Neo-gen: Incesto por Necesidad
Una madre joven y bella, y su hijo adolescente se enfrentan a una dura prueba; juntos deberán enfrentar una vida de soledad, sobreviviendo a un incidente trágico, y entonces deberán tomar una decisión difícil, entregarse a la lujuria y cruzar la barrera del pecado.
“Cuando mi hijo me penetró, cerré mis ojos llenos de lágrimas y sentí que me fundía con él y los dos nos disolvíamos en un abismo infinito…”
Habían pasado casi cuatro años desde nuestra llegada cuando me vi obligada a tomar una decisión definitiva; cuatro años en que los dos habíamos pasado por muchas cosas, sobrevivido a muchas cosas y habíamos cambiado mucho.
Casi cuatro años antes, mi hijo y yo nos vimos dentro de una capsula huyendo de una muerte segura, para caer en un sitio desconocido y en principio inhóspito; casi cuatro años desde aquel día, en que nuestra nave de transporte se vio atacada y tuvimos que saltar a través del espacio profundo, sin la preparación adecuada y con graves daños producidos en el ataque. Al salir del salto, nos eyectaron en la capsula antes de que una explosión reventara en pedazos y desintegrara la nave, sin que ninguna otra capsula salvavidas pudiera salir a tiempo.
Afortunadamente sobrevivimos, aunque muchos en nuestro lugar hubieran preferido morir; estábamos solos, abandonados en medio de un lugar solitario y duro, ciertamente con los recursos nada despreciables de nuestra capsula, pero sabiendo que esos recursos no serían infinitos y que tarde o temprano se agotarían sí no éramos finalmente rescatados.
Al principio yo era optimista, confiaba en que se hubiera enviado una señal de socorro antes de la tragedia; que se hubieran recibido nuestras coordenadas y pese a la guerra, una misión de rescate viniera por nosotros. Pero los días se convirtieron en semanas, éstas en meses, y finalmente en años; luego del primer año se instaló en mi la desesperación y el temor creciente, casi la convicción, de que no seríamos rescatados nunca. Pero intenté ser fuerte por mi hijo, aparentando ante él ser fuerte y guardar esperanzas.
Así que empecé a planificar lo que sería nuestra vida en el peor escenario posible, ese escenario que ya era prácticamente el único posible, el de pasar el resto de nuestras vidas solos en aquel lugar; e inevitablemente tuve que enfrentarme al dramático tema que no podía evitar: el sexo.
¿Se imaginan ustedes lo que significa que una madre joven y su hijo adolescente estén condenados a vivir el resto de sus vidas solos, absolutamente solos, en un lugar en el que nunca más volverán a tener contacto con ninguna otra persona? ¿Cómo sí agarraran a esa madre y a su hijo y los encerraran en una celda para que pasen ahí todo el resto de sus vidas, sin ni siquiera poder ver o hablar con sus carceleros, ya que éstos les pasarían la comida por algún agujero? Quitando lo de la celda, pues estábamos al aire libre, nuestra situación era casi igual a esa.
Sí de verdad nos quedábamos ahí hasta morir de viejos, mi hijo no volvería a ver a otra mujer que no fuera yo; no tendría la oportunidad de conocer chicas, de enamorarse, de descubrir el sexo con ellas, de follar… y por supuesto tampoco sería padre, a menos que…
Y ese a “menos que” era lo que me atormentaba; obviamente la única manera de que mi hijo descubriera el amor de mujer y el sexo, es que lo hiciera conmigo, la única mujer que estaría disponible para él por el resto de su vida.
Yo sé que la mayoría de las madres se escandalizarían con solo pensar en eso, pues en nuestra sociedad, a pesar de ser bastante liberal, de todas maneras, el incesto era considerado una aberración, una monstruosidad; pero yo pensaba que ninguna de esas madres tendría que enfrentarse al dilema al que yo estaba enfrentada.
