Nerea y la Gran Debacle
Todo lo que ocurrió después me destrozó y me hizo...¿más fuerte? Quién sabe. Solo tengo claro que, si pudiera, repetiría ese día una y otra vez.
Recuerdo la primera vez que se dirigió a mí, hace ya casi 11 años. Éramos unos críos y apenas comprendía nada de lo que me pasaba, pero ya me había enamorado de ella sin remedio. Era un martes de invierno, cómo olvidarlo. Acababa de salir de un entrenamiento de baloncesto especialmente duro y, como correspondía a un chaval de 14 años, estaba esperando pacientemente a que mi padre o mi madre me recogieran.
Ella estudiaba piano en el edificio de enfrente, en el mismo colegio, y sí, íbamos a uno de esos colegios exageradamente caros y privados, pero merecía la pena. Éramos compañeros de curso desde siempre: de clases distintas, de amigos distintos, de círculos distintos. Por supuesto, yo la conocía de vista, sabía quién era. Desde que empezamos la Primaria había tenido tiempo más que de sobra para conocer a casi todo el mundo, y podría decirse que viceversa. Cuidado, no quiero decir con esto que yo fuera de los (siempre me ha hecho gracia) "populares", ni mucho menos. Simplemente todo el mundo me conocía: de los que destacan pero no de los que sacan las mejores notas; uno de los atletas de referencia (por el baloncesto); orador habitual en los debates; de los que escriben y leen (mucho) en sus ratos libres; de los tres o cuatro "altos" del curso; melómano y simpático en general.
Sí, sí, ya sé que todos y todas estáis esperando con ansia una descripción física, detallada y súper sexualizada de ambos, pero confiad en mí: lo bueno siempre se hace esperar. Y toda buena historia debe dosificarse.
Su nombre era Nerea, y por aquellos años su hermano, un año menor que nosotros, entrenaba conmigo en el equipo de baloncesto. Irónicamente, yo ignoraba que Nacho (ese era su nombre) tenía algún tipo de relación con ella, y aun así le había tomado como uno de mis "protegidos" dentro del equipo. Era un buen chaval, nos hacíamos reír mutuamente y, por qué no decirlo, tenía bastante talento por pulir.
Aquella tarde yo escuchaba mi música, seguramente algo de Ray Charles o la Credence, ajeno a cuanto me rodeaba, y ella estaba a pocos metros, hablando tranquilamente con sus compañeros, nada especial. Seguramente su padre debía de haber llegado a recogerles, y en ese preciso instante ella vino hacia mí. Atontado de mí, yo estaba con los ojos cerrados, esperando pacientemente el momento de llegar a casa y descansar, y solo me di cuenta cuando me tocó el hombro de que me estaba hablando.
Perdona, Jay… ¿has visto a mi hermano? -, la pregunta en aquel momento me dejó K.O., básicamente porque yo ni sabía que tenía un hermano.
¿Tu hermano…? -, en aquel momento debí poner mi mejor voz y cara de retrasado, porque no lograba caer.
En ese instante, como nunca desde los 4 años, me fijé en aquella chica. Su rostro redondo y pálido me miraba entre divertido e incómodo, con una sonrisa tensa por la situación. Sus ojos eran perfectos, sencillamente perfectos: verdes, de esos que cambian según las estaciones; casi grises en invierno, y del color de las hojas frescas en verano; profundos como el océano y llenos de vida. Su pelo ondulado y largo me hizo pensar que no podía existir una melena más hermosa en el mundo, y el olor que desprendía era inexplicablemente único y embriagador. A esa edad tanto ella como yo estábamos bastante desarrollados y, si bien no era muy alta, se podía intuir que tendría un cuerpo precioso. ¿Ansiosos por saber más? Ya lo suponía, pero de nuevo, os pido paciencia.
Esos fueron mis pensamientos durante el transcurso de dos segundos eternos en los que ella se rio nerviosa y me dijo:
Sí, Nacho, mi hermano…creo que está en tu equipo, ¿no? Es que acaba de llegar nuestro padre… - desde luego ella parecía divertirse mucho con mi reacción. Y logré sacarle una nueva sonrisa con una de esas voces de dibujo animado que me salen a veces.
¡Claaaaaro…! Claro, Nacho - dije -. No había caído en que erais hermanos. Acabamos de terminar, así que estará en el vestuario.
De pronto se le iluminó el rostro, y ladeando la cabeza mientras me miraba con aquellos ojos, dijo:
- ¡Genial! Muchas gracias. Ah, y…me encanta esa canción.
Acto seguido bajó hacia los vestuarios y yo me quedé con tal cara de bobo que se podrían haber hecho miles de memes. ¿Aquella chica escuchaba la misma música? A los 14, aquello ya era poco menos que motivo de boda, y lo sabéis. Sí, lo reconozco, no fue la más electrizante de las conversaciones, pero fue el comienzo de un viaje que aún a día de hoy ignoro si tendrá un final.
El año siguiente, por avatares del destino, coincidimos en la misma clase. Y en el aquel mínimo paso de los 14 a los 15 años, Nerea había pasado, al menos para mí, de ser una chica guapa a ser el ser más atractivo del universo. Aún no teníamos un trato cercano, ni mucho menos, pero mi amistad con uno de sus antiguos compañeros de clase, miembro también de nuestro nuevo grupo, hizo de nexo de unión entre nuestras gentes. Casi segundo a segundo, entre nosotros se fue forjando una confianza, un entendimiento y un compromiso que nadie lograba explicar pero todos entendían cuando estábamos juntos. Había química y, aunque a nosotros entonces nos pasaba inadvertida, cualquiera que nos viese podría haberla apreciado.
Yo tampoco era un ingenuo, no demasiado al menos. Sabía que ella me gustaba. Dios, me gustaba mucho, para qué negarlo, y con esas maneras torpes propias de la pubertad cada día intentaba acercarme más a ella. En cada clase, cada recreo y cada descanso, vivía por y para impresionar sus verdes ojos. Quiero creer que en más de una ocasión lo logré.
Todo cuanto ella hacía me hechizaba. Su forma de tocar el piano, su forma de bailar, su preciosa voz al cantar, cómo dibujaba, su caligrafía asquerosamente perfecta y hasta su humor fino y ácido como el mío. ¿El nexo de todo entre ambos, decís? La música. Siempre la música y nuestros iPods. En fin, enamorado hasta la médula, ¿verdad?
Pero en toda esta historia había un inconveniente. ¿Lo adivináis? En efecto: Nerea tenía novio. Bueno, siendo realistas, no era de extrañar, ella era preciosa y atractiva en todos los sentidos. Y claro, ante algo así, mis ansias juveniles tuvieron que verse ligeramente frenadas. No es que intentase alejarme, simplemente me conformaba, por el momento, con ese tipo extraño de amistad que habíamos desarrollado.
