Nico y Rufo: 20 - Levántate y anda 1/2

Nico tiene un problema y conoce a un nuevo chico...

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Nico y Rufo: 20 – Levántate y anda 1/2

1 – Al amanecer

  • ¡Lo siento, hermano! – dijo Rufo enfadado -; entiendo que te encuentres mal. Todos tenemos momentos altos y bajos; pero no vas a solucionar nada quedándote todo el día en la cama.

No le contesté. Lo miré ensimismado para contemplar su belleza. Por mi mente pasaban cosas que, por primera vez, no quería que las supiera.

  • ¡Vamos, cariño! – insistió dulcemente - ¡Levántate un poco y baja al salón!

  • ¿Para qué?

  • No quiero que estés solo – respondió -; no me gusta que estés solo y no puedo quedarme aquí contigo todos los días. Te pondré algo y te bajas conmigo. Nos sentaremos junto a la chimenea. Si quieres, pondré un poco la tele. Tienes que distraerte

  • ¡Prefiero pensar, Rufo! – musité - ¡Necesito pensar!

  • No hablaré – dijo -; te lo prometo. Te dejaré pensar.

Seguí mirándolo sin parpadear hasta que se acercó y me besó en los labios levemente. Dio la vuelta a la cama y abrió el ropero para sacar algo que ponerme. No aparté mi vista de él en todo ese tiempo. Me destapó despacio y me incorporó con cariño. Me sentó en la cama y me puso unos calzoncillos. Me levanté con su ayuda para que me pusiese un pantalón cómodo, una camiseta y una camisa de lana.

  • ¿Ves? – me sonrió - ¡Ahora estás más guapo! Agárrate a mí y bajaremos con cuidado. Si quieres hablar, hablas; si prefieres estar callado, no digas nada.

Bajamos juntos por las estrechas escaleras y me acercó un butacón al fuego y cerca de la mesa. Clara me miró tímidamente y no dijo nada; le preguntó a Rufo en voz baja si quería que me pusiese algo para tomar. Rufo me miró sin expresión y yo me limité a mover la cabeza un poco; no quería tomar nada.

  • Tengo que salir, mi vida – me dijo agachado frente a mí -; no te preocupes por nada. Yo estoy teniendo cuidado de que todo siga su marcha y… las cosas van bien. Tío dice que habrá que hacer la tercera fase de Gayanet. Un grupo de gays de Madrid ha oído algo sobre este lugar y quiere comprar varias casas para que las parejas gays puedan venir a pasar unos días. No es mala idea, pero hay que mover otra vez papeles.

Miré a la mesa.

  • ¡No sé qué te pasa, mi vida! – me dijo al oído -, pero pronto vas a estar bien.

Se abrigó y salió sin dejar de mirarme hasta que cerró la puerta y dejó de entrar el aire gélido que me cortaba los tobillos. Miré al fuego y allí se quedó perdida mi vista con mi tiempo.

No sé si era temprano o no, pero alguien llamó a la puerta.

  • ¡Yo abriré, señor! – dijo Clara -; puede que sea el panadero.

Cuando abrió la puerta, vi en la calle a don Raimundo. Clara le hizo un gesto para que pasase, pero él se limitó a asomarse a la puerta.

  • ¡Pase, padre! – le dije - ¡Esta puerta también está abierta para todo el mundo!

  • ¡Hijo! – se acercó a mí preocupado - ¡Ya sé que no me conoces de nada, pero si puedo ayudarte…!

  • ¡No! – balbuceé - ¡Nadie puede ayudarme!

  • Quizá estés equivocado, hijo – se sentó junto a mí -; sí hay alguien que puede ayudarte. Tú has ayudado antes a mucha gente. Basta con que le pidas a Él que te tienda la mano… y lo hará.

  • ¡Sé lo que quiere decirme, padre! – contesté -; ya le he pedido ayuda, pero este asunto tengo que solucionarlo yo. Entonces, le he dado las gracias por haberme ayudado antes.

  • ¿Tan grave es? – se extrañó - ¿Odias a alguien? ¿Sientes rencor? ¿Arrepentimiento de haber hecho algo malo?

  • ¡No, no! – lo miré fijamente -; tengo mi conciencia tranquila porque no he hecho mal a nadie, pero tengo que elegir entre dos caminos y no sé por cuál irme.

