Nerea (2)
Su lenguita, buscando en el aire un moscardón, traicionaba su pose de mujer fatal.
Nerea me contó que tras de sí había dejado a un jovencito intelectualoide y muy enamorado de su figura. Era un buen chico, sabía de casi todo, buen conversador, paciente y hasta con sentido del humor, pero demasiado gordito para su gusto y pesado, muy pesado. No desaprovechaba ocasión de proponerle matrimonio y cuando ella se burlaba diciéndo que lo hacía por su dinero, él prometía firmar un documento renunciando a la herencia de Nerea y no casarse nunca. Lo único que le importaba era que vivieran juntos. Era dulce y un poco tonto para las cosas del amor. Nerea se acostaba con este crisóstomo gordito a veces, más para no interrumpir charlas interesantes, que por disfrutar de un sexo cohibido.
No era un gran amante, aunque sí muy cariñoso y eso la consolaba un poco de la soledad y falta de cariño familiar.
-La tenía muy pequeñita, jiji.- Se había reído ella de forma bastante infantiloide.
Estuvo muy seria contándome la historia, pero ahora recobraba su ingenua alegría.
-Con un buen trabajo hubiera podido hacer grandes cosas, a pesar de su pequeño instrumento, pero se derritía entre mis brazos,jaja, y apenas llegaba a tiempo de meterme la puntita,jiji.
Cogió mi cabeza entre sus brazos y me besó largamente. Salimos del coche y en el ascensor continuó la historia. Su propia promiscuidad llegó a atemorizarla un poco. Consultó con una psiquiatra que también era sexóloga y se echó a llorar en su despacho, como una magdalena, al tiempo que confesaba su ninfomanía congénita e irredimible. La buena señora tuvo que consolarla como pudo. Al parecer era normal que una mujer disfrutara del sexo con la intensidad con que lo hacía ella. Las mujeres, dijo la sexóloga, en una parte de su largo discurso, estamos preparadas por la naturaleza para gozar del sexo sin restricciones.
-Ahora que existen las pilules una mujer responsable puede acostarse sin miedo a consecuencias que podrían marcarla de por vida. Disfrutar del sexo no es ser ninfómana, Nerea, lo realmente patológico sería no gozar de algo tan agradable, ¿no crees?.
Nerea puso cara de haberlo pasado muy mal con la dichosa ninfomanía.
-Me costó llegar a convencerme de que no era ninfómana. Sentía pánico de acabar de puta en cualquier club de carretera,jaja. Y para celebrar haberme quitado de encima ese peso decidí festejarme tirándome al tio más bueno de esta universidad.
Se refería a mi. Alargó el brazó hacia los mandos del ascensor y lo paró entre dos pisos. Bajó la cremallera del jean y su mano buscó mi pajarito con total desvergúenza. Yo aproveché para introducir también mi mano bajo su falda y allí estuvimos magreándonos a gusto hasta que unos pisos más abajo oímos a un matrimonio despotricar de los ocupantes del ascensor.
-A hacer guarradas a la cama.
Era imposible que nos hubieran visto tomar el ascensor, pero la gente suele ser así de mal pensada.Nos adecentamos un poco y la cajita voladora continuó su camino hasta el apartamento. Allí, yo, que no me había olvidado del asado prometido, busqué enseguida la puerta de la cocina, pero Nerea no me dejó satisfacer mi apetito primordial.
-Luego, cariño, luego.
Era evidente que no podía contenerse. En mi larga vida de gigoló nunca me topé con mujer que se excitara tan facilmente. Era tocarla e incendiarse como la paja al contacto con la llamita de una cerilla. Ya en su cuarto, lleno de ositos de peluche y decorado con el buen gusto y la modernidad que era previsible en ella, me pidió que empezara a desnudarme.
-Sin prisas, mi bello animal follador.
Me dijo con una desvergüenza que me hizo sonreír. Actuaba como una madurita pervertida, como la mujer fatal de una película clásica doblada por un cineasta de arte y ensayo, dispuesto a escandalizar a medio mundo y causar un síncope o patatús a la otra mitad. En en el centro del cuarto, contemplando los posters de sus ídolos y los de algún que otro animal bello, ligerito de ropa (a saber de dónde los había sacado) me dispuse a la grata tarea de quitarme la ropa de encima.
