Níbula 03: la fecunda

¿Qué habrá sucedido en la fragua mientras tanto?

Apenas un mínimo resplandor percibido a través de un agujero en el tejado en el que no había reparado la noche anterior, le permitió adivinar que ya era de día. Sintió frío y, antes de desperezarse del todo, se cubrió con sus ropas. La puerta estaba entreabierta, y no se veía a Liria por ninguna parte. Un estremecimiento de miedo le recorrió la espalda.

La espesa niebla que se había enseñoreado por completo del bosque le impedía ver siquiera los árboles que rodeaban el claro. Tuvo la sensación de encontrarse en el centro de un mundo gris y vacío. Aguzando el oído, creyó escuchar un ruido a pocos metros de donde se encontraba. Poniendo todo su empeño en no perder el camino de regreso, avanzó lentamente procurando dejar su huella bien marcada en el césped, que se le antojó mustio.

Tenía hambre, pero su primera preocupación consistía en buscar y recuperar a su níbula. La simple idea de perderla le había sumido en la desesperación. Pronto pudo percibir siluetas en movimiento frente a sí. Caminó hacia ellas tratando de ver con nitidez a qué tendría que enfrentarse hasta que comprendió: allí estaba, abrazada al cuello de un enorme lobo gris, rodeando su cintura con las piernas, Liria se dejaba empalar por su polla enorme. Parecía disfrutarlo, y emitía aquel constante parloteo musical. El animal defendía su presa de otra media docena de sus iguales, que daban vueltas a su alrededor como si esperaran la ocasión de arrebatársela. Giraba a un lado y a otro con movimientos rápidos, enseñando los colmillos y gruñendo a quienes tenían la osadía de acercarse, y cada uno de aquellos violentos movimientos parecía sacudir a su pequeña, que ponía los ojos en blanco y chillaba. Su piel había adquirido ya aquel brillo perlado que parecía provocar en ella el placer.

Echó mano a su espalda y se sintió estúpido al comprender que había dejado el arco en la cabaña. Afortunadamente, de la cintura colgaba su cuchillo de monte. Agarró con fuerza la empuñadura preguntándose qué posibilidades tendría de sobrevivir si se enfrentaba a siete lobos de aquel tamaño. Obviando la conclusión evidente, se disponía a lanzarse sobre ellos cuando, de repente, aquel extraño resplandor azul le rodeó de nuevo.

  • ¿Por qué?

  • Por que...

  • ¿Por que es tuya?

  • Sí.

  • ¿Quieres morir para nada?

  • ¿Para nada?

  • La níbula es tuya, pero tiene su función, y eso a ti no te incumbe.

Al extinguirse, volvió a experimentar por un momento la sensación de vacío, que solo olvidó al observar el extraño giro en los acontecimientos que se había producido durante quien sabe cuanto tiempo que hubiera durado su viaje a aquella otra extraña dimensión donde la dama se dignaba a hablarle. La niebla había empezado a disiparse, y aunque quedaban jirones que parecían enredarse entre los árboles, le permitía observar la monstruosa escena que se desarrollaba ante sus ojos. Los lobos, habían comenzado una transformación que parecía humanizarles sin despojarles, pese a ello, de su naturaleza. Semiincorporado, el viejo gris sujetaba a su níbula ahora con las garras transformadas en manos monstruosas. La follaba manejándola a su antojo, y ella parecía gozar del salvaje ritmo que imprimía al movimiento de sus caderas. El resto de las bestias, alrededor, seguían dando vueltas, cada vez más nerviosos. Peleaban entre ellos. Se amenazaban gruñendo, mostrando sus todavía monstruosas mandíbulas, como si intuyeran que se acercaba su momento.

Por fin el líder, aullando, se quedó como paralizado, sujetando a Liria firmemente empalada en su polla monstruosa, haciéndola balbucear con su vocecilla aguda mientras los ojos en blanco parecían ir a salírsele de las órbitas, y de su diminuta vulva, monstruosamente dilatada, comenzó a fluir a borbotones una asombrosa cantidad de esperma. Ante sus ojos, la transmutación se completó en apenas unos minutos.