Y en mi papel de confidente, mientras los meses pasaban, bebí muchas broncas entre los dos enamorados, muchas lágrimas sobre mi hombro y besos comprensivos en la frente. Por eso mismo, decidí que tal vez Nerea, por mucho que la quisiera, no era para mí. Poco a poco un buen amigo del baloncesto me presentó a otra chica, se llamaba Patricia, también tenía los ojos verdes, y con unas pocas semanas esa completa desconocida se había convertido en mi primera chica, mi primer beso y mi primera “novia”.
Por supuesto, Nerea estaba al corriente de esta relación, yo mismo se lo había contado, creyendo que tal vez así aliviaría la carga que me había supuesto entonces renunciar a ella. Pero poco más de un mes después Patricia decidió que lo nuestro tal vez no fuera una buena idea. Y yo, desolado, volví a las andadas. Por suerte para mí, pocos meses tardaron ella y su novio en hacer lo propio y separar sus caminos. ¿Era esta mi oportunidad? Solo el tiempo lo diría. Mientras tanto, lo importante era disfrutar.
Un viernes cualquiera de mayo, poco después de su cumpleaños, habíamos salido ella y yo con un grupo de gente a la bolera, nada especial, un pasatiempo como cualquier otro. En un momento dado, ella se alejó para lanzar, momento que uno de nuestros muchos amigos en común aprovechó para hacerme la pregunta del millón:
- Bueno, ¿qué? – dijo -, ¿cuándo le vas a pedir salir a Nerea de una vez?
La sola pregunta me pilló a contrapié. ¿Quería decir aquello que era un buen momento, que estaba receptiva, que acaso estaba esperando a que yo diese aquel paso tan aterrador? ¡Una pregunta así no puede lanzarse sin previo aviso!
- No sé, tío… - fue mi respuesta -. ¿Acaso tengo alguna posibilidad de que me diga que sí?
La desesperación en mi tono era palpable, pero el muy ruin no me ayudó mucho con su respuesta:
- Bueno, eso no lo sabes. ¿Qué podrías perder? Todo el mundo os ve juntos, y pegáis mucho como pareja. No es solo cosa mía.
Aquello le daba un giro de 360 grados a todo. O bien ella había manifestado que el gusto era mutuo, o bien aquel era un terreno fértil en el que plantar la semilla de algo importante. Por una vez en mi vida, decidí no ser impulsivo y esperar el momento preciso. Planificar algo, por lo menos esta vez, me vendría bien.
Y el día señalado fue el último día de curso. Recuerdo que aquel día ninguno de los dos se separó del otro. Hasta las miradas de nuestros compañeros bastaban para delatar que algo ocurría o iba a ocurrir. Y llegó la hora. Salón de actos, últimas filas, luces apagadas. Nos estábamos mirando, y yo lo juzgué un momento tan bueno como cualquier otro. Me acerqué, y de veras parecía que todo iba bien, y solo cuando nos separaba un centímetro…ella se apartó.
- No, oye… ahora no – fueron sus palabras.
El corazón se me iba a salir del pecho. Por primera vez en mi vida, no tenía palabras. No conseguía articular una sola. Notaba su respiración, tan acelerada como la mía, y solo acerté a decir:
¿Por…por qué…? – todo mi cuerpo ardía de una forma que no había experimentado en mi vida. – Por favor… - y puede que en toda mi vida me haya sentido más ridículo que en aquel preciso instante.
Simplemente… ahora no – y ese fue el último instante que compartimos antes de que finalizara el curso.
Y así llegó el verano. No pasó mucho tiempo hasta que volvimos a vernos. De hecho, pocas semanas después de acabar el curso una amiga en común celebraba una fiesta de cumpleaños en el salón de un hotel. Como podréis imaginar, la situación pedía a gritos una etiqueta y refinamiento adecuados, y yo, creyéndome aquel muchacho rebelde que en el fondo nunca he sido, decidí asistir elegante pero informal, con la sola intención de dar la nota. Vaqueros negros, unas preciosas Air Jordan y una camisa negra lisa rematada por una americana gris. Por aquellos años yo ya medía un respetable 1’83, y todo lo que ponía me sentaba bien, benditos mis hombros de armario.
Siendo sinceros, mi intención era no pasar en aquella fiesta más que el tiempo indispensable, ver a Nerea y tal vez robarle un baile, a pesar de que mi destreza en este arte siempre ha dejado mucho que desear. En esas estaba, paseando y saludando a gente, cuando ella entró en la sala.
Aquel vestido era sencillamente perfecto. Rojo como la sangre, con detalles en negro, de ese carácter gótico que pocas veces abandonaría hasta pasado un tiempo. Se había cortado el pelo…y me encantaba.
Tal vez así lo quiso el destino, pero en las primeras horas de aquella noche apenas intercambié un saludo con ella. Me deleité con verla reír, charlar, bailar. Fue ahí, viendo que podría pasarme horas y horas mirando, donde me di cuenta de que en verdad estaba enamorado.
Y llegó el momento de la despedida. Por suerte, pude sacarle un último baile. Fue uno de esos bailes en los que hay pocas palabras, muchas bromas y nada de lo ocurrido semanas atrás que decir. Yo sabía que estaba en sus manos. Si me hubiera pedido que me muriera ahí mismo, lo habría hecho sin dudarlo. Pero me negué a dejar que aquello me privase de parecer fuerte. Cuando llegó el momento de los dos besos, el segundo duró unos segundos. Segundos en los que ambos pudimos oler y deleitarnos con el perfume del otro. Segundos en los que pudimos volver a escuchar nuestras respiraciones. Solos.
Yo sabía que todo el mundo nos miraba, porque destacábamos sobre todos, siendo la única pareja de baile que aún no se había separado. Entonces, mi elocuencia decidió regresar, y con mi mejor tono de pícaro, lleno de dulzura y maldad a partes iguales, le susurré al oído:
- ¿Seguro que no vas a darme una oportunidad…?
En ese momento ella se separó, no más que a la distancia de medio brazo, y de nuevo, la confusión.
- No lo sé…ahora mismo no lo sé.
Aquello significaba algo. Todavía no tenía claro de qué se trataba, pero significaba algo. Sin perder el talante, nos miramos fijamente durante unos segundos. Su media sonrisa y sus ojos al borde de las lágrimas. Mi media sonrisa, casi lobuna, y un encogimiento de hombros. Sin una palabra más, decidí que era un buen momento para irse. Y según me daba la vuelta, solo pude ver una marea de chicas que rodeaba a Nerea, ansiosas por saber de qué había ido todo aquello.
Tres días después ella vino a mi casa, a la piscina. Su familia viajaba a Brasil a pasar las vacaciones y yo a Granada a un campus de baloncesto, así que aquel iba a ser el único día que podríamos vernos en todo el verano, y teníamos que aprovecharlo.
Cuando llegó, lo primero de lo que hablamos fue de su pelo. Le quedaba extrañamente bien, tan corto, aunque ella insistía en que había sido todo un trauma hacerlo. Yo, aprovechando la pista, le dije que gracias a eso había tenido la oportunidad de vez lo bonito que era su cuello. Lo sé, soy un maestro en el arte de los piropos, y no cobro por las clases.