  • Quizá – me dijo -, yo como hombre viejo, no como sacerdote, pueda ayudarte a elegir.

  • ¿Le parecería a usted bien – pregunté – que un hombre abandonase sus obligaciones y a su gente para encerrarse en un convento a rezar?

  • ¿Me preguntas eso en serio? – se asustó el cura - ¡Supongo que es una metáfora! Me asusta oírte decir eso. Aquí es donde puedes hacer tu mejor labor; ayudando a los demás… pero tienes que salir y moverte como siempre.

  • ¿Y si saliendo hiciera mal a alguien? – me acerqué a él - ¿No sería mejor quedarme encerrado?

  • Un hombre rico como tú – dijo – que vive en una casa tan humilde como esta, no está derrochando. Está entregando su dinero y su vida a los demás. Si no sales, ¿cómo vas a hacerlo?

  • Eso ya lo he terminado, padre – le respondí -; si salgo ahora, puedo hacer mucho daño; y no quiero hacerlo.

  • ¿Quieres que te demuestre que lo que me dices es falso? – se acercó aún más -. ¡Abrígate bien! ¡Hace mucho frío! Ven conmigo a visitar a alguien; te necesita y tú… ni siquiera lo conoces.

Lo miré desconfiado. No sabía si me estaba invitando a la iglesia a visitar a "Alguien" o si se refería a alguna persona que yo desconocía. Miré a Clara sin expresión y la vi sonreírme y hacer un gesto con su mirada como… «¡Vamos, ve!».

2 – Por la mañana

Me sentí mal cuando abríamos la puerta. Todos habían intentado convencerme para que saliese y no les hice caso. Ahora me iban a ver con el cura yendo a no sabía dónde. Tragué saliva al pisar el umbral de la puerta y don Raimundo levantó su brazo izquierdo para que me agarrase a él. Apreté su codo débil y delgado bajo su sotana y comenzamos a bajar con cuidado. La calle estaba húmeda.

Sabía que Antonio y Andrés estarían en sus puestos; rindiendo. No había nadie en la casa rosa. Juanjo no estaba jugando todavía con Francisco en la esquina de la plaza y miré hacia la derecha. Nadie estaba en la puerta de nuestra oficina y muy poca gente mayor bebía unos tragos de añico en el quiosco. No me pareció que me llevase a la iglesia. Anduvimos pegados a la pared. Don Raimundo me había dejado a su izquierda para que nadie me viese cruzar la plaza hasta la Calle de la Piña. Se pegó a mí y su sotana, revoloteando con el viento, me tapó. Subimos hacia Gayanet pegados a la pared hasta llegar a una casa pequeña; con el aspecto de todas las demás.

  • ¡Ahí adentro! - señaló la puerta - ¡Ahí adentro está tu camino!

Llamó dos veces con los nudillos, soltó mi brazo y bajó la calle casi corriendo.

  • ¡Suerte, Nico!

Esperé asustado pegándome a la puerta hasta que se abrió lentamente. Vi asomar la cara de una señora, no muy mayor, pero triste y envejecida.

  • ¡Nico! – se sorprendió - ¿Qué haces aquí?

  • ¿Me conoce, señora? – me sorprendí -.

  • ¡Claro, muchacho! – sonrió - ¡Claro que te conozco! ¿Vienes a ver a mi hijo?

No sabía de qué me hablaba, así que improvisé.

  • ¡Sí, señora! – le dije tímidamente - ¡Vengo a verlo!

  • ¡Pasa, por Dios! – abrió la puerta - ¡Oh, Dios mío! ¡Qué feliz lo vas a hacer!

¿Qué estaba diciendo aquella señora? ¡No me parecía extraño que me conociese! Yo nunca la había visto, pero sabía que no había nadie en Pintres que no hubiese oído hablar de «los millones» y de lo que habíamos hecho por el pueblo. Pero… ¿por qué iba a hacer feliz a su hijo?

Me abrió la puerta de un dormitorio. Tenía una ventana que daba a la calle. En la pared de la izquierda, bajo la ventana, había una cama estrecha pero muy bien arreglada y, en la pared de enfrente a la puerta, había un chico de espaldas sentado en una silla de ruedas frente a un ordenador.

  • ¡Mira, Jairo! – gritó su madre impresionada - ¡Mira quién ha venido a verte!

