Ni en tu casa, ni en la mía
De como dos casi desconocidos dan rienda suelta a sus más bajos instintos.
En el preciso momento en que nuestras manos se tocaron, nuestra respiración se acompasó y todo a nuestro alrededor dejó de tener sentido para nosotros.
Nos dió igual estar sentados en la terraza de aquel bar, a la vista de todo el mundo. Nuestras bocas se unieron y nuestras lenguas comenzaron con aquel baile de pasión. Ya sólo importaban aquellos mensajes que nuestros cuerpos se lanzaban el uno al otro, buscando nuestro encuentro sexual.
Así que haciendo caso a nuestros instintos carnales, decidimos levantarnos de la mesa y dirigirnos al hotel que teníamos justo enfrente.
El conserje no tardó en darnos las llaves de nuestra habitación y subimos en el ascensor entrelazando nuestros cuerpos y nuestras lenguas hasta que, finalmente, y casi tropezando entre nosotros por el ansia que nos gobernaba, pudimos entrar en nuestra habitación.
Y como si de un tornado se tratase, tus manos y mis manos se encargaron de sacarnos la ropa y dejarla desperdigada por todo el suelo, mientras nuestros pies nos acercaron a los pies de aquella inmensa cama.
Me lanzaste contra ella, y caí de espaldas. Y rápidamente te subiste encima mío y continuaste besando mi cara, mis brazos, mi torso, mientras con tu pecho desnudo se iba dibujando un cuadro de arte abstracto sobre mi piel.
Y tu mano no estaba quieta. Rápida bajó por mi vientre hasta llegar a mi entrepierna. Y el frío de tus dedos contrastaba con el calor que desprendían mis testiculos, provocando que la piel de todo mi cuerpo se erizase.
Y ese masaje que les dabas no hacía otra cosa que aumentar mi erección, hasta el punto que tus ojos se abrieron con aquella expresión de asombro y se te escapó un "¡oh dios mío, menudo manjar me espera!".
Y mirándome a los ojos, comenzaste a besarme toda la polla. Primero con aquellos cortos y sonoros besos, luego usando tu lengua... y cuando no pudiste aguantar más, comenzaste a introducirla entre tus labios mientras movías tu cabeza arriba y abajo, cada vez un poquito más, intentando con dificultad meterla entera.
Me sentía en la gloria. Pero si seguías así acabaría corriéndome en unos instantes. Y yo también quería jugar a tu juego.
Así que tuve que hacer un esfuerzo para detener aquella increíble mamada que me estabas haciendo, y en aquella posición en la que estabas, a cuatro patas, ponerme detrás tuyo para empezar a saborar el nectar que salía de tu cueva hasta hacerte gemir de placer.
Y no sólo lamí tu coño, en aquella postura era imposible no animarse a jugar con mi lengua en tu ano y arrancarte aquellos pequeños gritos, mitad sorpresa, mitad nerviosismo, que se entremezclaban con tus jadeos. Y entre jadeo y jadeo, y entre grito y grito, me pediste que te follara.
Como si de una orden se tratese y, dejando el trabajo oral en el que estaba metido, acerqué mi miembro a tu vibrante coño y comencé, centímetro a centímetro, y dándonos tiempo a saborear aquel momento, a introducirme dentro tuyo como me habías pedido.
Rápidamente, nuestros cuerpos iniciaron a moverse al mismo ritmo, mientras que nuestras respiraciones se hacían cada vez más fuertes. Nuestras miradas se cruzaban y alimentaban aún más el deseo que nuestro sudor destilaba, impregnando de aquel olor a sexo toda la habitación. El sonido de mis caderas contra tus nalgas iba tornándose cada vez más rápido, más fuerte, como los tambores de guerra anunciando un rápido desenlace de este primer combate.
Mis gemidos, tus gemidos, el ruido de nuestros cuerpos, los muelles de aquel colchón... todo se unía en una sinfonía de placer.
"¡No puedo más, me corro!", fueron tus palabras... y el éxtasis te llegó rápido y potente. Y con aquellas contracciones de tu vagina, provocaron que como un tsunami, descargara dentro tuyo, perdiendo todas mis fuerzas, y cayendo sobre tu cuerpo sudoroso.
Comenzamos a reirnos y nos miramos a los ojos... y sólo recuerdo que antes de quedarme dormidos de puro agotamiento a tu lado, me susurraste al oído: "Y aún no sé ni como te llamas".