Náufragos
Una señora y su esclavo se salvan de un naufragio. El resto... te lo puedes imaginar
1
El galeón había salido tres días antes de la Habana en dirección a Sevilla. Era un viejo cascarón del que su capitán se sentía muy orgulloso. Decía que era el buque más marinero que surcaba los siete mares y ningún corsario había logrado nunca atrapar por su velocidad. El tiempo permanecía tranquilo y una ligera brisa por el costado de estribor lo arrastraba con menos velocidad de la que sus pasajeros deseaban. En el castillo de proa un hombre y una mujer miraban al horizonte como buscando el puerto de destino.
El hombre tomaba a la mujer por la cintura en un gesto protector como si él solo fuese capaz de doblegar la furia de Neptuno. La mujer lo miraba arrebolada con una mano sobre el pecho del hombre.
—Verás como te gusta Sevilla. No hay tierra más hermosa sobre la faz de la tierra —decía él orgulloso.
—¿Es tan bonita cómo me han contado?
—Y más aún. Aunque no tanto como tú —besando la frente de la mujer que sonreía.
—Amo. El capitán dice que la señora no debe dejarse ver tanto en cubierta. Dice que los marineros podrían molestarla —dijo un hombre mestizo que apareció tras ellos de repente.
—Martín —dijo el hombre desdeñoso—. Dile a ese imbécil que la señora está acompañada de su marido, el señor de Guadalmedín. Y si alguno de esos patanes osa mirar siquiera a mi esposa, al segundo estará rindiendo cuentas ante Dios por mediación del acero de mi espada.
—Como desees, amo. Pero creo que el capitán tiene razón. Estos hombres pasan meses sin ver a una mujer. Y pueden ponerse… impertinentes —dijo el mestizo.
—¿A ti quién te ha pedido tu opinión, maldito bastardo? —gritó la mujer—. Gonzalo. ¿Cómo le permites que te hable así?
El hombre descargó un golpe con su bastón sobre el hombro del mestizo lleno de furia.
—Nadie te ha pedido tu opinión, maldito negro. Te he dicho que le des al capitán mi mensaje y es lo que harás. ¿Está claro?
—Sí, amo —contestó el esclavo humillando la cabeza. Luego se alejó frotándose el dolorido hombro en busca del capitán.
—Perdona los modales de Martín, querida Leonor. Estos brutos necesitan que se les recuerde a diario quién es el amo.
—No te apures, querido. ¿No podemos venderlo al llegar a Sevilla? Podríamos tomar como criado a algún español. Al menos son cristianos viejos.
—Lo haremos, querida. Lástima que en las Indias no hubiese otra gente para la servidumbre.
Martín subió a la toldilla y se enfrentó al capitán para darle en mensaje de su amo. Bajó la cabeza y con toda humildad repitió las palabras de su amo temiendo que le caería un nuevo golpe. El capitán lo miró y luego miró hacia proa, a la pareja que seguía mirando al mar ajenos a su consejo.
—Allá él. Si dentro de un mes la tripulación quiere follársela, a ver cómo diantres consigue impedirlo. Porque yo no voy a provocar un motín por su culpa. Él acabará atravesado por dos palmos de sable y ella por muchos más de polla —dijo escupiendo por un colmillo—. Puedes irte a tus asuntos. Y cuando llegue ese día, tienes mi permiso para unirte a la tripulación. Ese señorito es un hijo de puta—añadió a la espalda de Martín cuando éste se dio la vuelta.
El mestizo giró la cabeza y sonrió levemente ante el comentario del capitán.
Dos días después, al anochecer, se desataba una gran tormenta sobre el barco. Parecía que todos los dioses se habían confabulado para provocar el mayor cataclismo en ese punto del planeta.
El capitán, a pesar de toda su experiencia, no lograba sacar al buque de la tormenta. Mandó arriar todas las velas excepto el trinquete para poder maniobrar. De haber izado todas las velas, los mástiles no habrían podido aguantar el empuje del viento y habrían partido como cañas.
Las olas arrasaban la cubierta sin parar. Los pasajeros rezaban en la bodega y los camarotes mientras los marineros se afanaban en intentar controlar el rumbo y mantener el buque a flote. Todos ellos se encomendaban a la Virgen del Carmen para que intercediese por la salvación de sus almas. Una ola barrió la cubierta llevándose a cuatro marineros que se perdieron de vista casi al instante. Un segundo después era imposible escuchar sus gritos sobre la furia desatada por el viento y las olas. Otra ola había abierto una vía de agua bajo la línea de flotación y los esfuerzos de cuatro marineros manejando las bombas de achique eran insuficientes para desalojar el agua que entraba por el casco y por las escotillas rotas.
El capitán, resignado a que su amado barco había llegado a su última singladura dio orden de abandonar el barco en las dos chalupas disponibles.
Gonzalo de Guadalmedín y su esposa Leonor salieron a cubierta con el rostro desencajado por el miedo seguidos de su esclavo Martín que arrastraba a duras penas un baúl El capitán, al ver el baúl se negó en redondo a embarcarlo en la chalupa.
—Lo siento, Don Gonzalo. Pero sólo hay sitio para las personas. Me temo que el baúl se queda aquí.
—De ninguna manera, capitán. ¿O es qué no sabe quién soy yo? —protestó Gonzalo airado—. Que alguno de sus hombres vaya en el otro bote.
