Níbula 01: la caza
Primera entrega de un relato fantástico, poblado por seres prodigiosos.
Hans, el herrero, escuchó un ruido entre la maleza y todos sus músculos se pusieron automáticamente en tensión. Tras forzar el arco hasta la mitad de su recorrido, se quedó quieto como una estatua. Casi paralizó hasta su respiración para agudizar los sentidos y permaneció atento hasta confirmar que en el claro, tras el espeso macizo de madreselvas que se entrelazaban con los castaños formando una barrera infranqueable, se escuchaba el ruido rítmico, apenas un crujido, que daba a entender que una posible presa estaba comiendo. Miró a su alrededor hasta identificar un paso entre la broza, estudio el leve movimiento del aire, que le favorecía soplando hacia él, y comenzó su avance lento y trabajoso, evitando hacer el más mínimo ruido, tratando de acceder al borde del claro sin ser descubierto. Visualizó el movimiento imaginando el lugar preciso en que su objetivo se encontraba, se esforzó por recordar cada posible obstáculo, y caminó controlando su nerviosismo hasta tenerlo a tiro.
Cuando la vio, apenas pudo dar crédito a sus ojos. Había oído las leyendas susurradas sobre níbulas en las noches de invierno en la taberna, cuando el aire se enrarecía por el humo que revocaba el hogar y el vapor del aguardiente, pero nunca, hasta aquel preciso momento, había creído que realmente existieran.
La criatura era realmente diminuta, de aspecto casi humano, si no fuera por sus escuetas dimensiones y las orejas alargadas y agudas, cuyos lóbulos se encontraban adornados por varios aretes de oro anchos y pequeños. Debía llegar poco más allá que la altura de sus rodillas, y era estilizada, grácil, de movimientos felinos. Se debatía, como la imagen misma de la desesperación, tratando de escapar de los tentáculos de una hidra de dimensiones más que medianas que parecía haberla sorprendido y, lentamente, la inmovilizaba con sus tentáculos verdes y pegajosos y, tras atraparla por uno de los tobillos, iba lanzando el resto, uno tras otro, sobre ella. No tardó en sujetar su otra pierna. Los viscosos apéndices de aquella extraña criatura, ni animal ni vegetal del todo, se movían despacio, enrollándose en sus tobillos y ascendiendo, sujetando su cintura... La pequeña níbula de color ceniciento, apenas podía ya golpearla con sus manitas sin obtener de ello ningún resultado aparente...
La escena transpiraba un erotismo brutal. Hans notó la excitación que le causaba. Se había quedado paralizado contemplándola. Su polla pugnaba por romper los toscos calzones y hasta el cuero de zahón. Comenzó a acariciarse.
Cuando la hidra supo, o lo que fuera que hiciera aquella asquerosidad en lugar de saber, que había dominado cualquier posibilidad que la diminuta mujercilla hubiera podido tener de escapar, aparecieron aquellos otros cinco tentáculos más gruesos y de color rojo intenso. Sabía por los relatos de los viajeros lo que iba a suceder y quería verlo. El corazón le latía enloquecido, y sentía que le costaba esfuerzo respirar.
Los tentáculos rojos parecían moverse a mayor velocidad. No tardaron en avanzar entre los muslos, monstruosamente abiertos a la fuerza por la bestia dejando un reguero brillante de baba transparente allá por donde discurrían. El horror se dibujaba en los ojos desorbitados de la pequeña criatura, que chillaba desesperada e impotente viendo cómo, centímetro a centímetro, avanzaban hacia su objetivo.
El primero de ellos no tardó en alcanzar la altura de su vulva. Irguiéndose, como si la mirara, se balanceó un instante en el aire mientras, a lo largo de su superficie se conformaban varias hileras de pequeños bultos morados que dibujaban espirales paralelas de algo más de dos palmos de longitud, para, finalmente, lanzarse como catapultado y clavarse entre las piernas abiertas de la criatura que, lanzando un agudo grito de angustia, hizo un último esfuerzo por debatirse tratando de escapar a su destino.
Todo fue inútil. En pocos segundos, un segundo tentáculo se había introducido en su culito escaso y musculoso. Un movimiento latente, cómo si unos bultos atravesaran los tentáculos en dirección a la níbula, que chillaba desesperada. Las venas azuladas que se dibujaban en su cuello y la evidente tensión de sus músculos delgados y de apariencia firme, evidenciaban la agónica lucha en que se debatía por su vida. Chillaba hasta la extenuación. Solo cuando el tercero de los tentáculos se introdujo profundamente en su garganta cesaron sus aullidos de espanto.