Ella estaba hurgando en el armario. De pronto sacó una gran cámara de video con su correspondiente trípode. En aquellos años el video estaba llegando a España y no eran precisamente miniaturas los aparatos de grabación y reproducción. En la electrónica, cuanto más pequeños los aparatos, más evolucionados y manejables. Lo que no sucede en el sexo, donde las grandes proporciones deslumbran y hacen pensar que la cantidad de placer generada por semejantes aparatos, será directamente proporcional a su tamaño.
-Imagino que no te importará. Me gusta grabar todos mis polvos, si es posible. Luego los repaso y corrijo errores, además de darme placer cuando no tengo otra cosa a mano. Me ponen, ¡cómo me ponen!. Tú deberías hacer lo mismo. Es una pena que lo mejor de la vida, los polvos, no sean inmortalizados ni pasen a la historia. ¿No crees?.
Me disgustó volver a oír aquella risa de conejo, jiji. Se las daba de madurita y eso era el contrapunto adecuado para mostrar su infantilismo congénito.Colocó la grabadora con el trípode a la cabecera de la cama. Se trataba de un moderno lecho con patas que podía arrimarse a la pared o alejarse con poco esfuerzo. Manipuló el trípode hasta situar la cámara a la altura adecuada. La enfocó hasta conseguir el mejor plano, imagino que general y se colocó tras de mi.
-Está grabando. Quiero inmortalizar tu cuerpo. No te cohibas, nadie lo verá, solo yo...Bueno y mi amiga, pero eso no cuenta. Mira, te voy a poner música y ya de paso me haces un striptease.
Yo dudaba si dejarme o no inmortalizar, pero recordando las grabaciones de Lily me dije que al fin y al cabo aquella tenía más parecido con una primera comunión que con otra cosa. Introdujo una cinta en un cassette y a los compases de lo que supuse su música favorita, un jazz, no soy muy experto, que me recordó al que suelen poner como fondo de las persecuciones en las películas mudas, inicié un desenfadado y provocativo desnudo artístico que Nerea apreció desde todas las posiciones, cuidandose muy mucho de no colocarse entre la cámara y su bello animal de compañía.
Cuando tras muchos meneos me quedé con la minúscula prenda, que acostumbraba a llevar por si me tropezaba con algún evento erótico en mi camino, la jovencita me pidió que hiciera una pausa. Se acercó a mi y recorrió todo mi cuerpo con sus manos blancas y frías como el hielo. Se detuvo largo rato buscando algo bajo mi taparrabos y cuando lo encontró lo manipuló hasta alcanzar el volumen y la longitud adecuados a su deseo. Antes de que pudiera darme cuenta ya tenía la prenda a mis pies y ella, que me había hecho girar hasta dar el costado a la cámara, se encontraba arrodillada disfrutando de lo que ya consideraba suyo. Cuando más a gusto me sentía se detuvo en seco, regresó al cassette, rebobinó y a los compases de aquella endemoniada música, inició el desnudo integral más rápido que recuerdo. Cualquier cuerpo femenino tiene su encanto, pero si es joven y está bien cuidado, el placer estético no tiene precio. La carne joven, la piel suave, las formas que aún no han terminado su proceso de formación, tienen un encanto indescriptible. Su vitalidad llena el ojo, la sensación y hace renacer cada célula de tu cuerpo. A pesar de mi juventud( era apenas un par de años más viejo que Nerea) me sentí un Fausto, viejo y decrépito, a punto de recobrar la plenitud vital perdida.
Pasé largo rato contemplando la hermosura de aquel cuerpo antes de atreverme a tocarlo y cuando lo hice ella se incendió. No me dejó ni terminar de recorrer su piel, me pidió que me acostara en la cama, boca arriba y se dispuso a tomar posesión de su nueva propiedad. De pie, procurando no pisarme, echó la cabeza hacia atrás y su cara se transformó en la pintura más fiel del deseo que llegaría a contemplar nunca. Dobló las rodillas y poco a poco se fue dejando caer sobre mi falo erguido, símbolo de la compenetración que debería existir siempre entre las energías del universo. Con los ojos muy abiertos observé cómo su lengua asomaba entre sus labios húmedos y acariciaba el exterior de su boca. Cerró sus ojitos, echó su melena hacia atrás en un gesto muy femenino de coquetería, que en ella resultaba explosivamente sensual, y como quien busca a ciegas la perdida llave de la puerta, dejó que su bajo vientre entrara en contacto con el mio. Se restregó como una gatita en celo y sin ayudarse de las manos intentó que su sexo recibiera la ganzúa que abriría para ella la puerta del placer.
