Negra

El cliente no la eligió por haber sido la primera de su promoción universitaria, ni tampoco porque hubiera ganado la mayoría de sus juicios hasta la fecha, sino por ser mujer, de mediana edad, y negra.

Hace cosa de un año, por Navidad, organizamos uno de esos juegos en los que los compañeros de trabajo se hacen regalos los unos a los otros. Lo del “amigo invisible” tiene fans y detractores, también escépticos como yo que simplemente se dejan arrastrar por la imbecilidad humana para no quedar unos cretinos.

Los promotores de amigo invisible eran siempre ellos, Ramiro y Joaquín, como lo eran de todas las celebraciones y jolgorios extraoficiales en el Laboratorio Farmacéutico para quién yo trabajaba.

Para los que aún no me conocen, sólo decir que me llamo Alberto y vivo en el sur de España. No hace mucho que cumplí los cuarenta años y estoy felizmente divorciado. Por lo demás, aclararía que mi abuela fue una preciosa negra de Costa de Marfil y que por tanto, soy mulato. También hago mucho deporte y visto con estilo, pues en mi profesión de representante de productos de farmacia, la imagen cuenta. Por último, me gusta leer y las mujeres que leen, sobre todo si gritan en la cama.

Ese año lo tenía difícil, me había tocado Yoana. La consejera era una de esas mujeres a las que les gustan ser las mejores en todo. Yo desconocía cual era su sueldo, pero por su aspecto y el estilo de vida que llevaba, éste debía ser muchísimo mayor que el mío, y eso que su puesto como consejera del laboratorio era sólo un extra.

Un par de meses atrás, el laboratorio había tenido que enfrentarse a una molesta demanda interpuesta contra el Coxilib, una molécula para la prevención de la alopecia femenina. Había sido el propio gerente quien la había escogido a ella entre todas las letradas del prestigioso bufete de Arriaga Asociados. Simon Harding, el gerente de KRON Pharma España, se había empeñado en contratarla a cualquier precio, tal vez por haber sido la primera de su promoción en la autónoma de Barcelona; sin duda por ser mujer y de mediana edad; seguramente por ser de raza negra.

Llegué a la cena de Navidad sin demasiadas expectativas. Sabía que lo bueno vendría después, cuando nos fuésemos de copas a la zona de San Juan. Además, en el amigo invisible no había tenido suerte. Me había tocado Yoana, y la ejecutiva pertenecía a una especie superior. Había estado a punto de pedirle a Ramiro que me la cambiara por Natalia, una secretaria solterona mucho más accesible por así decirlo, pero al final la mala conciencia había pesado demasiado.

Seducir a Yoana planteaba demasiados in convenientes. El primero era que Yoana pertenecía a esa élite triunfadora y su estatus estaba muy por encima del mío. Por decirlo de algún modo, esa mujer era un ser superior, una alienígena que conducía un deportivo de más de 100.000 euros. El segundo escollo a considerar era que Yoana se había convertido en la protegida del gerente. El menor tropiezo con ella supondría mi despido fulminante de la empresa. Si la devoción de un gerente veintitantos años mayor que ella no era suficientemente disuasoria, se decía también que la exitosa abogada tenía pareja. Aunque este extremo no había podido ser corroborado, dado que la licenciada era extraordinariamente reservada y nadie había osado preguntarle. Con todo, el problema que más me desconcertaba era que Yoana me gustase a pesar de ser negra. Era la primera vez que me pasaba. Lo sé, era irónico, sino hipócrita, que siendo yo mulato, nunca hubiera estado con una mujer de color.

Durante la cena de Navidad había tenido que esforzarme para no mirar a la consejera, y eso que la primera vez que la vi me pareció francamente fea. Claro que semejante impresión es siempre pasajera, cualquier esteticista podría confirmarlo.

Hacía sólo dos meses que la abogada catalana había llegado a la oficina y, sin embargo, ahora me atraía de un modo irracional. Con su silueta demasiado delgada y su pelo demasiado voluminoso, su nariz demasiado ancha y sus ojos demasiado oscuros, penetrantes y altivos.