El hombre grande y fuerte, todavía velludo, pero evidentemente humano, mirándole avergonzado, extrajo su polla, el único vestigio de su estadio animal, con un sonoro sonido de ventosa, la arrojó de su lado y, dejándola tendida sobre la hierba, aparentemente agotada, se perdió entre la maleza como si huyera.

Alrededor de su níbula, Hans contempló la dantesca pelea a que se entregaban los lobos restantes. A veces, alguno conseguía por un momento sujetarla por un tobillo o una muñeca, y trataba de atraerla, pero al instante, los demás se lanzaban sobre él mordiéndole, arañándole y golpeándole con tal saña que temió que cualquiera de aquellos golpes pudieran matarla.

El herrero, que observaba la escena horrorizado, comprendió que le causaba una rara excitación. La visión de aquellos semihumanos peleando entre sí por la diminuta Liria, que permanecía en el suelo como muerta, rebosando todavía por su coño el esperma del que ya había huido, con sus pollas monstruosamente erectas, presas de una excitación tan evidente que parecía impregnarlo todo, hizo que su propia polla adquiriera su mejor consistencia. Sin atreverse a acercarse, comenzó a acariciarse contemplando aquel derroche de deseo animal y muerte.

Pocos minutos después, cuatro de los lobisomes yacían en el suelo degollados, muertos o agonizantes, y los dos supervivientes se tanteaban fatigados, gruñendo, enseñándose los colmillos, ensangrentados y lanzándose rápidos zarpazos que, una vez tras otra, esquivaban. A medida que lo hacían, aquella extraña transformación parecía evolucionar lenta, pero inexorablemente, y sus añagazas se tornaban más impostadas, menos viscerales, hasta que el de mayor tamaño, ignorando a su oponente, dio un paso hacia la pequeña criatura y, inclinándose sobre ella, comenzó a olfatearla.

Pronto, ambos giraban alrededor de la diminuta níbula, que pareció reaccionar a sus lametones, o al continuo introducir los hocicos entre sus muslos buscando. Fatigosamente, trató de incorporarse, como si temiera lo que venía y quisiera huir, pero uno de ellos la inmovilizó sujetándola del cuello con aquella media mano, media zarpa gigantesca y, atrayéndola hacia sí, allí, de pie, sin preocuparse ya por su rival, separó sus piernecillas delgadas y, de un solo golpe, clavó en su vulva aquella monstruosidad con forma de pene de perro arrancándola un gritito al tiempo que un destello parecía cruzar su piel de punta a punta de su cuerpo menudo.

El otro lobisome, tras girar alrededor de la monstruosa pareja olfateándolos, se incorporó a su espalda y, emulando a su compañero, clavó la suya en su culito menudo. Liria gemía, o lloriqueaba. Desde la distancia, donde se encontraba, le resultó imposible discernirlo. Ambas bestias la follaban a un ritmo frenético. Parecía evidente que el único resultado posible de aquella salvaje agresión no podía ser otro que su fin. Hans, pese a ello, hipnotizado por la brutal posesión a dúo, permanecía excitado, incapaz de apartar su mirada de aquella brutalidad. Aquellas pollas monstruosas, rojas y moradas, engrosadas en sus bases por una tremenda bola de carne, entraban y salían de los agujeros de la pequeña níbula, que se bamboleaba entre ellos como un pelele, casi invisible, atrapada entre sus corpachones peludos y musculosos. Su piel de seda, resplandecía, y podía escuchar aquel gorjeo de placer que no hacía sino excitarle más. De sus agujeros chorreaba esperma. La manejaban como a una muñeca, se alternaban para clavar sus pollas en todos los posibles emplazamientos, follaban su culo, su coño, su garganta. En cualquiera de ellos, se clavaban hasta el límite, hasta hacer que aquellas bolas enormes parecieran ir a destrozarla.

