Níbula 02: Helga

Conocemos a Helga, la esposa del herrero, y sabemos de su suerte.

Para Sísive, cuando los días eran ya cortos y el frío empezaba a meterse en los huesos, tres meses después de la desaparición de Hans, ya no quedaba un cobre en casa. Las miradas esquivas y los incómodos silencios que la siguieron desde entonces, apenas -lo sabía-, quedarían en anécdota incómoda en comparación con lo que sucedería después.

A mediodía, en la plaza, frente al ayuntamiento, cada granjero del pueblo aguardaba junto a su tributo la llegada del recaudador. Carretas de fruta o de grano, cabezas de ganado, comerciantes y artesanos con sus cobres, fueron llegando y colocándose ordenadamente a la espera de la entrega. Cuando apareció micer Roon con su escolta, solo Helga esperaba con las manos vacías.

Hombre por hombre, el recaudador fue nombrándolos y anotando con su letra cuidada, incomprensible para aquellos siervos miserables, la cuantía del tributo que aportaban a cambio del uso de los bienes del señor y de su protección.

  • ¿Solo dos carros de avena, Gofer?

  • La cosecha ha sido escasa, mi señor...

Era la última. Cuando llegó su turno, apenas le llegaba la camisa al cuello. Sentía las miradas de aquellos vecinos a quienes ella, la mujer del herrero, la orgullosa mujer del herrero había despreciado siempre; sentía su compasión, que la hería más aun que el terrible castigo que la esperaba.

  • ¿Y tu tributo?

  • Yo...

  • ¿Donde está el herrero?

  • Desapareció... Salió de caza al bosque, mi señor... Y no volvió...

  • ¿Y la renta?

  • Hace meses... Ya no me queda cobre...

A un chasquido de los dedos lanzado al aire con un gesto de hastío indiferente, el capitán de la guardia se dirigió hacia ella. En un último gesto de orgullo, se mordió los labios evitando balbucear una súplica.

Había que hacerlo. No estaba permitida la piedad. ¿Qué ocurriría si los campesinos pensaran que podían evitar el pago de sus impuestos? El orden se desmoronaría y ya no habría siervos ni señores, y la sociedad se desharía en el caos.

A la vista de todos, en el centro de la plaza, el soldado, sin un gesto en su rostro duro, desgarró con las manos el corpiño del vestido y la camisa, sacando al aire sus senos como cántaros de arcilla blanca. El aire frío del invierno hizo que sus pezones sonrosados se endurecieran ante la mirada atenta y a la vez avergonzada de los vecinos, que asistían al espectáculo en silencio, aterrados y, a la vez, presos de aquella curiosidad malsana que nos lleva a no poder apartar la vista de lo horrible. En cualquier caso, estaba prohibido marcharse. Todos debían contemplar el castigo, la humillación y la vergüenza que caía sobre quienes no cumplían con sus obligaciones.

Forcejeó con el resto del vestido hasta que su cuerpo generoso quedó expuesto. Todos pudieron ver sus muslos, sus senos y su culo, opulentos, abundantes; la mata abundante de vello rubio de su sexo... Dieter, el tabernero, avergonzado, tuvo que esconder disimuladamente las manos bajo el mandil para ocultar la erección que le causaba la visión del cuerpo rotundo de la mujer de su amigo.

  • Proceda, capitán.

El terror se impuso entonces a la esperanza irracional y Helga estalló en un llanto nervioso. No trató de resistirse. Hubiera sido inútil. Mientras el hombre cumplía sus órdenes con absoluta frialdad, casi desinterés, y ataba sus manos a la picota que, como recuerdo constante del poder de su señor, se erguía en el centro de la plaza, se limitó a llorar en silencio. Sus tetas ampulosas temblaban en el aire a cada hipido. Su piel se cubrió de granitos, de piel de gallina a causa del frío del final del otoño.

Uno de los soldados alcanzó la vara a su capitán que, tras recibir el asentimiento silente del recaudador, descargó el primer vergajazo sobre su culo arrancándola un grito terrible, un grito que recorrió las filas de hombres y mujeres del pueblo como una advertencia, como el recuerdo del horror que esperaba a quienes no cumplían con su servicio hacia el Señor. Le siguió otro, y otro más, que restallaban en distintos lugares de su cuerpo a medida que la pobre herrera, en un intento inútil de protegerse, de huir, se movía tratando de esquivarlos. Un varazo en las tetas, otro en el vientre, en los muslos, en la espalda... Cada uno de los diez fue dejando su delgada línea roja sobre la piel inmaculada de la mujer, que se deshacía en llanto amargo y chillaba como alma en pena, ya dominada por el miedo y el dolor, suplicando la piedad que sabía que no iba a encontrar. No había piedad posible. El sistema descansaba sobre el miedo, el castigo, y el estricto cumplimiento de las normas que regían la compleja trama de relaciones personales de siervos y señores.