Hans, incapaz de sobreponerse a la monstruosa atracción que la escena ejercía sobre él, había sacado su polla y se acariciaba lentamente sin perder ni por un instante de vista el espectáculo de fantasía que había tenido la fortuna de sorprender. La pequeña había dejado de debatirse, dominada ya por la monstruosa criatura. Los movimientos peristálticos de aquellos tentáculos repugnantes parecían vencer su resistencia. Un fluido lechoso manaba de sus agujeros. Los delgados tentáculos verdes habían soltado su presa, pero la níbula ya parecía incapaz de pensar en escapar. Su cuerpecillo se movía ondulante, de una manera rítmica y sensual, a veces en espasmos, y sus ojos en blanco indicaban el dominio que la hidra había conseguido sobre ella.
- ¿Es que no vas a salvarla?
La musical voz de mujer pareció envolver su corazón con una sensación cálida al tiempo que lo rodeaba de un aura de luz azulada. Comprendió al instante que era una dama del bosque quien le hablaba. Se cuidó mucho de volverse para mirarla. Sabía lo que sucedería si lo hacía. Sintió la terrible contradicción entre el miedo intenso y la placentera vibración que parecía recorrerlo entero al escucharla.
¿Y por qué iba a hacerlo?
Por que si no morirá.
Se sintió ridículo, agarrado a su polla dura mientras aquella deidad le observaba. Era consciente de ser atravesado por su mirada, invadido por completo por aquella presencia que parecía introducirse hasta el centro, hasta la misma esencia de su piel.
- Y por que será tuya si lo haces.
De repente recordó. Fue como si una luz prendiera en su interior. Nunca había sido cobarde, pero aquella voz, y la perspectiva que abrían sus palabras, parecieron dotarle de una determinación anómala. Dejó el arco en el suelo. Se tapó los oídos con dos bolas de miga de pan que sacó de su zurrón. Extrajo de la caña de la bota el fuerte cuchillo de caza forjado por su difunto padre, finamente labrado en una filigrana delicadísima, y se encaminó hacia el monstruo que, al instante, lanzó sobre él varios de aquellos tentáculos verdes que consiguió cortar antes de que llegaran a enrollarse en sus muñecas. Avanzó con paso firme hacia la pequeña níbula y cortó los tentáculos rojos que se habían introducido en ella para devorarla. La criatura diminuta pareció despertar de un sueño y salió huyendo para contemplar, agazapada entre los repentes de una dulcamara, cómo Hans se deshacía, tras unos minutos de lucha sin cuartel, de la bestia que había estado a punto de devorarla.
Cuando, por fin, todo hubo terminado, buscó en su bolsa una moneda de cobre que depositó en el centro de la mata de aquella criatura monstruosa para asegurarse de que no pudiera reproducirse y miró a la pequeña, que le observaba temblando. La dama parecía haber desaparecido, como si nunca hubiera estado allí.
- ¡Tú, ven!
La níbula, diminuta y esquiva, hizo ademán de esconderse entre la maleza. Aparentemente, su naturaleza tímida se revelaba contra la obligación mágica que había adquirido al ser salvada de la placentera muerte a que el tropiezo con la hidra parecía condenarla. Dudó, amagó un par de veces con escabullirse y, finalmente, comenzó un tímido acercamiento bordeando el claro, sin exponerse a alejarse de la vegetación.
- Vamos, no seas tímida.
En cuanto tuvo ocasión, por que la pequeña mujercilla cenicienta se hubo acercado lo bastante, el herrero alargó el brazo y la atrapó por uno de aquellos bracitos delgados de aspecto quebradizo. Trató infructuosamente de resistirse, pero apenas se debatió un instante.
Hans recordó las balbuceantes historias absurdas que Dieter, el viejo bardo alcoholizado, solía narrar en la taberna con su voz pastosa de borracho: aquellos seres misteriosos vagaban por el bosque destinados a ser fecundadas por un sinfín de criaturas mágicas. Según contaba, su especie carecía de machos, y de sus encuentros con trasgos, cuélebres, ninfas, y demás criaturas malignas, lo mismo resultaba níbula que cualquiera de aquellos seres infectos que merodeaban por la noche, a cuyo fin, estaban dotadas de unos apetitos incontrolables, y se entregaban con placer al fornicio en cuanto eran mínimamente estimuladas, por más que su primer intento fuera escabullirse y que después huyeran como almas que lleva el diablo, una vez satisfechas.