—No hay sitio para llevar equipajes. Sólo tenemos sitio para las personas —intentó razonar el capitán.
—En ese baúl están mis títulos, mi dinero y mis posesiones más valiosas. No lo dejaré atrás —gritó furioso el señor de Guadalmedín.
En ese momento una furiosa ola se abatió sobre el barco. A duras penas la gente se agarró a lo primero que encontró. Martín vio como la ola arrastraba a su señora y en un gesto instintivo alargó el brazo lo justo para asir a la mujer por la muñeca. Cuando la ola pasó la pobre mujer colgaba chillando por fuera de la borda. Con un esfuerzo sobrehumano, sin soltarse de su asidero, Martín tiró del brazo de su ama hasta lograr depositarla de nuevo en cubierta.
Cuando todo hubo pasado todos miraron a su alrededor. Faltaban cinco hombres y una mujer, entre ellos Gonzalo de Guadalmedín. Leonor angustiada se llevó las manos a la cara mirando a su alrededor para buscar a su marido mientras soltaba alaridos llenos de dolor.
El capitán reaccionó al instante. Miró a Martín y se encaró con él.
—Mete a tu señora en el bote ya. Aquí ya no hay nada que salvar.
Martín lo miró un segundo y asintió. Tomó a Leonor por la cintura y a pura fuerza la empujó hacia el bote, insensible ante los gritos desgarradores de la mujer. Sabía que ya nada podía hacer por su amo que en esos momentos seguramente se estaba hundiendo en el mar.
Con el bote ya en el agua, dos marineros cogieron los remos para intentar separarse del barco. Las olas zarandeaban la pequeña embarcación como un pelele sin voluntad. En apenas un minuto las olas los alejaron del barco y ya sólo lo veían cuando una ola los levantaba a lo más alto de la cresta. Los ojos de los ocupantes no podían apartar la mirada del galeón cuando un crujido estremecedor se impuso al sonido del vendaval. El galeón estaba en la cresta de una ola y el peso del agua provocó que se partiese al medio como una caña seca. Todavía podían ver personas sobre la cubierta. Pobres diablos que ya no tendrían salvación posible.
No había tiempo para contemplaciones. Una nueva ola se abatió sobre ellos llenando de agua la frágil embarcación. Martín se vio dentro del agua. A su lado vio el cuerpo de uno de los marineros con la cabeza abierta. Seguramente de un golpe contra las maderas del bote. Buscó con la mirada y vio un poco más lejos a su ama braceando desesperada por mantenerse a flote. Con un par de poderosas brazadas llegó hasta ella y la tomó de la cintura para mantener su cabeza fuera del agua. Leonor sorprendida miró a su salvador pero fue incapaz de articular palabra. Martín miró a su alrededor y vio un pedazo del costado del bote. Tal vez fuese suficiente para mantenerse a flote. Tiró de la mujer hacia las maderas y ella se dejó arrastrar, rendida ya a su suerte. El mulato se agarró con fuerza a las tablas y tiró de la mujer hasta ponerla a su lado.
—Agarraos, señora. Tal vez logremos salir con bien de esta —la animó. La mujer lo miró con los ojos vacíos de vida.
—Se acabó, Martín. No saldremos vivos de aquí —contestó dejándose llevar por la corriente.
Martín la agarró de nuevo y la sujetó por la cintura para que no se dejase ir de nuevo. A su alrededor sólo podía ver agua y más agua. Olas montañosas se levantaban mirase donde mirase pero se negó a rendirse como su ama.
2
Era una mañana limpia y soleada. No había viento y la temperatura era agradable. El calor del sol en la espalda despertó a Martín. Las olas acariciaban sus pies. Abrió los ojos sorprendido. Tardó todavía un rato en darse cuenta de que estaba vivo y lo que había bajo su cuerpo era tierra firme. Sus ropas estaban hechas jirones pero sonrió al sentirse vivo. Se puso en pie y miró a su alrededor.
Estaba en una playa. A su alrededor podía ver restos del naufragio y recordó la noche anterior. Con un escalofrío miró con cuidado buscando a su señora. ¿Habría muerto al fin?
Vio un bulto a una docena de pasos de donde estaba y corrió hacia allí. Era su ama. La giró despacio y comprobó aliviado que respiraba. Sus ropas estaban destrozadas también. Pero al menos estaba viva. Levantó el cuerpo con cuidado y lo trasladó a la parte alta de la playa. Allí encontró un pedazo de suelo cubierto de hierba al pie de una palmera y con cuidado dejó a la mujer en el suelo.
Después volvió a la playa y buscó mas cuerpos. Encontró a varios. Pero todos estaban muertos. Los fue llevando uno a uno para alejarlos de la marea. Después les daría sepultura.
Recogió restos del naufragio que consideró que podrían ser de utilidad. Semienterrado en la arena vio el baúl de su señor. Una sonrisa amarga nació en sus labios. Por ese baúl había muerto y ahora el baúl estaba en la playa mientras su dueño yacía en el fondo del mar. Tiró del baúl tras liberarlo de la arena y lo llevó junto a su ama. Después siguió buscando en la playa. Encontró otro arcón más y también lo llevó a un lugar seguro.