Poco después fuimos a la piscina y digamos que en aquel instante…caí definitivamente. Nerea tenía…unos atributos realmente generosos. Grandes, firmes y equilibrados. En aquel instante, con el bikini, me di cuenta de que cuanto había imaginado se quedaba corto. Estaba…era perfecta, una diosa traída al mundo para torturarme sin piedad. Yo, una bomba de hormonar por aquel entonces, no estaba seguro de lograr contenerme.
Al principio todo fueron juegos inocentes de adolescentes en la piscina cada vez adquiría más el matiz de un disimulado roce, y en un momento dado ambos decidimos parar, secarnos, charlar…tranquilizarnos, en definitiva. Pasadas las horas subimos a mi habitación. Y no, no ocurrió nada extraño más allá de la palpable sensación de que yo estaba excitado cual mono en celo y se me notaba en más de un sentido.
Sin ánimo de fardar, yo tampoco he ido mal “equipado” nunca, y los hombres de mi misma condición sabrán de sobre los inconvenientes que supone la combinación de dicha “equipación” y cualquier bañador. En realidad nunca llegué a saber si ella se dio cuenta, con el tiempo había desarrollado muchas tácticas para disimular una erección, pero aun así resultaba difícil.
Las horas pasaban, y entre caricias, abrazos y risas aparentemente inocentes entre amigos, logré calmarme. Desgraciadamente, Nerea no podía quedarse a cenar, el vuelo salía aquella misma noche y su padre pasaría a recogerla pronto. Aún recuerdo cómo nos miramos, sentados en la puerta de la entrada, las manos sujetas. Yo, deseando que llegara ese beso que nunca me daría. Ella, impotente ante lo que quise creer eran demasiadas cosas ocurriendo a la vez.
Y llegó su padre, aquel hombre de estatura imponente y poblado bigote. Intimidante y admirable a partes iguales, uno de esos hombres cuyos apretones de mano son una prueba que mide el carácter de uno. Ambas cosas, a su padre y sus apretones, los conocía de sobra por la cantidad de partidos en los que sus “enhorabuenas” me habían hecho sentir tremendamente honrado. Aun así, aquel día fue distinto. Ese hombre parecía conocerme mejor que yo mismo, y sentí… ¿bondad?, ¿lástima, aprobación en su mirada? Siempre me lo he preguntado.
Recuerdo que nos miramos una última vez, nos abrazamos una última vez, y esta vez fue ella quien me susurró al oído:
- Pasa un buen verano, ¿vale?... no pienses en nada más.
Recuerdo que apenas cené. Recuero que subí a mi habitación. Y recuerdo que jamás en mi vida me he masturbado tan frenética y repetidamente como aquella noche. Si dormí, fue por agotamiento, y nada más. Ya no solo la quería, la deseaba de una forma tan animal que escapaba cualquier forma de control.
El verano pasaba, y aquel campus de baloncesto en Granada me depararía algunas de las mayores alegrías que he experimentado en mi vida, y comenzó a forjar el carácter del hombre que soy ahora. Descubrí que había un mundo fuera de las paredes de mi colegio, que la gente era distinta, mejor, me gustaba más, me llenaba.
Pero sabiendo que no podía sacar a Nerea de mi cabeza, decidí que aquello había ido demasiado lejos. Por lo que yo sabía, ella estaba en Brasil a saber con quién y haciendo el qué. ¿Acaso no me había dicho que pasase un buen verano sin preocuparme por nada más? Pues iba a hacer eso, decididamente. Después del campus, viajé con mis tíos a Gran Canaria, dado que mi tío ocupaba un mando importante en la base aérea de la isla, y ahí conocí a Marta, una chica entre castaña y pelirroja, delgada sin llegar a escuálida y a la que, aunque era odiosa, yo le gustaba.
Por aquel entonces yo había pegado el que, tristemente, sería el último estirón de mi vida. Las esperanzas de los médicos y de mi padre de que llegara a los dos metros quedaron en nada, pero aun así me quedé con un más que digno 1’89. Para colmo, las casi ocho horas diarias de baloncesto durante 15 días habían hecho de mí un auténtico alfiler con hombros de atleta olímpico. Mi pelo, antaño grasiento y casi siempre rapado, había sido sustituido por una salvaje pero limpia melena hasta los hombros, y la sal de la isla, por una vez, me ayudó con el acné que siempre me había atormentado.
La odiosa Marta, encaprichada hasta límites insospechados de mi persona, era un par de años mayor que yo y apenas me daba un minuto de paz. Y yo, que decidí que de tonto no iba a tener un pelo, no le hice ascos. Cada beso me alejaba de la tortura de pensar en Nerea y me acercaba a una realidad que ni me divertí ni me aburría.
Una tarde como otra cualquiera, de mucho calor y aún más humedad, Marta y yo dimos el paso. Aunque quien lo dio en realidad fui yo. Marta estaba más que experimentada en esas lides, y aunque fue placentero, me arrepentí al instante. Fue sucio, silencioso y solo satisfactorio. Ella era bonita, su piel era muy suave y caliente, sus labios sabían latín y jamás dejó de intentar que lo disfrutara, pero eso fue todo.
Pocos días después yo regresaba. Prometí llamar a Marta, promesa que por supuesto nunca cumplí. Y al aterrizar en Madrid volví a intentar por todos los medios olvidar a Nerea en el mes que quedaba de vacaciones. Así pues, otras dos chicas como Marta llegaron y se fueron, con placer, pero sin pena ni gloria. En el fondo yo sabía que nada me salvaría del día en que Nerea regresara. No estaba preparado.
Ese día llegó, y en los últimos días del verano, un buen amigo nos invitó a todos a su casa, a la piscina. Decidido a hacerme el indiferente, me preparé para intercambiar con ella las palabras justas y necesarias, a relacionarme más con mis colegas que con ella. Desgraciado de mí, a la cita solo acudimos ella, una amiga y yo.
Hicimos de todo lo que hacen los amigos: piscina, tomar el sol, charlar. Ella y yo no nos separábamos, y Laura era incapaz de separarse de Mario, que así se llamaban los otros dos. Quién iba a decirnos entonces que al cabo de los años ninguna de las dos parejas acabaría ni remotamente junta. Pero esa es otra historia.
Ella se dedicó a hacerme fotos. Fotos tomando el sol, fotos durmiendo, fotos jugando al baloncesto… y fotos escuchando música. “Tú y tu iPod”, las tituló. Nunca me fijé en cuándo me las hizo, pero todo lo que había luchado por enterrar salió de nuevo a la luz. ¿Estaba atrapado en aquel bucle? Un día me había bastado para volver a verla, en bikini o vestida, y todo intento de represión se había vuelto inútil.