Jairo, el chico de la silla, puso sus manos sobre las ruedas y dio la vuelta. Abrió los ojos asustado y no dijo nada. Era un chico angelical de tez muy blanca, rubio y de unos 18 años. Tenía una manta a cuadros sobre sus rodillas y unas alpargatas antiguas de paño.

  • ¡Hola, Jairo! – le dije - ¡Vengo a verte!

  • ¿De verdad? – no me creía -.

  • ¡Sí! - me acerqué a él sonriendo -; ya que tú no has ido nunca a verme

  • ¡No puedo! – contestó - ¿No lo sabías? Pero mi madre siempre me ha avisado de que ibas a pasar por aquí y me ha asomado a la ventana, desde la cama, para verte. De eso te conozco.

La puerta del dormitorio se cerró detrás de mí. Su madre nos había dejado a solas.

  • ¿Sí? – me acerqué a acariciarlo - ¿Y por qué querías conocerme?

  • ¡Porque no puedo salir a la calle! – se miró las piernas -. Dejé de andar cuando era niño. No recuerdo casi nada.

  • ¡Pues vamos a recordar! – me agaché mirándolo - ¿Qué te pasó en las piernas?

  • Yo no lo recuerdo – dijo -, pero mi madre siempre me dice que me caí de la bicicleta siendo muy pequeño. Desde entonces, ella tiene que moverme. Yo hago lo que puedo, pero siempre voy de la silla a la cama y de la cama a la silla y mi madre sólo sale a hacer la compra; no puede empujar mi silla por estas cuestas. Cuando va hacia arriba, se cansa; cuando va hacia abajo, tiro de ella. La parroquia nos ayuda. No teníamos bastante con la pensión que nos daban. Don Raimundo lo sabe; y nos ayuda. Pero yo sé algo más.

  • ¿Ah, sí? – le acaricié los cabellos - ¿Qué es eso que sabes y yo no sé?

  • ¡Sí lo sabes, Nico! – me dijo -, lo que pasa es que no lo dices.

  • ¡Pues… no sé! – dudé -; es la primera vez que te veo.

  • ¡Yo no! – me miró embelesado - ¡Siempre te he visto pasar por ahí (señaló a la ventana) y me he quedado mirándote! Sabía que eras Nico porque todo el mundo lo sabe pero, desde que estás aquí, recibimos más dinero de la parroquia. ¡Es tuyo! ¡Lo sé!

Me asusté. No quería que aquella criatura frágil se diese cuenta de que mis ánimos estaban por los suelos ni quería que pensase que le estaba dando limosna.

  • ¡No, Jairo, no! – le dije - ¡Todo el pueblo trabaja ahora y ayuda a la parroquia! Don Raimundo os da más porque recibe más; de todos. Pintres te está ayudando económicamente; no yo.

  • ¡Bueno! – me sonrió abiertamente - ¡Tú has ayudado a Pintres y Pintres me ayuda! ¡Eso no puedes negarlo!

  • ¡No, no puedo! – me reí -, pero ahora tengo más tiempo y he venido a verte. ¡Voy a ayudarte de otra forma!

  • ¿Sí? – rió nerviosamente - ¿Cómo?

  • Dile a mamá que te ponga ropa de abrigo y unos gruesos zapatos – le dije -. ¡Te vas a venir conmigo a dar un paseo por el pueblo y hablaremos!

  • ¿Contigo? – no le parecía real - ¿Me vas a llevar contigo?

  • ¡Sí, conmigo! – le besé la frente - ¡Voy a llevarte yo mismo!

  • ¡Mamá! – gritó asustado mirándome - ¡Ven!

Entró su madre sonriente en el dormitorio y me vio acariciándole la cara y levantando la cabeza de besarle la frente.

  • ¡Dime, Jairo! – nos miró sonriente - ¿Estás contento?

  • ¡Mamá, mamá! – gritó - ¡Vísteme! ¡Me voy con Nico a dar un paseo!

La mujer me miró asustada y se perdió la sonrisa de su rostro.

  • ¿Un paseo? – dijo inmóvil - ¡No puede andar! ¡La silla pesa mucho!

  • ¡Por eso lo voy a llevar yo, señora! – le dije - ¿Quiere venir con nosotros?

  • ¿Qué? – me miraba absorta - ¡No, no! Yo me quedo. ¡Tengo que hacer de comer!

  • ¡Está bien! – le dije - ¡Así hablaremos de nuestras cosas!