Habían pasado un par de horas cuando la mujer despertó. Angustiada, miró a su alrededor. Vio dos baúles a su lado pero nada más. Sólo un motón de maderas y restos de las velas del galeón. Leonor gritó con toda sus fuerzas sacando sus miedos del pecho en un largo alarido. Martín pareció surgir de la nada.
—Señora. ¿Estás bien? —preguntó preocupado.
—Martín —lo reconoció ella aliviada—. Estás vivo. ¿Quién más se ha salvado?
—Me temo que nadie más, señora. Sólo nosotros —bajó él la cabeza apenado por no poder darle mejores noticias.
La mujer lo miró como si no pudiese verlo. Nadie. Solos y perdidos en sabe dios que perdido islote. ¿Qué sería de ella? El llanto se apoderó de su alma y se sumió en un profundo desconsuelo. Martín la miró con pena y decidió dejarla llorar. Dejó los cocos que traía en los brazos en el suelo y buscó una piedra para abrir uno de los baúles.
Rompió la cerradura y buscó en el interior. Poco después con una sonrisa sacó un machete. Armado con el machete abrió uno de los cocos y se lo dio a su señora.
—Tomad, señora. Debe estar hambrienta.
La mujer lo miró desconcertada. No era consciente del hambre y la sed que tenía. Mecánicamente llevó el coco a los labios y bebió. En cuanto el dulce líquido bajó por su garganta algo pareció encenderse en su interior como si las ansias por vivir renacieran dentro de su ser.
Martín abrió otro coco y se bebió el agua con avidez. Sentía la boca llena del sabor de la sal como si se hubiese tragado todo el maldito océano. Después partió los cocos y le dio uno a Leonor para saciar el hambre. Comieron en silencio mirando hacia la playa. Cuando acabaron de comer, sin apartar la vista del horizonte, Leonor formuló la pregunta cuya respuesta temía.
—¿Y qué haremos ahora?
—Vivir, señora. Procuraremos vivir hasta que alguien nos rescate.
—¿Vivir? —preguntó ella con desdén—. ¿Vivir cómo? ¿Como salvajes?
—Al menos debemos intentar sobrevivir hasta que llegue ayuda.
—¿A este islote perdido de la mano de nuestro Señor? Estamos condenados —dijo ella con la fatalidad del que ya se ha rendido a la muerte.
—No creo que nos hayamos alejado tanto del lugar del naufragio. Es una ruta habitual para el comercio. Si podemos encender un fuego en el punto más alto de la isla algún barco puede verlo de lejos y venir a rescatarnos.
Ella lo miró como si estuviese loco.
—Moriremos aquí como dos salvajes abandonados de la gracia de dios —dijo rompiendo a llorar.
Martín de apiadó de ella e intentó consolarla y darle ánimos. En un gesto instintivo intentó pasarle el brazo por los hombros en un gesto protector.
—¿Qué haces? —gritó ella furiosa—. Soy tu ama. No vuelvas a acercarte a mí así. ¿Me oyes?
—Perdone, señora —se disculpó él, cohibido—. Sólo intentaba consolarla.
—¿Consolarme? ¿Tú a mí? Se ve que no conoces tu sitio. Si estuviese aquí Gonzalo te pondría en tu lugar a bastonazos.
Martín de cansó de la actitud de Leonor. De seguir así terminaría por asesinarla. Se acercó a ella y le soltó una sonora bofetada.
—Si tu querido Gonzalo no está aquí es por su propia estupidez, puta niñata mal criada. A ver si te enteras de que no volverá por mucho que reces. Está muerto y ahora sirve de comida a los peces. Y si tú quieres vivir harás bien en hacer lo que yo te diga. Y si tan molesta es mi presencia, me voy y listo. Puedes buscarte la vida e intentar seguir viva. No te necesito para nada. Dentro de una semana estarás en una tumba al lado de esos desgraciados —dijo señalando las tumbas de los muertos en el naufragio—. Eso si me tomo la molestiade enterrarte.
Leonor lo miraba con los ojos como platos, muerta de miedo. Temía que aquel salvaje pudiese matarla en un arranque de furia. Por suerte para ella, Martín de alejó con el machete en la mano. Parecía buscar algo. Ella no se atrevió a moverse del sitio. Llevó una mano a su cara y sintió la mejilla ardiendo del bofetón. Aquel maldito mestizo, su esclavo, se había atrevido a golpearla. Se sentía humillada y de repente tuvo miedo. ¿Qué pasaría ahora? ¿La mataría?
Vio que Martín desaparecía en medio del follaje y el miedo al hombre dejó paso al miedo a la soledad. Al poco tiempo Martín reapareció con unas ramas para recoger un pedazo de cuerda y un trozo de lona de una vela. Sin atreverse a moverse del sitio, la mujer siguió las evoluciones del hombre que parecía estar muy atareado. Pasaron las horas y sintió la punzada del hambre. A su lado había un coco pero no sabía cómo abrirlo. Buscó una piedra y lo golpeó con todas sus fuerzas pero el coco se resistía. Tras un buen rato de intentos el líquido brotó de una brecha, lo levantó sobre su cabeza y bebió con avidez. Después acabó de romperlo y comió. Seguía teniendo hambre pero no se atrevía a decirle nada a Martín.