Cuando hubo recibido cada golpe que mandaba la costumbre, fue conducida al cepo donde herraban a las bestias. Gimoteaba aterrorizada mientras los soldados ataban manos y tobillos a las recias tablas que componían la estructura inmovilizándola expuesta, de espaldas al pueblo, que la miraba con una mezcla extraña de excitada compasión y malsano regodeo. Dos varazos se habían cruzado sobre su culo lunar, amplio y pálido, inmaculado de no ser por aquella aspa roja; dos bien marcados en la espalda; dos en el muslo izquierdo; uno en el derecho; dos paralelos sobre el vientre, y aquel que, sobre el pecho, unía ambos pezones. Junto con las lágrimas de dolor y el gesto de pánico que desfiguraba su rostro, componían la escena previa a la consumación el castigo.

Se acercó el recaudador con aire de fastidio. Manipuló su bragueta hasta extraer la que resultó ser una verga de regulares proporciones y se situó a su espalda. Uno de los soldados separó con ambas manos sus nalgas generosas. Tembló de miedo al sentirse profanada. La pobre, trataba en vano de moverse, de huir. Suplicaba piedad y perdón. No los hubo. El hombre acercó su polla al agujero virgen, empujó con fuerza, y la clavó de un solo golpe arrancándole un aullido de dolor desesperado que heló la sangre de quienes, a la fuerza, contemplaban en silencio el espectáculo.

Comenzó a moverse. Firmemente aferrado a sus caderas, bombeaba su culo deprisa, haciéndola chillar. La pobre Helga lloró hasta el agotamiento. Sus carnes temblaban por el frío, por el miedo y por el llanto. Sentía perforándola la polla de aquella bestia como una barra candente que la atravesara. Cada golpe era un nuevo suplicio, un clavo más de aquel martirio cruel a que la sometía. Cada golpe, provocaba una ondulación en sus carnes, un movimiento blando que excitaba a quienes lo contemplaban avergonzados, y arrancaba un nuevo grito de su garganta, afónica a medida que la polla del recaudador la destrozaba.

Cuando el hombre se agarró con fuerza a sus caderas, y se clavó a ella como si quisiera atravesarla, un leve temblor de sus piernas indicó a la atribulada mujer lo que iba a suceder. Sintió el esperma fluir en su interior como un bálsamo que la aliviaba al tiempo que la llenaba de vergüenza. En cierto modo, hasta entonces todo había sido tortura y sufrimiento; ahora, cuando, al sacarla, la leche escurría entre sus muslos a la vista de todos, se transformaba en humillación, en la constatación de que la habían convertido para siempre, a ojos de sus vecinos, en una ramera más.

El recaudador embraguetó su polla ignorando el llanto de la mujer, que permanecía atada. Sus manos y sus pies empezaban a amoratarse.

  • Puede usted proceder, capitán.

Ocupó su lugar y actuó de la misma manera que su antecesor. Quizás por su talla, menor, y probablemente a causa de la lubricación que suponía la primera descarga de esperma en su culo, no sintió el mismo dolor. Ritualmente, disimulando el entusiasmo, si es que lo tenía, el capitán folló su culo mecánicamente, hasta terminar escupiendo su leche en el interior de la Herrera, que ya solo lloraba en silencio, rendida por el dolor y por el esfuerzo de los gritos anteriores.

Al terminar, sin embargo, cuando la pobre mujer pensaba que ya nada podría resultar más humillante, se desató el holocausto:

  • Spiros y Hander, permanezcan de guardia junto al tributo. Sus compañeros les relevarán en su momento. Quiero que siempre permanezcan dos escoltas aquí. El resto puede obrar. Partiremos al alba.