Cuando llegamos a aquel lugar, mi hijo tenía 12 años, estaba en las puertas de la adolescencia y comenzaba a ver sus hormonas alborotadas; lo típico en todo adolescente y más por influencia de sus amigos, admiraba a las mujeres bellas y a escondidas veía imágenes de mujeres desnudas y pornografía en el ordenador. Ahora mi hijo quedaba condenado a no volver a ver en persona a otra mujer que no fuera yo; por tanto, sí nuestra relación seguía siendo la “normal” o usual entre una madre y su hijo, él nunca perdería la virginidad y pasaría el resto de su vida sin saber lo que era ver a una mujer desnuda en persona, tocarla, acariciarla, hacerle el amor…
Yo sabía que con el paso del tiempo él también comenzó a pensar en eso; yo a veces lo espiaba y veía como revisaba en un ordenador de la capsula imágenes guardadas de mujeres desnudas o semidesnudas, y después me percataba de su tristeza, de cómo se deprimía. Lo imaginaba masturbándose en el habitáculo que le servía de su dormitorio, y luego rabioso y triste, deprimido, imaginando que a lo mejor nunca iba a saber lo que era tener el cuerpo de una mujer entre sus brazos.
Por otro lado, aparte del tema del sexo, estaba el asunto de que, sí pasábamos el resto de nuestras vidas ahí, lo más probable es que yo muriera antes que mi hijo, y entonces éste se quedaría absolutamente solo en un lugar tan inmenso; solo por todo el resto de su vida, sin familia, pareja o amigos. La única forma de evitarlo es que mi hijo tuviera sus propios hijos, que le hicieran compañía y lo cuidaran en su vejez; pero de nuevo estaba el gran tema o problema, de que la única mujer que podía darle hijos era yo misma, su madre.
Se podía alegar que podíamos intentar hacerlo por medio de una inseminación artificial; pero a pesar de que la tecnología de que disponíamos en la capsula era muy útil para muchas cosas, desde luego no disponíamos de un kit para practicar inseminaciones. Podía intentarlo de forma casera, pero las garantías de éxito de quedarme embarazada desde luego eran mucho menores; pero es que además la idea sería formar una familia más o menos numerosa para que fuera creciendo lo más pronto posible y hacernos compañía mutuamente en aquel lugar desértico por solitario, y aún en el supuesto de que saliera bien la inseminación casera y que tuviera una hija en un primer intento, mi hijo tendría que esperar muchos años para formar pareja con ella, y de todas maneras tendría que haber incesto en nuestra familia, ya fuera entre madre e hijo, o entre hermano y hermana.
Así que lo más lógico, que no necesariamente lo más moral o bonito, es que yo tuviera sexo con mi hijo, que en la práctica me convirtiera en su mujer de hecho, y que tuviéramos varios hijos para que ellos en su momento se mezclaran entre si, y continuar aumentando nuestra familia. Contado así parece que para mí hubiera sido una decisión muy fácil, pero no lo fue; fueron tiempos muy duros, en los que aparte de nuestra ya difícil situación, yo vivía atormentada meditando en aquella decisión, con una lucha interna muy dolorosa y compleja, con una contradicción terrible entre el sentido común y mis prejuicios morales y sentimientos maternales.
A todas éstas debo hablar de como yo era físicamente: yo era más o menos alta, con un cuerpo hermoso, un tanto delgado, pero con una bella silueta, y más o menos escultural. Tenía unas tetas más o menos grandes, duras, erguidas y bien formadas; unas piernas largas, bellas y esbeltas y un culo bonito, no especialmente grande pero tampoco pequeño, con unas nalgas redondas y lindas. Mi piel es blanca y suave, y mi cabello rubio, liso y sedoso, que llevaba un poquito largo; un rostro lindo y aniñado, y unos ojos pequeños y lindos, de color azul claro. Manos y pies bonitos y delicados.
Mi hijo por su parte era un chico apuesto para su edad, delgado pero un poco fornido; a sus 18 años ya era un poquito más alto que yo, después de pegar un estirón. Tenía un cabello castaño oscuro y un poquito crespo, como el de su padre; sus ojos grandes y oscuros también los sacó de su padre, pero su rostro tenía rasgos similares a los míos.
Cuando ocurrió nuestro incidente yo estaba divorciada de su padre, con el que mantenía una relación más o menos cordial; en ese momento yo tenía un novio, del que me estaba enamorando bastante. Pero con el paso del tiempo desde nuestra llegada a nuestro inesperado exilio, con todas las preocupaciones y los pesares, ya yo había terminado por olvidarlo y mis sentimientos se habían disipado; lo que sí extrañaba era el sexo, y durante nuestros años de soledad debo confesar que con cierta frecuencia me masturbaba, imaginando estar de nuevo en los brazos de un hombre.