La atrajo hacia sí tirando de su muñequita delgada y comenzó a reconocerla. Resultaba un poco, muy poco, mayor de lo que le había parecido en un primer momento. Debía medir poco más de tres cuartos de metro y, aparte del tono ceniciento, o quizás hubiera que decir plateado, de su piel; las extrañas orejas picudas anilladas de oro, y aquella delgadez armónica y elegante, resultaba muy parecida a una mujercilla menuda. Olía a musgo y a hierba, y su piel era de una suavidad que invitaba a preguntarse cómo era posible que no se desgarrara en sus rápidos trayectos por el bosque, o se enredara en las ramas la larga cola de caballo en que recogía su melena casi blanca.
Comenzó a explorarla atentamente. De repente, reparó en que toda aquella aventura la había afrontado con la polla asomando por entre los pliegues de su bragueta. Tomó conciencia de que algo en ella le excitaba, y recordar la escena contemplada no contribuyó a calmarle.
- Vamos a ver qué tienes por ahí para tu dueño, pequeña putilla.
El culito entero cabía en su áspera manaza de herrero. Estaba duro y firme. Bastó que lo acariciara, para que la duendecilla cambiara por completo su actitud, se confiara, y comenzara a parlotear con su vocecilla aguda en un idioma desconocido, musical y agradable. Acarició sus tetillas redondeadas, de pezones diminutos, oscuros y duros, la encaramó a su rodilla sentándola a horcajadas, y comenzó a frotar su coñito sobre el cuero del zahón y a desatar los cordones de sus ropas con aquellas hábiles manos diminutas de dedos largos.
Hans apenas conseguía contener su excitación gracias a la curiosidad que la níbula despertaba en él. Comprendió que podía soltarla y, una vez que dispuso de ambas manos libres, sin contenerla, dejando que siguiera desnudándole, se entregó a acariciarla entera. Le fascinaban las dimensiones de aquella criatura mágica. La sensación de poder abarcarla con la mano, de poder manejarla como si careciera de peso, le pareció excitante, deliciosa.
No tardó en encontrarse desnudo, como ella, sentado sobre la hierba fresca. Se entregó al juego casi inocente de excitarla, y la respuesta entusiasta de su cuerpecillo delgado le causó una extrema ansiedad. Cuando introdujo uno de sus dedazos en su coño lampiño, su respuesta le puso al borde del colapso. Se dilataba con una facilidad asombrosa segregando un fluido cremoso y dulzón, como melaza, y su piel pareció, si no iluminarse, sí aclararse y volverse ligeramente iridiscente, cómo si el placer que expresaban con tanta claridad el tono mimoso de su parloteo y el contoneo de su cuerpo, tuviera la virtud de reflejarse en su color.
- Así que te gusta esto...
Comenzó a follarla con el dedo rítmica e insistentemente. La pequeña criatura parecía experimentar un intenso placer con sus caricias, y le correspondía dándole mordisquitos mimosos que le ponían al borde del paroxismo. Cuando, por fin alcanzó su polla y, abrazándose a ella, extendió a aquel sensible órgano el juego de sus caricias pequeñas, creyó ir a desmayarse. Casi no conseguía abarcarla siquiera con amas manos, y el roce de sus dientes y su lengua parecían capaces de hacerle enloquecer. Contra toda lógica, aquella pequeña caricia le causaba un placer superior a cualquier otro contacto más intenso, o al menos más extenso, de cuantos había experimentado, con Helga, su oronda mujer, con Mati, la tabernera, o con cualquiera de las rameras que, de cuando en cuando, aparecían por el camino real y pasaban unas noches alojadas en el cuartucho de encima de la taberna ofreciendo sus servicios a los parroquianos.
Clavó su dedo profundamente en ella, que gimió poniendo los ojos en blanco y apoyó los labios sobre el agujerito de su capullo para comenzar a besarlo succionándolo y a introducir en su interior su lengüecilla larga y fina, abrazándose con fuerza al grueso tronco venoso, y bastó aquello para que no pudiera contenerse. Su polla comenzó a escupir, entre espasmos violentos que le dejaron tumbado en el suelo convulsionándose, expulsando grandes chorretones de esperma que la níbula era incapaz de tragar. Agarrada con fuerza a su polla, parecía reír histéricamente mientras el herrero se retorcía de placer corriéndose como nunca en su vida, salpicándola y salpicándose, temblando y culeando sin control alguno sobre su cuerpo, que se dejaba arrastrar por aquel placer desconocido.