  • ¡Eso! – se agarró Jairo a mi manga - ¡Hablaremos de nuestras cosas!

  • Ayudaré a tu madre a vestirte – le dije -; así acabaremos antes.

Le pusimos ropa de abrigo muy antigua y le dije a su madre que le echase una manta por encima. Hacía mucho frío en la calle. Y el chico estuvo todo el tiempo sonriendo sin dejar de mirarme. Estaba memorizando mi rostro… y yo el suyo

  • ¡Vamos, Jairo! – empujé la silla -; voy a llevarte a que veas la parte nueva del pueblo. Supongo que la plaza la conoces.

  • ¡Un poco! – se volvió para hablarme -; el otro día me bajaron a la plaza a ver la fiesta y los fuegos artificiales. ¡Me gustaron los osos! Eran blancos y verdes, como los pinos cuando nieva. Me asustaron mucho las explosiones. Casi siempre estoy en silencio.

Empujé con dificultad la silla hacia Gayanet y seguimos hablando. No quería moverse para no mover la silla, pero volvía la cabeza al hablarme. Y lo fui empujando hasta llegar a lo más alto de la calle.

  • ¡Mira, Jairo! – le hice señas -, aquello que hay casi escondido allí es el metro. Esto es un mercado y esta es una de las nuevas calles.

  • ¡Me gusta! – dijo -, pero no sé lo que es el metro. (V)

  • ¿No? – puse mis labios en su oreja - ¡Pues vas a saberlo! Yo solo no puedo llevarte a todos los sitios, pero sé de alguien que va a llevarte a todos lados desde ahora. Y mamá descansará un poco, porque está muy cansada.

Me miró asustado e incrédulo.

  • ¡Eso no puede ser!

  • ¿Qué te apuestas? – le dije -.

Me miró unos momentos muy serio y pensativo y respondió con toda seguridad.

  • ¡Un beso! – dijo -; si es verdad, me darás un beso; dejaré que me beses cuanto quieras.

  • ¿Sí? – le sonreí sorprendido - ¿Me vas a dejar besarte?

  • ¡Claro! – dijo seguro -, aunque más que una apuesta que tú ganes, será una apuesta que yo gane. ¡No soy un chico guapo a quien todos quieran besar!

Al oír aquello, miré disimuladamente alrededor. En la parte baja de Gayanet estaba Antonio hablando con unos cuantos jóvenes. Serían los del grupo gay de Madrid. Empujé la silla hasta el borde de la carretera que iba hacia el metro y Jairo me miró casi asustado sin saber qué estaba haciendo.

Pasado el Mini-Market, me paré casi ahogado, respiré dejando salir por mi boca chorros de vaho y me puse frente a él.

  • ¡Vas a salir! – le dije - ¡Vas a tener a alguien que te lleve a todos los sitios que quieras! ¡Y voy a ir a verte a donde estés!

Me agaché despacio ante su asombro y pegué mis labios a los suyos. Levantó con miedo su brazo y lo puso alrededor de mi cuello. No fue un beso muy largo, pero se quedó mudo mirándome y yo no podía apartar mis ojos de los suyos. Su mirada era triste y feliz al mismo tiempo. Quizá había encontrado el camino.

3 – A medio día

Si tenía la cosa difícil, aquella mañana me presentó un panorama peor. Jairo me confesó que yo era su ídolo y no podía creer que hubiese ido a verlo ni que lo hubiese besado.

Después de dar unas vueltas hablando sin parar, bajamos por el callejón de la bodega y salimos a la plaza. Alguien me dio unos golpes en la espalda.

  • ¡Por fin, Nico! – oí una voz familiar - ¿Pensabas que nunca íbamos a saber dónde estabas?

Me volví asustado y encontré allí a mis padres mirándome amenazantes.

  • ¡Ya no estás tan oculto! – dijo mi padre con sorna - ¡No venimos a llevarte porque no podemos; eres mayor!

  • ¡Y también sabemos que anda por aquí… tu hermano! – dijo mi madre - ¿Nos lo vas a negar?

  • ¡No! – les contesté indiferente -; tampoco voy a pediros que os vayáis ni que nos dejéis en paz. Sé muy bien lo que buscáis, pero os vais a ir de aquí con las manos vacías.

  • ¿Nos vas a echar? – volvió a hablar mi padre amenazante -.

  • ¡No! – les dije -, pero si no os vais vosotros, os las veréis con las gentes del pueblo.

