Níbula 04: sin retorno

Helga de nuevo y un giro en su fortuna.

Cuando sintió el temblor de los muslos bajo sus manos, Helga supo que estaba a punto de terminar. Succionó fuerte, deseosa de liquidar el asunto y volver a sus ocupaciones. Dieter emitió un gemido ronco y, sujetando con fuerza su cabeza, se corrió en su garganta. Tragó su esperma sin asco, mecánicamente.

  • Vamos, anda, arréglate y sal a la taberna.

Sin prisa, mientras se alejaba de vuelta a sus tareas, reintrodujo las tetas en la camisola y tiró de las cintas del corpiño. Al menos, aquella noche no había querido follarla. Le escocían los pezones. El muy cabrón los había pellizcado fuerte mientras se la comía. Antes de entrar en la sala, a escondidas, bebió un largo trago de vino de una frasca. Necesitaba sentirse limpia y aturdida.

Como cada año, las nieves del invierno habían cerrado los pasos. Nadie con dos dedos de frente se hubiera aventurado por aquellos caminos helados. El viento sacudía la nieve en la calle, la amontonaba en los rincones, y hacía que las contraventanas traquetearan. Con esfuerzo, echó un grueso taco de leña sobre la lumbre. Miró a su alrededor: las mismas caras de siempre, los mismos campesinos y pastores bebiendo y dormitando, dejando pasar el tiempo sin nada que hacer hasta que la primavera permitiera volver a la tarea y sacar a los animales de sus cuadras.

Hanna, la mujer del tabernero, como siempre, la observaba con aquel odio en la mirada, como si fuera culpa suya, como si pudiera ella hacer otra cosa que transigir y plegarse a la voluntad del único hombre que le había ofrecido la opción de sobrevivir, aunque fuera a cambio de soportar sus ardores. Procuraba evitar cruzarse con ella a solas. De aquel modo, se ahorraba sus escupitajos y aquellos pellizcos que encendían verdugones en sus nalgas, que untaba de ungüento por la noche, en su alcoba del desván, mientras lloraba en silencio, si es que Dieter no decidía subir a follarla a empellones mientras la ahogaba expirándole en la cara su aliento de borracho.

Se lavó las manos en la misma pila de agua sucia donde se aclaraban los vasos de madera. Tomó la jarra de barro, y comenzó a recorrer las mesas rellenando las copas de los borrachos que dormitaban, jugaban a los naipes, o disputaban acerca de dios sabe qué absurdas fantasías. Karl, como siempre, le palmeó el culo al pasar escupiendo uno más de sus piropos soeces con aquella media lengua de borracho patoso.

Un viento helado penetró en la taberna cuando, súbitamente, se abrió la puerta. El mundo pareció pararse. La enorme silueta oscura, dibujada apenas sobre el fondo de la noche, imponía temor. Cerró a su espalda, recorrió el lugar con la mirada examinando uno por uno a los cuatro clientes que aún dormitaban alcoholizados sobre las mesas, y a Helga, Hanna y Dieter, que se afanaban recogiendo antes de cerrar.

  • Trae comida, tabernero.

La orden, pronunciada en tono imperativo por aquella voz dura y profunda mientras se encaminaba a la lumbre a paso rápido, hicieron que los parroquianos salieran de su sopor. Helga tembló ante la presencia inesperada del viajero que se atrevía a abandonar la seguridad de su aldea para cruzar los caminos en medio del crudo invierno. No podía ser bueno.

A una mirada de Dieter, se afanó llenando un gran cazo de madera con los restos del puchero que todavía humeaba en la cocina. Añadió a la bandeja un gran pedazo de queso de cabra, media hogaza de pan, y una jarra de vino caliente especiado, y se acercó temerosa al hombre, que había dejado humeando su capa de paño encerado junto al fuego y, tras permanecer un momento sacándose el frío de los huesos, se había acomodado en la mesa más cercana al hogar, la que ocupaba Ander, que no dudó en cedérsela con solo percibir su mirada helada.

  • ¿Tú eres la herrera, no?