Por fin, mientras, manteniéndola en el aire sujeta por aquellos bracitos que no parecían poder soportar la tensión, uno de ellos se quedaba paralizado, enterrado hasta el fondo de su coño, y el otro, que atravesaba su garganta, permanecía igualmente quieto, un flujo continuo de esperma empezó a manar por su boca, su nariz y entre sus piernas. La níbula resplandecía con los ojos en blanco y aquellos monstruos, mientras se corrían en ella, completaban su transformación, las arrancaban dejándola en el suelo temblorosa y, como antes había hecho su compañero, huían entre la fronda.

El repentino silencio desconcertó a Hans, que permaneció un instante paralizado, agarrado a su polla, que le palpitaba en la mano. Cuando reaccionó por fin, incapaz de pensar en otra cosa, avanzó hacia ella. Arrodillándose a su lado, la tomó en sus manos hasta colocarla de rodillas. No se tenía, y tuvo que sujetarla para poder clavar su polla en el culillo menudo de la criatura exhausta, que lo recibió con un quejido. Comenzó a follarla con fuerza. Sentía la caricia múltiple de sus diminutos tentáculos, que no tardaron en extenderse sobre sus pelotas e introducirse en su culo. Liria brillaba de nuevo, y parloteaba en aquella lengua cristalina. Cuando, incapaz de sostenerse, el herrero cayó de espaldas sobre la hierba, ella misma continuó son sus movimientos leves, con aquella cadenciosa danza que completaba la caricia hasta hacerle estallar de nuevo inundándola entre gemidos. Una vez más, sintió escapar su esperma a chorro limpio, a borbotones que el pequeño cuerpecillo de la criatura era incapaz de contener.

Apenas permaneció traspuesto unos pocos minutos en aquella ocasión. Allí, al aire libre, agotados como estaban, resultaban terriblemente vulnerables, y sus últimas experiencias le hacían comprender que no era lugar seguro. Se incorporó fatigosamente. La níbula parecía medio muerta. Se recompuso la ropa, la tomó en brazos, y se encaminó con ella en dirección a la cabaña. La pequeña columna de humo que todavía escapaba por la chimenea le ayudó a encontrarla.

  • ¿Qué vamos a hacer contigo, pequeña?

Se sentía apesadumbrado. Su contribución al estado en que la criatura se encontraba le avergonzaba. Cuando resultaba evidente su agotamiento, incapaz de controlar su excitación, la había poseído como uno de aquellos monstruos, y ahora la llevaba en brazos, como muerta, con los ojos entornados y aquel color ceniciento de la piel.

Encontró cerrada la puerta de la cabaña. Al empujarla, notó que parecía mejor encajada en sus goznes y se abría sin esfuerzo. En el hogar, el fuego chisporroteaba alimentado y bien avivado. Todo tenía un aspecto diferente, limpio y ordenado. Sobre la mesa, algunas frutas del bosque de aspecto delicioso y, junto a ellas, siete piedras negras, redondeadas, planas y pulidas, con runas oscuras talladas que despertaron en él un temor reverencial.

Preparó, con su capote encerado, un nido frente al fuego donde la depositó con cuidado, y fue a buscar agua a la fuente con un caldero de estaño que encontró colgado junto a los restos de lo que en tiempos debió ser una cocina. Antes de lavarla, la dejó junto a la lumbre para que se templara. Comenzó a limpiarla con cuidado. Usando su pañuelo, envuelto en sí mismo como una muñequilla, la fue librando de la suciedad acumulada en aquellas horas brutales con los lobisomes. Su parloteo agotado, como un murmullo agudo, le hizo albergar esperanzas de que fuera a recuperarse.

Al atardecer, el viento hacía crujir las ramas de los árboles a lo lejos. Agradeció la solidez de la cabaña que iba a permitirles soportar la noche y alimentó el fuego. La reserva de leña sería más que suficiente.