El sol comenzaba a bajar cuando vio a Martín salir de la floresta. Llevaba un palo largo en la mano y se dirigió al agua. Estaba a un centenar de pasos. Leonor abrió los ojos como platos al ver que el hombre se sacaba la camisa y se bajaba los pantalones. Estaba desnudo y se metió con decisión en el agua. ¿Qué pretendía? Lo vio nadar paralelo a la costa alejándose. De vez en cuando sacaba la cabeza del agua para tomar aire. De repente vio como se sumergía. Unas firmes nalgas aparecieron a su vista antes de perderse bajo el agua.
Leonor nunca había visto un hombre desnudo y la visión le impactó de una manera que no esperaba. De repente sintió que le gustaría abrazarse a ese torso desnudo y llenar sus manos con esas nalgas. Se sintió sucia por tener esos pensamientos e intentó rezar pero en lugar de imaginar a cristo en su cruz se le aparecía el cuerpo escultural del díscolo esclavo.
Martín salió del agua con un pez ensartado en el palo. Salió satisfecho del agua y Leonor pudo verlo de frente. Un gran miembro colgaba inerte de su cuerpo. Si aquello tenía ese tamaño en reposo, ¿cómo se pondría estando excitado? El pensamiento pasó fugaz por la mente de Leonor antes de darse cuenta de cómo rugían sus tripas del hambre. Se obligó a si misma a permanecer en el sitio mientras vio como Martín entraba de nuevo en el agua después de dejar la pesca en la orilla. No tardó en salir con un nuevo pez ensartado. Dejó secar su cuerpo al sol mientras limpiaba el pescado y después se puso de nuevo los calzones para entrar de nuevo en la selva. Su torso brillaba todavía por el agua y Leonor no pudo evitar un nuevo pensamiento impuro.
Al cabo de un rato vio brillar algo entre el follaje. Parecía una luz. Intrigada se dirigió hacia ella. Antes de llegar pudo ver a Martín sentado ante un fuego. Los dos peces estaban ensartados en sendas varas asándose al calor de la pequeña fogata. Cuando la vio, Martín la miró en silencio unos instantes antes de invitarla a sentarse con una muda seña. Parecía cambiado. Ya no parecía el pacífico criado que estaba a su servicio. Ahora era una especie de guerrero capaz de matar sin esfuerzo. Ella se sentó al otro lado del fuego y permaneció en silencio con la cabeza gacha agradeciendo el calor de las llamas.
—Siento haberla golpeado. Le pido perdón —dijo de repente Martín para sorpresa de Leonor.
—Está olvidado —repuso ella orgullosa. Él la miró un instante como sopesando cuánto de verdad había en sus palabras.
Cuando el pescado estuvo listo, Martín tomó una de las varas y se la tendió a Leonor. Ella cogió el pescado con avidez y comenzó a comer con ansia. Él cogió el otro pescado y comenzó a comerlo despacio. Leonor vio que detrás de Martín había un cobertizo hecho con restos del naufragio. Al advertir la mirada de la mujer le explicó.
—No podemos pasar la noche al raso. A pesar del clima cálido, de noche hace frío. Después buscaremos leña para alimentar el fuego toda la noche.
—¿Buscaremos? Querrás decir que buscarás —replicó ella orgullosa. Se arrepintió al instante cuando vio la mirada gélida del hombre—. Sí, claro. Buscaremos —se apresuró a rectificar.
Martín se levantó tirando el resto del pescado entre los árboles y desapareció. Al rato volvió con un montón de leña en los brazos que tiró al lado del fuego. Una fría mirada bastó para que Leonor se levantase a toda prisa para ayudarle. Cuando Martín consideró que la madera era suficiente, se tumbó bajo el improvisado toldo. Comenzaba a anochecer.
Leonor no sabía que hacer. Echó un par de leños al fuego y se tumbó al lado del hombre procurando alejarse lo más posible de él. Podía oír la pausada respiración de Martín a su lado indicando que dormía, pero no se sentía tranquila como para conciliar el sueño a pesar del cansancio. Sin darse cuenta, el cansancio hizo mella en ella y poco a poco se quedó dormida.
La despertó la luz del sol filtrándose entre las ramas y el canto de los pájaros en las ramas de los árboles. Se giró y se encontró sola. Los rescoldos del fuego mantenían todavía unas brasas. Decidió echar un par de leños para evitar que se apagase y miró hacia la playa en cuanto las llamas prendieron. No había rastro de Martín. No pudo evitar sentirse abandonada.
Martín apareció poco después con un fardo de lona lleno de fruta. Dejó la fruta bajo el toldo y se sentó a comer. Miró a Leonor y le indicó con la mirada que podía participar del festín. Ella se lanzó ávida a por las apetitosas frutas.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Leonor usando el plural por precaución.
—Habrá que construir un refugio mejor que este. El tiempo no será siempre tan benigno y en esta zona las lluvias son torrenciales. Habrá que hacer algo más sólido que nos ampare del viento y del agua.
—¿Y cómo? —preguntó—. Aquí no hay materiales para hacer una mísera cabaña.
—Tenemos ramas. La selva está llena. Y tenemos lona. Además con las hojas de las palmeras podemos hacer un buen tejado.
—Lo ves demasiado sencillo —contestó ella con desdén—. No soy ninguna salvaje para vivir en un chamizo de mala muerte.
La mirada de Martín hizo que se arrepintiese al instante de sus palabras.
—No he dicho que fuese sencillo —explicó él con voz calmada—. He dicho que es posible. Y eso haré. Y tú me ayudarás.
