Navegábamos

Entré en el camarote y me encontré con un camarero cubano.

Navegabamos (Dedicado a Gustavo)

Navegábamos en dirección al chile austral, en un crucero de placer, mi esposa y yo en un camarote de lujo. La nubes grises se cernían sobre el océano y la marejada azotaba el trasatlántico produciéndome un ligero mareo.

Mi esposa subió al spa, y me dijo que se iba a arreglar el pelo, hacer las uñas, y recibir un masaje corporal, que tardaría más de dos horas. Yo, dando tumbos, bajé al camarote, que aunque era de primera, no era muy espacioso. Encontré la puerta abierta y un camarero de habitaciones estaba inclinado sobre la cama terminando de arreglarla.

Cuando yo entré, la puerta se cerró de golpe. Pasé hacia el interior del camarote por detrás del camarero, pero como la embarcación se movía mucho perdí el equilibrio y me así del culo del joven. Era un mulato corpulento. Él supo contenerme y me permitió recobrar el equilibrio. Luego se levantó y se colocó de pie frente a mí. Le miré al fondo de sus ojos negros que perfilaban una ligera sonrisa. Le pedí perdón y él me contestó, con acento cubano o venezolano, que no le había molestado. Bajé la vista y casi se me cortó la respiración cuando observé el bulto que escondía detrás de los pantalones del uniforme, de algodón ligero, que le caían apoyándose en el saliente de su manivela.

Decidí no moverme del lugar donde los dos cuerpos se encontraban frente a frente, en aquel pasillo entre la cama y la pared del camarote. El barco dio un bandazo y esta vez los dos nos agarramos uno al otro y caímos sobre el lecho. Estallamos en una alegre carcajada. Me dio la mano e hizo un gesto como para ayudarme a levantarme. Yo tomé su mano y haciendo alarde de torpeza volví a caerme sobre él, aprovechando los movimientos del barco. Pero ahora me caí cubriéndolo. Mi polla podía sentir la suya, que si estaba floja abultaba esplendorosa. Las risas continuaron.

-Yo sé lo que tu buscas –me dijo, pellizcándome en el culo.

Me acerque a sus bembas y las besé. Él abrió la boca y dejo que mi lengua la inundara. Era tal el ansia que yo tenía que se me caía la baba, pero a él parecía gustarle y ponto me mordió los labios, me llenó la boca con su lengua más carnosa y tibia. Como era tan corpulento yo me encontraba a gusto sobre aquel fabuloso cuerpo. Nos fuimos comiendo uno a otro los lóbulos de la oreja, la comisura de los labios, el cuello y yo me fui deslizando por su pecho de atleta hasta los pezones, que se habían puesto de punta en la vertiente de mis labios. Sobre mi estómago notaba el miembro imponente levantándose, notaba su gordura y lo dejaba que buscara su sitio, su escapada. También el mío estaba cada vez más vivo y sentía sus implorantes latidos. Pero me entretuve lamiéndole el pecho, y oliendo su sobaco del que desprendía un perfume acre que me enardecía. Él levantó los brazos, que eran los músculos de Hércules en carne mortal y los dejó caer por encima de su cabeza, en actitud indolente y pasiva a pesar de su corpulencia.

El camino hacia el ombligo lo marcaba una hilera de pelillos como un reguero de hormigas que yo recorrí con la lengua chupando su azúcar morena. Cuando llegué a esta plaza, un vientre duro y plano como una tabla, recosté mi cabeza y oí los ronroneos de sus tripas. Ya dentro de poco iba a llegar al lugar sagrado que yo ansiaba, pero que demoraba la llegada. Notaba que gotas de semen me lubricaban, pero tenía que aguantar.

El pantalón se ajustaba a la cintura con un cordón que deshice con los dientes, y arrastrando la barbilla se lo fui bajando. Coloqué el cuenco de mi mano sobre su polla aun cubierta por el calzoncillo y olí el aroma de restos de orines que exhalaba la ropa interior. Introduje mi por la pernera del boxer y jugueteé con el vello abundante de su pubis y acaricié la gran manguera que salía como una gran trompa de elefante. Sus manos ahora jugaban con mis cabellos cariñosamente y aunque estaba a punto de comerle el nabo no pude evitar un gesto de dulzura y me metí uno de sus dedos en la boca. Pero era la hora de comer polla. La cogí con las manos y ¡oh, maravilla! Era sonrosada. No era una polla megra o granate como yo esperaba, y que hubiera comido con gula, sino sonrosada, como la mía, pero dos veces más grande y más gorda. Él se dio cuenta de mi sorpresa y me dijo que su madre era cordobesa de España y su madre negro de Santiago de Cuba. Con todo aquel pedigrí la polla me iba a saber a azúcar, y metí la punta del glande entre mis labios. Los refrote y llené de saliva, le di cien mil lengüetazos y la introduje hasta tocar casi mi estómago. Él se retorcía, arqueaba su espada, me obligaba a tragársela, me daban arcadas de placer. Un gustazo me latía en el ojo del culo, un gustazo de ansias de llegar a otro estadio más sabroso de la aventura . Colocando la lengua lo largo de su verga metí y saqué aquel azote tantas veces como fue necesario hasta que se corrió. El maná caliente, abundante y viscoso me llenó la boca y se deslizó por mi barbilla, y no quise dejarla libre mientras daba grandes latidos como si fuera un pez grande fuera del agua.

Pensé en mi esposa que podría llegar de un momento a otro, pues yo había perdido la noción del tiempo y le dije que teníamos que cortar, que otro día nos veríamos de nuevo. Saqué un billete de cien dólares y se los metí en el bolsillo de su camisa. Como a los peces, querían engodarlo para que repitiera.

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