Níbula 05: deidad

No resulta fácil encajar este cuentecillo en las categorías de TR.

Ocultos en la ventisca, cabalgaron en silencio durante todo el día. Helga se sentía liberada. Por primera vez desde Sísive, tenía la sensación de ser dueña de su destino, de tener un destino, al menos, aunque era consciente de la incertidumbre de su futuro en manos de aquella bestia y comprendía que dependía por completo de la voluntad de Müller. Pese a ello, no tenía miedo.

Se internaban en el bosque al paso cansino de sus caballerías. Apenas un par de veces se detuvieron a descansar el tiempo preciso para comer un bocado de pan con queso, tocino o tasajo que el hombretón esperaba a que ella sirviera cuando descabalgaban. Incluso en aquellas ocasiones, se mostraba taciturno. Ni siquiera la miraba. Tan solo una vez se dirigió a ella con un gesto. Había sacado de las calzas su tremendo falo erecto y le indicó lo que debía hacer. Helga, arrodillada en el suelo, cubierta con el grueso capote encerado para protegerse del viento que arrastraba diminutos copos de nieve helada, como esquirlas de hielo, comenzó a chupársela deprisa, succionándola con fuerza hasta conseguir que escupiera en su garganta una nueva andanada de chorros de esperma tibia.

Cuando volvieron a cabalgar, se abrazó con fuerza a él buscando su calor y su contacto. Por alguna razón, y aunque sus caracteres fueran tan distintos, el soldado le recordaba a Hans, tan fuerte, tan hombre…

La penumbra auguraba ya el final del día, y Helga, agotada tras más de doce horas de camino a lomos de la bestia comenzaba a temer que tendrían que pasar la noche al raso, en medio de aquella espesura oscura y amenazante. Vislumbraron en un claro una cabaña de dimensiones más que regulares, de cuya chimenea brotaba una delgada columna de humo blanquecino. Müller hizo detenerse a los animales, exigió su silencio con un gesto imperioso, se apeó, y extrajo del forro de su capote un largo cuchillo acanalado de dos filos. Se encaminó sigilosamente hacia la casa y desapareció entre las sombras. Helga permaneció quieta y en silencio, sujetando las riendas del animal, inquieto por la cercanía de la noche.

Tras unos minutos de espera, pudo ver la luz dibujarse en la puerta de la cabaña. Bajo el quicio, el soldado le hacía señas para que se acercara. Obedeció. Al descabalgar le dolía el cuerpo entero. Mientras Müller desenjaezaba a los animales en la cuadra, penetró en la casa. En el centro de la única sala, en un charco de sangre, descansaba el cadáver de un hombre con aspecto de campesino. En un rincón, en silencio, lloraba una muchacha joven y descalza. Su mejilla enrojecida mostraba con claridad los argumentos que el hombretón había utilizado para calmarla.

  • ¿Cómo te llamas?

  • Frida -respondió la muchacha entre hipidos-.

  • Yo me llamo Helga.

Müller no tardó en volver. Mientras sacaba de la casa los restos del hombre arrastrándolo por los pies, pronunció una más de sus frases escuetas:

  • Limpia esto.

Llorando en silencio todavía, obedeció como una autómata. Había agua calentándose en la lumbre. En pocos minutos, el llanto casi silencioso de la chiquilla delgada se convirtió en el único indicio de que allí se hubiera producido un asesinato. Se estaba bien. El fuego en el hogar conseguía mantener una temperatura confortable en el interior. Había pieles y comida. En un rincón, un gran barreño de madera a medio llenar de agua limpia humeante parecía la caricatura grotesca del momento anterior a la desgracia que se había cernido de repente sobre aquella pequeña familia.

  • ¿Os ibais a bañar?

  • Sí… mi padre…

  • ¿Te importa?

La muchacha la miró desconcertada encogiéndose de hombros, como si le costara comprender aquel derroche absurdo de buenos modales en el centro de su tragedia y de su miedo. Helga, insensibilizada por el cansancio y la saturación de la violencia vivida, había entrado en un extraño estado de conciencia donde elaboraba su propia realidad ignorando los aspectos que pudieran perturbarla. Comenzó a desnudarse parsimoniosamente frente a la lumbre, depositando cada prenda que se quitaba perfectamente colocada sobre el banco donde, imaginaba, se sentaban la muchacha y su padre a calentarse durante aquellas noches eternas del invierno. Müller, taciturno, como siempre, no quitaba los ojos de encima de la pobre Frida, que lloriqueaba en silencio en un rincón.