Inmediatamente fue rodeada por los diez hombres de la compañía que no habían recibido orden de guardia. Pugnaban entre ellos por agarrarse a sus tetas bamboleantes, por hundir sus manazas en la carne blanca y mullida de su culo, por clavar sus dedazos en el coño de la pobre Helga, que lloraba desconsoladamente. Cortaron las sogas que la sostenían y ataron los restos de una de ellas a su cuello a modo de correa con la que la pasearon por la plaza, ante sus vecinos, haciéndola víctima de sus chanzas. Palmeaban su culo, la forzaban a acariciar sus polla erectas... Incluso, haciéndola inclinarse a los pies de un campesino, la obligaron a comérsela ante todos hasta que le llenó la boca de leche causándole una arcada. Su mujer, a su lado, avergonzada, se esforzaba por fingir la indiferencia que desmentían sus mejillas incendiadas.

Finalmente, mareada, confusa y aterrorizada, introdujeron en la taberna a la pobre mujer llorosa. Dieter, el tabernero, se vio obligado a servirles jarras y más jarras de vino blanco del Valle. Hana, su mujer, que había tenido el buen sentido de escurrir el bulto, se había refugiado con las chicas en la iglesia, y tenía que multiplicarse para atender él solo los requerimientos de aquel ejército sediento.

Recién llegados, la arrojaron sobre una mesa y fue Müller, un monstruo de dos metros a quien nadie se atrevía a discutir, quien hizo los honores. Helga, sujeta por dos de sus compañeros que agarraban sus piernas manteniéndolas abiertas -innecesariamente, por que, superada por el dolor y la vergüenza, era incapaz de resistirse-.

Lo vio venir, imponente, gigantesco, vestido con su peto de recio cuero tachonado, sujetando con la mano aquella polla que, incluso a ella, acostumbrada a la verga más que notable de Hans, la asustó. Se plantó entre sus muslos riendo, haciendo chanzas sobre la abundancia de sus carnes y el miedo que veía dibujado en su mirada; apuntó a su coño velludo y rubio, irritado por el manoseo a que sus compañeros de armas la habían sometido, y de un golpe de cadera la enterró en ella arrancando un quejido desesperado de sus labios.

  • Prepárate cochina, que ahora vas a ver lo que es que un hombre de verdad te parta en dos.

Sintió como si la rompiera, como si aquel falo monstruoso la abriera en canal. La notó entrar dilatándola, como una profanación. Chilló con los restos de voz que le quedaban. Aquella bestia, agarrándose a sus tetas con sus manos gigantescas, comenzó un movimiento de vaivén demoledor, destrozándola. Cada golpe de sus caderas introducía en ella aquella tranca que parecía tocar fondo cada vez. Comenzó a cachetear sus tetas haciéndolas balancearse como flanes derramados sobre el pecho mientras reía y afirmaba su virilidad con chanzas que sus compañeros de armas celebraban entre risas. Muchos de ellos exhibían sus pollas erectas. Alguno, incluso, más atrevido, se la meneaba junto a su cara. Su cuerpo entero se ondulaba ante la violencia de sus embates. Poco a poco, pareció volverse loco hasta que sus golpes se convirtieron en sonoras bofetadas que arrancaban gritos de dolor de la pobre viuda mancillada. Dieter, el tabernero, se santiguaba a escondidas compadeciéndose de ella.

Sintió un alivio pasajero cuando arrancó de su coño irritado aquella tranca monstruosa. Un espejismo. Müller, al instante, agarrándola del pelo, la arrojó al suelo y la clavó en su garganta ahogándola. Sintió su esperma manar en su boca a borbotones, atragantándola. Aquel animal escupía su leche bramando como un toro. La sentía atravesando su garganta, rebosando por su nariz y por su boca, chorreando sobre sus tetas, que temblaban a causa de las arcadas e hipidos del llanto desconsolado.

A cuatro patas, llorando, escupiendo en el suelo, temblorosa y dolorida, sintió un cierto alivio al ver entre el velo de lágrimas al gigante abrochándose la bragueta mientras reclamaba al tabernero una jarra de vino. Un instante, solo un instante de sosiego antes de que otro de los soldados, agarrándola del pelo con fuerza, colocara en su boca el cuello de una botella de aguardiente que hizo que ardiera su garganta.

  • Lávate la boca, zorra.

Incapaz de resistirse, chillando de dolor, tuvo que beber cuanto pudo de aquel brebaje infame. Lo que rebosaba resbalaba por su cuerpo hasta formar un charco en el suelo entre sus rodillas. Ya nadie predominaba. Sentía las manazas de aquellos hombretones estrujarla. Se concentraban en sus tetas llamativamente grandes, se aventuraban en los agujeros de su coño y de su culo. Clavaban en ella con fuerza los dedazos, que le causaban menos dolor a medida que el alcohol nublaba poco a poco sus sentidos. Ya no tenía frío.