  • ¿Ah, sí? – preguntó entonces mi madre - ¿Tanto te quieren?

  • ¡Más que vosotros, seguro! – respondí empujando a Jairo -.

  • ¡Ya has comprado a la gente con tu dinero! – insistió mi madre - ¡Siempre has sido un engatusador! ¿O te dedicas a la Caridad?

La miré sin dejar de empujar la silla y conteniendo mi furia, pero oí a Jairo gritarles, a voces, mientras los miraba:

  • ¡Fuera de este pueblo, ladrones asquerosos! ¿Qué venís buscando? ¡Dejadnos en paz! ¡Ladrones! ¡A los ladrones! ¡Hijos de puta!...

Levanté mi vista mientras Jairo seguía insultando a mis padres y vi acercarse lentamente a mucha gente. Conforme venían los que nos oían y veían, salían de sus casas hombres, mujeres y niños. Entre ellos, se acercó Rufo corriendo hasta mí y me abrazó.

  • ¿Quiénes son? – preguntó temiendo mi respuesta - ¿Qué quieren?

  • ¡Son tus padres, Rufo! – le dije en voz alta - ¡Vienen a buscarte porque te echan mucho de menos!

Pero mis padres estaban más pendientes de la gente que de nosotros. Se fue haciendo un círculo a nuestro alrededor y empujé la silla de Jairo hacia el quiosco, mientras el círculo se cerraba ante ellos. Mi hermano no dejaba de mirarme emocionado y me ayudaba a empujar la silla del chico.

  • ¿Quién te ha sacado de casa? – me preguntó en voz baja - ¿Quién te ha convencido?

  • ¡Jairo! – le dije - ¡Quería conocerlo! ¡Vamos a ser muy buenos amigos!, ¿verdad?

Nos miró incrédulo y Rufo le acarició los cabellos.

  • ¡Vamos a bebernos un añico, Jairo! – le dijo - ¡Tienes que entrar en calor!

Oímos a mucho griterío y miramos atrás. Mis padres salieron de entre una muchedumbre, cabizbajos y enfadados, nos miraron con odio y se dirigieron a un coche que había aparcado en la plaza. La gente, en grupo, los siguió. Se subieron al coche y cerraron los seguros de las puertas. Arrancó veloz e imprudentemente hasta llegar al callejón para dar la vuelta. Todos se apartaron de la calle y chirriaron las ruedas cuando pasó hacia la salida.

  • ¡Volverán! – dije con la vista perdida - ¡Venían a por algo y hasta que no lo consigan, volverán!

  • ¡Me encontrarán de pie y andando – dijo Jairo enfadado – si piensan llevarse lo más mínimo de aquí!

  • ¡Seguro, jovencito! – le besé la cabeza - ¡Seguro!

Tomamos unas copas en el quiosco y aquel hombre que siempre había servido allí, desde muy temprano hasta muy tarde, no nos dejó pagar nada. Empujamos la antigua y pesada silla de Jairo hasta su calle y Rufo me besó y se agachó a hablarle al chico.

  • ¿Sabes una cosa? – le dijo sacándole la lengua -; tienes que salir más. Eres demasiado guapo para que nadie te vea.

  • ¿Sí? – contestó - ¡Nico me ha dicho que voy a salir más!

  • ¡Pues claro! – le contestó - ¡Desde mañana!

Me miró feliz y se fue hacia la oficina. Cuando me di cuenta, estaba don Raimundo asomado con disimulo a la puerta de la iglesia, levanté mi mano y lo saludé sonriéndole. Entonces, levantó él la suya y señaló hacia arriba.

  • ¡Qué buen paseo! – nos dijo la madre al abrir - ¿Habéis visto muchas cosas? ¡Este pueblo es pequeño!

  • Yo creo, señora – le dije -, que hace demasiado tiempo que no sale usted. Mañana tendrá a un chico aquí para acompañar a Jairo. Dígale lo que tiene que hacer y váyase a pasear. ¡Tome! – le di una tarjeta -, con esto puede subir a comprar a la tienda nueva y grande de ahí arriba. Todo le costará mucho más barato.

Me miró extrañada y miró disimuladamente a su hijo. Parecía haberse arreglado un poco y estaba mejor; algo pintada.

  • ¿Quién va a pagar eso? – preguntó - ¡No podemos pagar un sueldo!