Pasé unos cuantos días estrujándome las meninges, intentando hallar un regalo que pudiera sorprender a una mujer que lo tenía absolutamente todo. Seleccioné unas cuantas ideas, pero ninguna de ellas parecía bastante buena. Así que, en el momento de abrir su regalo, Yoana se sorprendió al sacar unos coloridos leotardos a rallas y una novela.

Por supuesto, ella no sabía que yo era era su amigo invisible, como tampoco yo sabía quién me había regalado a mí aquellas zapatillas azules, pero de todos modos, me encantó ver como se emocionó y no pude evitar contemplarla con una sonrisa que combina orgullo con cierto aire de idiota romántico.

Para animarme a abordarla, seguí el consejo que le había oído contar a mi amigo Ramiro: “Tomarme un par de cervezas, o cinco”. Estando ebrio, al menos tendría una escusa en caso de hacer el ridículo.

Hasta ese momento, yo había pasado gran parte de mi vida cazando mujeres. Había pulido una habilidad innata que la hija de una vecina me había hecho descubrir en mí mismo a los quince años, la capacidad de seducción. Desde entonces, mi relación sentimental más duradera había sobrevivido durante algo más de dos años. Si bien lo cierto era que el resto de relaciones se habían disuelto, o estallado en pedazos, antes de alcanzar los dos meses. Sin embargo, Yoana me había proporcionado la primera emoción de apariencia amorosa en muchos años y, desde luego, la más intensa que había sentido en toda mi vida.

Al salir a la puerta del auditorio la encontré a la derecha, con la espalda apoyada en la pared. Llevaba un vestido negro de algodón que le queda divinamente. La había visto salir un momento antes y pensaba que estaría fumando, pero no, Yoana estaba mirando su teléfono móvil.

No podía creer que una mujer tan fascinante como ella estuviera sola. ¿Dónde estaba el truco? ¿Cuál era la trampa? A lo mejor era lesbiana, o quizá estaba loca, o enamorada, lo que viene a ser lo mismo. Me acerqué pues a ella sin demasiada cautela, esforzándome en mantener la verticalidad.

— ¿Cansado de la fiesta? —preguntó ella a modo de saludo, confinando todo internet en su bolso.

Claro que estaba cansado. No entendía qué demonios hacía en esa fiesta, aunque ahora ya lo sabía. Esperar.

— Es que creo que ya he bebido suficiente —aduje.

— Doy fe —sonrió Yoana, que se había fijado en mi andar tambaleante.

— Apesto a cerveza, ¿verdad?

— Yo también voy fina, no te creas —reconoció, mostrando un vaso ya vacío.

— ¿Cuántos te has tomado?

Yoana se me quedó mirando con desdén antes de incorporarse con un movimiento deliciosamente ambiguo. Se me acercó de un modo imprudente y, frunciendo los labios, exhaló un suave y cálido soplido con olor a ginebra.

— Puf… —pestañeé, al recibir el golpe de aquel aliento etílico.

En ese momento, la distancia entre nosotros era muy escasa, pero todavía nos separaban unos cuantos años, cientos de miles de euros en acciones y un vestido de alta costura, todo ello a favor de Yoana.

Reímos de buena gana y nos volvimos a sentar allí mismo. Aunque esa fuera nuestra primera conversación, nos tuteamos y usamos deliberadamente nuestros nombres de pila. A la prestigiosa abogada no le importó rebajar su minuta a fin de hacerla lo bastante asequible para mí. No había hipocresía en ella, y sí interés en pasarlo bien. Yoana no se comportaba como una señora adinerada charlando con su jardinero, al menos yo no juzgué su amistad como ficticia. Después de todo estaba bebida e, “In vino veritas” que decían en la Antigua Roma.

Sin embargo, no dejaba de sorprenderme que una mujer tan educada y sofisticada, que conducía un Maserati Alfieri, estuviera charlando allí conmigo como si tal cosa. Aunque, curiosamente, yo también poseía un pequeño y viejo deportivo, un 911 blanco con treinta años de antigüedad.