Ese factor también empezó a pesar inevitablemente en mi decisión, pues, aunque al principio yo sentía casi asco al pensar en tener sexo con mi hijo, un profundo horror; a medida que dentro de mi atormentada lucha interna se iba imponiendo la inevitabilidad dramática del incesto, debo reconocer que se fue despertando gradualmente dentro de mí la ansiedad y la excitación, al pensar en volver a tener sexo, aunque fuera con mi propio hijo…
En cuanto a mi hijo hacía mí, yo notaba que a medida que él crecía se iba fijando más en mí; me daba cuenta que cuando yo estaba en ropa de dormir, de andar en casa, ligera de ropas en los veranos o en traje de baño cuando hacíamos expediciones frecuentes a un río que quedaba cerca de nuestra improvisada residencia, él se quedaba viéndome con interés mal disimulado, y yo notaba en sus ojos una incipiente excitación, mezclada con cierta tristeza, como la de un niño que se queda viendo un escaparate lleno de dulces sabiendo que no podrá saborear ninguno de ellos. En una ocasión en que estábamos bañándonos en el río, obviamente con trajes de baño, yo noté que mi hijo tenía una erección que se notaba perfectamente bajo la tela de su bañador. Yo me hice la loca para no avergonzarlo.
En otra ocasión me pareció que me estaba espiando mientras me cambiaba de ropa en el habitáculo que usaba de dormitorio, cuando solo tenía la parte inferior de mi ropa íntima y tenía las tetas afuera.
Finalmente, un día tome la decisión que tanto temía tener que tomar, y luego me tocó comunicársela a mi hijo; fue el momento más duro de mi vida. Nos sentamos a conversar, y después de explicarle las razones, le dije lo que yo pensaba que era nuestra única opción; confieso que se me hizo un nudo en la garganta, que me costó un poco soltar las palabras y que los ojos se me aguaron, con ganas de llorar, y que se me hizo difícil ver a mi hijo a los ojos mientras le exponía mi planteamiento. Él reaccionó sorprendido y algo avergonzado, aunque ahora que lo pienso, también un poco excitado; en cualquier caso, se quedó sin palabras.
-Esa es la situación hijo… es lo que he pensado – le dije.
-Pero… ¿tú quieres hacer eso… conmigo? – preguntó mi hijo con temor y vergüenza.
-Hijo, no es fácil… claro que como tú madre y en circunstancias normales, por supuesto que ni me lo plantearía… no porque no seas un chico atractivo, sino porque somos madre e hijo… pero en ésta situación desesperada… yo te amo, y estaría dispuesta a hacer cualquier cosa por ti, a dar mi vida por ti, y por supuesto a sacrificar mi pudor y mis sentimientos de madre, y mis prejuicios morales, sí es por tu bienestar… ahora estoy segura de que nadie nos busca, que nos dan por muertos, y sí algún día nos encuentran será por pura casualidad o accidente, algo muy poco probable donde nos encontramos… por eso, sí tú y yo no… sí no vivimos como marido y mujer, nos haremos viejos y moriremos aquí los dos solos… yo puedo aceptarlo, pero sí muero primero, tú te quedaras solo y para un ser humano no hay nada peor que morir totalmente solo, sin que ni siquiera un extraño pueda acompañarte o decirte una palabra de consuelo. Por el contrario, sí tú tienes tus propios hijos… nuestros hijos, ellos te acompañarían hasta el fin… Esa sería la única forma de que tengamos descendencia; yo no quiero presionarte, tú debes decidir… sí quieres hacerlo estoy dispuesta a hacerlo, y sí no, ahí se acaba el tema…también sí quieres tomar la decisión más tarde, o sí al principio no quieres hacerlo, pero después cambias de opinión, yo estaré siempre dispuesta. La decisión es tuya, y sea cual sea yo estaré contenta con ella – le expliqué a mi hijo.
-Y sí decido hacerlo… entonces… ¿tú serás como mi mujer? – preguntó.
-Seré todo para ti… tu esposa, tu mujer, tu amante, tu amiga, la madre de tus hijos… y por otro lado seguiré siendo tu madre, a pesar de todo – contesté.
Después de una breve pausa, me respondió.
-Si mamá… yo quiero hacerlo – dijo con timidez y cierta vergüenza.
-Está bien hijo- le dije tragando saliva y acariciando su mejilla – mañana haremos como una pequeña ceremonia entre los dos, algo simbólico para marcar el comienzo de nuestra nueva vida, como sí nos casáramos… y luego haremos el amor.