—Sigo siendo tu ama. Así que debes tratarme con respeto. Te perdono lo sucedido ayer, pero eso no te da derecho a tutearme.
—¿Y qué es lo que te da a ti y a los tuyos el derecho a hacerme esto? —preguntó él levantando la camisa mientras se giraba. Viejas cicatrices de latigazos cruzaban la musculada espalda.
Leonor tragó saliva impresionada por la visión de la espalda del hombre. Parecía esculpida en mármol oscuro.
—Seguramente lo mereciste. No se castiga a la gente porque sí —repuso orgullosa.
—Ah. Entiendo —aceptó Martín con una sonrisa lobuna en la cara.
Se acercó a la mujer y la tomó por un brazo. No se apiadó de los gritos de pánico de Leonor. La arrastró hasta un árbol y la ató con las manos en alto.
—Suéltame maldito —gritó ella.
—¿Por qué? Has sido irrespetuosa conmigo. Así que mereces un castigo. Es vuestra ley —se burló Martín—. Por menos de eso me han caído docenas de latigazos.
—Haré que te cuelguen.
—¿Quién? —se burló él de nuevo abriendo los brazos para abarcar la isla—. Aquí no hay nadie. ¿Recuerdas? Moriremos aquí.
Martín se recreó en verla indefensa, temerosa de lo qué podría hacerle. La miró sonriente, burlón.
Se sacó el cinturón despacio, disfrutando con el miedo que se reflejaba en los ojos de Leonor que no podía apartar la mirada de la correa.
Envolvió la hebilla y una vuelta de correa en torno a su mano dejando libre un pedazo de algo menos de un metro. Después descargó un golpe sobre las nalgas de Leonor que soltó un alarido de dolor.
—¿Te gusta el castigo, maldita zorra? ¿Vas a tratarme con el respeto que merezco? —Leonor no era capaz de responder. Sus ojos estaban arrasados en lágrimas de dolor, miedo y humillación. Su boca no paraba de soltar alaridos.
Un nuevo golpe sacudió las nalgas de la pobre infeliz.
—No te oigo, zorra. ¿Vas a respetarme? —preguntó Martín acercándose tanto a la carade Leonor que algunas gotas de saliva mojaron su rostro.
Leonor no era capaz de hablar. Se limitaba a asentir con la cabeza mientras sus rostro estaba desencajado por el dolor, la humillación y la sorpresa.
—Más te vale —musitó Martín tan cerca de su oído que pudo sentir el olor de su piel.
Algo vibró en su interior. Su testosterona pareció comenzar a hervir. Podía sentir como su tranca comenzaba a despertar. ¿Y si la follaba allí mismo, atada al árbol? Decidió que habría tiempo para eso y se apartó un poco.
—Bien —dijo—. Espero que hayas aprendido la lección. Por si acaso, te dejaré algo de recordatorio.
Un nuevo trallazo cruzó el culo de Leonor. Esta vez no gritó. Soltó un gemido nacido del fondo de su alma mientras se mordía los labios. Martín la miró extrañado por la reacción. Se acercó a ella y levantó la cabeza de Leonor con la mano escrutando su gesto.
—Que me lleven todos los demonios del infierno si no te está gustando el castigo —dijo admirado.
Agarró las destrozadas ropas de Leonor y de un tirón las arrancó del todo dejando su cuerpo desnudo totalmente expuesto.
Leonor intentó cubrirse, pero las ataduras de sus manos le impedían lograrlo. Con voz apagada imploraba clemencia. Martín tomó uno de sus pechos, más bien pequeños y vio sorprendido que el pezón estaba totalmente duro.
—Vaya, vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? —sonrió—. A la virginal Doña Leonor le gusta que le peguen. A ver…
Llevó su mano a la entrepierna de Leonor y a pesar de los intentos de la mujer de zafarse agarró la pelambrera de su sexo y dio un fuerte tirón provocando un nuevo grito de dolor. Después pasó la mano a lo largo de los labios haciendo presión para separarlos y meter la mano dentro de su sexo. Tal como esperaba, los dedos salieron brillantes de jugos vaginales.
Se llevó los dedos a la boca delante de Leonor, chupándolos con deleite.
—Que dulce manjar —apreció sin separar su mirada de los ojos de ella—. Creo que me gusta más que el agua de coco.
Se separó de Leonor mirando a su alrededor. No pareció encontrar lo que buscaba y entró entre los árboles. Al poco apareció de nuevo con una vara flexible de algo más de un metro en la mano. La sacudió un par de veces provocando que silbase en el aire.
—¿Te gusta, zorra? —preguntó acariciando las tetas de Leonor con la punta de la vara.
Leonor se estremeció. ¿Placer o miedo? Se preguntó Martín. Sin esperar más dejó caer un golpe sobre las desnudas nalgas de la mujer. Una raya de color rojo apareció en la blanca piel de Leonor que soltó un ronco rugido. Martín estaba seguro ahora que era de placer.
—Parece que la estancia en esta isla va a ser divertida. Nos lo pasaremos bien. Te prometo que te voy a follar como no lo hacía el imbécil de tu marido. Vas a agradecer que no se salvase. Ahora sentirás tu coño lleno de hombre de verdad —dijo levantando la barbilla de Leonor para mirarla a los ojos—. Mírame cuando te hablo, puta.
