Ni hijo, ni sobrino, ni hermano, era
Lo que son las cosas, salta una chispa y puede llegar a provocar un incendio difícil de apagar.
No se como comenzar, pero aunque muero de ganas de que conozcáis el final de mi historia, algo tendré que relatar para que se entienda, el como y el por qué, he llegado a completarme como mujer.
Ya se que no es plato de buen gusto oír lamentaciones como: “mi vida ha sido una amargura”, “he tenido muchos desengaños”, “nada me ha salido bien” y así hasta la saciedad. Pero lo cierto es que mi vida no ha sido como para echar cohetes.
También se que las lamentaciones no sirven de nada y entregarse a ellas es perder el tiempo presente, pero que se lo expliquen a quien vive en un casi continuo calvario.
Lo mejor será que me presente: me llamo Dolores y ya mi nombre, en honor a mi madre, no es muy alegre que digamos. Me considero una mujer normal, aunque muchos hombres se empeñan en ver en mí el objeto de sus deseos. Actualmente tengo veintinueve años y me gano la vida trabajando como química en un laboratorio.
Si os he dicho que mi vida no ha sido de color de rosa, es porque tengo motivos para decirlo. Ya mi nacimiento trajo consigo la muerte de mi madre. Se empeñaron mis padres en querer un hijo varón, después de muchos años de estar casados, y ni tuvieron el hijo que deseaban y para colmo mi madre murió en el parto.
Mi padre se quedó desecho y fue mi hermana mayor, que tenía entonces dieciocho años, la que tuvo que acarrear con el cuidado de su hermanita. Ella puso todo el empeño posible, pero no llegaba a ser la madre que me hubiera gustado tener.
Mi hermana se casó teniendo yo cuatro años, pero no por eso abandonó el hogar paterno. Continuó, junto a su marido, viviendo en casa de mi padre. Un piso grandioso donde muy bien podíamos vivir todos sin ningún ahogo. No tardaron en tener un hijo y a la edad de cinco años ya tenía yo un sobrino al que hacer caricias. Más que tía, me crié junto a mi sobrino como si fuera su hermana mayor.
Mi infancia y adolescencia fue trascurriendo más o menos bien, pero echando de menos el amor de una madre. Mi padre fue reponiéndose del batacazo de la muerte de su mujer, y parecía que todo iba por buen camino hasta que sucedió un nuevo infortunio. Tenía yo en esos momentos dieciséis años. Un accidente de circulación dejó sin vida a mi hermana y su marido. Mi sobrino/hermano iba con ellos pero milagrosamente se pudo salvar.
Esa nueva desgracia hizo caer a mi padre en una depresión angustiosa y mientras se repuso, con mi más que joven edad, tuve que hacerme la fuerte y afrontar los hechos. Me encargué de la casa, hice de enfermera para mi padre y con mi sobrino/hermano actuaba como si fuera su madre. Él con once años poco podía ayudar aunque nunca se escondía para echar una mano.
Entre mis labores domesticas y los estudios no me quedaba tiempo para mucho más. Veía de pasada la vida que llevaban el resto de compañeras y no se parecía en nada a la mía. Su tiempo libre dedicado a sus diversiones, en el que contaban los chicos, yo no me lo podía permitir. Mi pasatiempo estaba claro donde estaba ubicado; en casa.
El tiempo fue pasando y poco a poco me fui liberando de mis cargas domesticas. La repartición de tareas entre mi padre y Juan, mi considerado hijo/sobrino/hermano, hizo que cada uno tuviéramos en casa unas labores concretas y ello me hizo tener un tiempo libre para lograr algún esparcimiento que otro fuera del hogar.
