Necesito un macho
No sabía lo que era sentirme hembra...
Me llamo Lady Elizabeth D Mont. Palier. He tenido una larga y azarosa vida, de la cual no me arrepiento. Ahora a mis 80 años me decido a relatar los hechos acontecidos en mi juventud, para mi nieta Paula, con el fin de demostrarle que su abuela no es tan mojigata como ella piensa.
Mi infancia fue muy feliz, rodeada por mis padres y hermanos. Una rígida educación, me preparó para el futuro, o eso creían mis padres pues si hubieran sabido lo que me iba a acontecer no me hubieran dejado salir de casa.
Me casé a los diecisiete años, con el hombre que eligieron para mí; el Conde la Roche.
En mi noche de bodas, ante mi tristeza, al pensar que nunca me casaría con el príncipe de mis sueños, todas mis amigas me decían la suerte que había tenido. Que un hombre de esa edad era todavía capaz de hacerme sentir mujer.
Mi marido era un hombre de unos 40 años, fuerte, con fama de caballero. Aunque la diferencia de edad, de 23 años, pueda parecer enorme, a algunas de ellas, les habían tocado maridos con más de 50 años.
Obedientemente intenté hacer feliz a mi marido.
La noche de bodas, me arreglé como mejor pude y le esperé en la cama, asustada, pero curiosa. Como exigían los cánones, yo era virgen y no tenía la mínima idea de lo que era el sexo. Le esperé hasta altas horas de la madrugada, hasta que rendida me deje dormir.
La mañana siguiente, me arreglé con mis mejores vestimentas y bajé a desayunar.
Sin saber como actuar, me dirigí donde mi marido, sentado, me esperaba, con aire de aburrimiento. Hice ademán de darle un beso pero él con un gesto, frío y distante, me indicó que me sentara al otro lado de la mesa.
Pensé que había hecho algo malo y por eso no se me acercaba. Intentando arreglar la situación le pregunté que le pasaba, pero no me contestó.
Llorando, desconsoladamente, corrí a mi habitación. El día fue largísimo. Esperé que viniera a mis aposentos pero no vino. Esa noche y las siguientes, tampoco acudió a mí.
En los días siguientes, siguió ignorándome.
Cierto día me atreví a preguntarle, por que me trataba como si fuera una niña pequeña y no su esposa a lo que él me contestó:
Es que eres una niña Elizabeth.
Llorando le pregunté, si le había fallado en algo o si era porque no le gustaba, el porque no acudía a mis aposentos.
El muy serio me contestó que el matrimonio era una entidad respetuosa. Que el sexo solo se concebía para la procreación y que alguna noche acudiría a mí, pero que yo no debía sentir ningún deseo pues eso era indigno de una gran señora.
Me fui muy enojada, a mi habitación y no salí en un par de días. Hasta que tomé la decisión de ignorarle.
Quince días después, mis amigas vinieron a verme y pícaramente me preguntaron por mi luna de miel. Tuve que inventar toda una serie de mentiras, pues sentía mucha vergüenza.
La situación se prolongó mucho tiempo y mi virginidad seguía intacta.
Mi madre me preguntaba que cuando iba a traerle un nieto a lo que yo respondía que cuando Dios quisiera. Ella, sospechando algo, me decía que seguramente, mi marido era impotente, que una chica joven y con el tiempo que llevaba casada ya debía estar embarazada.
La relación con mi marido era cada vez más tensa. Procuraba comportarme como una niña malcriada, haciendo lo que quería y dejándole en mal lugar en las fiestas de sociedad.
Al llegar a casa, tras estas fiestas, discutíamos. Me decía que debía aprender a comportarme como una señora. Y yo le contestaba que como iba a comportarme como una señora, si era una niña.
La situación llegó a un punto, que cierto día, delante de los criados, le llamé impotente.
Su mirada me heló la sangre. Me obligó a subir a mi habitación, en la que asustada me arrepentí de lo que le dije. Esa misma noche, cuando dormía profundamente, entró como un vendaval y tras arrancar mi ropa, me tiró en la cama y me dijo entre gritos:
¿Así que quieres ser una señora?