No veía en Yoana ese rictus de señora culta y de buena familia, ese algo indescriptible y diferencial en la forma de hablar y gesticular de los habitantes del centro de la ciudad. Lo conocía bien, yo había crecido en la periferia y estaba acostumbrado a distinguir ese halo de soberbia del que no puede desprenderse la gente con poder y dinero. Esos matices impregnan y condicionan sus relaciones sociales. No reconocí en ella ese prestigio innato que autoriza a una joven de buena familia a ocupar un puesto en un renombrado bufete de abogados. Quizá sólo se debiese a que era negra, bastante más negra que yo, pero lo cierto es que no vi en su rostro esa aplastante sonrisa de superioridad, esa condescendencia que los nietos de emigrantes conocemos tan bien.

Una sonrisa tóxica para quien la contempla que Yoana también conoce, ya que no ha cambiado ni un ápice desde la época de la esclavitud y “Lo que el viento se llevó”. Así es, la ahora rica abogada me confiesa que su madre trabajó durante cuarenta años en el sótano de una mercería. Costurera y corsetera vio durante toda su vida esa misma sonrisa en la cara de las clientas blancas, dado que su jefa le hacía llevar los encargos a domicilio.

A continuación Yoana me habló de sí misma, de un día a finales ya del siglo XX, cuando una pequeña niña negra salió del colegio y un gran coche blanco se detuvo a su lado. La ventanilla trasera se bajó y su amiga Elena la invitó a subir con una sonrisa y ganas sinceras de pasar unos minutos más con ella.

— Vamos, Yoana. Sube —la instó la madre— Daremos un rodeo para dejarte en casa. No es ninguna molestia.

Yoana lo entendió a la primera: “No es ninguna molestia”. La madre, contrariada, había tenido que ceder ante la insistencia de su amiga. Y Yoana se subió junto a su compañera de clase en el asiento de atrás de aquel coche enorme. La mujer, al volante, quiso mostrarse agradable y le dio conversación.

— Entonces, Yoana, ¿qué quieres ser de mayor? Porque no querrás ser costurera, ¿verdad?

— No lo sé, señora.

Al llegar a casa, Yoana se lanzó a los brazos de su madre, con los ojos anegados, y la abrazó muy fuerte antes de sacar sus cuadernos escolares. Una frase arrogante acababa de fabricar a la más agradecida de las hijas y a la más aplicada de las colegialas. Yoana no evitó el colegio, donde algunos maestros, padres y compañeros creían muy limitadas sus posibilidades. Al contrario, tomó aquel sutil y velado menosprecio como algo normal contra lo que debería luchar el resto de su vida. Su determinación implicaba no dar poder a ninguna circunstancia adversa, ni permitir que se convirtiera en un trauma.

Yoana intuía que yo era un buen tipo. Si hubiera sido un mediocre la habría atosigado durante toda la fiesta. Un hombre agradable, si bien algo tímido y ciertamente cohibido a causa de los estereotipos.

— Yoana, quería preguntarte una cosa… Esto… Tengo entendido que te gusta mucho leer… —farfullé.

— ¡Ogh, Alberto! No me vengas con esas… —me interrumpió, frustrada— Y no me malinterpretes, estoy encantada de saber que no eres un palurdo que no ha vuelto a abrir un libro desde que terminó el posgrado, pero ahora mismo lo único que me interesa es pasarlo bien. Mira, vivo sola en un ático precioso, en el trabajo estoy rodeada de cretinos y, para colmo, hace un año que rompí con el que creí que sería el hombre de mi vida y llevo, déjame pensar, cinco meses sin follar. Espera, no, estamos a finales, ¡Seis…! ¡Seis meses sin echar un polvo!

— Creo que necesito otra copa —aduje— ¿Te estás insinuando?

— Bueno… Si necesitas un trago, hay tequila en la sala de juntas.

— Excelente idea —respondí.

Yoana dejó su vaso y zigzagueó hasta la puerta del hall, que empujó con torpeza. Yo la seguí escaleras arriba, inquieto y procurando no mirar demasiado su formidable trasero. Entonces, Yoana se detuvo frente a la puerta de la sala y apoyó la espalda contra la pared.

— Alberto, estoy a punto de cumplir los cuarenta —mintió— Te lo advierto, si intentas violarme, no me resistiré. Pensaré en la menopausia.

