Nausea y deseo
El final de una divertida fiesta. Hombres, mujeres, ganas de pasarlo bien...
Quizá sentí algo de nausea, pero estaba excitado con el espectáculo. Excitado como un burro. Allí, arrodillada, se encontraba la esposa de D. S. Rodríguez, el director general de ventas de la multinacional para la que yo trabajo como agente de marketing. Un vulgar empleado con el pene frente a la boca de la señora de un pez gordo. Creo que ella se llama Estela, pero no estoy demasiado seguro, y eso que yo no iba tan borracho como los demás como para no recordarlo.
Era una fiesta posterior a una cena con la que se clausuró el Año Económico de la multinacional. Yo acababa de divorciarme de Patricia por problemas matrimoniales que no viene al caso explicar y acudí solo. Los directivos de la empresa estaban eufóricos por el superávit económico. Eran unos hijos de perra, porque inversamente a las ganancias globales del negocio, mi sueldo era una mierda.
Pero allí estaba Estela, la más señora al empezar la cena y la más puta al concluir la fiesta, y ello con el beneplácito del marido cornudo que en definitiva disfrutaba viéndola actuar así. Jamás he visto nada semejante: habíamos cenado en un restaurante de cinco tenedores y todo fue bien hasta los postres. Después el director general y accionista mayoritario propuso ir a una discoteca donde abrirían sólo para nosotros. Íbamos unos treinta hombres y unas quince o dieciséis mujeres aproximadamente; pero la que estaba dispuesta a animar el cotarro era Estela. Las copas hicieron estragos entre los asistentes y todos bailando en la pista central es fácil imaginar lo que vino después, empezamos a ponernos cachondos. Algunas parejas se apartaron a algún reservado e incluso se formaron un par de tríos de dos hombres con una sola mujer, puesto que había más mujeres que hombres.
El director general de ventas llevaba una cogorza impresionante encima, pero aún así tuvo fuerzas para mantenerse en pie junto a su esposa a la cual derramó un cubata sobre la camisa y a la que dijo algo al oído que los demás no pudimos escuchar. Algunos dedujimos que era algún tipo de orden o sugerencia, el caso es que el Sr. Rodríguez se retiró hacia la barra y se sentó sobre un taburete apoyándose totalmente abatido sobre el pasamanos, pero sin dejar de mirar hacia el centro de la pista, adonde había dejado a su mujer rodeada de una docena de hombres, entre ellos yo.
Estela comenzó a hacer una especie de baile erótico y sugerente; yo lo tomé por un jueguecito estúpido, pero el rostro de algunos de aquellos tíos evidenciaba que esperaban mucho de la doña. Estela era una mujer de unos cuarenta y pocos años, pero ya hubiera querido conocer yo a mujeres de mi edad, treinta años, que estuviesen tan potentes como ella. No excesivamente guapa, sin embargo muy atractiva, melena oscura recogida atrás para la ocasión y maquillada con estilo. Vestía caro, dada su condición social y posición económica, pero la elegancia no siempre se compra, también se nace con ella y Estela la poseía por naturaleza. Sin embargo no le presté demasiada atención a lo largo de la noche y sí a otras invitadas más jóvenes con las que me identifiqué quizá por eso mismo, por la edad.
En aquellos momentos, viendo a la Sra. Rodríguez exhibirse así centré mi atención en ella. Me excitó el hecho de considerarla una señora respetable, casada y con hijos; el hecho de que su marido observaba y consentía; el hecho de que doce hombres la rodeábamos, la mirábamos y la animábamos a atreverse a más.
Fue inclinándose hacia el suelo la mujer cuando el accionista mayoritario, pez gordo por excelencia en la fiesta, hombre maduro de unos sesenta y tres años, casado y divorciado por tres veces y con nueve hijos, hizo una señal al Dj para que el volumen de la música descendiese a mínimos. El pez gordo se aproximó a ella, que ya se encontraba en cuclillas, e imitó al marido de ésta, derramándole un cubata de ron con cola sobre la cara y la camisa. El tío se bajó la cremallera ante las narices de doña Estela y sacó el pito a media erección, casi flácido. La mujer miró a los ojos de aquel cerdo que demandaba obviamente una mamada.
-¡Hazlo nena! gritó el marido desde lejos.
Desde luego a ella no parecía hacer falta obligarla porque en la mirada denotaba ser una golosa y porque no dudó más de diez segundos en comenzar a hacerlo. Cogió con los dedos el pingajo del jefazo y se lo introdujo suave y lentamente en la boca. Algunos de los hombres del círculo, cuatro en concreto, se arredraron con aquel tema y retrocedieron unos pasos pero sin dejar de mirar. Yo no me moví ni un ápice y contemplé la escena a un metro y medio escaso de los actores. Alucinábamos. Además se escuchaban los gemidos de las parejas y tríos que se hallaban follando claramente en los reservados. Dos camareros también disfrutaban del espectáculo
El jefazo tenía los ojos en blanco de puro gusto, porque la tía chupaba de vicio, al mismo tiempo que le agitaba el pene con la mano a modo de feroz paja. La eyaculación era inminente y un rugido del cerdo lo anunció, mas no retiró la verga nada más que un par de centímetros de la cara de la mujer y apuntó la boca de riego hacia su rostro, poniéndola perdida de semen y desde luego ella tan complacida.
¡Otro! exclamó el director general.
¡Sí, otro! aprobó ella, y añadió: sin embargo quiero que os quede claro que esta noche se la chupo al que quiera pero no follaré con nadie.
Aquello sonó categórico, pero daba igual, al menos a mí, que tanto tiempo llevaba sin sexo. A continuación se acercó a ella el subdirector, segundo en la escala jerárquica de la empresa. Lo curioso de este personaje cuya vileza era admitida por la totalidad del personal, es que su esposa se hallaba en la fiesta también, solo que era una de las que se había ido a los reservados. Otras mujeres también miraban desde la barra y no supe concretar que sensaciones experimentaban.
Más líquido sobre la cara de Estela, cubata y semen; así fueron pasando seis hombres que disfrutaron de la mamada y se corrieron sobre ella, hasta que me tocó a mi.
Ni siquiera nos han presentado dijo Estela burlándose de mi cara de ansiedad y deseo.
Me llamo Lázaro exclamé algo corto.
Sentí asco del semen que la ensuciaba, pero sentía la necesidad extrema de que me hiciese una mamada. Le aparté un mechón de cabello de la frente y le acaricié la cabeza, lo que ella agradeció como una de las pocas gentilezas masculinas de la noche.
Después, placer.