El agua quemaba. Se introdujo en ella despacio, observando cómo su piel blanca enrojecía allí donde iba cubriéndola. La tina resultaba sorprendentemente grande. Sentada en el fondo, el agua le alcanzaba la cintura. Mojó el resto de su cuerpo ayudándose con una jarra grande de madera y comenzó a deslizar suavemente sobre su cuerpo la pastilla de jabón casero, perfumado de romero, que encontró junto al barreño. Mientras lo hacía, miraba sonriendo a Müller, que parecía ignorarla incluso cuando deslizó su lengua por los labios dejando resbalar las manos sobre sus tetas grandes, sonrosadas por efecto del calor.

  • ¡Tú, ven!

La chiquilla permaneció inmóvil, aterrorizada en su rincón, con los ojos cerrados, como si pudiera obviar la realidad tan solo con no verla. El hombretón, sin alterarse, caminó hasta ella y, agarrándola del pelo, la llevó sin esfuerzo hasta la mesa, donde la arrojó de bruces. La pobre Frida, superada por los acontecimientos, se limitaba a llorar en silencio, sin ofrecer la menor resistencia ni cuando subió la falda de su vestido, ni cuando prácticamente le arrancó las enaguas exponiendo al aire sus nalguitas menudas y duras, ni cuando tiró del corpiño desgarrándolo para acariciar sus tetillas breves. Tan solo gimió de dolor cuando aquel animal apuntó su enorme polla a la entrada de su coñito velludo y sonrosado y la clavó de un solo golpe.

Helga se recostó en la pared de madera del barreño. Separó sus piernas y comenzó a acariciarse observándolos. No sentía pena por ella ¿Por qué habría de sentirla? Al fin y al cabo, no padecía nada que ella no hubiera sufrido con mayor intensidad. Experimentó placer al escucharla lloriquear. El cacheteo frenético que provocaba el soldado al follarla, la expresión de su rostro contraído por el miedo y el dolor, la imagen de aquellas manazas profanando sus tetillas, pellizcando sus pezones picudos, le causaban una excitación que la impulsaba a frotarse, obteniendo con ello un placer desconocido. Pellizcó con fuerza uno de sus pezones imitándole, y se sintió bien.

El relativo silencio terminó de repente, en el preciso momento en que Müller extrajo su polla y la clavó sin preámbulos entre las nalgas menudas de la joven, que emitió un grito extenuante, desolador. Un nuevo aullido acompañó desde entonces cada uno de sus movimientos. Helga, desde su observatorio privilegiado veía deslizarse la tremenda tranca hacia fuera hasta casi abandonar el estrecho agujero para, al instante, volver a enterrarla cada vez más fuerte, más deprisa, arrancando a la chiquilla un nuevo chillido desesperado. Lloraba y moqueaba debatiéndose inútilmente mientras el soldado, agarrándola del pelo, sujetaba su cara aplastándola con fuerza sobre el tablero de la mesa. Helga se clavaba los dedos con ansia, desesperadamente. Una sucesión interminable de oleadas de placer la recorrían entera hasta que, en el momento en que el soldado se agarró con fuerza a las caderas estrechas de la pobre Frida, hundido en ella, mirando al techo y bramando, y todo desembocó en la mayor explosión de placer que jamás hubiera experimentado. La cabeza parecía girar alrededor de su cuello, y su cuerpo entero respondía con espasmos a la presión quieta de su mano.

Helga, desnuda todavía, sirvió una nueva jarra del vino del granjero a Müller, que tras recomponerse la ropa, había ocupado el banco frente al fuego y contemplaba la lumbre en silencio con su expresión vacía habitual. No parecía tener intención de asearse. Frida, que había intentado inútilmente vestirse con los restos desgarrados del vestido, lavaba el de la molinera en la misma agua ya tibia donde esta se había bañado. Tenía los ojos inflamados por el llanto y todavía hipaba esporádicamente en silencio. La estancia se llenó del olor a pelo de caballo mojado que emanaba de la ropa.