Terminé la carrera de ciencias químicas y enseguida me empleé en el laboratorio que actualmente estoy trabajando. Allí conocí al hombre con el que quise ser follada por primera vez. Tanto había oído, leído y visto en imágenes, el goce y placer que se deleitaba ante semejante evento, que me sentí decepcionada. No sabía si esperaba oír campanillas o una música celestial, pero tener a ese hombre sudoroso encima de mí, con unos ojos saltones que se le salían de las orbitas y empujando y empujando, hasta llegar a pegar un bufido como si se desinflara, no fue de lo más placentero. Además, me hizo daño al penetrar sin consideración, mi virginal vagina. Y eso que dijo que era un experto.
Otras tres veces más, he sentido como un miembro penetraba sin remisión en mi deseada vagina, pero si las folladas no fueron como la primera vez, tampoco experimenté grandes placeres. ¿Era una frígida?
Así iba trascurriendo mi vida. Tenía amigas con las que divertirme y en cuanto a los hombres, a pesar que no faltaban los que babeaban por mí, los dejé un poco de lado. No encontraba quien me aportase una sensación nueva. Tampoco me preocupaba. Ya llegaría.
Si en el trabajo me encontraba a gusto, y en la calle tenía con quien pasar el rato, puedo decir que también en casa las cosas mejoraron. Mi padre había conseguido salir del agujero donde se había metido y había comenzado a rehacer su vida. Mantenía relaciones con una mujer y se encontraba a gusto. Cada uno vive en su propia casa, pero de vez en cuando les veo juntos en la nuestra e incluso ella se queda a dormir. Bueno, dormir dormir… más bien oigo como se desfogaban y rendidos caen en un profundo sueño. Oírlos era una autentica delicia, e incluso me producía cierta envidia sana. Sus jadeos y gemidos, acompañados de dulces palabras, no era ni de lejos lo que yo había experimentado en mis incursiones amatorias.
En cuanto a Juan, merece capitulo aparte. ¡Ay mi Juan!, lo quería con locura y además se dejaba querer. Era una autentica joya de hombre en todos los sentidos. Había estado pendiente de él durante años, pero Juan correspondía haciendo que todo fuera más soportable y llevadero. No sabía que hubiera sido de mí si no hubiera estado a mi lado. En la actualidad tiene veinticuatro años, aunque aparenta alguno más. Es alto, fuerte y con unas condiciones físicas impresionantes. Juega al fútbol en el equipo de la ciudad y debe ser bastante bueno, porque constantemente está recibiendo ofertas para jugar en otros equipos, que rechaza.
A la pregunta mía:
-¿Por qué no aceptas alguna de esas ofertas, son bastante tentadoras?
-Prefiero quedarme aquí y estar junto a vosotros –esa era su respuesta.
Era un encanto. No me extrañaba nada que las chicas le persiguieran. Para mí era un orgullo que todo le fuera bien y tuviera éxito en la vida.
Todo iba trascurriendo como os digo, hasta que un día, era verano, estaba sentada en una terraza junto a una amiga tomando un refresco y acertó a pasar por allí Juan. Al vernos se acercó a nosotras y como era habitual en él cuando me veía, me dio un beso y para ser cortes le dio otro a mi amiga. Le invitamos a sentarse pero nos dijo que otro día. Tenía un entrenamiento y ya llegaba tarde. Fue irse y mi amiga me soltó:
-¡Madre mía, como está tu sobrino!
-Es guapo ¿a que sí? –solté sin más.
-¿Guapo?, está para comérselo. Si tuviera ocasión, me dejaría que me follase sin dudarlo ni un momento.
-Venga Merche, no seas bestia.
-A ver si a ti un tío como ese, no te pone.
-Merche, que estás hablando de alguien que para mí es más que un sobrino.
-Como si es tu padre. Ese tío me pone a mí y a toda mujer que tiene un hueco entre las piernas que rellenar.
-Vamos a dejarlo –terminé diciendo.