Comenzó el nuevo curso. 4º de la ESO, el “año que determinaba nuestro futuro”, y con él nuestra separación. Mi vocación humanística y su vocación técnica nos llevaron a compartir únicamente los recreos y breves momentos en los pasillos de clase. Con aquel nuevo año, llegó para mí uno de los cambios más importantes de mi vida: cambiaba el equipo del colegio por otro más serio, mejor, con aquellos tan amados amigos de los campus veraniegos.
Se juntaron el mejor año deportivo de mi vida con mi mejor año académico. Por una vez, lo tenía todo, y era completamente feliz. O al menos lo fui durante los cuatro primeros meses. Era cierto que por entonces Nerea y yo éramos amigos, de esos que no sabían con exactitud qué sentir el uno por el otro, pero amigos. Jamás habíamos estado tan unidos…y sin saber cómo nos peleamos.
Un buen día, entre clase y clase, fui a verla. Había algo que me atormentaba, aunque ahora no recuerdo exactamente lo que era, solo que me tenía furioso. Se lo estaba contando, sin más, ansioso por conocer su opinión al respecto. Cuando llevaba un buen rato hablando, me percaté de que apenas me estaba escuchando, si es que no me estaba ignorando. Y sin una palabra, en el mismo instante en que ella abría su taquilla, me marché.
A partir de aquel día yo evitaba todo contacto, siquiera accidental con ella. Podía sentir, sin embargo, que ella me buscaba con la mirada al principio. Luego llegaron los intentos de acercamiento, y por último las frases que yo dejaba en su boca cuando por fin llegaba a estar a pocos metros de mí.
Una buena mañana, una nota apareció en mi taquilla. Tenía unos versos, de esos que pertenecen a las canciones que ella y yo compartíamos y eran solo nuestras: Why am I so pathetic?I know you won’t forget it. Just call my name, you’ll be okay.
Sé que volé al otro lado del pasillo, corriendo todo lo rápido que me dejaban mis piernas hasta su clase. Cuando por fin entré, ella estaba de espaldas. Cuando se giró y me vio, las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas. Aquellos ojos, que me habían apresado desde el primer día, me parecieron entonces más hermosos que nunca. Se acercó hasta mí, y dijo:
- Ahora ya sé lo que hice mal. Y lo siento… entendería que no quisieras perdonarme.
Se me quedó mirando durante unos segundos, con las menos entrelazadas e impaciente.
- No tengo nada que perdonarte, preciosa. No seas tonta. Eso sí, nunca más me dejes ser así de gilipollas, ¿vale?
Su risa llenó mi alma por completo. Nos fundimos en un abrazo que, por primera vez en casi siete meses, me permitió volver a disfrutar de aquel inconfundible perfume y del sonido de su respiración.
Llegó diciembre, y con diciembre llegaron los nombres de los dos alumnos que irían de intercambio a Estados Unidos a pasar unos meses allí. Nerea era una de las elegidas. Obviamente, yo me alegraba muchísimo por ella, porque yo mismo habría matado por una oportunidad como aquella. Sin embargo, una corazonada dentro de mí creció cada vez más: si Nerea se marchaba, si viajaba de América, nada sería igual que antes.
Intenté por activa y por pasiva convencerla de que renunciase, que no viajase tan lejos de mí y de todo lo que nos unía. La semana antes de su marcha, antes de las vacaciones de Navidad, harta de mi insistencia y en mitad del pasillo abarrotado por la gente que volvía, me preguntó el porqué de mi insistencia.
¿Acaso tengo que decirlo…? – a medida que las palabras salían de mi boca, sentí cómo mis rodillas flaqueaban.
Y sabes que no puedo contestarte a eso. – Su voz esta vez fue demoledora. -¿Tan importante es para ti una respuesta?
Dime que nunca te lo has planteado. Dime que en todo este tiempo jamás has pensado en cómo sería, en cómo estaríamos. Dime que jamás te lo has planteado en serio y lo dejaré ahora mismo.
Ella en ese momento estaba seria, enfadada. Habló despacio y con claridad.
- Si te dijera que nunca me lo he planteado, te estaría mintiendo.
Y acto seguido se fue. Pasó el invierno, y yo me compinche con el novio de la otra chica que había viajado a Estados Unidos, la mejor amiga de Nerea, para recibirlas en el aeropuerto. Yo, claramente, en calidad de amigo, pero siempre esperando volver a ver su sonrisa.
Recuerdo que, más allá de la sorpresa, las únicas palabras que me dedicó fueron “gracias por haber venido”. Poco a poco, desde aquel instante, los temores de que mi corazonada se hubiera convertido en una premonición crecieron a pasos agigantados.
La vida siguió durante unos meses, y poco después Germán llegó a nuestras vidas para quedarse. Concretamente para quedarse en la vida de Nerea. De golpe y porrazo, la vida me había hecho retroceder varios escalones, y yo volvía a ser el confidente de una chica a la que amaba con fervor desesperado, mientras ella dispensaba su amor a otro. ¿Lo peor de aquello? Que el chaval me caía bien, a pesar de lo mucho que lo odiaba.
A finales de curso, comenzaron nuestros pinitos en el periódico del colegio, y una chica fantástica, Elena, un año mayor que nosotros, se convirtió en nuestra valedora y coordinadora. Al acabar, el verano transcurrió con el mismo entusiasmo, tal vez enfriado por la relación de Nerea, que el anterior: baloncesto, ejercicio, lectura y mucha música. Mi recientemente adquirido apetito sexual lo sacié fundamentalmente con dos chicas: Alba y Rocío. Ambas eran un curso más pequeñas, del colegio, pero con Alba, rubia de ojos verdes, establecí una mejor relación porque coincidíamos en los campus de baloncesto. Eran exquisitas, apasionadas y con la misma cantidad de vicio que yo acumulada. ¿El problema? Estaba claro que ninguna de las relaciones pasaba de una “amistad con derechos”. Y un año más de soledad cerró aquel verano del 2009.
Comenzaba el Bachillerato, los dos años más duros de nuestras vidas, y yo estaba más perdido que un hijo de puta el Día del Padre. Ignoraba lo que quería hacer con mi vida, y esas dudas amenazaban con afectar a mi hasta entonces más que respetable expediente académico.
Para qué mentir, hasta las navidades de ese mismo año, las pasé canutas para mantener un nivel deportivo y académico mínimamente aceptable. El baloncesto me mantenía cuerdo en aquella vorágine de locura. El baloncesto, y escribir en el periódico.
Elena se había convertido en una consejera excelente en materia creativa, y dado que la relación con Nerea se había anclado en una sincera amistad gracias a Germán, cada vez estábamos más “cerca” el uno del otro. Tanto fue así, que lo que comenzó como un tonteo inocente pasó a ser, durante las vacaciones, intensas sesiones de sexo telefónico durante las noches y, tras las vacaciones, en una relación de año y medio en la que, para qué engañarnos, lo mejor era el sexo.