Un soldado más se arrodilló a sus espaldas. Después de la verga monstruosa del gigante, aquella no le causaba el más mínimo daño. Agarrado a sus caderas, comenzó a bombearla mientras empujaba su cabeza hacia delante para agarrarla mejor. La follaba como a una perra. Sus tetazas enormes colgaban bajo su cuerpo balanceándose, rebotando entre ellas con un sonoro cacheteo. No tardó en tener a otro delante, clavando la suya en su boca. Y las manos: las docenas que manos que palmeaban su culo, que pellizcaban sus tetas, que agarraban sus manos para llevarlas a pollas sin cara que parecían flotar alrededor.

Helga, borracha, confusa por el trato brutal que recibía, inexplicablemente, comenzó a sentirse excitada. De alguna manera, su cerebro parecía protegerla así. Quizás fuera el aguardiente. Empezó como un gemido, un jadeo involuntario, un temblor. El soldado que por entonces follaba su boca, fue el primero en darse cuenta, y lo pregonó a sus compañeros de armas con alborozo. Un coro de gritos broncos comenzó a corearle al instante:

  • ¡¡¡Está caliente!!! ¡¡¡La muy puta está caliente!!!

  • ¡Muévelo así, puta!

  • ¡Chupa, chupa, no pares!

  • ¡Mira cómo le gusta, la muy ramera...!

Se vio a sí misma sin sorpresa, incapaz ya de sentir más espanto, culeando, chupando con ansia cada una de las pollas que ponían en su boca, recibiendo con gemidos de placer las continuas explosiones de esperma que se repartían entre su coño, su culo y su boca. Mareada, excitada, terriblemente excitada, contribuía con su esfuerzo al placer de aquellos soldados rudos que la follaban, que tiraban de ella, que clavaban sus pollas en cualquier parte de su cuerpo opulento que pudiera recibirlas. Ella misma se sentó a horcajadas sobre el hombre que se tumbó boca arriba a su lado en una de aquellas breves pausas que los hombres dedicaban a beber. Se sorprendió cabalgándolo, saltando sobre su verga dura y grande mientras sujetaba con la mano la de otro desconocido y la llevaba a su boca para chuparla con ansia. Un tercero, a su espalda, empaló su culo de un golpe. Sintió que se corría. Un estremecimiento, un temblor violento de su carne, un espasmo desde el vientre. Acariciaba pollas con las manos en una vorágine infernal, sumiéndose en una espiral de placer y de ansia. Los deseaba. Se estremecía al sentir su esperma caliente en su interior, o salpicando su piel enrojecida, marcada por las huellas de sus manos. Temblaba medio chillando al sentir los dedos pellizcando sus pezones, los azotes en el culo que hacían temblar su cuerpo entero.

Pronto no podía ni moverse. Su cuerpo amplio y mullido se dejaba llevar de aquí para allá. Nunca faltaba un soldado que la tendiera en una mesa para follarla, que le ayudara manteniendo sus piernas en alto, que follara su boca, que se echara sobre ella en el suelo, sobre el mostrador... Se dejaba llevar incapaz de responder más que con un temblor al correrse una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. No sentía dolor. No tenía fuerzas, ni una conciencia clara de cómo había llegado a ese estado. Ponían jarras o botellas en su boca, y bebía de ellas. Tragaba vino y aguardiente como tragaba esperma: con ansia, con un deseo desmedido, desconocido, angustioso. Y se sentía temblar. Llegaba a exigir que siguieran cuando las fuerzas de los hombres se extinguían. Con un hilo de voz, temblando en el suelo.

  • ¡Va... mos, vamos! ¡Fo... lladme, mari... cones! ¡Tú, clávame... la!

Al primer albor del día, una voz recia, desde el centro de la plaza, dio orden de partir. Helga, temblando de frío en el suelo, rezumando esperma, escuchó como a lo lejos la algarabía de la tropa al incorporarse a la comitiva que escoltaba el tributo.

  • ¿Y ahora qué vas a hacer?

  • Tendrás que ganarte la vida.

  • Al molino no puedes volver.

  • Hans era... mi amigo... Si quieres puedes trabajar a... a... quí.

Mientras pronunciaba aquella última frase, el taberneró se corrió en la boca de la mujer semiinconsciente, sujetando con las manos su cabeza inane. Helga sintió un último temblor de placer mientras tragaba un chorro más de esperma espesa y tibia. Todo se oscurecía alrededor y se dejó envolver sin resistencia en las brumas de un sueño reparador.