Pues hoy vas a saberlo.
Desnudándose, se plantó con su pene junto a la cama, separó mis piernas y de un empellón me la clavó.
Lancé un grito de dolor, al perder mi virginidad. El sin compasión siguió bombeándome un poco más hasta que sin darme cuenta acabó, quedando tendido sobre mí. Cuando se bajó noté una pequeña cantidad de algo viscoso que salía de mi vagina. Seguidamente, me besó en la frente y se marchó.
Me dije, que si esto era hacer el amor, no entendía por que tanto revuelo. De todas maneras, a la mañana siguiente, bajé muy contenta pues ya era una señora.
A partir de ese día se acabaron las peleas entre ambos y fui la señora que mi marido quería.
En los siguientes meses, me tocó un par de veces más, pero para mí fueron más que suficientes. Llegaba, sin previo aviso, abría mis piernas e introducía su pene. Tras bombearme un momento, terminaba para quedar rendido a mi lado. Luego, tras recuperarse, me daba un beso en la frente y se iba.
Perdí todo interés por el sexo.
Nos llevábamos muy bien y empecé a sentirme, por primera vez, la condesa La Roche.
En verano fuimos a la casa de campo. Una gran mansión campestre en el norte de Paris, donde tenía, mi marido una gran caballeriza, pues esta era su afición.
Cierto día, me acerqué a los establos pues oía unos extraños relinchos de caballos. Asombrada observé como mi marido introducía el pene de uno de los caballos en la vagina de una yegua.
Me quedé bloqueada viendo el espectáculo. Los mozos de escuadra vieron el asombro de mi cara y empezaron a reír.
Mi marido al verles, me gritó, muy enfadado, que me marchara a casa. Azorada doblé la esquina del establo y me oculté para seguir observando.
Mi marido, muy enfadado les gritaba a los mozos, algo que no pude entender debido a los relinchos que emitía la yegua.
Minutos después al caballo, se le aflojó el enorme pene, dejando salir una enorme cantidad de semen de la vagina de la yegua. Esta imagen me dejó totalmente erizada. De la vagina de la yegua, totalmente dilatada, salía un enorme río de leche. Que diferencia a cuando mi marido me montaba, que dejaba una pequeña manchita. Este pensamiento hizo subir el rubor a mis mejillas.
Seguí oculta observando a mi esposo.
Dos mozos se llevaron los caballos, y mi marido comenzó a descargar la fusta sobre el mozo que se había reído al verme. Este gritaba pidiendo perdón; pero no había compasión.
Como un diablo comenzó a golpear, a diestro y siniestro, también a los otros mozos que se habían acercado al oír los gritos del primero.
¡Cabrones!. Como habéis dejado que la señora contemple este espectáculo. Decía indignado.
¡Perdón! amo, respondía uno.
¡Apareció de repente! decía el otro.
¿Acaso no sabéis que es una dama? Continuaba mi marido.
¡Si amo! ¡Pero ella también es una mujer! Dijo el encargado de las cuadras, Juan. Un hombre de unos 30 años que llevaba mucho tiempo a las ordenes de mi marido.
¿Tu también? Dijo este mirándole con odio. Y le descargó un fustigazo en la cara.
¡Ella es demasiada mujer para vosotros! Y siguió golpeándoles a unos y otros.
Juan se calló pero en su cara apareció un odio indescriptible que me asustó.
Cuando se cansó, se subió a uno de sus caballos y al trote desapareció en el prado.
Me quedé oculta para escuchar que decían.
Ese presumido las tiene que pagar. Decía uno.
Se las da de macho y no es más que un eunuco. Decía otro.
¿Habéis visto la poca polla que tiene? Decía un tercero.
Esa pobre mujer no sabe lo que es un hombre. Sentencio Juan.
Estas palabras dichas por la mano derecha de mi marido, no me gustaron. Que se creían estos criados. Habría que enseñarles modales.
El más joven de ellos, Marcos, se bajó los pantalones y cogiendo su polla dijo:
Lo que daría esa zorra rica, por un rabo como este.
Todos rieron la ocurrencia.