  • ¡Nadie ha dicho que tenga usted que pagar ningún sueldo! – le contesté -; vendrá un chico que preguntará por Jairo. Indíquele a él lo que tiene que hacer diariamente y que lo saque; no cambie los horarios pero usted se va a pasear también; con su hijo o sola. El chico lo cuidará, ¡no se preocupe! Ahora tengo que marcharme. Tengo que trabajar, como otra gente. Pero esta tarde vendré a traer noticias sobre el chaval que va a cuidar a Jairo. ¡Adiós, guapo! – me agaché a besarlo y me cogió la cara - ¡Luego nos vemos!

  • ¡Gracias, Nico! – me dijo la madre - ¡Sabía que algún día se iba a acabar esto, pero no sabía cómo! ¡Ya lo sé!

  • ¡Hasta luego, señora!

4 – La hora del almuerzo

Me dirigí despacio hasta la oficina y Rufo, tío y Borja, estaban esperándome con la puerta entreabierta. Cuando llegué, tiraron de mi brazo y me hicieron pasar cerrando de un golpe.

  • ¡Qué alegría, Nico! – me abrazó Rufo emocionado -; no sé qué ha pasado, pero… ¡estás aquí! He visto cosas nuevas. No querías salir y estás en la calle y empujando la silla de ese chico. Han aparecido esos dos fantasmas; alguien les ha dado datos sobre nuestro paradero, pero no van a conseguir nada.

  • Lo sé, Rufo – contesté -; todos debéis saber que no se han ido de mi cabeza ciertas ideas y que aún necesito pensar más. Necesito quedarme en casa y no ver a nadie. «Alguien» me ha sacado y me ha llevado a conocer a un amigo. No quiero verlo encerrado… ¡Está vivo! ¡Tiene que disfrutar de su vida!

  • ¿Qué piensas hacer? – me preguntó tío -; ese chico está encerrado porque quiere. Siempre se ha negado a que sus amigos lo saquen y su madre no puede. Don Raimundo les ha estado ayudando en silencio. Ahora tiene un ordenador con su conexión a Internet. Ahora es cuando no quiere salir.

  • ¡Te equivocas, tío! – me acerqué a él -; Jairo no querría salir con nadie; no puedo saberlo… pero ha estado asomándose a su ventana para verme pasar cada vez que le avisaban. Lo he sacado a la calle. Desde mañana quiero a un joven fuerte trabajando en su casa; para él. Quiero que le retiren ese ordenador de segunda mano. Se va a dejar los ojos en esa pantalla vieja. Pedid que le lleven este – señalé uno nuevo de la oficina – y se comprará otro para aquí. Yo se lo programaré, pero no le va a hacer falta. Se encargará una silla de ruedas con motor ¡Saldrá!

  • ¡Sé quién podría cuidarlo muy bien! – pensó Borja -, pero trabaja en el Mini-Market; de reponedor. Se llama «Asio»; Anastasio.

  • ¿Ah, sí? – estaba ajeno a todo aquello - ¡Habla con el palomo y que le diga a Asio que se le va a dar un puesto mucho mejor! ¡Cobrará más y le hará compañía a un chico muy bello!

  • Yo sé quién puede sustituir a Asio – apuntó tío -; vino a pedirnos trabajo desde El Pueblo un joven alto, fuerte y de buena presencia pero pocos estudios. Aquí nos dejó su teléfono.

  • ¡Llamadlo y subamos a casa a almorzar! – dijo Rufo mirándome emocionado - ¡Sólo a almorzar!

  • ¡Sí! – contesté ensimismado - ¡Tengo que comer! Voy a salir esta tarde. Moved todo lo que hay pendiente. Comenzad la tercera fase de Gayanet… pero cuidado con los terrenos que os cede el alcalde. También quiero visitar la nueva fábrica de añico de don Teles

  • ¡Todo eso se va a hacer, Nico! – se alegró Borja - ¡Deja los trámites en nuestras manos! Sal de casa para que te vea la gente; ¡te necesitan!

  • ¡Sí! – le dije - ¡Eso voy a hacer!, pero antes voy a arreglar unas cosas… ¡Subamos a almorzar!

Clara me preparó la comida para que no tuviese que empezar a comer masticando; una dieta blanda. Tenía apetito. Sólo me quedaba quitar de mi cabeza todo aquello que me impedía hacer lo que había hecho siempre.