Terminé diciendo, pero no pensando. Las palabras de Merche retronaban en mi cabeza. ¿Juan objeto de mis deseos? Nunca se me había ocurrido pensar en él como hombre que me pudiera atraer. Lo quería, vaya si lo quería, pero eso para mí era como un amor de madre, de tía o de hermana, daba igual. Pero lo que son las cosas, salta una chispa y puede provocar un incendio difícil de apagar. Desde ese día no quería, pero veía en Juan otro hombre distinto. No me lo podía creer. Si era irresistible para otras mujeres, notaba que en mí iba ejerciendo también una atracción para nada familiar. Procuraba que no percibiese ese nuevo giro que había tomado mi relación con él. Esperaba que pronto se me pasase esa calentura y volvieran las aguas a su cauce. No me perdonaba tener esos pensamientos incestuosos, pero no lo podía remediar.
Para colmo, un sábado vino a buscarme a casa Merche para ir con ella a la playa y que casualidad, se encontraba Juan en casa. A mi amiga se le abrieron los ojos y se empeño en que nos acompañase. Juan aceptó y yo intenté disuadirle, diciendo que tendría cosas mejor que hacer que acompañarnos a nosotras, pero él me contestó que no y que además le apetecía.
Lo que llegué a sufrir en esa mañana nadie lo puede imaginar. Los celos me corroían. Dentro del coche, yo iba al volante, Merche a mi lado y Juan detrás, pero ni por un momento mi amiga miró hacia adelante, su cabeza estaba girada y dirigida hacia Juan. Con sus palabras y risas maliciosas inició un coqueteo con él, que no paró en casi toda la mañana.
Yo estaba que echaba humo, viendo como ella no se apartaba de Juan ni un momento. Solo hubo un momento que me quedé a solas con él, cuando nos sentamos en un chiringuito y ella se ofreció a ir a buscar unos refrescos. No sé porqué pero me atreví a decirle:
-Le gustas a Merche y no te va a ser difícil acostarte con ella.
Se me quedó mirando y contestó:
-A ti te gustaría que lo hiciese.
Esa respuesta era la que menos esperaba y me dejó perpleja.
-¡A mí! –respondí
-Eso he dicho.
-Yo no se, eres tú el que tiene que decidir.
Mentira, mentira, mentira. Yo no deseaba que decidiese acostarse con Merche. Lo quería para mí.
-O sea que no te importa –dijo como si yo estuviera de acuerdo.
¿Como que no me importaba? ¿A que jugaba Juan conmigo?
-Yo no he dicho eso. Solo he dicho que eres dueño de hacer lo que tú quieras.
-Pues mira, para que no tengas ninguna duda, no quiero acostarme con Merche aunque me lo pida de rodillas. Más me gustaría poder hacerlo con otra persona que me hace menos caso.
No dio la conversación para más y me quede con las ganas de preguntar quien era esa mujer. Merche llegaba con las bebidas y con una sonrisa de oreja a oreja siguiendo con su coquetería. Algo más tranquila me quedé sabiendo que no tenía nada que hacer con Juan. Para quitarme el sofoco que tenía encima y además no se me notase, me permití dejarles solos e irme a bañar. Me extraño, cuando volví a estar junto a ellos, que Merche había desistido de acosar a Juan y su cara ya no estaba tan iluminada.
Al regreso en el coche, Merche ya no se dirigía a Juan como a la ida y eso me alegraba. Pidió Juan lo dejáramos en un centro deportivo y al quedarnos solas, más que decirme, me escupió Merche:
-Me podías haber dicho que Juan solo tiene ojos para ti, y me hubiera ahorrado hacer toda la mañana la gilipollas.
-¡Que dices! –exclame, al mismo tiempo que daba un volantazo que por poco no la pegamos.
-Lo que oyes, y no te hagas la ingenua.
-Yo no me hago nada, ¿Qué te ha dicho Juan?
-Juan no me ha tenido que decir nada, para que viese algo tan evidente.
-Tú no estás en tus cabales –le dije, porque no podía ser cierto lo que insinuaba.
-Pues será eso y vamos a dejarlo –me contestó.