Asombrada no podía apartar la mirada de la polla del mozo. Era increíblemente grande, descomunal. Mucho mayor que la de mi marido. Más larga y mucho más gorda.
Asustada de que me vieran, salí corriendo hacia la casa.
Esa noche no pude dormir. Mi marido vino y me poseyó más fuertemente que otras veces, pero en mi mente solo estaba la imagen de la polla de Marcos y las risas de los demás.
¿Cómo sería ser poseída por semejante aparato? Estos pensamientos me excitaron tanto que por primera vez noté como un terrible ardor partía de mi vagina hasta hacerme correr.
Mi marido, pensó que era él el objeto de mi deseo, y satisfecho, se durmió a mi lado.
Miraba la polla de mi marido, a mi lado y la comparaba con la de Marcos. Parecía la de un niño a su lado, pequeña y arrugada. Había tenido el primer orgasmo de mi vida, y me lo había provocado solo el pensar en aquella polla. No la de mi marido. Como sería tenerla dentro de mi, me preguntaba, mientras con mi mano me acariciaba la vulva. Cogí la pequeña cantidad de semen que tenía en ella y sin pensarlo la introduje en mi boca. El sabor me encantó. Imaginando como sería el ser montada por una polla que me llenara de leche me volví a correr.
La mañana siguiente, le conté a mi marido, lo que había oído, omitiendo algunos detalles como el que hacía yo en aquel sitio y lo del pene de Marcos.
Enfurecido, avisó a su guardia personal, que a su orden fueron a buscar a los pobres infelices. Amarrándoles por sus brazos, en el patio interior de la casa, les relató lo que le había dicho. Ellos negaban, asustados. Todos menos Juan que mi miraba, con odio, directamente a los ojos.
A una seña de mi esposo, comenzaron a darles latigazos. Convencida de que se lo merecían vi todo el castigo, sonriendo.
Al día siguiente, todos ellos me saludaban con una inclinación de cabeza, sin mirarme a los ojos.
Me aficioné a montar a caballo, por lo que pasaba muchas veces por las cuadras.
Me encantaba ver como los sementales cogían a las yeguas. Hacía que Juan sacara a un semental blanco, que me encantaba, y le ofreciera alguna yegua, de las que se encontraban en celo.
Ellos me obedecían, sin rechistar, a cualquier cosa que les mandaba. A veces incluso, les exigía cosas sin necesidad, tirando del hilo hasta el máximo, provocándoles, pero sin conseguir nunca que me faltaran al respeto.
Me gustaba tanto la casa de campo, que sin dificultad, convencí a mi marido para quedarnos a vivir definitivamente en ella.
Así transcurría mi vida, feliz, salvo por las contadas visitas de mi madre, en la que siempre me decía que cuando le iba a traer un nietecito.
Cierto día, mi esposo tubo que marchar a la ciudad, por asuntos de negocios, dejándome al cargo de toda la propiedad.
Durante todo el día hostigué como siempre a los criados, sobre todo a Juan, el cual me miraba con odio, pero obedecía sin rechistar.
Por la noche, me fui a la cama y me dejé dormir rápidamente.
Me despertaron unas caricias en mi vulva.
Medio dormida, gemí suavemente pensando que mi marido quería hacerme el amor.
Abrí mis piernas, como hacía siempre y ofrecí toda mi vulva. Con los ojos cerrados, noté una enorme presión en la entrada.
Zorra. Vas a saber lo que es un hombre.
Abrí los ojos de repente. No era mi marido sino Juan, que desnudo sobre mí, estaba a punto de meterme su polla.
¿Que haces? Pregunté asustada.
Te voy a dar la polla que no te puede dar el cornudo de tu marido.
Y sin más dilación me la ensartó hasta el fondo. Lancé un alarido que se oyó en toda la mansión. Mi vagina no estaba acostumbrada a semejante pene.
Como estaba lubrificada no le costó llegar hasta el final. Luego comenzó a bombearme, haciéndome ver las estrellas. Era increíble, me babeaba de gusto. Me sentía totalmente llena. No se cuantas veces me corrí hasta que Juan, trincándome por la cadera apretándome contra él, descargó chorros y chorros de leche en mi breva.