El crujido movió los goznes de su sitio antes de hacer estallar la tosca tranca de madera que no pudo mantener la puerta cerrada. Un viento helado recorrió la habitación haciendo estremecerse a las mujeres antes de que el desconocido volviera a cerrarla girándose parsimoniosamente, ignorándoles. Müller reaccionó como un autómata, y le observaba en tensión sujetando su espada en la mano, tratando de decidir si debía matarle o esperar a descubrir de quien se trataba. Sin prestarle atención, el hombre sacudió en el suelo la nieve de su capoté, lo dejó colgando en un gancho en la pared, y le miró fijamente a los ojos mientras su cuerpo entero comenzaba a inflamarse y cubrirse de un corto pelo negro brillante y duro. Sus ropas se desgarraron ante los ojos de Helga, que tembló de pavor. El soldado la miró un momento, como si quisiera despedirse, encogió los hombros y se abalanzó contra la extraña criatura con la misma ausencia de expresión, cómo si hubiera decidido que, al fin y al cabo, aquel era un momento para morir tan bueno como cualquiera. Una muerte violenta, más que un temor, era un pronóstico para un hombre como él. Lo sabía y lo asumía con naturalidad.

Ni siquiera consiguió dar el segundo paso. Un rápido movimiento de aquel brazo enorme, negro y peludo bastó para que las garras en que sus manos se habían convertido trazaran de arriba a abajo sobre su cuerpo cuatro surcos profundos que desgarraron huesos y tejidos como si fueran de papel. Müller miró la herida monstruosa con gesto extrañado antes de desplomarse en el suelo en el charco que formaba toda su sangre derramada.

Frida lloriqueaba histéricamente tirada en un rincón, formando un ovillo menudo. Aquello parecía haber superado su capacidad de mantener la frágil apariencia de cordura que a duras penas había exhibido hasta entonces. Su cuerpo se convulsionaba en espasmos de puro terror. Helga, por el contrario, sintió desde el primer momento una extraña fascinación hacia la criatura. Su cuerpo había terminado de mutar y ofrecía un aspecto magnífico: enorme, como de la altura de un hombre alto y la mitad más, musculoso, que recordaba de alguna manera el aspecto de un toro humanizado de grandes ojos dorados. Su monstruosa cornamenta contribuía a reforzar aquella impresión. Solo las manos, como garras, los pies, de aspecto casi humano, y la posición erguida mantenían todavía la ilusión de algo que podría haber parecido un hombre alguna vez. Y luego… luego estaba “aquello”, aquel falo monstruoso, del tamaño del brazo de un hombre grande y fuerte que se mantenía erguido y rígido, como apuntándola, amoratado, cubierto por una miríada de pequeños apéndices carnosos de color rojo fuego, con forma de ganchos, que remataban lo que parecían uñas diminutas, negras y brillantes, sobre todo lo cual brillaba un capullo plano y ancho, como de caballo.

  • Arrodíllate ante tu señor, ramera.

Obedeció la orden, que resonó en el interior de la pequeña cabaña con la potencia de un trueno. Se postró ante él y no tuvo duda alguna acerca de cual era su deber. Abrazándose a aquello, sintió que las diminutas escamas arañaban su piel blanca y delicada dibujando pequeños surcos rojos. Los bultos ganchudos cedían a la presión de sus manos, que de ninguna manera podían abarcar la tranca gigantesca, permitiéndole sentir la dureza de aquel falo de dimensiones épicas. Sentía un deseo inmenso, una necesidad imperiosa de acariciarlo, de aferrarse a él, de ser penetrada por él aunque, como resultaba evidente, le fuera a costar la vida. La presencia de la criatura despertaba en ella una sensación combinada de deseo, de miedo y sumisión. No podía concebir no obedecerle, no desearle. Permaneció abrazada a aquello, haciéndolo deslizarse entre sus tetas, arañándose con él, hasta que, empujándola, la obligó a soltarse y postrarse a cuatro patas.

Giró a su alrededor inclinándose sobre ella, olfateándola con aquel hocico que exhalaba bocanadas poderosísimas de aire caliente y hediondo que casi quemaban su piel. Se estremeció cuando resopló junto a su coño empapado abrasándola y lo lamió con aquella lengua bovina y cálida como si la catara. Nada le importaba. Podía devorarla allí mismo, en aquel preciso momento si era lo que deseaba. Moriría por él. El mero sentirle a su alrededor, humillada, a cuatro patas, sin atreverse siquiera a mirarle, abrumada por su presencia inmensa alrededor, muerta del deseo de entregársele, le causaba un placer incomprensible, indefinible. Se incorporó cuando él quiso. De alguna manera, la criatura, que se había convertido en su dios apenas minutos atrás, parecía haber vinculado su voluntad a sus deseos. Literalmente sentía en su interior sus sugerencias y la necesidad imperiosa de atenderlas, una angustia desoladora que la destrozaba entre el instante en que escuchaba la voz silenciosa que se autopronunciaba en el centro de su pecho y aquel en que, por fin, conseguía cumplir el deseo de quien era ya su única razón de ser.