Balbuceó una respuesta afirmativa mientras depositaba sobre el tablero las viandas y sintió el terror atenazar su corazón al comprender… Pese a la cicatriz mal curada que surcaba su rostro, reconoció a Müller, el soldado que la había follado de aquella manera brutal ante sus vecinos apenas dos meses antes. No llevaba el uniforme.

  • Trae más.

Había vaciado la jarra de un trago. Le sirvió nuevamente con las manos temblorosas y permaneció en silencio junto a la mesa, sin saber qué hacer, aguardando aterrorizada por si aquel individuo malencarado deseaba alguna otra cosa. Los recuerdos, que se esforzaba por ignorar, de aquel día, que parecía lejano; de cada humillación, cada dolor padecidos, la asaltaron de repente. Sintió un nudo en la garganta.

Discretamente, Dieter mandó retirarse a su mujer con un gesto. Hanna, discreta, hizo ademán de apartarse lentamente hacia la sombra del fondo de la sala buscando la escalera. El gigante la aterrorizaba.

  • No.

Se detuvo temblando, presa de un pánico cerval ante la orden del soldado. Permaneció inmóvil mientras el hombre devoraba el guiso de carne de oveja y rábanos. La comida desapareció de la fuente en un abrir y cerrar de ojos.

  • Tráeme aguardiente. Y los demás a casa, venga. Aquí se ha acabado la fiesta.

La tabernera se apresuró a cumplir su voluntad depositando frente a él uno de los vasos de cristal que reservaba para las ocasiones y un frasco del áspero aguardiente de cerezas que su marido destilaba a finales del verano, tras dejarlas fermentar una semana en la sombra oscura de la bodega amontonadas en cestas de mimbre. No puedo evitar verter parte del líquido incoloro sobre la mesa al servirle. Cuando trató de apartarse, la manaza del hombre la sujetó con fuerza por la muñeca. Dieter sintió un escalofrío al verlo. En un arrebato irracional, gritó una negativa. Hizo ademán de empuñar un recio cuchillo de cocina y, en un instante, como una exhalación, atravesó el aire un destello. Con expresión asombrada, contempló durante unos segundos, antes de desplomarse tras el mostrador, la empuñadura de asta que parecía haber brotado de su pecho. Las mujeres gritaron. Hanna, la primera en reaccionar, corrió hacia su marido, que agonizaba en el suelo en un charco de sangre. Müller se acercó a ellos. Extrajo el cuchillo, lo limpió en su propio delantal, lo hizo desaparecer en un pliegue de la zamarra y, tomando a la mujer por el moño de pelo rojo, que se deshizo entre sus dedos, la condujo a la fuerza hasta el banco corrido frente a la mesa donde había comido.

  • ¿Entonces tú eres la viuda del tabernero, no?

La mujer, deshecha en lágrimas, incapaz de reaccionar, se dejó llevar. Ni siquiera se resistió cuando el hombre tiró con fuerza del cuello de su jubón. Helga, aterrorizada, escuchó el crujido del lino al desgarrarse. Sus tetas, grandes y caídas, quedaron al aire, bamboleándose al ritmo de sus sollozos. El hombre comenzó a amasarlas con aquellas manazas ásperas y toscas que dejaban huellas rojizas en su piel lechosa.

  • No te preocupes, ramera. No llores. Müller va a consolarte.

La hizo incorporarse. Helga observaba aterrorizada. La desnudaba deprisa, magreando cada parte de su cuerpo que descubría, rompiendo lo que oponía la menor resistencia. La tabernera no tardó en aparecer desnuda de cintura para arriba. Su cuerpo se estremecía en un sollozo continuo. Hipaba, gemía… Apenas una vez trató de oponer resistencia, y una sonora bofetada acabo con aquel mínimo atisbo de rebeldía. Se dejó arrojar de bruces sobre la mesa. El gigante subió sus faldas hasta arrebujárselas en la cintura, arrancó los recios calzones de lino, y palmeo con fuerza sus nalgas abundantes y pálidas. La tabernera, rendida, incapaz de resistirse, en estado de shock por lo vivido, superada por el frenético desarrollo de los acontecimientos, apenas balbuceaba una negativa simbólica, sin oposición real. Se dejaba azotar, dejaba que aquel monstruo clavara los dedazos en su coño…

Sujetándola del pelo, colocó la botella en su boca obligándola a beber. Tragaba a duras penas por no ahogarse. El aguardiente que rebosaba resbalaba por su torso haciendo brillar sus tetazas colgantes, que se estremecían con cada hipido. Tenía los ojos inflamados. Cuando se terminó, dirigiéndose a Helga, que sintió el terror al comprender que había vuelto a reparar en ella, espetó:

  • Tú, puta, trae más. Y desnúdate.

