hace mucho. No me he venido a programar, pero me he traído varias máquinas. Don Raimundo me ha dicho que sabes mucho de ordenadores.

  • ¡Sí, bastante! – contestó pensativo -; yo mismo mantengo este. Teniendo Internet no necesito ningún ordenador nuevo.

  • ¿No? – le sonreí pícaramente - ¿No sería mejor tener uno que no hiciese tanto ruido, que fuese mucho más rápido que este y que tuviese una pantalla plana? Lo he ofrecido para la parroquia y me han dicho que, tal vez, a ti te interese. Además, me ofrezco a ayudarte a ponerlo en marcha.

  • ¿Lo que dice es cierto? – preguntó otra vez incrédulo -.

  • No me hables de usted, Jairo – le dije -; sólo soy un poco mayor que tú. Lo único que tienes que hacer es aceptar la ayuda de la parroquia y yo vendré a verte y a poner todo en funcionamiento. Si no estuviese el tiempo tan malo, podríamos salir a dar un paseo

  • ¿Un paseo? – se echó un poco para atrás - ¡No salgo!

  • ¡Ya lo sé, Jairo! - le dije -, pero te llevarían a ver la fiesta de la plaza, los ositos panda y los fuegos artificiales, ¿no?

  • ¡No! – contestó sin expresión -; no he visto ningún osito panda ni he oído explosiones de cohetes.

Empezaba a darme cuenta de que casi nada encajaba con lo que yo había vivido. No quise entretenerme demasiado, me levanté, le di la mano (me sonrió abiertamente por primera vez) y quedé en volver. Su madre me hizo preguntas y le resumí un poco todo aquel rollo de la parroquia y el ordenador nuevo.

Cuando me abrigué bien, salí a la calle y se cerró la puerta inmediatamente tras de mí. Estaba solo en la calle y enterrado más de 10 centímetros en la nieve. Miré hacia el fondo de la calle y, con mucha dificultad, me pareció ver aquel verde negruzco de los pinos mezclado con el blanco de la nieve que los cubría; ¡no había ningún Mini-Market!

10 – Pruebas definitivas

Bajé rápidamente a la plaza y, cuando estaba cruzándola, vi nuestra oficina sin el letrero giratorio de Gayanet. Cuando me acerqué, llamé a una puerta vieja y la casa me pareció abandonada. Nadie abría… ¿Dónde estaba mi hermano?

Miré a los lados asustado. Al fondo de la otra calle me pareció no ver ningún cartel del Cine Pintres. Me asusté y volví corriendo hacia el callejón. Cuando subía, vi a medio metro muy abrigado metido en su portal.

  • ¡Hola! – le dije dudoso - ¿Qué tal?

  • Muy bien, señor – me respondió -; lo que pasa es que hace mucho frío para jugar en la calle. ¿Necesita que le ayude a subir algo? ¡Hace mucho frío!

  • ¡No, no, chico! – contesté tapándome los ojos - ¡Voy a casa que me hielo!

  • ¡Corra, señor – gritó -, pero si me necesita, baje aquí y pregunte por medio metro!

No quería subir a casa. Si entraba allí, Clara no iba a dejarme salir más. Necesitaba comprobar algunas cosas; detalles. Me acerqué a la casa de la fachada rosa esperándome cualquier sorpresa, llamé y se abrió al poco tiempo la puerta muy despacio.

  • ¿Sí, señor? – preguntó una criada - ¿Qué desea?

No contesté. Miré al interior de la casa (muy iluminado) y comprendí que aquello no era «la casa de los sueños» del palomo y el quinto pino (F) . Corrí hacia arriba y paré en la puerta ahogándome y envuelto en una nube de vaho. En el chaquetón estaban las llaves. Abrí la puerta, me quité toda la ropa de abrigo y me acerqué asustado a la chimenea.

  • ¡Eso no es lo que me dijiste, Nico! – levantó Clara la voz
  • ¿A dónde has ido?

  • ¡No importa, Clara! – dije sin mirarla -; lo único que importa es que estoy aquí y no voy a salir más. No te preocupes, que voy a seguir escribiendo.

No me contestó y así fue. Estuve el resto de la mañana escribiendo procurando que lo que estaba viendo no influyese en lo que estaba narrando. Escribía cada trozo de la historia que fuese relevante como si lo acabase de vivir y empezaba a pensar en que Rufo debería leer lo que estaba escribiendo.

Cerré la tapa del ordenador inmediatamente cuando los oí llegar. Tío Manolo encendió la tele y puso un poco más cómodo para el almuerzo, pero yo me levanté y, tomando mis cosas, dije que me retiraba a descansar y que no iba a almorzar. Sabía que Rufo subiría a preguntarme por qué hacía aquello… y no me equivoqué.

Me estaba desnudando para meterme en la cama cuando entró muy despacio y se quedó inmóvil mirándome.

  • ¡Pasa algo, Nico! – dijo - ¡No me mientas!

  • ¿Pasa algo? – acerqué mi rostro al suyo - ¿Dónde está la oficina? ¿Dónde está todo lo que hemos hecho?

  • ¿La oficina? – se separó de mí - ¿Qué hemos hecho?

  • ¡No, Rufo, no! – le dije sin dejar de desnudarme -; yo no tengo que contarte nada; eres tú el que tienes que decirme lo que pasa. He vivido unos días maravillosos, pero empiezo a darme cuenta de que esos días no han sido como yo pensaba. ¡Dímelo tú! ¿Qué hemos hecho desde que llegué?

Abrió la boca pensando, mirando a la ventana y sin saber qué decir, pero conforme me fue resumiendo lo ocurrido desde que llegué, me senté en la cama y me abrigué sin dejar de oírlo con total atención.