Por primera vez en todo el día, solo, junto a su extraña compañera de viaje, tuvo ocasión de reflexionar sobre la extraña situación en que se encontraba: de repente, en apenas un día, que parecía una eternidad, su vida se había trastocado por completo. Había asumido como normal, sin pararse siquiera a pensarlo, el hecho de perderse en el bosque donde cazaba desde niño, y que conocía como su propia casa. Comprendió que aquello encajaba perfectamente en aquel mundo sobrenatural que se había desencadenado a su alrededor, y temió no volver a recuperar su vida, y se preguntó si volvería a ver a Helga.

  • ¿Qué será de ella si no vuelvo, pequeñita?

Se sentía extrañamente unido a la criatura mágica que parecía recuperar el color profundamente dormida frente a la lumbre. Sintió un profundo alivio cuando, ya de noche cerrada, un movimiento suyo le sacó de su duermevela y la vio incorporarse. No quiso moverse. Fingió seguir dormitando para observarla a través de los párpados entornados.

Liria se desperezó como si nada hubiera pasado. En pocos minutos, se movía por todas partes con aquella gracia natural que la adornaba, olfateándolo todo, como si pudiera identificar por los olores cuanto había sucedido durante su ausencia. Cuando descubrió la fruta, su cantinela se transformó en lo que parecía una risa cristalina. Sentada sobre el tablero de la mesa, mordisqueó una manzana y una pera con evidente satisfacción antes de ponerse muy seria acariciando las piedras, que permanecían en el lugar donde habían sido depositadas por quien quiera que hubiera visitado la cabaña en su ausencia.

Un aire severo de ceremonia ensombreció su rostro. Con una de las piedras en sus manos, comenzó a entonar un sonido monocorde, una única nota que se prolongaba como si no necesitara respirar. La piedra comenzó a emitir una luz verde muy oscura. En su cara plana, la misteriosa runa refulgía con un brillo dorado. La piel de Liria se había tornado blanca y sus ojos ardían de un rojo intenso. A medida que la piedra irradiaba su luz con mayor intensidad, sobre ella se dibujaban líneas de caracteres similares, que parecían moverse sobre su cuerpo como si se leyeran a sí mismos. Hans sintió miedo cuando la vio acercarse a él, pero no pudo moverse. La depositó sobre el suelo, frente a él, y se acercó como en trance para despojarle del recio chaleco de lana.

Una tras otra, el resto de las piedras fueron brillando en sus manos en colores diferentes. Una tras otra, dibujaron sobre la piel de la níbula sus runas hasta cubrirla de un texto que se deslizaba sobre ella a un ritmo vertiginoso. Cada piedra fue colocada a su alrededor, conformando un círculo. Cada una de ellas pareció ser activada por una nota distinta. Con cada una de ellas, la criatura le despojó de una prenda hasta que estuvo desnudo, rodeado por las siete luces de colores diferentes, aterrorizado, contemplando a su níbula desde una perspectiva diferente, envuelto en aquella magia poderosa que irradiaba.

Cuando hubo terminado, se sentó en el suelo, frente a él, conformando ritualmente la posición de loto. En su voz, se mezclaban ahora los sonidos de las siete piedras componiendo una extraña melodía asíntona. Parecía ausente, poseída por una energía que dominaba cada movimiento de su cuerpo.

De su vulva comenzaron a aflorar aquellos diminutos tentáculos que había podido sentir y hasta entrever en ocasiones anteriores. De color negro, irradiaban un brillo dorado apenas perceptible y, a centenares, delgados como cabellos, serpenteaban hacia Hans que, pese al terror que experimentaba, no consiguió que su cuerpo respondiera a su voluntad de huir. Lejos de ello, su polla reaccionó ostentando la mas rotunda erección que nunca hubiera experimentado. La sentía inflamada, rígida, como de piedra.