Después de lo visto, ni siquiera se planteó escapar. Cumplió sus órdenes sin rechistar. Al fin y al cabo, si todo iba bien, aquello no sería si no otro capítulo de la degradación en que había caído. Cuando regresó, el soldado sujetaba contra la mesa la cabeza de la tabernera mientras clavaba en su coño aquella polla descomunal.

  • No… no… por favor… piedad… Por Sísive… Déja… me...

Ni siquiera se movía más allá de lo que los empellones de aquel bruto la obligaban. Lloraba, y profería aquella negativa mecánica, como una letanía, mientras la tranca gigantesca del hombre la perforaba a golpes secos y rápidos. Dejó la frasca en la mesa y comenzó a desnudarse deprisa, no queriendo contrariarle. La sonrisa del hombre, que la miraba, bajo aquella cicatriz enorme que cruzaba su rostro entero de lado a lado, a la altura de la mitad de su nariz, era una mueca odiosa.

El soldado abandonó por un momento a la pobre Hanna, llorosa, sobre la mesa para atenderla. Sus manazas recorriéndola, apretándola, le causaron una extraña excitación. Se sorprendió dejándose hacer, colaborando, restregándose contra él, que magreaba sus tetas, contoneándose para sentir resbalando en su vientre aquella polla enorme y húmeda. De alguna manera, pensó, deseaba aquel contacto animal, aquella manera salvaje de poseerla. El soldado la estrujaba contra sí agarrando sus nalgas ampulosas, haciendo que sus tetas se aplastaran en su pecho musculoso. Su rabo se frotaba entre sus muslos rozando su coño empapado. Se preguntó hasta donde podría degradarse.

  • ¿Has echado de menos a Günter, puta?

La tiró sobre la mesa a empujones. La obligó a tumbarse, y lo hizo abierta de piernas, invitándole, ofreciéndole la visión de su coño empapado y abierto, casi suplicando con su gesto que la follara, que la taladrara con aquella polla monstruosa, que la hiciera gemir otra vez. El gigante, por el contrario, tomó por el pelo a la tabernera llorosa que, asombrada, no podía comprender lo que sucedía, y la arrojó de nuevo de bruces sobre la mesa, sujeta por el pelo y con la cara entre los muslos de la herrera venida a puta.

  • ¡Chupa!

  • No… Noooooo…

  • ¡Chupaselo, zorra!

Un violento azote que restallo en el aire cómo un latigazo y arrancó a la mujer un grito desesperado, la convenció de la necesidad de obedecer. Incapaz de resistirse, comenzó a lamer la vulva húmeda de aquella zorra que dejaba que su marido la follase. Helga gimió al sentirla. Su humillación parecía alimentar aquel deseo anómalo que la crueldad del gigante había despertado en ella. Temblando de placer, observó cómo Günter clavaba uno de sus dedos humedecido de saliva en su culo y se estremeció adivinando su próxima acción. La viuda suplicaba que parase. Lloraba entre sus muslos y cada quejido suyo parecía vibrar en su coño empapado. Cuando clavó aquella polla inhumana entre las nalgas gruesas y carnales, chilló como si la mataran. Su voz se entrecortaba en un llanto angustioso, en una sucesión de chillidos y súplicas que no causaban otro efecto que incrementar la excitación de aquella bestia, que redoblaba sus esfuerzos mientras azotaba sus nalgas y empujaba su cabeza hasta restregar su cara en la vulva de la herrera, que gemía como una posesa y culeaba corriéndose una vez tras otra, chillando frenética, temblando de placer, incapaz de comprender qué le pasaba, como si aquella vorágine de violencia supusiera una ruptura, un punto de inflexión que transformaba ya por completo su realidad convirtiéndola en la ramera en que los hechos parecían empeñados en transformarla.