Subimos al dormitorio a reposar el almuerzo, pero lo que yo necesitaba en realidad era hablar con Rufo. Estar con él a solas.

  • ¡Hermano! – le dije -; no pienses que mi tristeza se ha ido. Digamos que… ha hecho un paréntesis en mi vida. No sé qué hacer. Te amo como siempre; ¡más! Pero amo a Pico y no puedo evitar estremecerme cuando me acerco a medio metro. Ahora… aparece Jairo… ¿Qué hago? ¡Dime!

  • Lo que tú siempre me has dicho – me respondió abrazándome -; deja que pase el tiempo. Pero no te encierres aquí, que eso no te va a solucionar el problema. Entrégate a Pico como te entregas a mí. No reprimas tus sentimientos por medio metro. ¡Sé que no voy a perderte!

  • Voy a dejar bien claro que tú eres mi pareja – le dije -; sé que Pico lo va a pasar muy mal… pero le ayudaré. Voy a ayudar también a Jairo. Todo esto se lo debo a «Alguien» que no conoces; alguien que no conocemos. Cuando descansemos, llévame a ver la nueva fábrica de añico. Habla con los Creativos para que inventen una botella especial para esa bebida; una botella inconfundible como la de la Coca-Cola.

  • ¡Cuánto me alegra oírte hacer proyectos! – me dijo -, pero tienes que poner más de tu parte para salir de esta situación que te encierra.

  • ¡De acuerdo! – lo besé - ¡Lo haré por ti! ¡Te quiero!

5 – La tarde

Rufo y yo salimos juntos y abrazados y bajamos despacio hasta la esquina de la plaza. Él se fue hacia la oficina y yo me fui despacio a ver a Jairo.

  • ¿Puedo pasar, señora? – se abrió la puerta -.

  • No preguntes eso en esta casa, muchacho – dijo -; ¡es tu casa!

  • Venga conmigo a ver a su hijo – le dije -, quiero explicarles algunas cosas.

Llamó al dormitorio y oímos la voz del joven darnos permiso. Abrió la madre la puerta y lo encontré echado en la cama; me miró sonriente.

  • ¿Aún duermes la siesta? – le pregunté - ¡Siempre se puede aprovechar más el tiempo. Desde mañana vas a tener a un chico aquí para ayudarte y sacarte. Es fuerte y alto y se llama Asio. Además, esta misma tarde te traerán un ordenador mucho mejor que ese. Te lo dejarán preparado para algunas cosas, pero yo mismo vendré mañana a programártelo. Y vas a tener una silla con motor; ¡podrás moverte tú solo hasta donde quieras!

  • ¿Un ordenador nuevo? – preguntó sorprendido - ¡Este no es viejo!

  • ¡Sí, Jairo, es viejo! – le dije sentándome en la cama -; en informática lo de ayer es viejo. Vas a tener uno mucho más potente que ese, con Internet y con pantalla TFT, la plana, que no le hará daño a tus ojos.

Hubo unos momentos de silencio y Jairo no tuvo el más mínimo inconveniente en cogerme la mano y apretarla. Su madre nos miraba sonriente, pero se dio la vuelta y salió cerrando la puerta.

Me agaché despacio mirando sus ojos claros hasta posar mis labios sobre los suyos. Cuando retiré mi boca, aspiró fuerte.

  • ¡Me has ganado y me das el beso! – dijo - ¿Qué puedo darte yo?

  • ¡Tu alegría! - exclamé -; sigue sonriendo y sal a conocer tu pueblecito. ¡Está muy cambiado!

Asustado, cogió la ropa de la cama por el embozo y la fue bajando poco a poco. Me levanté para que pudiese destaparse. Creí que quería levantarse, pero llevó sus manos casi hasta sus rodillas; no alcanzaba más.

Me miró fijamente sin decir nada y recorrí su cuerpo desde sus ojos hasta abajo. Estaba en calzoncillos blancos y no soltaba el pellizco que tenía cogido a las sábanas. Sus piernas eran también muy blancas y endebles. No podía moverlas y sus músculos estaban atrofiados. Con una de sus manos, me agarró por la muñeca y fue tirando poco a poco hasta colocarla sobre su entrepierna. Estaba empalmado.

  • ¡Nico! – dijo en voz baja -; yo también tengo lo mismo que todos los chicos aquí, pero nunca nadie ha querido tocarlo.