Incapaz de moverse, contempló cómo los primeros de aquellos filamentos la envolvieron componiendo a su alrededor una malla que conformaba lo que parecía un tejido de diseño intrincado. Al alcanzar la punta, algunos de ellos se introdujeron por el agujerito. Los sentía penetrar en su interior causándole un cosquilleo inquietante. Su cerebro parecía incapaz de dominar aquel corpachón fornido.

Simultáneamente, el resto comenzó a tejer su red alrededor de todo él, a penetrar cada una de las oquedades que los tentáculos alcanzaban. A medida que el extraño tejido vivo colonizaba el resto de su cuerpo, sus músculos se tensaban y endurecían hasta hacer brillar su piel.

Cuando aquello terminó su trabajo, se encontró endurecido como una estatua, con los brazos en cruz. Sentía aquellos tentáculos en su interior, adueñándose de hasta la última partícula de su ser . Cada músculo de su cuerpo era rígido y voluminoso. Ya no sentía miedo.

En aquel momento, Liria caminó hacia él y, abrazando la porción de su torso que sus bracitos le permitieron, se acopló a su sexo. Se penetró con el sexo del herrero petrificado y permaneció inmóvil, pegada a él, dejando que los filamentos los entretejieran juntos.

Entonces le habló. Las runas que corrían sobre su piel se tornaron de un intenso color carmesí, ralentizaron su continuo discurrir, y le habló. Empezó despacio, con una única frase, como si temiera que la intensidad de la comunicación que establecía pudiera causarle daño. Pronunció aquel sonido único, que se transformó en su cerebro en una efusión de ideas complejas. Pronunció aquella primera frase en aquel idioma que trascendía las palabras y los símbolos para convertir la oración en un intrincado conjunto armónico de ideas y conceptos. Pronunció aquel único sonido y en su alma entera se dibujaron él, y ella, cada uno y juntos, su lugar en el universo y el modo en que sus caminos se insertaban en el todo y el todo reaccionaba a sus acciones, y a la vez las modificaba desatando nuevos movimientos que volvían a integrarse en el conjunto y modificaban lo que parecía ser una única melodía universal. Pronunció aquella única palabra y en su cerebro quedaron al instante definidos Liria y Hans, al tiempo que experimentaba un placer tan intenso que resultaba imposible focalizarlo en un lugar de su cuerpo, ni en su cuerpo siquiera.

Después se desató el caudal infinito de palabras. En el interior mismo de su ser, empapando cada milímetro de su cuerpo y de su alma, el flujo de palabras dibujaba la historia misma de la tierra, la esencia de Liria caminando sola, recibiendo todo el placer desde el principio de los tiempos, consagrada a darlo y recibirlo fecundando a la tierra y a sus criaturas. Y cada níbula del bosque era Liria, y cada brizna de hierba era Liria fértil, Liria del placer, Liria a la que todos buscaban, Liria la que se estremecía en el monstruoso yacer con aquellas criaturas cuya belleza encontraba y recibía.

Hans se dejó llevar por la marea de conceptos que, sin precisar de comprensión, parecían integrarse en sí, fluir a través de su conocimiento. Se dejó arrastrar con ellos hasta las profundidades de Liria, la Ancestral, la Antigua, Liria la eternamente fecunda. Y se sintió parte de ella, unido a ella por un lazo perpetuo como un único ser que trascendía las dimensiones humanas del pequeño mundo en que había consumido aquella existencia anodina.

Y la canción. Después, llegó la canción, y Hans sintió vibrando en su piel entera cada porción del placer de toda la eternidad, todo el placer del tiempo y de la historia, y se dejó fundir con ella en él, y la pequeña Liria, la criatura menuda de piel refulgente, pareció absorberle, completarle hasta hacerle un ser entero en quien solo lo aprendido le permitía reconocerse.

Y se fundieron juntos en aquella inmensidad de luz, y supo que la comprendía.