No quise seguir la conversación porque conocía a Merche. Estaba enfadada. No había conseguido lo que quería y seguro que se había inventado eso de que Juan solo tenía ojos para mí, para justificar su derrota.
El día de la playa, a pesar de servir para ver que Juan no se acostaba con la primera que se lo insinuase, no sirvió para apaciguar mis ánimos. Había otra mujer por la que suspiraba y eso me corrompía por dentro. ¿Podía ser yo, tal como insinuaba Merche?
¡Qué estaba haciendo de mí, mi querido y adorado Juan! Creía que en vez de ir a menos, mis deseos incestuosos se acrecentaban y no podía ser. Me estaba convirtiendo en una depravada y me puse enferma. Y eso sí que lo notó Juan.
Era sábado y nos encontrábamos solos en casa. Mi padre se había marchado a pasar el fin de semana con su amiga.
-¿Que te pasa? –me preguntó Juan.
-No me pasa nada –contesté.
-Si que te pasa. Te encuentro últimamente muy decaída.
-De verdad que no me pasa nada –volví a decirle-. Lo único es que tengo un fuerte dolor de cabeza.
-¿Por qué no te acuestas, si no te encuentras bien? -me recomendó.
Para no llegar a decirle que mi enfermedad era él, le dije que era buena idea y me fui para mi habitación. Me recosté en la cama y al poco rato apareció en la puerta Juan. Al verme que estaba por completo vestida echada en la cama, me preguntó:
-¿Qué haces que no te has acostado como es debido?
-Así estoy bien, ya se me pasa –le contesté.
Se acercó a la cama y se sentó en la cama poniendo ambos brazos a los lados de mi cuerpo. Lo tenía cerca, notaba su aliento en mi rostro, y mis pechos oscilaban al acelerarse mi respiración. Su mirada se había clavado en la mía y yo me quedé fija a él con la boca semiabierta. Su cabeza fue bajando poco a poco y veía como sus labios se iban acercando a los míos. Podía girarme un poco y su boca chocaría contra mi mejilla, pero no, me mantuve inmóvil y recibí ese beso en los labios. No duró mucho, Juan se retiró para decirme:
-Perdona Lola, no debería besarte así.
Le iba a decir que me había gustado, porque así era, pero me contuve.
-¿Y por qué lo has hecho? –pregunté.
-¿De verdad quieres saberlo?
-Claro –le contesté mostrando más serenidad de la que tenía.
-Pues allá va. Estoy loco por ti y te quiero como no lo puedes imaginar…, ahora dime lo que te apetezca.
¡Hala! El bote que di creo que hasta llegó a asustar a Juan. ¡Qué me decía! No daba crédito a lo que oía. En un momento pasó por mi pensamiento toda mi dedicación a Juan en concepto de madre/tía/hermana. Era disparatado haberlo deseado y además provocar en él algo similar. La sensatez me decía que tenía que poner freno a esa locura.
-Pero eso no puede ser –le dije sin mucha convicción.
-No puede ser, pero así es y no me preguntes por qué, porque tengo todas las razones del mundo para que tú seas la mujer que desee.
-Pero Juan, soy algo más que tu tía. Además, ¿que has visto en mí con la cantidad de mujeres que tienes a tu alrededor?
-Ya lo creo que eres algo más, y no me digas que esto no es propio entre familiares directos que ya lo sé. Hace tiempo que me lo he planteado, pero no he logrado dejar de pensar en ti como mujer que eres. No me arrepiento el haberme decidido a decirte lo que representas para mí y sé que no puedo encontrar a nadie como tú. Además como dices, conozco a muchas mujeres y ninguna te iguala ni en cuerpo ni en belleza. Y ahora dime que no sientes algo parecido por mí.
A la mierda las indecisiones, los prejuicios morales, y convencionalismos sociales. Ese hombre era por el que merecía la pena seguir viviendo y me pertenecía. Había sido mió durante muchos años, aunque de otra manera, y no me extrañaba que no encontrase otro que le pudiera hacer sombra.