Leonor miró a los ojos del hombre. Estaban arrasados de lágrimas de vergüenza y dolor. Pero Martín habría jurado que en el fondo brillaba una luz de deseo y lujuria contenida que estaba a punto de explotar.
Martín soltó las ataduras de la mujer que cayó hecha un ovillo intentando tapar sus vergüenzas. Le dio una patada tirándola en el suelo.
—Te taparás si yo te lo permito. ¿Entendido?
—Sí —asintió ella con la cabeza y con voz apagada.
—Sí, amo. Las cosas han cambiado. A partir de ahora el amo soy yo. Cuidaré de ti para que sobrevivas todo el tiempo posible. Cazaré y pescaré. Haré fuego para que te calientes. Así que creo que debes agradecérmelo como es debido. Soy el amo. Soy tu dueño y te follaré cada vez que me venga en gana. ¿Estamos?
—Sí —contestó Leonor con voz apagada.
—Sí ¿qué? —preguntó Martín dándole un bofetón que marcó los dedos en la mejilla de Leonor.
—Sí, amo —corrigió Leonor muy quieta.
—Mucho mejor. ¿Ves cómo no era tan difícil? Anda, cúbrete. Que se acerca la noche y no quiero que te resfríes.
Leonor recogió sus maltrechas ropas y se vistió como pudo, sosteniendo el cuello del vestido con las manos para que no se cayese. Martín la miró satisfecho y abrió el baúl que tenía bajo el toldo.
—Bien. Ya que comenzamos a entendernos, vamos a brindar por nuestra futura vida. Este baúl debía ser del capitán, a juzgar por las botellas de ron que llevaba —dijo sacando una botella.
Abrió la botella y bebió un largo trago. Después le pasó la botella a Leonor.
—Bebe —la mujer intentó negarse pero la amenaza de la vara hizo que cogiese la botella.
Tomó un corto trago y el fuego pareció correr por su interior. Fue incapaz de evitar un ataque de tos cuando el licor corrió por su garganta provocando la risa del hombre.
—Está claro que será un desperdicio que tú bebas esto —dijo Martín—. Ven, acércate al fuego.
La mujer lo miró con miedo y se arrastró hasta quedar frente al fuego. Martín acercó el fardo de fruta y le ofreció una. Leonor tomó una pieza y comió con los ojos fijos en la arena bajo la atenta mirada de Martín.
—Así que te gusta que te peguen —quiso saber Martín con voz suave. No parecía la bestia desatada de hacía unos minutos. Leonor no se atrevía a responder.
—No te preocupes. No seré yo quién te juzgue por eso. Es más normal de lo que crees —Leonor lo miró con los ojos abiertos por la sorpresa.
—Sí. No me mires así. El sadomasoquismo es más común de lo que crees —ante la mirada perpleja de Leonor se rió—. Vaya. Parece que la dama de alta alcurnia no tiene tanta cultura como cree. Un simple mestizo sabe más cosas de la vida que ella.
—Tu religión no hace más que reprimir los deseos de la humanidad. Todo lo relacionado con el sexo es pecado y el sexo solo está permitido como medio de reproducción —explicó con voz calmada, como un profesor—. No somos animales. El ser humano disfruta del sexo. No tiene periodos de celo para procrear. ¿Crees que dios haría que el sexo fuese placentero si sólo sirviese para parir hijos?
—No lo sé —contestó Leonor con voz suave, temerosa de la reacción de Martín.
—No lo sé… —repitió Martín dejando el final en suspenso.
—Amo.
—Mucho mejor. Ahora dime, y quiero que seas sincera. ¿Te gusta que te peguen?
—Sí, amo —confesó Leonor tras un largo titubeo.
—¿Tu marido lo hacía?
—No amo.
—¿Se lo pediste alguna vez?
—No podía, amo. Me habría despreciado. Por…
—Por puta —concluyó él.
—Sí, amo —asumió ella asintiendo con la cabeza, roja de vergüenza.
Martín la miró divertido. Había encontrado un juguete fantástico.
—¿Alguna vez viste a un hombre desnudo? ¿A tu marido?
—No, amo —reconoció ella enrojeciendo más si cabe.
—¿Ni cuando follábais? No me lo puedo creer.
—En esos momentos llevábamos nuestras camisas de dormir —Martín no pudo reprimir una carcajada.
Cuando se recuperó de la risa la miró sonriendo.
—¿Te gustaría ver un hombre desnudo? —preguntó. Ella se limitó a asentir con la cabeza tras un titubeo sin atreverse a mirarlo.
—Muy bien —dijo Martín levantándose mientras soltaba los botones de su calzón y lo dejaba caer al suelo.
Su polla estaba morcillona y miraba al suelo. Leonor levantó un poco los ojos para mirar por el rabillo del ojo. No se atrevía a mirarla fijamente, pero sus ojos no se apartaban de aquella barra de carne como no había visto nunca.
—¿Te gusta?
—Sí, amo —contestó cohibida.
—Puedes tocarla. Te permito hasta chuparla. Y luego si te portas bien te la meteré por tu peludo coño —Leonor lo miró con los ojos como platos, asustada por la perspectiva de tener semejante aparato dentro de sus entrañas.
—Tócala —ordenó Martín.
La muchacha alargó su mano hasta tocar la polla con la punta de sus dedos. Ésta reaccionó aumentando ligeramente de tamaño. Intentó separar la mano por pudor pero Martín agarró su muñeca y la obligó a tomarla en su mano.
