Náufragos (7)
Nos quedamos como extasiados, admirándolos, mutuamente asombrados ante nuestro atrevimiento...
12 de diciembre de 1621
El tiempo pasó y Carlos y yo cada vez estábamos más próximos en nuestras salidas solitarias, casi nos presentíamos el uno al otro. A veces yo decía: "voy a bañarme", cuando Daniel estaba echando la siesta y Carlos también estaba a punto de dormirse, aunque sabía que al decirlo inmediatamente iría a espiarme.
Otras, era él quien decía: "Esta tarde iré a dar un paseo por la playa", lo que para mí era como una invitación para seguirlo por la isla buscando donde se escondería para entregarse al goce solitario.
El calor había vuelto y ahora dormíamos otra vez al raso, bajo nuestro toldo junto a la playa. Las noches eran más cortas y disfrutábamos junto al fuego tras la cena, cantando o contando historias que nos recordaban las comodidades de la civilización que tanto echábamos de menos allí.
Nuestra dieta se había hecho más variada, ahora comíamos higos de la selva y otras frutas que habíamos ido descubriendo. También seguíamos cazando aves, pero ahora tomábamos faisanes de bellas plumas, pues Carlos se había hecho experto en acecharlos y acertarles con piedras y una honda.
Una tarde Carlos encontró una botella junto con Daniel y por lo visto era ron, pues cuando vinieron su aliento apestaba a alcohol. Aunque yo los reprimí al verlos, luego comprendí que esta botella podía ser algo fuera de la monotonía y les dije que esa tarde capturasen un par de faisanes que esa noche haríamos una fiesta y nos emborracharíamos con el ron, que ya eran hombres y podían beberlo y que yo también lo bebería.
Entusiasmados con la idea colaboraron trayendo mucha leña a la playa y buscando toda clase de frutas además de las dos aves.
Me ayudaron a desplumarlas y a cocinarlas y encendieron una inmensa hoguera junto a la que nos sentamos y cocinamos los ricos faisanes.
Comimos mientras reíamos y cantábamos y bebimos mucho ron, nos pasábamos la botella uno a otro, echábamos un trago y la pasábamos al siguiente.
Para mi sorpresa Carlos me había ocultado que en realidad lo que descubrieron era una caja con 18 botellas de ron a bordo de un bote que no sabíamos de donde había venido y que había chocado contra unos acantilados, destrozándose, aunque milagrosamente la caja con las botellas no sufrió daños.
Así que empezamos la segunda tan pronto se terminó la primera. Bailamos junto al fuego y acalorados como estábamos, terminamos quitándonos casi toda la ropa. Ellos se quedaron en calzoncillos y yo me quedé con mi camisón interior, que me cubría desde la rodilla hasta el cuello, bajo el cual no llevaba nada, pues con el calor que hacía en los últimos días prescindí de la ropa interior, hasta de la cinta que sujetaba mis pechos, de forma que estos se movían y bamboleaban a su libre albedrío.
En un momento dado nos fuimos a bañar, pues estábamos muy sofocados. Dentro del agua seguimos jugando y aunque estábamos bastante borrachos, el frescor del mar y las olas hicieron que me despejara un poco.
Entonces sentí como Carlos se abalanzaba sobre mi desde atrás, cogiendo mis pechos sin remilgos, estrujándolos y apretándolos, por encima del camisón primero y luego tirando de él, consiguió introducir sus manos bajo la tela ya acceder a mis montañas a flor de piel.
Me estremecí desde el primer momento y aunque sujetaba sus manos y hacía ver que me resistía, no dejaba de desear que siguiera y siguiera.