Se movía hacia delante y hacia atrás, hacía giros con sus caderas, su cuerpo estremecido estaba poseído por los temblores de la pasión. Como no lograra el acoplamiento circense que buscaba, abrió de nuevo los ojos, sacó su lenguita cuya punta dirigió hacia mi en un saludo amistoso, me guiñó picaramente un ojito y apoyando las manos sobre el lecho inició un nuevo intento de compenetración, esta vez con más posibilidades de éxito. Era un espectáculo deliciosamente erótico. Nerea estaba apoyada en manos y rodillas, la lenguita fuera, como una panterita en celo jugando a lograr el truquito circense planeado de antemano. La imaginé como un estratega que tiene asegurada la victoria y solo le preocupa encontrar la estratagema divertida que de a la derrota del contrario nuevos alicientes. Mi pene rebotaba o resbalaba contra la suave piel de sus muslos. Nerea decidió que no iba a lograrlo de esta manera y dejando que brazos y rodillas resbalaran se dejó caer sobre mi cuerpo. Así le resultó más fácil lograr que se sexo se tragara el mio. Entonces se reincorporó sentándose sobre mis rodillas que se habían echado hacia delante en un espasmo placentero al sentirme dentro de ella.
Abrió los ojos para percibir la situación con más intensidad. Me miró, jadeó ligeramente, ronroneando de placer. Observó que la cámara continuaba grabando y se dejó llevar en alas del placer. Suavemente resbalaba sobre mi pene hasta que éste quedaba totalmente dentro de ella. Se movía hacia arriba con lentitud de cámara lenta y a continuación se dejaba caer de golpe. A cada topetazo sus gemidos se hacían más lacerantes, como herida en un órgano vital por el placer. Sus caderas se movieron en círculo como un apache bailando alrededor del fuego sagrado. Su lengua salía y entraba de su boca, salivándose el morro. Era un gesto por el que uno podía adivinar la intensidad de su placer. Lamenté mi postura porque estaba deseando mordisquear aquella deliciosa lenguita. Me incorporé para buscarla y sus manos me arrojaron hacia atrás con violencia. Comprendí que me interponía en la línea de grabación. Su rostro se había entregado al placer completamente, sin inhibiciones. No quedaba nada en él de ingenuidad o candor, era una mujer madura que sabía disfrutar del sexo, que sabía procurárselo y que no permitiría que nadie se interpusiera en el camino hacia la unión sagrada.
Gemía y chillaba sincopadamente, a cada topetazo contra mi bajo vientre se agudizaba más y más la expresión del placer. Tenía los ojos cerrados y la puntita de la lengua en el aire. Observé que de nuevo abría los ojos y miraba la cámara. Entonces inició la galopada fatal con todas sus fuerzas. Sus topetazos contra mi bajo vientre eran impensables en un cuerpo tan frágil. Imaginé un agujero intentando abrir otro en un clavo. Acompañé su ritmo de caderas con el mio temeroso de que en un mal viaje pudiera pillar en mala posición a mi pene y partirlo en dos como si fuera un palillo. Comenzó una serie de estrepitosos gemidos que culminaron en su orgasmo que no en el mio. La abstinencia de carne suele producir estos efectos, a pesar de lo delicioso del coito en algunos momentos no pude evitar pensar en el asado que me aguardaba en la cocina. Continuó una breve serie de chillidos y se derrumbó sobre mi pecho. Allí, ante mi sorpresa, se produjeron una serie de risitas entrecortadas,jiji y ji. En cuanto recuperó el resuello se entregó a una risa desaforada. Era la histeria de haber alcanzado la meta y de haber cumplido los pasos previos programados.
Estuve tentado de voltearla e intentar yo la gran carrera de premio tan sabroso pero de nuevo se me interpuso el asado. Aprovechándome de su postración la acaricié con deleite y la besé largamente en su boquita de lengua tan fina y aventurera. Ella por fin calmó su risa, me besó y ronroneó largamente sobre mi pecho. Era la primera mujer que se tomaba el sexo como un juego perfectamente planeado y culminado con una estrategia impecable. Y entonces se levantó, apagó el video y me invitó a ver la repetición de la jugada en el televisor del salón.
Continuará