Se despegó de mí, dejándome ver su enorme polla, llena de venas y brillante de mis jugos vaginales. Como enloquecida, abrí mi boca y le besé profundamente, jadeante, chupe su lengua, suplicándole desesperadamente que siguiera. Me escarranché a 4 patas y le ofrecí mi lujuriosa vulva. El no pudo aguantarse más y me la clavó nuevamente. La notaba profundamente. Por fin tenía un verdadero hombre que me jodía de verdad. Largo rato después acabó nuevamente en mi interior. Sin decirme nada, se salio de mi y se marchó dejándome espatarrada y con la breva derramándose sobre la cama. Era tanta la leche, caliente y suave que comencé a sacarla con mis dedos y a restregármela por todo el cuerpo. Me encantaba. Fantaseaba con tener litros en mi interior, hasta que me corrí de nuevo, sin tocarme.
Por la mañana, Juan no estaba. Pregunté a los demás, pero se había marchado, por miedo a represalias.
No conté a nadie lo sucedido, pero los mozos de las cuadras debían de saber algo, pues me miraban de otra manera.
Esa noche no pude dormir de la calentura, deseé que volviera Juan, por lo que me pasee desnuda por la habitación, con la luz encendida para que me viera.
A eso de las dos de la mañana, oigo unos pasos, fuera de la habitación, por lo que espatarrada y desnuda sobre la cama, me hago la dormida y espero que entre Juan.
Se abre y cierra la puerta, suavemente. Yo no abro los ojos, esperando, me posea de nuevo, como la noche anterior.
Oigo ruidos de ropa, al desvestirse.
Como pasa un tiempo y no noto que venga a mí, abro los ojos y veo un espectáculo increíble.
Los 3 mozos están a mí alrededor, cogiéndose sus enormes pollas y tocándose una paja.
Con un nudo en el estómago, les grito que están haciendo. Intento que se vayan, pero me dicen:
Ayer dejaste a Juan. Si no nos satisfaces a nosotros se lo diremos a tu marido.
No puedo apartar la cara de la polla de Marcos, es gigantesca. La de los otros son grandes pero la de él es enorme.
No puedo remediarlo y mi lengua humedece mis labios. Ellos se dan cuenta y sin dilación, me separan los pies y uno me la mete hasta el fondo.
Jadeo de gusto, mientras cojo la polla de Marcos y comienzo a mamársela.
Los pobres, al ver a su bella ama, gozando como una cerda ante sus rabos, se corren al momento.
No puedo parar de tragar leche de unos y otros, mientras ellos se van cambiando de sitio.
Le pido a Marcos que me meta su pollón. Este me coge, de 4 patas, y de un empellón me clava hasta la mitad. Grito asfixiada, pidiendo aire, pero otro de ellos me la mete en la boca, ahogándome.
De un par de culeadas más consigo que se me clave toda la polla de marcos. Este gritando se corre en mi interior.
De esta manera estuvieron follándome hasta el amanecer.
Tanta leche me habían metido que con cada culeada salían chorros de mi interior.
Cuando se marcharon, salía un río de leche de mi breva. Estos bravos mozos hacía mucho tiempo que no habían estado con una mujer y me montaron más de cinco veces cada uno. Pasé el resto de la noche, totalmente encalada en su leche, restregándomela y masturbándome no se cuantas veces.
A la mañana siguiente llegó mi esposo. Me duché y bajé a desayunar.
Me preguntó por mis ojeras. Se interesó por mi salud y le dije que estaba un poco mal y no preguntó más.
Los mozos desaparecieron. Lo cual no importó mucho a mi esposo, que rápidamente los sustituyó por otros.
Al mes, empezaron las náuseas y los vómitos.
Llamaron a un médico, que le dijo a mi esposo que estaba embarazada. Este muy contento no me dejaba sola ni un instante.
8 meses más tarde di a luz un par de gemelos. Eran 2 niñas preciosas, que hicieron las delicias de mi esposo y mi madre.
Nos mudamos de nuevo a la ciudad pues era más fácil criarlas allí.
No volví a ver a mis mozos.