No es que Elena y yo no nos quisiéramos, al contrario. Tranquilos, esta historia también tendrá su momento. El problema era que ella conocía toda mi historia con Nerea, y no podía evitar sentir una “competencia” natural cada vez que aparecía en escena. De hecho, nuestro primer año de relación fue maravilloso y pleno. Casi hizo que olvidara a Nerea durante todo aquel tiempo. Casi.
Cuando empezaron los problemas, mis ojos volvían una y otra vez a Nerea. Y eso me hacía sentir terriblemente culpable. Pero no podía detenerme. Un día, ya en segundo de Bachillerato, con Elena en la universidad y yo preparando mi selectividad, decidí escribir un mensaje cifrado a Nerea en el periódico, algo que solo ella pudiera entender. Nos veríamos en el salón de actos, durante el recreo, donde nadie pudiera vernos.
Al llegar, yo estaba con las menos a la espalda, mirando las orlas de cada una de las promociones que nos habían precedido. Había madurado mucho en el transcurso de aquel año, y aunque no había abandonado mi sentido del humor y mis principios, mi efusividad para con los demás había sido sustituida por una calmada condescendencia, fruto del deseo de dejar atrás al niño para pasar a ser el hombre.
Obviamente le confesé todo, sin mirarle a los ojos, palabra por palabra, le expliqué lo dividido que estaba por dentro, cómo lo que creía muerto dentro de mí seguía ardiendo inexplicablemente. Cómo con solo tenerla frente a mí, el resto dejaba de existir.
Solo cuando acabé mi giré y de nuevo contemplé esos ojos. Dios, ¿acaso nunca iban a dejar de cautivarme? Dio un largo suspiro, y dijo:
- Bueno… ¿y qué hacemos? ¿Qué es lo que quieres?
En ese instante, privado de toda razón, dejé salir al animal que creí muerto tanto tiempo atrás. Mi rostro se situó a escasos milímetros del suyo, y me sostuvo la mirada, acorralada contra la pared, impasible. De nuevo, el perfume de su pelo. De nuevo, nuestras respiraciones entrecortadas, ahora mezclándose en el reducido espacio que separaba nuestros labios.
- Sabes perfectamente lo que quiero – dije conteniendo la rabia. – Siempre lo has sabido. No he cosa desde el mismo puto día en que te conocí.
Tiempo después ella me confesó que por un momento creyó que sería capaz de hacerlo. De olvidar todo y tomar lo que quería por la fuerza, ahí mismo, sin importar las consecuencias a largo o corto plazo. Pero no lo hice. Ella, serena, me tocó el hombro, y con la mayor de las dulzuras, me devolvió a la razón.
- Sabes que no puedo dártelo.
Asentí, di un golpe sordo a la pared, y me marché con mi dolor a casa.
El curso acabó, aprobé la selectividad la misma semana en que recibí la noticia de que mi familia se mudaría el año siguiente y, dos semanas después, Elena me dejó. Era inevitable, tal y como estamos, pero aquello me dejó destrozado, y mi vida llegó a un punto muerto del que tardaría mucho tiempo en salir.
Habían pasado cuatro años y Nerea y yo, increíblemente, mantuvimos el contacto. Nos veíamos cada dos o tres meses para ponernos al día y recordar viejos tiempos. Ella seguí con Germán y yo… pues estaba solo, claro. No me habían faltado tonteos con esta o aquella chica de la universidad o del baloncesto, nada serio ni que llevara a buen puerto. Siendo sinceros, desde que Elena me dejó, había estado sin mojar la friolera de esos cuatro años.
Hasta a mí me costaba creerlo. ¿Tan tocado me había dejado perder a Elena? Era de lo más irracional y estúpido que le podía pasar a una persona. Poco antes de terminar mi cuarto año de carrera, Nerea y yo volvimos a estrechar la relación a los niveles “de antes”. ¿La razón?, Germán era historia.
La invité a una representación genial de Otelo, y fue durante uno de nuestros eternos paseos cuando me lo contó. Él era poco más que un tirao de la vida, alguien incapaz de sacrificar nada por una relación que, teniendo en cuenta lo diferentes que eran ambos, había durado ya demasiado.
Me habló de los otros tíos con los que había estado después, y sí, se había follado a la mayoría. Así es la vida, ¿no? Yo escuchaba estoico, apagado y encerrado a base de la soledad que en el aspecto sentimental me había agriado con mucho el carácter. Yo ya no era el niño de siempre, me había vuelto un hombre, complejo y atormentado, fuerte y vulnerable. Solitario. Deprimentemente frío. Sin embargo, aún conservaba la capacidad de hacerle reír, y su sonrisa y sus ojos seguían provocándome un ligero cosquilleo en todo el cuerpo.
Pasaron unas semanas después de nuestra última salida, y yo, borracho y solo tras una larga noche con mis amigos, llamé a su teléfono. Eran las cinco de la mañana. Y contestó.
- ¿Jay…? – sí, la había despertado. - ¿Qué haces, tío…?
Aquello último lo dijo riéndose, pensando seguramente que todo aquello sería algún tipo de broma o algo similar.
- Llevo días pensándolo – dije directo al grano y con mi hechizante voz de borracho. –Y he llegado a la conclusión de que… ¿no deberíamos ser follamigos?
Su risa a través del teléfono, lejos de echarme atrás, me envalentonó a ser aún más directo.
Tú solo piénsalo, Nerea… si lo hiciéramos, todos nuestros problemas desaparecerían. Tal vez incluso… - pero nunca me dejó terminar.
No creo que hablar de esto sea buena idea – dijo riendo. – No suenas en condiciones de saber lo que dices. Anda, descansa, y mañana hablamos.
Prométemelo, prométeme que serás tú quien me escriba.
Te lo prometo. Pero, por favor, ve a dormir y no le des más vueltas.
Contrariamente a mis esperanzas, me escribió, y la conversación, que en un principio pretendía zanjar el asunto de una vez por todas, terminó durando incontables horas y días.
Lo que comenzó como una reprimenda por mi propuesta, derivó en un intercambio de anécdotas y experiencias de ambos. Las anécdotas y experiencias pronto se convirtieron en un intercambio de fantasías, fantasías en las cuales cada vez estábamos más de acuerdo. Las fantasías, al tiempo, pasaron a ser hipótesis sobre cómo podríamos pasarlo juntos, sobre nuestras virtudes y defectos, sobre lo que creíamos que nos hacía mejores que nuestras últimas parejas. Y las hipótesis, que pretendían quedarse así, se convirtieron en una conversación subida de tono que, aún no sé cómo, acabó conmigo enviándole una foto de mi miembro en su máximo esplendor.
Lo dicho, esa es un parte de mi cuerpo de la que me enorgullezco y, contra todo pronóstico y lejos del escándalo y la reprimenda, Nerea me recomendó hacer una segunda. Y una tercera, desde un ángulo mejor. Sus palabras me descolocaron y encendieron a partes iguales: “¿Ves? Mucho mejor así. Joder, está preciosa”. ¿Había cruzado una barrera peligrosa? Me daba igual, mi sangre no llegaba al cerebro, y solo pensé que lo que me había ocurrido permanecería en mi memoria para siempre.
