Nerea (1)

Nerea fue una tormenta tropical en la vida de Johnny. Pasó por su vida dejando tan solo una huella en una cinta de video.

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NEREA

Era una jovencita de unos veintidós años. Yo tenía entonces uno menos y llevaba algún tiempo en la universidad intentando terminar la carrera de psicología. Me apasionaba la conducta humana y deseaba conocer hasta el último tornillo y la última tuerca del engranaje que mueve al bípedo sin plumas. Pero aún me apasionaba más el mundo femenino. Así pues vacilaba entre la condena a galeras -el codo encadenado a la superficie de la mesa- y el éxtasis del orgasmo atrapado al pasar. Dormía poco, aún no había conocido a Paco y las noches eran agotadoras, y comía aún menos.

Llevaba una vida desquiciante pero no hubiera renunciado a ninguna de mis metas por nada. Ni siquiera en aquel momento Lily me hubiera engatusado con su propuesta de mujeres esperando a la puerta. Por eso tal vez tardó aún algún tiempo en cruzarse en mi camino. La vida sabe bien cuándo ponernos delante de los ojos la tentación que no seremos capaces de rechazar.

Me había saltado una clase para comer un bocado en la cafetería (llevaba veinticuatro horas sin llevarme nada a la boca) cuando aquella preciosa y atrevida jovencita se sentó a la mesa, frente a mí, y con todo el descaro del mundo se puso a comer de mi plato. Dijo llamarse Nerea y no aceptó estrechar mi mano cuando se la ofrecí después de limpiarme en la servilleta. Se levantó y antes de que pudiera darme cuenta me había plantado un beso en la boca, con lengua juguetona incluida. Aquí estoy, en bandeja de plata, a tu disposición. Hizo una reverencia y volvió a sentarse. Me quedé tan sorprendido que tardé un tiempo en encontrar mi lengua. Tiempo que ella aprovechó para continuar hablando con su voz dulce y cantarina de Lolita un poco entrada en años.

Una amiga había comentado mi fama de buen follador en una conversación informal entre mujeres. Ya saben, eso que suelen hacer los hombres pero con mayor discreción y de forma mucho más divertida en el caso de las mujeres. La examiné con curiosidad. Estatura media, morenita, con cuidada melena hasta los hombros. Aficionada a la lechuga y la zanahoria a juzgar por su físico. Cuerpo frágil, línea recta con apenas pendiente en el pecho, muy suaves curvas en la cadera y culo muy prieto (esto lo supe luego, al seguir sus pasos de gacela). Su rostro tenía rasgos aniñados y piel de terciopelo. Sus ojos, grandes, negros, hermosos, expresaban alegría a raudales y el brillo de las inhibiciones superadas sin grandes sacrificios.

Como continuara comiendo -padecía un hambre feroz- alargó su mano y alzó mi barbilla hasta conseguir la atención de mis ojos. Me preguntó si es que no la consideraba suficientemente atractiva. Estuve tentado de contestar que no para librarme de ella, pero me lo pensé mejor al examinarla más atentamente. Poseía un cuerpo atractivo y era una personita muy interesante. Querida, superas mis mayores expectativas. Contesté al tiempo que volvía a mi tarea más acuciante. Entonces no tenemos nada más que hablar. Se levantó, puso sobre la mesa un par de billetes y por detrás me quitó la silla de debajo del culo de un limpio tirón. Aterricé en el suelo, aunque no por mucho tiempo. Me tendió sus manos, ayudando a que me levantara. Sígueme, te necesito encima de mi o acabaré reventando de lujuria.

Cuando quiero puedo ser muy calmoso. Aún quedaba mucha comida en la mesa y el hambre apenas había decrecido lo suficiente para pensar en otra cosa que no fuera llenar la panza. Un momento, preciosa, llevo veinticuatro horas sin probar bocado. Así no hay quien se ponga rijoso. Ella no se inmutó, esbozó una risilla traviesa y me arrastró hacia la salida. Eso no es problema, me queda carne fría de ayer. Un buen asado que mi amiga y yo no pudimos terminar.