Se incorporó y se acercó a la mesa. Apoyó sobre el borde del tablero sus nalgas amplias y mullidas. Subió los talones y le ofreció su coño empapado. Los pezones parecían ir a rompérsele como cristales templados. Temblaba y lloraba de deseo esperándole. Gimió una vez más al recibir su aliento ardiente en la vulva.

  • Mi… mi Señor…

Imploró su contacto hasta el instante mismo en que sintió su verga inmensa desgarrarla, romperla y arañarla. Pese al roce brutal que la destrozaba, que parecía arrancarle la carne por dentro, sentía un placer abrumador que la mantenía al límite de la consciencia. Gritaba desesperadamente aterrorizando a Frida, que lloraba en su rincón temblando, dándola por muerta, segura de ir a ser la siguiente, incapaz de asimilar la tragedia que, repentinamente, se había cernido sobre su vida hasta entonces apacible. El monstruo clavó una de las uñas negras que coronaban sus garras en cada uno de sus pezones atravesándolos. Tiraba de ellos con fuerza haciendo deformarse sus tetas, causándole un dolor bestial, que superaba su capacidad de comprensión. Se movía deprisa, muy deprisa. Cada vez que su polla gigantesca se clavaba en su interior, la descoyuntaba, la rompía. Los garfios diminutos la arañaban, y un dolor material, que pareciera tener consistencia corpórea, se retorcía en su interior, se enroscaba en su interior mutando en un placer indescriptible, al que solo podía responder con chillidos que parecían ir a romperle la garganta.

Se sintió morir. Sintió la sangre abandonarla, chorrear entre sus muslos. Sintió que perdía la conciencia y, de repente, aquella erupción de lava hirviente en su vientre, aquella oleada de líquido ardiente y denso que la quemaba, que la fundía, que la destrozaba. Su garganta era ya incapaz de responder. Ni siquiera un quejido mínimo escapó de sus labios. Sintió el placer de la muerte ansiada en el centro de aquella tortura insoportable, de aquel placer insufrible, agotador, que le extinguía la vida. Con los ojos en blanco, ciega, se sintió morir de dolor, desangrarse de placer y de dolor, y el mundo entero se tornó oscuro y frío.

La bestia la dejó caer y, cruzando las piernas, se sentó frente a su cuerpo inane observándolo. Frida, con lágrimas en los ojos, contemplaba su cuerpo blanco, como de cera, ridículamente retorcido en el suelo, en medio de aquel charco de sangre y de esperma brillante anaranjado que parecía burbujear irradiando calor y un humo apenas perceptible, que todavía manaba del coño monstruosamente deformado de la mujer oronda que parecía muerta. Creyó recordar que se llamaba Helga.

Cuando despertó, la luz del sol penetraba en la cabaña a través de las ventanas abiertas. Permanecía desnuda, sobre un jergón de borra en un rincón y, frente a ella, un hombre grande y fuerte, con el torso descubierto, la piel negra y un grueso aro de oro en el lóbulo de una de sus orejas la contemplaba sentado en el suelo. En su rostro inexpresivo, ni siquiera los labios carnosos y oscuros esbozaron una sonrisa. Trató de incorporarse y se sintió incómoda. Observó su vientre inflamado. Frida acudió al instante, como llamada por una voz inaudible, con un vaso de agua fresca en las manos. Su cara mostraba una expresión serena que no le había visto.

  • ¿Cuanto tiempo he dormido?

  • Ya es primavera.

  • Ufffff…

  • Vuelve ahora a casa, amada mía.

Su voz, ahora suave, resonó en su interior con aquel magnetismo que le traía el recuerdo de una noche lejana de dolor. Sintió que le amaba. Cuando le vio levantarse y su silueta se desdibujó en el aire hasta extinguirse, se sintió vacía y sola.

  • Vamos, Frida, ayúdame. Tenemos un largo camino por delante.