Pasó una semana, y yo seguía tranquilamente con mi vida. Clases, entrenamientos, salidas… todo en orden y según la costumbre. Durante nuestras conversaciones, Nerea me había mencionado su plan de hacer un viaje existencial, para encontrarse a sí misma y saber qué esperar de la vida. La fecha de su partida estaba cerca, y aquel viernes al volver a casa me encontré un agradable mensaje suyo:
“Hey! Como estas? Me marcho la semana que viene y no pienso irme sin despedirme jejeje. Como tienes esta semana?”
Mi respuesta, la típica: “En principio despejada, la verdad. Que tienes en mente?” Yo aquello, dada nuestra situación previa a la conversación telefónica, lo daba por normal.
“Nada, en realidad, simplemente había pensado que podríamos quedar en tu casa a ver esas pelis que tengo pendientes algún día que no estén tus padres en casa. Qué piensas?”
Sinceramente, en ese momento de mi vida era lelo y esta más que sutil invitación a todo menos a “ver pelis” me pasó inadvertida. Tal vez fuera porque había dado por perdida la batalla, o tal vez fuera porque era demasiado bueno para ser cierto. A toro pasado era fácil verlo, cierto. En el momento…caray.
“Bueno, en principio eso va a ser jodido”, dije. “Mis padres apenas salen, y mucho menos me quedo solo”. Bendita mi inocencia y los cuatro años de sequía, ¿verdad?
“Hmmm… bueno jeje, si te va mejor yo el miércoles por la mañana me quedo sola en casa de mi padre. Te parece mejor plan? Además, tengo que darte algo jaja.”
Increíblemente, amigos, seguía sin pillarlo. Aquella era una espesura que iba más allá de los límites conocidos por el hombre. Ni corto ni perezoso, respondí:
“Un regalo? Para mí? Quien eres y que has hecho con Nerea…xD”
Si escueto “sep”, acompañado de una carita angelical no ayudaron a aclarar mi espesor, por desgracia, y yo planifiqué aquella semana como otra cualquiera. El miércoles tenía clase, pero podía permitirme falta un día. Total, era la última vez que íbamos a vernos en casi un mes, ¿no?
Llegado el día, cogí el coche y sin mucha prisa me dirigí hacia la dirección que Nerea me había indicado. Nunca había estado en casa de su padre, así que cuando llegué me quedé bastante impresionado. El adosado no estaba pero que nada mal, y era un buen barrio de la periferia.
Llamé a la puerta y a los pocos segundos ahí estaba ella. Se había rapado un lado de la cabeza y por el otro sus rizos y ondulaciones negros caían salvajes, salvo por una preciosa cola de caballo. Aquel corte de pelo me enamoró al instante, y a ella le sentaba increíblemente bien. Casi como si adivinara mis pensamientos, la primera mejilla que me ofreció fue la del lado rapado, para que pudiera apreciarlo y, por primera vez en años, recordar lo hermoso que era su cuello.
Me encanta tu pelo – acerté a decir.
Ey… gracias – dijo con una risa. - ¿Quieres pasar…?
Ella no iba vestida de forma especial, la verdad, llevaba una blusa azul y unos vaqueros, nada que pudiera hacerme sospechar, y durante varios minutos estuvo enseñándome la casa. Su habitación, el salón, la cocina, el porche… todo muy inocente, la verdad. Cuando llegamos al sótano, este estaba repleto de estanterías con ordenadores, juguetes y maquetas, y nos pusimos a hablar de ello como quien habla del tiempo. Casualidad o no, en aquel sótano había una cama convenientemente deshecha, a la que no le di la menor importancia.
Pasaron los minutos y Nerea, con una sonrisa, me dijo muy alegre:
Por cierto… ¡creo que ha llegado el momento de darte tu regalo!
¡Vaya! – dije. – Qué nervios. Ya sabes que los trajes me gustan de por lo menos 3.000 euros…
Su carcajada vino acompañada de un largo suspiro.
- Anda, quítate las gafas y cierra los ojos. Es importante…
A regañadientes, obedecí. Todo aquello empezaba a intrigarme realmente. Pasaron unos pocos segundos, y escuché el ruido de puertas cerrándose, a Nerea caminando de vuelta y poniéndose frente a mí.
Contra todo pronóstico, esta vez fue ella quien se acercó a mí, hasta mi oído. Si perfume en mi nariz, su respiración y la mía. Como siempre. Como nunca. Y esta vez, las palabras que lo cambiaron todo:
- Quiero que cumplas todos tus deseos. Ahora. Conmigo. Sin límites…
Antes de que terminase la última palabra, mis labios se habían fundido con los suyos. Juro que jamás olvidaré aquel beso. Sería imposible describir la sensación que recorrió mi cuerpo cuando algo que me había sido negado durante años, a pesar de mi ferviente deseo, acababa de ocurrir.
Nerea rodeó mi cuello con sus brazos, y mis manos tomaron sus caderas con fuerza. No podía creerlo. Pronto ninguno de los dos tenía puesta la parte de arriba, y me detuve un instante a admirar sus pechos desnudos, aquella maravilla que me había mantenido en vela y deseoso como un animal salvaje durante años de silencioso sufrimiento. Pero solo fue un instante, porque necesitaba volver a probar sus labios.
Llevado por el ímpetu de cuanto ocurría, la alcé para inmediatamente arrojarla sobre la cama, cuya función, sorpresa, había quedado clara en mi mente. Nerea rio, yo gruñí. Sus pantalones me sobraban.
Decir que tardé dos segundos en tenerla totalmente desnuda ante mí sería exagerar. Tardé uno en arrancarle toda la ropa. Dediqué cinco hermosos segundos a apreciar el tesoro que durante tanto tiempo me había sido negado. Era perfecta… aún mejor que cualquiera de los muchos sueños que había tenido. Así se lo dije, y volví a sus labios.
Con furia animal, comencé a lamer y besar cada parte de su cuerpo. Sus jadeos cada vez que mordía su cuello eran música para mis oídos. Su risa lujuriosa, mientras mi lengua recorría sus pechos, una sinfonía inigualable. Y me detuve en su sexo, observándolo a la distancia de un centímetro. Húmedo, perfecto, con una pinta deliciosa.
Una mirada a sus preciosos ojos verdes bastó para que mi lengua y mis manos comenzaran el juego tanto tiempo olvidado y, por una vez, la torpeza no quiso hacer presa de mí. Ignoro cuántos minutos estuvimos así. Solo recuerdo que el néctar que salía de ella me daba la fuerza de un dios en la tierra, se había convertido en mi único sustento, en toda mi fuente de energía.
Satisfecha, Nerea tiró de mi pelo y relamiéndose dijo cinco palabras que jamás creí que oiría salir de su boca:
- Ahora me toca a mí…
Me puso bocarriba y me desnudó por completo. Mi miembro estaba a pleno rendimiento. Jamás lo había visto tan vigoroso y grande. Nerea hizo una pausa, y sus manos recorrieron mi pecho, admirándolo.