Efectivamente, luego de ese pequeño momento de ternura, pasamos a mi dormitorio a la acción; con manos temblorosas lo ayudé a quitarse la ropa, y yo también me desvestí hasta quedarme en ropa íntima. Entonces respiré hondo, y estando de pie frente a mi hijo, me desabroché los sujetadores y me los quité, dejando mis tetas desnudas delante de él. Luego agarré las finas tiras de mis bragas y me las bajé, dejando mi coño al descubierto; mi concha es fina y luce cerradita, y yo la solía llevar medio rasurada, dejándome algo de vello púbico. Pude ver la excitación en el rostro y los ojos de mi hijo, mezclados con los nervios al perder su virginidad y por la situación con su madre; lo ayudé a quitarse los calzoncillos y vi su pene erecto.
Suavemente lo llevé a la cama, nos acostamos uno al lado del otro; lo empecé a besar y acariciar por todo su cuerpo, comenzando por su pecho y descendiendo hasta sus testículos, a los que besé. Cerré mi mano derecha sobre su pene y lo estrujé y acaricié, sintiéndolo duro como una piedra; me acosté boca arriba, e hice que se acostara sobre mí. Lo besé en la boca, al principio suavemente, y después con más pasión; le decía que lo amaba una y otra vez.
Luego abrí bien las piernas, y con mi ayuda hice que mi hijo colocara su pene en la entrada de mi coño; y dulcemente le pedí a mi hijo que me penetrara…
Cuando mi hijo me penetró, cerré mis ojos llenos de lágrimas y sentí que me fundía con él y los dos nos disolvíamos en un abismo infinito; su dura verga estaba dentro de mí, entrando por el lugar por el que él había venido al mundo. Su pene se abría paso por el interior de mi vagina, apretado por mis paredes vaginales; yo sentía su penetración con un torbellino de emociones encontradas, pero pronto tomó el control el placer lujurioso.
Sentí placer como no lo había sentido en mucho tiempo, mientras guiaba a mi hijo para que me diera caña, retrocediendo un poco y luego de nuevo enterrándolo, en un rítmico movimiento atrás y adelante, un mete y saca divino; cada vez me fue dando más duro, me daba caña con mayor pasión y fuerza, y cada vez que su verga se enterraba hasta lo más hondo de mis entrañas yo sentía un estremecimiento de placer. Me fui poniendo cada vez más cachonda, empecé a jadear, a proferir fuertes quejidos de placer; hasta que se convirtieron en aullidos. El morbo de follar con mi propio hijo, mezclado con el placer de volver a follar después de años de abstinencia forzada, la sensación de probar su virginidad… todo se conjugo para que me volviera literalmente loca de placer.
Yo me agarraba como desesperada a mi hijo, como sí colgara de él a un vacío infinito; y cuando él no pudo más y acabó dentro de mí, derramando un chorro de leche dentro de mi vagina, yo pegué un grito de lujuria satisfecha, de éxtasis. Abracé a mi hijo y lo besé, mientras nos quedábamos exhaustos sobre la cama.
Así fue como mi hijo y yo comimos del fruto prohibido, cruzamos la barrera del pecado o de la aberración forzados en principio por las circunstancias; en los tiempos por venir tuvimos que afrontar grandes retos y terribles pruebas, cuando los recursos de energía de nuestra capsula se agotaron y toda nuestra tecnología quedó inservible, todos nuestros artefactos o aparatos electrónicos se volvieron inútiles al no tener energía para hacerlos funcionar. Tuvimos que habituarnos a vivir como salvajes, a vivir como nuestros lejanos ancestros cuando apenas habían descubierto el fuego. Pero los hijos e hijas que tuvimos, que al mismo tiempo eran mis nietos y nietas, fueron nuestro consuelo y nuestro apoyo.
Después que tuvimos nuestro primer hijo en común, estábamos un día hablando mientras yo le daba de mamar a mi hijo-nieto, cuando de pronto él me dijo:
- ¿Y cómo deberé llamarte delante de nuestros hijos? ¿Mamá? ¿O por tu nombre de pila… Eva?
-Creo que será mejor que me llames Eva… lo otro sería muy confuso- le contesté con una pequeña risa.
Y así fue como mi hijo Adán y yo, Eva, iniciamos nuestra vida como padres de una familia que llegaría a ser tan numerosa como nunca imaginamos que sería, y que nos convertiría en mito o leyenda…
Muchas gracias.
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