  • ¡No sé exactamente a qué te refieres! – dijo indeciso -, pero es posible que tengas amnesia… ¡No lo sé! Llegaste aquí huyendo de la justicia. Salimos varias veces a escondidas, compramos ropa… En realidad, no te has movido de aquí para nada. ¡No ha dejado de nevar! ¿Qué querías que te identificaran y te llevasen preso? Teníamos que dormir juntos; nos dimos cuenta de que había algo entre nosotros que nos atraía. No como hermanos, sino como amantes. Al menos yo te sigo queriendo, pero me ha extrañado que me penetres. ¡Te conté con detalle cómo me violaron!

  • ¡A mí también me violaron, Rufo! – contesté algo airado - ¡Pensaron que yo había matado al chico que me violó!

  • Pues… - pensó un poco -, aún lo piensan. Si sales a la calle a cara descubierta, estás perdido. Hay un testigo ¿Ya no lo recuerdas?

Pensé con cuidado y recordé lo que me ocurrió con el conductor del autobús.

  • ¿Un testigo? – eché la cabeza a un lado - ¿El conductor del autobús?

  • ¡Sí, el conductor del autobús sabe que estás aquí! – dijo -. Tío Manolo se deja ver de vez en cuando por el cuartel y allí sigue tu foto. ¡Estás en búsqueda y captura! Lo que hace tío es despistar a la Guardia Civil; como si no estuvieras aquí.

¡Dios mío! ¡Lo que había vivido no era cierto! Quizá mi hermano me iba a tomar por loco, pero le hice una serie de preguntas a las que no supo dar respuesta.

  • ¡Está bien! – lo miré fijamente -; dime si te suena algo de lo que voy a contarte.

  • ¡Claro! – respondió acercándose - ¡Cuéntame lo que has vivido! Voy a escucharte. Si hay que aclarar las cosas, puedes contar con mi ayuda… y no haría falta que te dijese esto.

  • ¡Verás! – comencé asustado -; yo he vivido otras cosas. La policía descubrió que yo no tenía nada que ver con la muerte de Julio, el chico que me violó y se suicidó. A partir de entonces comenzamos tú y yo a salir con total normalidad por el pueblo. Hicimos amistades, proyectos… ¡Hicimos muchas cosas! ¡Me he escapado esta mañana y no existe lo que nosotros mismos habíamos hecho!

  • ¿Qué hicimos? – preguntó más interesado - ¿De qué amistades me hablas?

  • Fuimos a la estación de autobuses – le dije -. Yo no sabía que allí había un estanco. Compré una papeleta muy cara con el dinero que traía… ¡y nos tocó!

  • ¡Lo siento! – me abrazó preocupado - ¡Eso no ha ocurrido, Nico! ¡En la estación no hay ningún estanco! Si llegamos a ir allí a cara descubierta, estarías hoy en la cárcel

  • Pues entonces, hermano… - le sonreí -, ya no necesito contarte el resto. Cuando leas lo que estoy escribiendo, sabrás con todo detalle lo que he vivido. Seguiré en casa oculto, pero necesito que me aclares algo más.

  • ¡Pregunta, amado hermano! ¡Pregúntame lo que quieras!

  • ¿Estaba aquí Borja cuando yo llegué?

  • ¡No! – aclaró ese punto -; Borja apareció después. Tío lo conoció en su trabajo: en el Ayuntamiento. Acabó viniéndose a vivir con nosotros.

  • ¡Bien! ¡Aclarado! – continué - ¿Te suenan los nombres de medio metro, Pico, el palomo y el quinto pino?

  • ¡No, la verdad! – encogió los hombros perplejo -; sé que le llaman medio metro al jovencillo que vive ahí abajo, en la esquina de la plaza. ¡Tío lo conoce muy bien!... pero no sé quiénes son los otros.

  • ¿Tampoco te suenan los nombres de don Raimundo y de un chico impedido llamado Jairo?

  • ¡Don Raimundo es el cura! – se rió -, pero no sé quién es ese Jairo. Yo salgo de aquí al trabajo y vuelvo a casa siempre con tío Manolo y Borja. Conozco a poca gente.

  • ¿Al trabajo? – me extrañó - ¿A qué trabajo? Cuando llegué aquí ni tío ni tú estabais trabajando.

  • ¡Claro! – explicó -. Tío conoció mejor a Borja porque vino un día a traer unos papeles. Hicieron mucha amistad y… – bajó la voz – ¡ya ves cómo han acabado! Fue él el que nos buscó un puesto en el Ayuntamiento. Antes vivíamos de la caridad y de lo que nos enviaba tío Pedro todos los meses. Ahora ya no es así. Pero tú no puedes salir y ponerte a trabajar. Borja lo sabe y te oculta.

  • ¡Gracias, hermano! Seguiré escribiendo y, cuando esté todo terminado, leerás lo que yo he vivido desde que llegué a este pueblo.

  • ¡De acuerdo, cariño! – me besó -; descansa tranquilo. Sigue escribiendo lo que quieras hasta terminarlo ¡Estoy deseando de leerlo! Pero no salgas de casa. La otra noche cometiste un error que te podía haber costado la vida y nos hubieras dado un gran disgusto. No hagas eso más.

  • ¡Te lo prometo! – acaricié su dulce rostro - ¡Voy a escribir eso para ti!, pero he quedado en llevarle un ordenador nuevo a Jairo.

  • ¡No importa! – dijo -; dime dónde vive. Yo lo pediré en la estación, como siempre, y se lo llevaré. No cometas más esa torpeza. Todo se solucionará algún día.

  • Pregúntale la dirección a don Raimundo. Él me llevó allí.