De pronto, con un impulso irracional, Yoana se me acercó con tal vehemencia que estuve a punto de retroceder un paso.

— Has bebido demasiado —le digo.

— Y tú no lo suficiente.

La vi fruncir el ceño. Afloró tanta indignación en la oscuridad de sus ojos que me percaté del modo en que apretaba los puños. “La besaría ahora mismo”, pensé, sorprendiéndome a mí mismo. Pero en la oficina se dice que tiene pareja y, aunque no fuera así, lo cierto es que el gerente del laboratorio está encaprichado con esa mujer a pesar de ser mucho mayor que ella.

— ¿Dónde está el tequila? —pregunté.

— En el armario, detrás de los rotuladores, pero no sé si deberías… —suspira entonces— Disculpa mi falta de decoro, Alberto. No te imaginas lo desesperada que estoy.

Obedecí y la observé, desconcertado ante semejante ataque de sinceridad alcohólica. La seguí observando con cautela. Si estuviésemos en cualquier otro sitio, la besaría ahora mismo, volví a pensar. Le tomaría el rostro entre mis manos y le besaría la boca, rozándome con esos grandes labios que tanto me gustan. Oliendo su piel y todo lo que ha sido hasta ese momento.

— Oh, venga, Alberto. Bésame de una vez. Te estás muriendo de ganas y, la verdad, a estas alturas me da bastante igual si besas peor que mi último ex.

— Yo… Yoana —pugno por dar con las palabras apropiadas— Te juro que me gustas, pero creo que estás borracha.

— Claro que estoy borracha… En fin, qué poco romántico, pero qué más da, dentro de unos años nos reiremos contándoselo a nuestros hijos —dijo echándose a reír— Bésame o me pondré a llorar, o a gritar… ¡Aaah! ¡Socorro!

— Yoana, por favor. No hagas eso —le rogué, estupefacto.

— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —rió entonces— Mira que eres bobo. No sólo tú, todos, todos los hombres ¿Por qué demonios os tiemblan las piernas si una mujer os pide que la folléis?

La vi debatirse entre las ganas de besarme y el miedo a las represalias. Estaba a un paso de romper las reglas, de tomar definitivamente la iniciativa y jugárselo todo. Porque si me besaba en ese momento, yo la iba a corresponder. Si ella me besaba, yo la iba a morder... Le entregaría mi lengua y buscaría la de ella. Si Yoana daba el paso, nos íbamos a fundir en un beso hasta parecer una pareja.

De pronto, Yoana me agarró de la camisa y me plantó un beso en los morros. Fue un beso fuerte, torpe y con sabor a ginebra, con la boca abierta y los ojos cerrados. Nos abrazamos con desesperación, devorándonos mutuamente durante un instante en el que el tiempo se detuvo para nosotros.

Un momento después, casi sin saber cómo, tengo a Yoana a mis pies y la verga fuera del pantalón. La abogada está verdaderamente desesperada. Mi miembro, duro como una barra de hierro, se yergue frente a su rostro a punto de tocarle la nariz. Hinchadas venas resaltan en toda su longitud, el rampante glande amoratado y brillante. Yoana lo contempla boquiabierta.

— ¡Pedazo de rabo! —exclama entusiasmada antes de envolver mi glande con su lengua por primera vez.

Según parece, se le hace la boca agua, mi palpitante capullo brilla ahora gracias a su saliva. Sencillamente, Yoana se moría de ganas de comerme la polla, nada más.

Yoana aferra mi miembro, pero sus dedos no consiguen abarcar todo el contorno. La punta de su pulgar se queda a un centímetro del resto de sus dedos. Su boca, en cambio, se distiende voraz y engulle no sólo el glande, sino casi un tercio de mi verga.

—Por Dios… —gimo ante el temerario cabeceo que la abogada emprende casi de inmediato.

Me noto tenso entre sus carnosos labios de negra, tengo la verga dura como una piedra de mármol. Entonces se debate, algo le falta. Rápidamente termina de despejar el camino. Ha abierto por completo la cremallera para liberar también mis testículos.