—Chúpala —ordenó Martín.
Leonor lo miró asustada pero acercó su boca al brillante glande. Cuando sus labios rozaron la carne hizo ademán de separarse pero la mano de Martín la apretó contra la polla introduciéndola hasta la mitad. Una arcada surgió de su estómago ante la repentina invasión. Pero las manos de Martín le impedían sacarse aquella barra de carne de la boca. Resignada, intentó chupar lo mejor que pudo, pero la falta de experiencia lo convirtió en un desastre.
Martín, cansado de los dientes de Leonor, apartó la cabeza de la mujer y la tiró al suelo.
—¿Quieres que te pegue? —preguntó.
Leonor se limitó a asentir, roja la cara de vergüenza.
—Pídelo por favor.
—Por favor, amo. Pégueme.
—Así me gusta. Ponte a cuatro patas —ordenó. Leonor no se hizo repetir la orden y metió la cabeza entre los brazos esperando el castigo. El primer golpe cayó casi enseguida. Un alarido de dolor brotó de la boca de Leonor.
—¿Te gusta?
—Sí, amo —otro golpe dibujó una línea roja en las nalgas y provocó un nuevo grito, esta vez diferente, mezcla de dolor y placer.
Martín acarició las nalgas de la mujer antes de dejar caer la vara de nuevo provocando un nuevo grito.
—¿Más?
—Sí, amo —rugió Leonor. Ahora estaba disfrutando del castigo como nunca había podido hacerlo.
No esperaba ni en sus mejores sueños poder disfrutar de lo que creía era un placer enfermizo que ocultaba con vergüenza. No podía decirle a nadie que lo que más le excitaba era sentirse dominada por un hombre y golpeada hasta la extenuación. Nadie podía entenderla y se conformaba con pellizcarse los pezones o el clítoris cuando estaba a solas en la bañera hasta que lograba correrse como la puta que creía ser. Después se sentía una sucia pecadora y pedía perdón a dios en silencio. En ocasiones había usado un cilicio para castigarse. Pero había observado que lo único que lograba era un placer indescriptible hasta el orgasmo en lugar de la mortificación con la que esperaba conseguir el perdón de dios.
Ahora podía dar rienda suelta a su placer. No creía posible salir viva de aquella isla así que ya todo daba igual. Aquel hombre estaba dispuesto a golpearla lo que desease. Además tenía una polla enorme, nada que ver con el triste gusano que Gonzalo tenía entre las piernas. La polla de Martín la partiría al medio si entraba en su coño y no se imaginaba lo que podría ser tenerla enterrada en el culo. Suponía que la destrozaría provocándole un dolor insoportable. Sólo con imaginarlo su coño chorreaba de placer.
Una docena de golpes más llenaron sus nalgas de delgadas líneas sanguinolentas. Leonor temió que a Martín lo hubiesen abandonado las fuerzas. Pero se asustó cuando sintió que las manos del hombre se aferraban con fuerza a sus caderas. Sintió la punta de la polla de Martín presionando la entrada de su sexo y se mordió el labio esperando a ser empalada por el enorme falo del mestizo.
Una precisa estocada introdujo la cabeza de la polla en su interior haciéndola gritar de dolor y placer. Su cuerpo se tensó esperando el resto. Ahora Martín fue más cuidadoso, diría que hasta cariñoso, y despacio fue introduciendo el resto de su miembro dentro de ella. Podía sentir cada vena de la polla perforándola hasta lo más hondo de su coño. Un prolongado grito de placer escapó de su pecho cuando se sintió totalmente empalada.
—¿Te gusta, puta? —susurró Martín a su oído.
—Sí, amo. Me gusta mucho.
—Bien. Porque voy a follarte como nunca te han follado.
Leonor sintió como un orgasmo la asaltaba sólo con sentir toda la polla dentro de si. Martín comenzó a bombear dentro de su cuerpo con frenesí, se diría que disfrutando del placer de castigarla. Era algo que Leonor nunca había sentido. Sintió que la vida se escapaba de su cuerpo cuando un nuevo orgasmo, o tal vez una réplica del anterior sacudió todo su cuerpo. Era como una marioneta en los fuertes brazos de aquel hombre. Una muñeca de trapo sin voluntad. Habría muerto de buen grado en ese momento si la muerte le alcanzaba en medio del mayor orgasmo que había sentido nunca.
Cuando Martín sintió que estaba a punto de correrse salió de la vagina de Leonor. Tomándola del cabello la hizo girarse con brusquedad. Dejando su polla ante la cara de la asustada Leonor.
—Abre la boca, zorra —ordenó con una bofetada.
Leonor hizo lo que le ordenaban y enseguida sintió el primer chorro de leche en el fondo de su boca. Las firmes manos de Martín la obligaban a aguantar chorro tras chorro que dejaron su cara y su boca llena de leche.
—Trágatela —ordenó Martín.
Con un gesto de asco Leonor tragó el primer chorro que había caído dentro de su boca. Para su sorpresa, el sabor no era tan desagradable como esperaba. Y poco después se sorprendía a si misma limpiando su cara de los restos de corrida del hombre para chuparse después los dedos con deleite.
Cuando acabó abrió la boca mirando a Martín que asintió satisfecho.