- Joder… - dijo. – Hazme un favor…nunca dejes de hacer tanto ejercicio.
Acto seguido sus manos pasaron a agarrar mi pene. ¿Alguna vez os han hecho la mamada y paja perfectas? Esas que no necesitan ninguna directriz o consejo, en las que parece que la otra persona ha nacido conociendo tu cuerpo y lo que te gusta. ¿No? Pues lamento daros envidia.
No dejó nada sin atender. Su boca y lengua primero fueron lentas, generosas, llenando mi miembro por completo de saliva, mirándome fijamente mientras lo hacía. Nunca hasta aquél día había disfrutado tanto de una imagen. Fue más rápido después, salvaje, sin límites; intentando, a veces en vano, a veces con éxito, tragársela entera, a lo que añadió el comentario:
- ¿Sabes…? Yo también estaba algo desentrenada con este calibre…
Tras un último intento vano por introducírsela hasta el fondo de la garganta, se levantó sin decir palabra y se sentó a horcajadas sobre ella, haciendo una dramática pausa a escasos milímetros de la entrada de su empapado sexo.
Recuerdo que nada podrá igualar la sensación de triunfo que me produjo estar dentro de ella. A juzgar por su cara, diría que Nerea sintió lo mismo, y nuestros gemidos al unísono comenzaron a dar ritmo a una cabalgada incesante e inesperada. Tras varios minutos, el primer orgasmo de Nerea desbordó mis sentidos, y pronto decidimos tomarnos un descanso aprovechando lo que (aún sin explicación) fue el primer amago de gatillazo de mi vida.
Tal vez fuera por los nervios, o por lo inesperado de la situación, pero no pude evitar sentir cierta vergüenza en aquel momento. Ella hizo todo lo posible por hacerme olvidarlo, y en aquella cama, sudorosos, exhaustos pero aún excitados, me confesó algo que ayudó en gran medida a recuperar mi confianza:
- ¿Sabes? La noche en que me enviaste aquellas fotos, las de tu polla… Aquella noche estuve tocándome como una cerda pensando en ti.
Después las imágenes se suceden. De nuevo estamos besándonos. Ahora la persigo escaleras arriba. Se contonea para mí, me provoca, totalmente desnuda. Sabe que es mi diosa, el motivo de mi vida y mi dicha. La alcanzo en la cocina, y entre el suelo de la cocina y el sofá del salón, comienza el segundo asalto.
Se postra ante mí, a cuatro patas. Decido no tener piedad. Tiro de su preciosa cola de caballo hacia mí, y mientras beso y muerdo su cuello decido penetrarla con todas mis fuerzas y energía. Los gritos y blasfemias se suceden llenando toda la casa. Ahora sí disfrutas, ¿verdad, Nerea? Esto es lo que ambos queríamos.
Su segundo orgasmo llega cuando estoy al borde del agotamiento. Cae rendida ante mis embestidas, masajeándose el sexo al que acabo de dar su merecido. Pero, como he dicho, no pienso tener piedad.
- Aún no he acabado contigo, Nerea…
Tomándola de la barbilla, con un sucio beso la sitúo de rodillas frente a mí. Sabe lo que toca, y abre la boca sin rechistar. Me encanta oír cómo se ahoga, cómo cada vez que paro para que respire me insulta y me pide que siga. Siento que estoy cerca y, de nuevo, sin explicación, un gatillazo.
Ahora mi vergüenza era total. Respirando a duras penas, me encontraba al borde de las lágrimas. Y ella me abrazó, besándome de manera tierna. Su voz siempre ha sabido consolarme.
- Eh… tranquilo – me dice. – Es normal. Respira conmigo…
Permanecemos abrazados sudorosos y agotados. Ella vuelve a besarme, y rompe el silencio:
- Es gracioso… eres el primer tío con el que me atrevo a follar en el sofá de mi padre.
Ambos reímos, a carcajadas, como cuando todo empezó. Como cuando nos conocimos. Ella no dice nada. Me coge de la mano y me pide que la acompañe arriba, a su habitación. Nos besamos en cada pared disponible, sobre cada armario y finalmente, sobre su cama. Tiene unas sábanas lila. No me extraña, ese color siempre le ha sentado bien.
Pero ella sabe que mi pequeño desliz aún es reciente, y nos quedamos abrazados sobre las sábanas revueltas. Mirándonos como si no hubiese otra persona en todo el mundo. En ese momento lo siento. Siento que es real y mutuo. Estamos juntos. Aquí, ahora, en su cama.
No te imaginas el tiempo que llevo esperando este momento…
Me hago una idea – dice, - han sido ocho años para ambos.
Acaricio su rostro y ella besa mi mano. Solo dos palabras logran salir de mi boca.
- Te quiero. Eres preciosa.
De nuevo las lágrimas asoman en sus ojos. La conversación sigue, yendo y volviendo sobre lo que ha sido nuestra vida juntos. Y entonces, la frase que cambiaría mi mundo y mi percepción del amor para siempre:
- Jay, yo… en cierto modo siempre he estado enamorada de ti.
Aquello sacó de mí uno de los besos más sentidos que he dado en mi vida. Pronto ese beso se vuelve menos puro y, milagro, el vigor regresa a mi cuerpo. Pronto vuelvo a degustar su sexo, y ella mi miembro. Le abro las piernas y ella forcejea, divertida, le encanta que sea duro. Me muerde, por todas partes. Me golpea. La sujeto y mientras sigo follándola como si no existiera el mañana.
Intenta volver a morderme, sin éxito. La tengo asida por las muñecas, y su frase lo dice todo:
- Odio que tengas los brazos tan largos, hijo de puta…
Ella está ahora sentada sobre mí. Es la recta final. Se ha corrido por tercera vez, y yo voy camino de hacer lo propio, pero está agotada, y no quiero hacerle daño. Paramos. Nos miramos. Un último beso. Hemos estado follando cinco horas.
- ¿Te apetece que comamos algo? Invito.
Por primera vez, aceptó, y pasamos aquel día juntos, como si nada hubiera ocurrido. Como si nada hubiera cambiado. Pero todo había cambiado, ¿verdad?
Cada semana desde que se había ido, Nerea me enviaba una postal o me llamaba por teléfono. No hablábamos de lo que había ocurrido aquel día, pero escuchar la voz del otro nos reconfortaba. La sensación de calor en mi pecho era plena.
El mes y medio siguiente a su regreso, teníamos algo parecido a una relación. Solo nos veíamos entre nosotros, y el interés mutuo por los planes del otro nos llevó a formalizar algo que, sin embargo, no tenía nada de formal.
Organicé una barbacoa con los miembros de mi equipo, y recuerdo que Nerea insistió en estar presente.
- Son tus amigos – dijo. – Son una parte importante de tu vida, y quiero conocerlos.