Ahí sí se despacha a gusto, un plato combinado de huevos y rabo de toro. Eso sí, primero empuña mi verga por la base y sonríe como una cría complacida con el delicioso helado que va a chupar. De hecho, al estrujar mi miembro Yoana hace surgir una gota transparente del exiguo orificio de la punta. Lo relame a conciencia, trazando círculos con la lengua en torno a mi hinchado glande hasta hacerme jadear.

Inquieto, me revuelvo reprimiendo el deseo de tomarla por la nuca y follarle la boca hasta las últimas consecuencias. No lo hago, ni lo haré mientras que ella no deje de hacer lo que hace. Se nota, y de que manera, que la abogada está haciendo algo con lo que ha fantaseado mucho últimamente.

Es ella la que no puede resistirse a eso tan duro que frunce sus labios, realmente chupa siguiendo el dictado de su propio deseo. Su mano me masturba con suavidad, siguiendo la cadencia con que cabecea. Luego me mira a los ojos.

Contrariamente a aquella decepcionante primera impresión, en ese instante no hay para mí otra mujer tan exótica y hermosa como ella. No es solamente su piel zaina y resplandeciente como el oro, son esos almendrados ojos negros, esa ondulada y oscura melena, esa nariz deliciosamente chata y, sobre todo, esos carnosos labios que van y vienen a lo largo de mi polla.

Entonces Yoana se enterró mi vibrante verga hasta las amígdalas, haciéndola desaparecer casi por completo. Teniendo en cuenta que mi miembro llega a alcanzar los dieciocho centímetros, aquel alarde resultó casi inaudito. Y ahí no quedó la cosa, la abogada rodeó con sus labios todo el contorno de mi miembro y, sin prisa, lo fue dejando escapar.

Al terminar, Yoana frotó maliciosamente la parte inferior de mi glande con la punta de la lengua, sonriendo con esa ordenada fila de dientes blanquísimos. Y luego comenzó a subir y a bajar. Una, dos, tres veces, lentamente. Una, dos, tres veces, imponiendo un ritmo mayor…

Entonces, la consejera y protegida de Don Simon cerró los ojos y pasó a modo automático. El entusiasmo con que Yoana mamaba mi miembro, me dio fuerzas para soportar aquella tortura. Sin embargo, el delicioso cabeceo de Yoana fue haciendo mella poco a poco en mi solida determinación.

Sus mejillas hundidas hacían patente la fuerza con que estaba succionando mi miembro. El húmedo y cálido interior de su boca aumentaba mi percepción de que la abogada estaba implorando por un poco de semen.

A medida que la diosa negra me chupaba la polla, la tensión de mis testículos se fue acentuando. Adrede o no, Yoana parecía ahora dispuesta a hacerme eyacular. Con la verga siempre dentro de su boca, me empezó a costar contenerme.

— Para… Por favor —rogué, desesperado.

— ¡Yoana! —insistí, pero la abogada fue imposible de convencer. Aquella mujer madura y segura de sí misma se creía la única con autoridad allí. ¡Cómo se equivocaba!

Dado que Yoana me había ignorado, alcé la pelvis y reventé sin previo aviso.

Contrariamente a lo que yo esperaba, ni siquiera entonces se detuvo. Entre el éxtasis y el espanto, contemplé como Yoana continuaba cabeceando a pesar de las sacudidas de mi verga. Reducida a sus instintos básicos, la prestigiosa y altiva abogada se mostraba ahora como era en realidad. Debajo de toda esa altivez, de esa ropa exclusiva y esa educación elitista, yacía un animal salvaje, una combinación de zorra maliciosa y cerda hambrienta de cualquier cosa con sabor a hombre.

La ingente cantidad de esperma y saliva acumulada en el interior de su boquita, favoreció que sus succiones y chupadas se tornasen aún mas burdas y desvergonzadas. Momento en el que Yoana me sonrió satisfecha y francamente divertida con los groseros ruidos que hacía de manera deliberada, jugueteando con los grumos de semen que aún adornaban mi verga y empleando la lengua para recobrar lo poco que se le había escapado por las comisuras de la boca.

— Cómetela ahora —la invité caballerosamente.

