Nebulosa
Una noche de aquellas que siempre llueven en la memoria...
Hace frío, pese a que Mayo hace días que se marchó detrás de las horas. Claudia nota cómo le tiembla la vida entre los dedos mientras siente a Oliver caminando a su lado por Gran Vía. El silencio es un intruso que los aísla al uno del otro, se sitúa entre ambos y los sumerge en sus propios pensamientos. Claudia piensa en que quiere hacer el amor con Oliver, que lo necesita, igual que comer, respirar, o trepar por debajo de las ortigas que le crecen en el corazón. Le duele la piel.
Entran en el Larios. Gente chic, música de jazz en la primera planta. Una barra, velas envueltas en plástico blanco, él se inclina a pedir una copa. Y entonces, su olor. Ese olor Parece un virus que sube por sus fosas nasales y comienza a filtrarse entre sus venas, es una enredadera que oprime sus entrañas. La conversación es intranscendente, repleta de ojos, y el aire va desapareciendo entre sus cuerpos. Claudia se sabe deseable, se sabe cálida. Oliver es todo barba oscura, todo manos grandes que sujetan su cuello. Oliver es todo. Por una noche.
Entrar en casa de él es invadir un trozo de su mundo, asomarse a su universo. Y de pronto sus cuerpos se están rozando y se aprietan las almas desde dentro y ya no hay ropa, ni maquillaje, ni sandalias. Sólo está el hueco enorme entre sus piernas, el hueco que palpita como un ser vivo reclamando un poco de él, de Oliver porque Oliver ya está dentro de ella y la tempestad le sube en oleadas de espasmos. Él la posee y se ha adueñado de todos sus secretos, avanza desgarrando suavidades con maestría, está en ella, en ella, en ella, y el tiempo no existe, es un melocotón partido en trocitos pequeños que se deshacen en la boca. Y a Claudia las piernas le están temblando y el aire le huye por los labios y los suspiros le hacen cosquillas en el pelo, y ya no sabe dónde está, ni quién fue, ni quién es, ni quién ha sido, ni qué era el sexo antes de esta noche.
Ni quién es Oliver. Ni por qué.