  • Lo imagino, Jairo – le dije -, pero no le eches la culpa de eso a los demás. No has querido salir cuando te lo han ofrecido. Eres muy guapo. ¿De verdad piensas que eres feo porque no puedes mover las piernas? ¿Qué importa eso? Mañana vas a tener contigo a un chico que será tus piernas. ¡No me pongas esa excusa!

  • ¿Te gusto?

  • ¡Pues claro! – me reí -; no sólo porque tienes una cara muy bonita, sino porque tienes un carácter muy dulce… ¿Puedo… tocarte?

  • ¡Sí, sí, Nico! – se puso muy nervioso - ¿Cómo preguntas eso?

No le contesté. Comencé a acariciarle el vientre y los calzoncillos y me eché a su lado para besarlo. Cuando me miraba con los ojos húmedos, tiré de sus calzoncillos y dejé su polla al aire; a la vista. ¡Era muy bonita! No le pregunté nada. Volví a besarlo y comencé a hacerle una paja. Poco a poco se fue moviendo más y encogiéndose. Su cuerpo temblaba como un flan. En menos de un minuto echó chorros de leche hacia todos lados.

  • ¡Oh, lo siento! – le dije - ¡Dame algo para limpiar esto! ¡Se ha puesto todo perdido!

Se tapó con las sábanas y llamó a su madre a gritos.

  • ¿Qué haces? – me asusté - ¡Va a saber que te la he meneado yo!

  • ¡Eres el primero! – dijo -, pero yo ya me he hecho muchas pajas y no puedo andar disimulando. Mi madre lo sabe. Lo limpiará.

Entró la madre sonriente y no supe a dónde mirar.

  • ¡Mamá! – dijo con naturalidad - ¡Cámbiame, por favor!

La mujer me miró sonriente e hizo un gesto de aprobación.

Hablamos bastante más mientras su madre lo desnudaba, lo sentaba en la silla y cambiaba las sábanas. Luego, lo limpió bien advirtiéndole que no lo lavaría hasta la noche. Me sentí inútil en aquella ocasión, pero seguimos hablando.

  • Tengo que visitar una fábrica nueva de añico – le dije -. ¡Se me hace tarde!

  • ¡No importa! – respondió - ¡Es tu trabajo!, pero ven a verme de vez en cuando.

  • ¡Más a menudo de lo que piensas, Jairo! ¡Irás tú a verme!

Salí de la casa asustado y sentí deseos de volver a encerrarme en mi dormitorio. No quería que me viesen Pico o medio metro. No estaban jugando en la entrada al callejón, pero venía mi hermano a recogerme para visitar la fábrica de añico.

  • Ese es otro proyecto terminado y funcionando – me dijo -. ¡No sabes lo contento que está don Teles! Ahora, los Creativos jovencillos, tienen un proyecto para la vieja fábrica abandonada de Pintres.

  • ¿Qué quieren hacer con la fábrica? – me extrañé - ¿Para qué van a usar la fábrica?

  • ¡Pronto lo sabrás hermano! – contestó pícaramente - ¡Pronto lo sabrás!

Visitamos la fábrica de añico ya funcionando y charlamos un buen rato con don Teles que, además de trabajar menos, ganaba más. (V)

Cuando volvimos a casa, ya de noche, no quise cenar y subí al dormitorio. Estaba sentado y mirando por la venta cuando entró mi hermano.

  • ¡No voy a pedirte nada! – dijo - ¡Haz exactamente lo que quieras!

Se desnudó y se metió en la cama. Al poco tiempo oí su respiración pausada.

6 – La noche

No sé cuánto tiempo estuve allí sentado a oscuras y en silencio mirando la soledad del callejón. Me levanté, fui al cuarto oscuro y, tomando la linterna, bajé sin hacer ruido, me abrigué muy bien y me dispuse a dar una vuelta por el pueblo. Ya estaba todo cerrado. No había nadie en la plaza ni en las calles.

Fui caminando despacio hacia La Cabaña, pero aún había gente cenando. Me volví y entré por los caminos que rodeaban el cerro hasta la antigua mina y alumbré unos matojos. ¡Eran añicos!

Me acerqué a tocar las bayas y, casi sin pensarlo, me metí dos en la boca y me costó trabajo masticarlas y tragarlas; ¡quemaban! Sentí que no podía aguantar mi cuerpo y caí al suelo. (V)