Mi contestación no fue con palabras. Mis brazos atenazaron su cuello y mi boca buscó la suya. Nuestros labios se unieran en un antológico beso. Seguimos besándonos y diciéndonos lo mucho que nos queríamos y deseábamos, pero la cosa no quedó ahí. Estábamos en el lugar adecuado y no lo desaprovechamos. Lo que siguió me demostró que no era para nadauna mujer frígida, más bien no había encontrado el hombre apropiado.
Juan, con suavidad y maestría acarició con sus manos, su boca y sus labios, cada una de las partes de mi cuerpo. Apoteósico era poco, nunca había llegado a tal excitación. Mis pechos regios y firmes se ofrecían ser mamados y engullidos en su boca. Me estremecía de placer. Mi vagina chorreaba tal cantidad de flujo que parecía un manantial, pero no se perdía. Juan, o bien la absorbía con frenesí, amorrándose a mi calenturienta vulva o bien se quedaba impregnada en su miembro erecto, cuando era arropado por mi ardiente vagina.
Una y otra vez el miembro de ese cuerpo macizo, penetraba y penetraba en lo más íntimo de ser. No podía encontrar ese hermoso pene tan ferviente seguidor como mi flamante y ardiente vulva, en el que sus ya alterados labios mayores y menores lo recibían con el más ferviente de los aplausos. Ese continuo mete y saca, no podía por menos que ser acompañado con el vaivén de mis nalgas, hasta que sus chorros de semen inundaban mis entrañas. Los orgasmos eran brutales y mi cuerpo iba a explotar de gozo y placer. Supo sacar de mí algo escondido que hasta entonces desconocía.
No solo me llenó de esperma y me dejó extasiada. Mi interior estaba rebosante de dicha, gozo y felicidad. Era el momento de corresponderle y entrar yo en acción. Me desinhibí por completo y al igual que entregué mi cuerpo a Juan, no me privé de asumir las riendas para adueñarme del suyo. Ese cuerpo espectacular donde los haya, me pedía a gritos ser besado, acariciado y poseerlo. Y así lo hice, recorrí todas sus partes hasta llegar a apoderarme de ese escurridizo miembro. En mis anteriores incursiones amatorias, no recordaba haber tenido un pene en mi mano y mucho menos como ese. Lo acerqué a mis labios, y después de besar el glande, fui introduciéndolo poco a poco en mi boca, saboreando toda su longitud. Provoque en Juan una enorme y placentera descarga, que se perdió en lo más profundo de mi garganta. Su líquido seminal me supo a gloria bendita.
Ese pene era mío y muy mío. No me separé de él y con mis caricias pronto conseguí tenerlo a mis órdenes, firme y resplandeciente. Necesitaba cobijo y lo acerqué a mi vagina para hundirlo hasta lo más profundo de mi ser. Mis movimientos, desplazándolo por todo mi conducto vaginal, provocaron de nuevo una descarga tal, que si había algún recodo de mis entrañas sin haber sido impregnadas por su esperma, ya no se podía decir. ¡Que orgasmos! Monumentales era poco. A nuestros continuados jadeos y resoplidos, se les unían unos gritos de gozo y placer, que nos trasportaban al más idílico de los paraísos.
Completamente extenuados nos tendimos en la cama, lo abracé y mi cabeza se recostó en ese pecho en el que todavía se sentía su acelerada respiración. Juan era el hombre que me había completado como mujer.
-Te quiero…, te quiero…, te quiero… -le decía a la vez que iba besando su cuerpo.
Los brazos de Juan me estrecharon fuertemente, me besó en la frente para después decirme:
-Cariño, he estado junto a ti toda mi vida y así quiero que sigamos. He sido, soy y seré siempre tuyo.
Me sonaban sus palabras como cánticos celestiales.
No era ni mi hijo, ni mi sobrino, ni mi hermano, era mi hombre.