Luego siguió acariciándome el culo desnudo e incluso se atrevió a meter sus manos en mis ingles, palpando mi flor bajo las cálidas aguas. Esto me provocó nuevos estremecimientos, al sentir tan íntimo contacto con él. Fue la mecha que encendió la pólvora acumulada durante tantos meses. ¡Desesperada y eché mano a sus calzoncillos, cogí su verga, lo que tanto tiempo llevaba deseando hacer y por fin lo hice! La empuñé con fuerza y la moví, primero a través de la tela y luego, introduciendo la mano bajo sus calzoncillos mojados, sacándola y bajo el agua la tomé de nuevo en mis manos, admiré su dureza y su tersura mientras lo masturbaba despacio agarrándola con fuerza. Él la pegó a mis piernas y la metió entre ellas bajo mi vientre. Esto casi me hace desfallecer, sentirla allí, tan cerca de mi sexo, aunque separados por la tela de mis ropas, ¡pero allí! Apreté mis piernas para sentirla presionándome tan íntimamente, entonces el la movió y me turbó aún más, tanto que allí mismo me hubiese quitado mis ropas por lo desesperado de mi situación, pero ensimismados, ¡fuimos interrumpidos por Daniel!
Debió notar algo extraño en nuestro comportamiento, pues dejamos de chapotear y reír en cuanto nos enzarzamos en nuestra particular pelea bajo el agua, aunque no nos veía en la oscuridad del mar, nos preguntó qué nos pasaba, temiendo que nos hubiésemos hecho daño o algo peor. Esto automáticamente nos hizo separarnos, al sentirnos descubiertos en nuestros obscenos tocamientos, en seguida disimulamos y salimos a su encuentro como si nada hubiese ocurrido.
Volví a la orilla con él y Carlos se quedó un poco más para aplacar su erección y que esta no fuese patente al salir. Una vez fuera le sonreí y le ofrecí la botella, a la que Daniel le dió un generoso trago, luego le insistí y bebió más. Cuando Carlos salió del agua Daniel estaba ya de nuevo muy borracho y aunque me pidió la botella se la negué y haciendo como que yo bebía se la pasé de nuevo a él guiñándole un ojo, él comprendió mis intenciones y me imitó sin tomar nada de ron, para luego pasarla a su hermano, quien volvió a beber en cantidad.
Seguimos danzando junto a la hoguera, riendo como si estuviésemos en el paraíso del que habla la biblia y yo seguí dándole de beber a Daniel mientras Carlos y yo sólo nos mojábamos los labios.
Hasta que cansamos al joven Daniel, quien cayó rendido en la arena. Nosotros nos echamos a su lado y esperamos yo le acaricié el pecho hasta que el pequeño Daniel cerró los ojos. Y comenzó a dormir.
Carlos y yo nos miramos de inmediato nos lanzamos como el gato se lanza a por el ratón, con la llama incendiaria del deseo nos abrazamos desesperados. Él me besó en el cuello mientras me tomaba por el culo con sus manos y me pegaba a su verga con tanta fuerza que me golpeó en la pelvis y me hizo un poco de daño.
Yo lo abracé y le mordí el cuello chupando la sal de su piel, agarrando también su culo y pellizcando sus glúteos.
Sin que lo esperase, lo empujé y me separé un par de metros de él. Ambos respirábamos aceleradamente y nuestros cuerpos relampagueaban con los reflejos del fuego, el mismo que hacía brillar el deseo dentro de nuestros ojos negros en la noche.
Entonces levanté mi camisón mojado y lo tiré a la arena, quedándome completamente desnuda ante él, iluminada por la gran hoguera, todos mis encantos quedaron a su vista, le sonreí y él me devolvió su sonrisa mientras seguía recorriéndome lascivamente con la mirada.
Él se quitó sus calzoncillos mojados y su verga se mostró en toda su plenitud, apuntando a mis pechos.
Nos quedamos como extasiados, admirándolos, mutuamente asombrados ante nuestro atrevimiento.
Empecé a sentir cómo el corazón se me aceleraba y entonces salí disparada hacia Carlos y lo empujé hasta que éste, sorprendido por mi acción inesperada, calló de culo al suelo.