Finalmente, exhausto, respirando con fatiga y con las manos temblorosas, consiguió detenerse, sentado sobre la hierba, desnudo. La pequeña criatura se acurrucó en su regazo sonriendo satisfecha, como si hubiera nacido para aquello y su placer le causara una satisfacción deliciosa.
¡Vaya con mi pequeña putilla! ¿Cómo vamos a llamarte?
… -la criatura mantenía su parloteo-.
¿Liria? Parece que dices Liria.
Atardecía. Aunque, ya recuperado, la pequeña níbula seguía resultándole muy excitante, decidió caminar en busca de su caballo para regresar a casa. No sabía muy bien qué iba a hacer con ella. Comprendía que tenía que ser un secreto. Una posesión tan valiosa se convertiría sin duda en un riesgo si se supiera... Además, dudaba que a Helga fuera a gustarle que llevara a casa a su pequeña amante. Pensó que lo mejor sería, al menos por el momento, esconderla en alguno de los cuartos de la herrería. Ella nunca iba allí. “Una verdadera pocilga”, solía decir para referirse al taller donde su marido ganaba los cobres que les permitían vivir tan desahogadamente.
- ¡Qué extraño! Hubiera jurado que lo dejé por aquí.
Se sintió inquieto, inseguro. Conocía aquellos bosques como la palma de su mano. Los había recorrido desde niño armado con su arco. Pese a ello, tenía la sensación de caminar por terreno desconocido, como si no fuera dueño de sus pasos. Estaba seguro de haber caminado en la dirección correcta, pero no solo no conseguía dar con su caballo, sino que la fraga a su alrededor, a medida que la luz empezaba a escasear, parecía envejecer, espesarse, y el aire se hacía denso. Le parecía estar internándose en la espesura más allá de lo que un hombre prudente haría. El caso era que, la última vez que había visto el sol, caminaba hacia él, así que debería haber encontrado su caballo hacía más de una hora, o al menos haber alcanzado ya las grandes praderas donde apacentaban sus rebaños los pastores de la aldea, y nada indicaba que se encontrara cerca.
- Parece que nos hemos perdido, Liria. Si pudieras entenderme... Seguro que tú podrías salir de aquí sin problemas. Tú debes conocer esto como la palma de tu mano... No va a quedar más remedio que buscar donde pasar la noche...
Aunque Hans era un hombre de carácter animoso y una constitución física que le permitía afrontar los avatares de la vida con mucha tranquilidad, le inquietaba la idea de pernoctar en la arboleda. La aparición de la pequeña níbula, de repente, introducía una variable en su sencilla incredulidad: si ella existía, no quedaban razones para no suponer que pudieran existir también el resto de las criaturas que describían las leyendas. El bosque se había transformado a sus ojos en un mundo peligroso donde hubiera preferido no tener que afrontar la oscuridad.
Brillaba ya la luna entre el denso dosel de la fraga y el camino entre los árboles se tornaba peligroso cuando, de improviso, en el centro de un pequeño claro, a pocos metros de una fuente cantarina, distinguió la silueta de lo que parecía una cabaña. La níbula, somnolienta, hacía rato que se había encaramado a su espalda y dormitaba plácidamente con la cabeza apoyada sobre su hombro.
Se acercó con cuidado aguzando la vista y el oído. Parecía una cabaña de tramperos abandonada. Al abrir la puerta con un crujido seco que desbarató las antiguas bisagras, percibió dentro la atmósfera cerrada de años de soledad. Pese al olor a polvo y a madera rancia, le alegró disponer de un lugar cubierto donde refugiarse. Le asustaba la idea de descansar al aire entre los árboles, expuesto que dios sabe qué terribles aberraciones que pudieran vagar por aquella mata ancestral que los rodeaba. La caseta, de tamaño suficiente para albergar a cinco o seis personas, se sostenía apoyada en una única pared de piedra y argamasa en cuyo centro se encontraba una gran chimenea. Junto a ella, un buen montón de leña seca le hizo agradecer a la providencia que, al final, no todo fuera tan hostil.
Buscó en su zurrón el eslabón y la yesca y, con poco esfuerzo, consiguió prender un fuego cuyas llamas le reconfortaron. A su luz temblorosa, pudo ver que había un catre, un gran banco con brazos, varias sillas, y una mesa. Tendrían que dormir en el suelo de tierra. El jergón casi había desaparecido, podrido por los años, y la madera de la cama no parecía de fiar.