Las niñas tenían 2 años y mi esposo había partido para América. Yo vivía aburrida en casa, sin un hombre que me satisficiera.
Mi madre me aconsejó que fuera a la casa de campo, sola, a descansar, que ella se quedaría cuidando a las niñas. Accedí encantada.
Al llegar allí, todo era distinto. Ya no estaban mis queridos mozos.
Por las noches soñaba con aquella última noche en que me habían dejado totalmente llena de leche.
Mis fantasías eróticas eran la de ser empalada por un enorme pollón que me llenara completamente.
Paseaba desnuda por la habitación, esperando que mis mozos volvieran a por mí. Pero nunca aparecieron.
Una de esas noches en que ya no me valía masturbarme, me puse una ropa interior, muy sexy y una capa sobre mi desnudo cuerpo y fui a los establos. Quería ver si alguno de los mozos me follaba.
Al llegar allí, oí el relincho de mi amado caballo blanco. Fui a saludarle y me metí con él en el establo.
Le noté nervioso. Un poco asustada, intenté salir, pero se interponía entre yo y la puerta.
Al animal, un semental experimentado, olía mi calentura. Su falo empezó a salir del capullo.
La imagen me sobrecogió. Una idea loca pasó por mi mente. ¿Me querría follar el caballo?
La excitación no me dejaba respirar. Abrí la puerta del establo, y acariciándolo, lo monté a pelo. El contacto de mi desnudo torso con la grupa del animal me volvía loca. En la oscuridad, le incité a cabalgar. Abrazándome a su torso, acostada, le dejé llevarme donde quisiera.
Se internó en la noche, hasta lo profundo del bosque. Allí llegamos a una casa abandonada, con el techo derruido.
Con un relincho me indicó que bajara.
En el suelo, dejé caer mi capa, quedando desnuda ante el animal, este, nada más verme comenzó a hinchársele la polla.
Acaricié su lomo, suavemente, desde el cuello hasta la grupa, pasé la mano por la panza hasta llegar al miembro. No podía apartar la vista de éste.
Pronto lo vi crecer en todo su esplendor.
Sin poderme contener, lo cogí con la mano.
Estaba caliente. Era ancho en su cabeza, plano y muy gordo. Deslicé la mano arriba y abajo, tirando suavemente hasta que el animal quedó totalmente empalmado. Seguí acariciándolo y acerqué la boca para besarlo. En este momento el animal descargó un poco de leche que me cayo dentro.
Me gustó su sabor y lo tragué. Era parecido al sabor que recordaba.
- Ummmmm.
Seguí con este juego mientras el caballo se movía nervioso.
Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal pero no podía controlarme, estaba tan excitada recordando el goce de la yegua, que quería probarlo.
El caballo muy nervioso, no paraba de moverse a mí alrededor, intentaba morderme en el cuello.
Al volverme para quitarme las bragas, pensó que quería huir, relinchando se me montó a la grupa, abrazándola con sus cuartos delanteros.
Creí que me iba a escachar. El peso del animal me hizo doblarse hacia delante mientras el pene de la bestia golpeaba contra mi espalda, pringándome de líquido preseminal.
El sentir mi espalda toda mojada, me volvió loca.
La sensación de la leche del animal fue tan delirante que safándome, como pude de él, corrí hasta el viejo establo quitándome las bragas. Quería tenerla dentro.
El animal al verme desnuda intentó morderme el cuello a lo que respondí sensualmente con quejidos imitando los relinchos de una yegua. Golpeó mis nalgas, indicándome que quería montarme.
Entendí la señal. Caminé un poco más; el animal pegado a mi espalda con su falo totalmente erecto.
El caballo, excitado, volvió a montar a mi grupa. Quería clavármela ya sin falta.
Cogí el pene para restregarlo por la vulva.
Notaba como latía, ardiente y chorreante como la de una yegua.
El tamaño del pene era enorme, sólo pude restregárselo un poquito pues era tan grande que me asusté.
Viendo que había sido una equivocación, intenté safarme, consiguiéndolo momentáneamente, pues cuando creí que podía escapar, el caballo ya desesperado, me trincó contra las paredes del establo y me la enchufó hasta el fondo.