Era un argumento contundente. No me importaba esperar un poco por un buen asado. Asentí con una sonrisa. Nerea inició una rápida carrera por los pasillos. Cogidos de la mano y con tanto apresuramiento a cualquiera se le hubiera ocurrido de qué clase de urgencia se trataba. Pero no encontramos a nadie. Me llevó al trote hasta el parking y sin ceremonias me depositó en el asiento del copiloto de un deportivo descapotable para quitar el hipo. Metió la marcha atrás y salimos como un bólido a la busca y captura del asado.

Conducía como si la ciudad fuera suya y hasta puede que fuera cierto. No pude mantener la boca cerrada por más tiempo. Quise saber si era nieta de Onasis, si su madre se llamaba Catherine Deneuve y si su apartamento quedaba muy lejos. Se echó a reír como la chiquilla encantadora que era. El coche es un regalo de cumpleaños de papá. Solo tuve que decirle que ya estaba matriculada. Y no es Onasis pero todos los días pasa unos cuantos billetes por la sartén. Vuelta y vuelta. Le gustan poco hechos. Ja,ja. Su risa era la de una niña consentida que no sabe lo que cuesta ganar dos duros.

Continuó charlando al tiempo que ponía su mano derecho sobre mi muslo izquierdo. En una curva el coche dio un bandazo y yo eché mano al volante. No quería perderme el asado por nada del mundo. Cuando se lo dije su risa de jilguero hizo callar a los pajaritos que amenizaban el paseo, repleto de árboles en fila india. Se calmó un poco para explicarme que su padre era notario en provincias. En su juventud dio un buen braguetazo y se hizo con la fortuna más interesante de la ciudad. De aquel braguetazo nacieron un calzoncillo, el mayor, casado y en el extranjero; una braguita de puntilla rosa, su hermana, estudiando idiomas aquí y allá y una meona, ella. Su risa me empezaba a crispar un poco los nervios. Nosotros también éramos tres hermanos y yo me estaba ganando la vida quitando horas al sueño y comiendo más bien poco. La niña pija no daba mucha importancia a que sus papás controlaran hasta los saltitos de las ranas en las charcas.

Sus papás hacían vidas separadas, aunque cara a la sociedad dieran la imagen de un matrimonio modelo. Cada uno tenía sus respectivos amantes y se veían más bien poco, nunca a las horas de las comidas, pocas veces en las cenas y sus cuartos separados tenían escaleras separadas. Les unía el negocio común y la estúpida manía de que sus hijos nunca supieran sus desavenencias. La niña Nerea recibió poco cariño y menos tiempo. En ciertas familias el tiempo es oro, por eso lo invierten en bolsa o lo guardan en el banco, no lo desperdician con los hijos. Para llamar la atención se hizo rebelde, mal hablada y promíscua sexual a temprana edad. El descubrimiento de la miserable vida que llevaban sus padres hizo que buscara sexo, para descubrir si era razón suficiente para ser abandonada.

Había detenido el coche en su plaza de aparcamiento y allí, en el garaje, a oscuras, terminó de rematar la historia. Con su amiga del instituto, una chica precoz que solo pensaba en lo que los hombres llevaban debajo de la bragueta, tontearon con los chicos hasta que el juego les resultó aburrido. Decidieron perder la virginidad con dos de los guaperas del isti. Fue una experiencia lamentable, aunque divertida. A raiz de ella ambas descubrieron en Lesbos lo que no encontraron en Príapo. Con el tiempo comprendieron que ambos eran dos caras de la misma moneda y que no existía razón para desperdiciar lo que la vida gentilmente ofrecía. Su vida de molicie y desenfreno resultó llamativa hasta para los padres de Nerea que no se hubieran enterado ni de su cambio de sexo, en el caso de haber llegado a ese extremo para vengarse. Sus padres la pusieron entre la espada y la pared, y allí estaba, tras los muros universitarios.

Continuará.