Estuve tenso durante toda la velada, y ella, como siempre, encantadora. Cada vez que me veía, apartados del resto, cogía mi mano y repetía la misma orden una y otra vez: “Disfruta”. Pero ella sabía que mi temor y mis celos por que alguno de mis compañeros pudiera resultarle “demasiado interesante” estaban ahí.
Cuando todos se hubieron marchado y la llevaba de nuevo a casa, ella me preguntó exactamente por eso, y mi respuesta a la más elemental de las preguntas fue clara.
- Quiero estar contigo, Nerea. Solo contigo. He vivido ocho años en los que, sintiendo que lo merecía más, han sido otros quienes se llevaban mi felicidad. Sin aprovecharla, sin quererla realmente. Cuántas veces no habré pensado: “Yo lo haría mejor”. Pero nunca he podido. Y nunca podré.
Esta vez ambos llorábamos, y su respuesta fue igualmente dolorosa.
- Siempre he sentido que tú lo merecías más que nadie, Jay. Pero hay algo dentro de mí que simplemente no me deja dártelo. Yo… lo siento, de verdad.
Un último beso. Un último abrazo eterno. Y nuestras manos, negándose a separarse por última vez.
Su Erasmus comenzaría pronto, y nos vimos una última vez antes de la inevitable despedida. Fuimos a la ópera. Le encantó. Estaba arrebatadora. Paseamos hasta tarde. Cenamos cualquier cosa, y fuimos hasta el colegio, aquel que había sido nuestro hogar, cerrado entonces por vacaciones. Fue ahí, bajo la luz de la luna llena, donde hicimos el amor por última vez. Discreto, en silencio. Mi mente iba a estallar.
Su avión salía dentro de unos días. Y esta vez fui yo quien escribió:
“Creo que lo mejor sería que no supiéramos nada el uno del otro mientras estés fuera”.
Su respuesta era de esperar.
“Estoy de acuerdo. Esto… se nos ha ido de las manos y lo último que quería era hacerte más daño”.
Por una vez, fui rotundo.
“Sé feliz, Nerea. Estaré aquí cuando vuelvas, aunque dudo que quiera verte. Siempre te querré”.
Había pasado más de un año. Yo ya sabía que ella había vuelto, pero bajo ningún concepto iba a ceder a la tentación de volver a hundirme. Casi lo hice en mayo, el día de su cumpleaños. Solo iba a ser un inocente mensaje. Pero logré resistir. ¿Me estaba curando? Quería creer que sí.
Fue ella quien me escribió.
“Hola, Jay! Bueno, como ya sabrás, ha pasado más de un año desde que me marché y… ¡he vuelto! Jejeje. Solo espero que estés bien y… Bueno, quería saber si podríamos vernos. Entiendo que lo único que quieras sea mandarme a la mierda y no volver a hablarme. Pero de verdad que me gustaría verte y hablar. He pensado en ti y en todo lo que ha pasado. En fin, no quería irme con mi familia sin antes vernos aunque fuera unos segundos”.
Idiota de mí, contesté:
“Hace tiempo que imaginaba que estarías de vuelta. Y sí, lo último que deseaba era verte. Pero me has escrito, y nunca he podido negarme. Cuándo…?”
“Nos vamos pasado mañana, pero mi padre y mi hermano no vendrán a recogerme hasta bien entrado el mediodía. Te parece que quedemos en casa de mi madre y aunque sea…paseemos y hablemos”
Acepté, porque soy débil. Y allí fui. Ella llevaba un vestido con detalles de flores y frutas y nada más debajo. Absolutamente nada. Había aprendido demasiado bien cómo era su cuerpo para distinguirlo. Fue una conversación agradable. Nos pusimos al día de cuanto habíamos hecho durante aquel año, y solo se ensombreció cuando, ya sentados, nos abordamos a nosotros como unidad indivisible.
Te he amado como a nada en este mundo – mi voz era apenas un susurro. – Habría hecho cualquier cosa por ti.
Lo sé, y lo siento de verdad.
¿Has pensado en mí en todo este tiempo?
Casi a diario. ¿Y tú?
Casi a diario. Pensé en escribirte. En mayo. Como cada día 16.
Y yo en escribirte a ti. En abril. Como cada día 6.
El silencio de aquel parque desierto nos envolvió. Mi piel se erizó. La suya también.
Quiero besarte, Nerea.
Lo sé.
¿Puedo?
No creo que nos haga daño a estas alturas…
Y volví a sentir aquella dulce experiencia. Nos tumbamos sobre la hierba, besándonos. Cuando por fin abrimos los ojos, ella habló.
- Se nos ha ido la puta cabeza…
Ambos reímos y volví a besarla. Esta vez un beso corto, casto. Deseaba más, pero sabía que no era posible.
Nunca vamos a estar juntos, Nerea.
¿Ya no lo crees posible?
No en esta vida. Tal vez en otro tiempo. En otro lugar. En otra realidad. Ahí sí estamos juntos. Han pasado los años, y han sido duros, pero seguimos juntos. Tenemos dos hijos. Tienen tus ojos y mi nariz. Ella es toda una atleta, y él un artista prodigioso. Nos admiran, a pesar de que nos dan mil vueltas. Y tú me miras pensando, quizá, en un tercero…
Ella me abrazó por la espalda. Lloraba desconsoladamente. Besó mi mejilla y la acarició. Ambos llorábamos.
Suena tan bonito cuando tú lo dices…
Tan bonito como lo imaginé durante nueve años. Cada día.
Su padre y su hermano habían llegado, pero no podían vernos.
Tengo que irme…
Lo sé. Tranquila.
¿Vamos a volver a vernos?
No lo sé. Tal vez, algún día.
Mira hacia donde espera el coche. Luego vuelve a mirarme.
- Estaremos bien, Nerea. Estaremos bien.
Mi sonrisa parece tranquilizar su ánimo.
Estaremos bien...
Solo dame un último beso y déjame acompañarte al coche.
Aquella fue la última vez que disfrute de sus labios. Cogidos de la mano, subimos la colina hasta que, ya a la vista, las separamos. Saludé a Nacho y a su padre, les deseé unas felices vacaciones, y ambos, en los ojos, volvían a mostrar aquella… ¿compasión, complicidad, pena? Nunca lo he sabido, solo sé que el chaval me abrazó, y Nerea, acariciando mi hombro, besó mis mejillas por última vez en nuestras vidas.
Tiempo después, cuando ya se habían ido, derramé la última lágrima, y me sentí aliviado.
Había pasado un año y medio. Nuestras vidas estaban rehechas. Quedé a tomar algo con una amiga de ambos, a quien Nerea le había contado todo. Me ofreció su punto de vista. Y el de Nerea. Me planteó, entre copar, la siguiente pregunta: ¿Y si aquel último día, con su hermano y su padre esperando, Nerea iba a decirme por fin que me quería y que quería estar conmigo, tal y como siempre había deseado?
¿FIN?