Después de que Yoana me hubiera vaciado los huevos, yo la animé a intentar tragarse mi miembro por completo. Aunque conservara casi todo su tamaño, mi entumecida verga ya había perdido rigidez, al menos en parte. La competitiva Yoana no se lo pensó dos veces y, con el ceño fruncido, engulló con decisión. Sin embargo, cuando vi que se le iban a resistir los últimos centímetros, decidí echarla una mano. Dio una leve arcada y me clavó las uñas, pero gracias a aquel pequeño empujoncito, mi verga se curvó en el ángulo apropiado y se deslizó por su garganta.

Con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y la nariz aplastada vigorosamente contra mi pubis, Yoana empezó a darme palmadas en los muslos. Obviamente, la pobre no debía encontrarse muy a gusto con mi miembro atorado en su gaznate.

— Cuando acabe contigo no vas a poder ni tenerte de pie —le advertí nada extraer mi miembro de entre sus amígdalas.

En vez de amedrentarse, Yoana me agarró del pelo y, en un solo movimiento, se sentó sobre la mesa de reuniones, separó las piernas y me ofreció su sexo decidida a recibir una compensación por lo que yo acababa de hacerle.

— ¡Come!

Bastó esa palabra para que me lanzara a devorarla. Al principio fui bastante torpe, presa de la desesperación. Yoana se movía incómoda, por lo que moderé los embates de mi lengua. Pellizqué entonces sus inflamados labios mayores entre mis labios, haciéndola sollozar y luego le di mi lengua… Lento, rápido, lento…

— Sí… Así —me indicó.

La limpié a conciencia, a una conciencia muy muy sucia… Después de lamer, volví a succionar sus labios, pero cuando quise usar los dedos, ella no me lo permitió.

— Las manos quietas, si no… tendré… tendré que atarte —me previno entre jadeos.

Y como un esclavo obediente, llevé ambas manos a la espalda y continué comiendo entre sus piernas igual que un perro. La besé ahí abajo de la misma forma en que la habría besado en la boca, y eso la desesperó tanto que deseó por un momento tener una lengua también allí para entrelazarla conmigo.

En ese momento, yo era el responsable de llevarla al orgasmo. Labor que cumplí con determinación, prodigando lengüetazos por toda su intimidad, sin olvidar ni siquiera su ano, alternando luego entre éste y el clítoris para arrastrala al borde del delirio.

Yoana se puso tan frenética que a punto estuvo de arrancarme un mechón de pelo, y todo sin dejar de frotar su ardiente y pringosa vulva contra mi rostro. Miró luego hacia abajo, buscando resarcirse en mis ojos, pero yo la lamí con más fiereza que sumisión. No quería perderse nada… Y finalmente, la que perdió fue ella. Estalló en un orgasmo de locura, quizá el más intenso de su vida. La sofisticada señora me empapó la cara con sus fluidos, cosa que no me importó lo más mínimo. Para entonces, yo estaba más allá de los límites de la locura. Más allá de todo…

Entonces gritó. Estoy tan seguro de que gritó como de que se apoyó en la mesa estremeciéndose de la cabeza a los pies. Luego jadeamos como perros, sin dejar de mirarnos.

Tras la cena de Navidad, la negra estuvo dos semanas sin hablarme, rehuyéndome. Según ella misma me explicó cuando insistí en que me contara qué demonios pasaba, se había ofendido por que la hubiese follado por el culo. Al parecer, Yoana estaba convencida de que me había aprovechado de que iba bebida. Yo dudaba de la veracidad de su indignación a posteriori, pero le pedí disculpas e hicimos las paces.

Poco a poco, Yoana fue bajando el ritmo de trabajo, pues finalmente no habría juicio. Gracias a la estrategia de defensa de aquella negra, la farmacéutica logró un acuerdo con los demandantes y el Cloxilib se retiraría del mercado. El gerente se mostró tan magnánimo que le regaló a Yoana un viaje a Nueva Zelanda.

Por mi parte, nunca supe que me resultaba más gratificante, si ver a mi jefe babear tras Yoana cada mañana, o verla a ella salivar cuando me la chupaba.