AGGGGGGGGGGG. Grité.
Apoyada como estaba, el animal me bombeaba duramente. El dolor era increíble, pero no había forma de sacarme a la terrible bestia. Sin compasión me apretaba con sus cuartos delanteros intentando metérmela hasta el fondo. Notaba el enorme falo del animal golpeándome en el útero.
Dejo de dolerme y gocé locamente, como nunca lo había hecho. Por fin tenía una buena polla con la que follar. No se las veces que me corrí.
El animal en una última estocada, me ensartó completamente y se vació en mi interior. Una presión enorme se intensificó en mi vientre. Litros y litros de leche, buscaban sitio en mi relleno útero. Rápidamente empezó a aflojársele el falo, dejando sitio para que se rellenara mi interior. Este chorro de leche caliente me hizo revolcarme de gusto. La sensación era increíble y me volví correr de nuevo hasta caer desmayada bajo las patas del animal con el enorme boquete, que ahora era mi vagina, abierto y chorreando.
Me desperté al notar el hocico del animal en mi cara. Me incorporé sintiendo un enorme vacío en mi bajo vientre. Llevé mi mano a la vagina y pude meterla completamente en su interior. Haciendo cuenco, con la mano, pude sacarla llena de leche.
Miré al caballo, pues se agitaba de nuevo. Fijé la vista en el bajo vientre y le vi el pene nuevamente empalmado.
Quería montarme de nuevo.
Extasiada y ya sin ningún miedo, fui a colocarme sobre una pila de paja, escarranchada boca arriba, llamándole.
El al verme con mi vulva nuevamente abierta a su disposición, relinchó, y se acercó colocándose sobre mí pero sin escacharme. Como si supiera lo que debía hacer, se colocó de tal manera que quedaba bajo su vientre, sin aplastarme.
Esta vez cogí su polla con mi mano y la introduje fácilmente en mi interior.
Suavemente, el caballo se dejó hacer mientras yo me lo follaba.
Cuando la tuve bien colocada, el comenzó suavemente a hacerme un mete saca, hasta que entre relinchos terminó nuevamente, dejándome el chocho como un meadero de patos. Me quedé en esa posición, mientras él se recuperaba, comiendo algo de pasto, para luego venir a montarme de nuevo.
Tras la nueva cogida, me dejé dormir en esa posición: abierta completamente. Únicamente esperaba sumisamente a que volviera cuantas veces quisiera a desahogarse en su hembra.
Creo que me montó unas tres veces más, pero no lo recuerdo pues agotada, me dejé dormir, recuperando algo de claridad cuando notaba que ya estaba empalada, para luego caer en la somnolencia.
Desperté a media mañana, con un gran peso en mi útero. El animal acababa de terminar en mi interior y se estaba despegando. Bajé mi mano y comencé a sacar leche de mi interior, sorprendida pude comprobar la abundancia, pues tenía más de un balde.
Poniéndome en pie sobre la pila de paja, me puse la capa sobre los hombros y le llamé a lo cual el vino solícitamente. Monté a su grupa y dejé que me guiara hasta casa. Durante el camino, nuevos chorros de leche bañaron su lomo.
En las caballerizas, me recibieron con grandes gritos. Habían estado buscándome todo el día, sin encontrarme.
Uno de los mozos, un señor de unos 60 años, me ayudó a bajar del caballo. Al descabalgarme, quedó una hebra, que iba desde mi bajo vientre hasta el lomo del animal.
El hombre, miró el charquero que tenía el caballo en su grupa y tras tocarlo con una de sus manos, lo llevó hacia su nariz, se volvió hacia mí, mirándome de una forma especial.
Creo que vi admiración en sus ojos.
Intenté caminar, pero con un sonido de estómago, que partió de mi vagina, caí al suelo ruborizada. El se dio cuenta de mi lamentable estado físico, por lo que mandando a los demás a atender al caballo, me llevó hasta la casa, diciéndome:
Tranquila señora. Nadie sabrá nada por mí.
Le miré agradecida y subí a mis aposentos.
Al día siguiente volví a la ciudad, no sin antes despedirme, hasta la próxima, de mi amado caballo blanco.