Liria se negó a comer el conejo que preparó mientras que, fuera, en el bosque, la noche se cerraba y sus sonidos se adueñaban del aire. Parecía atenta y despierta y, a veces, dependiendo de lo que fuera que oyera, corría a refugiarse en su regazo. Rebuscando en su zurrón, encontró un pedazo de queso que la níbula olfateo con desconfianza antes de ingerirlo a pequeños bocados delicados y elegantes con una sonrisa en los labios.
Cuando terminaron, la pequeña criatura se abrazó a él parloteando en aquella extraña lengua cristalina y colmándole de atenciones. La sensualidad de sus movimientos tardó poco en despertar su deseo. En aquella ocasión, decidió que las cosas debían hacerse bien. Se dejó desnudar por la diminuta criatura sin dejar de acariciarla, jugueteando con sus dedos en el cuerpecillo delgado, valorándola, y comprobó que sus caricias la excitaban. Las agradecía con agudos sonidos, como una especie de campanilleo gutural. No dejaba de fascinarle aquel perfume vegetal embriagador, que se combinaba con la deliciosa elegancia de sus movimientos para convertirla en aquella encarnación del deseo y del placer.
Descubrió que su piel sabía como olía, y se entregó a lamerla. La pequeña, se entregaba a su boca con pasión. Casi podría decirse que lloraba de placer. Su cuerpecillo delgado se contraía al contacto de su lengua. Se tensaba, se dejaba caer a veces, como desmayada, y se movía como buscándole y huyendo. Succionó, juntando los labios como si silbara, sus pezones diminutos haciéndola chillar de placer mientras sus dedos buscaban los caminos para introducirse en ella. Toda parecía pensada para ser tomada. Su piel, que volvía a mostrarse perlada y brillante, se dilataba con facilidad. Descubrió que incluso su culito se lubricaba, y no tardó en tenerla empalada al mismo tiempo por los dos agujeritos haciéndola retorcerse de gozo con los ojos en blanco. Notó que su interior parecía aterciopelado, como si una miríada de delgados vellos móviles acariciasen su piel al penetrarla y causaran una sensación deliciosa incluso a sus recios dedazos de herrero.
Sin saber cómo, se encontró con los labios apoyados en su vulva y comenzó a lamerla. Su lengua entera se deslizaba dentro sin dificultad, y la criatura respondía con un arrebato de pasión que, boca abajo, como estaba, la llevó a empezar a mamar la gruesa verga del herrero que, sin poder creer lo que sus ojos le mostraban, pudo comprobar cómo se abría y su garganta se dilataba hasta el extremo de alojarla entera en su interior. La sensación resultaba extraordinaria, estremecedora.
Deseándola como un loco, incapaz de razonar, arrancó a la pequeña níbula de donde estaba y, sujetando sus muslitos abiertos con ambas manos, introdujo entre ella aquel pedazo de carne pétrea, que hubiera destrozado a una humana de su tamaño. Se deslizó dentro con una facilidad sorprendente, y ni siquiera su gesto se torció por un instante. Muy al contrario, parecía experimentar un placer solo comparable al que su dueño, Hans, sentía en su miembro aquel cosquilleo que antes habían sentido sus dedos. Ni siquiera necesitaba moverse. Más bien era como si se moviera su interior acariciándole. Miles de diminutas lengüecillas eléctricas lo acariciaban todo. Pudo ver incluso los finales de delgadísimos tentáculos, poco más gruesos que cabellos, asomar por los bordes ahora casi blancos de su vulvita, llegando a formar una malla alrededor de sus pelotas, y hasta a introducirse entre sus nalgas vírgenes, contribuyendo a que el placer fuera sencillamente anómalo, incontrolable. Se dejó caer de espaldas en el suelo temblando. La pequeña apenas se movía en un culeo mínimo, adelante y atrás sobre su pubis y, sin embargo, él sentía que le proporcionaba un placer desmedido, incomparable con nada que hubiera conocido. Los pequeños tentáculos parecían incluso deslizarse en el interior de su polla. Aquello era una suerte de orgasmo total, interminable. No tardó en empezar a correrse. Lo hacía interminablemente. La pequeña criatura, apoyada de manos en su pecho, temblaba. Su piel, casi completamente blanca y radiante, luminosa, la envolvía en un aura brillante. Tenía los ojos en blanco y se estremecía mientras aquella oleada de esperma que nunca se detenía manaba entre sus muslos formando un charco entre las recias piernas del herrero, que gozaba como nunca temblando, bramando, incapaz de contener el convulso temblor que se adueñaba de su cuerpo al fundirse con ella en aquella eternidad de placer interminable que, finalmente, fue diluyendo su conciencia hasta fundirse en el sueño.