—Buena puta —dijo él acariciando su cabeza—. Estoy seguro de que lo pasaremos bien. Cuando quieras que te azote, ven de rodillas con la vara en la boca. Si tienes suerte tal vez lo haga.
—Sí, amo —contestó ella sin poder ocultarse a si misma su alegría. Una ligera sonrisa asomó a sus labios.
—Bien. Hoy dormiremos bajo la misma manta —dijo él agarrando un pezón de Leonor para tirar de el provocándole un gemido de placer que lo hizo sonreír—. Esto va a ser muy divertido.
3
Durante las siguientes semanas, Martínconstruyó con los restos del naufragio una pequeña cabaña resguardada bajo los árboles. Hizo un arco y todos los días lograba cazar o pescar algo para matar el hambre. Mientras tanto Leonor cuidaba el fuego y buscaba fruta por los alrededores. Cuando Martín llegaba de cazar, ella solía esperarlo tirada en el suelo a cuatro patas, desnuda y a veces con la vara en los dientes tal como él le había ordenado. Entonces Martín dejaba la caza en una esquina y castigaba las nalgas o el pecho de Leonor con el vergajo hasta que ella estallaba en un grandioso orgasmo. Después solía follarla en el mismo sitio. El día que folló su virgen culo, Leonor creyó morir de dolor y placer.
Finalmente dejó de follarla por delante para dedicarse solo al culo. En parte porque ella experimentaba más placer y en parte para evitar un embarazo. Las pocas veces que le follaba el coño, procuraba correrse en su boca para evitar problemas.
Leonor se dio cuenta de que Martín no la violaba como habría esperado. La golpeaba y la follaba siempre que lo deseaba. Pero habría jurado que lo hacía buscando no sólo su propio placer, si no intentando proporcionarle a ella el máximo posible. Nunca la dejó sin que antes ella hubiese logrado al menos un par de orgasmos. Buscaba complacerla. Y sabía muy bien cómo lograrlo. Los dos eran felices con esa situación.
Al cabo de seis meses Martín vio una vela a lo lejos.
—¿Qué hacemos? —preguntó—. Supongo que querrás volver a tu vida de antes. Ahora eres viuda y podrás vivir tu vida como quieras. Ningún hombre mandará sobre ti.
Era hombre de palabra y la había ayudado a sobrevivir. Pero no se consideraba tan malvado como para obligarla a quedarse en la isla por el resto de sus vidas. Decidió que debía devolverle la libertad. Él se quedaría, decidió. No pensaba volver a una vida de esclavitud.
Leonor bajó la cabeza indecisa. Por una parte ansiaba volver a su vida regalada en el palacio que la esperaba en Sevilla. Pero por otra parte, en aquella pequeña isla se había sentido por primera vez totalmente feliz y llena. No se atrevió a contestar y se dejó caer al suelo llorando.
Martín subió a lo más alto de la isla. Tenía lista una almenara por si algún día divisaban un barco. Con un cierto sentimiento de pena, encendió el fuego. Lo hacía por ella. Se sentó en el suelo y vio como el barco viraba a lo lejos poniendo proa a la isla. Se quedó allí hasta que vio una chalupa separarse del barco y llegar a la playa.
Unas horas después tres hombres armados llegaban a su lado.
—Vamos muchacho. Tu ama te espera. Si creías que te ibas a librar de tu destino estabas equivocado.
Con mansedumbre, Martín se dejó escoltar hasta la playa. Intentar escapar hubiese sido una tontería que sólo podía acarrearle la muerte. ¿Tal vez hubiese sido mejor morir allí en libertad? Seguramente ahora Leonor se vengaría de él por las humillaciones que le había provocado.
La chalupa llegó al costado del barco y le obligaron a subir. En cubierta esperaba el capitán.
—Por fin habéis capturado a este bergante. Llevadlo abajo y metedlo en un calabozo —gritó.
—No capitán. Déjelo —se oyó la firme voz de Leonor a proa—. Martín, ven aquí —ordenó con voz firme sin girarse.
Martín dirigió sus pasos hasta el castillo de proa desde donde Leonor miraba al horizonte vigilado de lejos por los marineros. Se quedó a su espalda con la cabeza gacha.
—Te vienes conmigo a Sevilla —informó Leonor sin girarse—. Debo agradecerte lo que hiciste por mantenerme con vida. Me has prestado un gran servicio. Pero esto no ha acabado.
Martín guardó silencio.
—Sé que te debo la vida. En realidad te debo más que eso. Así que debería devolverte la libertad en cuanto lleguemos—Martín la miró sorprendido. En realidad esperaba su venganza por el trato recibido.
—Gracias, señora.
—Sin embargo….
—También me has prestado un servicio del que nadie podrá saber nunca nada y te lo agradezco más aún que el haberme mantenido a salvo. De vez en cuando me pongo… demasiado impertinente. Y necesito de alguien que me meta en cintura —Leonor giró la cabeza para mirarlo a los ojos con un asomo de sonrisa en los labios—. Creo que tú sabes lo que necesito y podrás dármelo. ¿De acuerdo… amo?
—Sí…zorra —sonrió Martín al contestar tras un breve silencio—. Todo lo que desees.
—Bien. Entonces de acuerdo. Estoy deseando llegar a casa. Creo que me voy a poner insoportable como nunca después de un viaje tan largo —dijo Leonor mordiéndose el labio mientras volvía a mirar al horizonte.