Pronto era ella quien sujetaba a Hanna del cabello. La insultaba, la ahogaba frotándose en su cara mientras el soldado, riendo a carcajadas, continuaba su implacable bombeo que arrancaba chillidos a la mujer hasta la extenuación. Se sintió casi desvanecer. Sintió que su cuerpo entero temblaba como si un calambre lo recorriera entero. Se tensó. Era presa de una contracción espasmódica violenta que hacía que, a intervalos regulares, escaparan de su coño chorritos de orina que mojaban la cara de aquella cabrona que, aquella misma mañana, había pellizcado sus nalgas en venganza por que su marido había decidido correrse en su garganta. Tiró fuerte de su cabello apartándola mientras su pelvis todavía golpeaba el aire, gozando de su gesto de dolor mientras el pis chorreaba en su cara obligándola a cerrar los ojos chapurreando.

Günter, poseído por la excitación que le causaba la contemplación del éxtasis brutal de la enloquecida Helga, la arrancó de entre sus muslos. Sujetándola del pelo, la hizo arrodillarse ante sí. La herrera, temblorosa, frotaba su coño con una mano mientras estrujaba sus propias tetas corriéndose y animándole, presa de un frenesí brutal. Clavó en su boca aquella polla monstruosa obligándola casi a desencajar las mandíbulas para acogerla. Empujó. Empujó hasta hacerla desaparecer en su garganta. La mujer apenas emitía un sonido gutural mientras aquello se deslizaba en ella ahogándola. La sujetó allí culeando, estremeciéndose de placer, haciendo caso omiso al enrojecimiento primero de su rostro, que poco a poco fue tornándose violáceo al tiempo que sus movimientos espasmódicos se espaciaban y perdían intensidad. El soldado bramaba corriéndose en su interior, vertiendo su esperma a borbotones en la garganta de la viuda. Cuando terminó, la dejó caer desmayada. Su cuerpo se convulsionaba en un movimiento espasmódico mientras recuperaba el color. Manaba esperma entre sus labios abiertos.

  • Tú, -ordenó mientras ataba los cordones de sus calzas y recomponía su ropa- vístete, y busca comida. Carne seca, y pan, y queso, y un pellejo de vino. ¡Venga, corre!

La dejó allí mientras subía las escaleras deprisa. Helga obedeció. Cuando bajó de nuevo, portaba en las manos un saco grande, que parecía lleno de objetos metálicos y un grueso capote encerado, forrado de piel por dentro, que recordaba haber visto a la tabernera. Helga, arrodillada junto a ella, sujetando su cabeza por el pelo, ignorando la mirada de espanto de sus ojos terriblemente abiertos, rebanaba su cuello sonriendo. El soldado se encogió de hombros.

  • Toma, anda, ponte esto. ¿Tiene un caballo el tabernero?

  • Un caballo y una mula. Atrás, en el establo.

Cargaron el botín sobre la mula, ensillaron el caballo y, al paso cansino del animal, se internaron en la oscuridad, siguiendo el camino que los alejaba del pueblo. La nieve que caía sobre el paisaje nocturno inmisericordemente ocultaría sus huellas. Además ¿quien iba a aventurarse en el camino con aquel tiempo?

Helga se abrazó con fuerza al gigante que llevaba las riendas del caballo. Sintió que el aire helado de la noche llenaba sus pulmones y parecía acompasar el ritmo desbocado de su corazón.

  • ¿Ya no eres soldado?

  • No… Maté a mi capitán.

Apretada contra él, envuelta en las pieles del capote y sintiendo su calor, abrazada a su cuerpo enorme, mecida por el lento trote rítmico de la bestia, notando el frío en la cara y la embriaguez del vino y de la muerte, Helga se sumió en un sopor de durmevela. Sonreía rememorando los ojos monstruosamente abiertos de la tabernera mientras hurgaba con el cuchillo en su garganta.

  • No debiste pellizcarme, hija de puta.

  • ¿Qué?

  • No… Nada… nada...