Extrañado me miró apoyado con sus palmas hacia atrás en la arena. Yo me tiré al suelo, como una desesperada, sentándome en sus piernas. Tomé su verga con ambas manos y con tremenda fuerza tiré de ella unas cuantas veces mientras sentía el corazón en la boca y respiraba con dificultad.
Me puse en cuclillas me coloqué justo encima, mientras miraba con ojos atónitos, fijo en la espesura negra tras la que mi sexo se ocultaba, la fui metiendo con un movimiento de vaivén hasta que poco a poco fui sintiendo como entraba, cómo me llenaba, hasta que la tuve dentro por completo.
Él contuvo la respiración y luego exhaló exageradamente, yo gemí al sentirla entrar tan dentro de mí. Sentí una inmensa calentura, como su verga me quemase por dentro y contoneé mi cintura lentamente deseando que entrase aún más dentro de mí.
Como una loca, cabalgué a Carlos con furia inusitada, su cara mientras lo hacía era un poema, una mezcla entre el dolor y el placer intenso.
Como las brujas gocé y me olvidé de mi misma, del pecado y de toda la creación, me fundí con aquella verga en mi sexo peludo y sentí su fuerza y su vigor estallar dentro de mí al poco rato de que ella entrara, colmando mis ansias más oscuras.
Yo aún había alcanzado el éxtasis cuando esto ocurrió así que seguí cabalgándole con tremenda rabia hasta que conseguía arrancar el orgasmo de mi cuerpo. Entonces sentí como si saliese de mi misma, viéndome desde fuera gozando en plena y obscena fornicación sobre la arena, iluminados con la fantasmal luz la hoguera que ya se apagaba.
Tras sentir intensamente caí a su lado, descabalgándolo me tumbé junto a él. Nuestras respiraciones agitadas, fueron calmándose poco a poco y nuestros cuerpos, tensos hasta el orgasmo se relajaron.
No sé si llegué a dormirme en aquellos momentos, pero me pareció despertar y entonces me fui al mar, a lavar mi sexo y mi cuerpo en las olas. Nada más ponerme en cuclillas sentí su semilla caer, tras lo que una ola llegó y me golpeó con cálida y fresca sensación, entonces aproveché para frotarme y lavarme.
Al poco, sentí el abrazo de mi hijo desde atrás. Pegando su cuerpo al mío, acariciando mis pechos de nuevo y llegando tímidamente a posar su mano en mi sexo.
Entonces le ayudé, posando mi mano sobre la suya y la acompañé acariciándome íntimamente con ella sobre mi flor mientras él se deleitaba con mis senos cogidos con la otra.
Lo senté en la arena de forma que las olas rompían en su cuerpo como antes hicieron en el mío y me puse a su lado. Con las manos le eché agua por todo su pecho y limpié su verga aún erecta. Acariciándosela con deleite acrecentando un poco más su erección.
— Mamá, ¿qué hemos hecho? —me preguntó él con la inocencia de Carlos.
— Nos hemos entregado al demonio, hijo mío —contesté yo con absoluta sinceridad.
— Lo deseaba intensamente, pero ahora me pregunto si está bien lo que hemos hecho —admitió Carlos ante mí.
— Yo también me lo pregunto Carlos, pero aquí estamos en el fin del mundo, que dios perdone nuestros pecados al igual que nos ha dejado perdidos en este lugar.
Y dicho esto se abrazó a mí y chupó mis pechos, yo lo amamanté como cuando era pequeño y gocé de tal entrega masturbándole de nuevo mientras lo hacía.
Allí mismo me tumbé y bañada por las olas, mi hijo se metió entre mis piernas y su verga me atravesó de nuevo, nuestros cuerpos volvieron a ser uno solo y gozamos de nuevo.
Esta vez comenzamos pausadamente pero casi al momento sentí como cambiaba el ritmo y empujaba con tremenda energía. Sentí como mi cuerpo se entregaba ante su ímpetu y él siguió empujándome como si fuese el fin del mundo.
Las olas llegaban y nos mojaban, mientras seguíamos fornicando sobre la arena. Me abandoné a él, me dejé tomar con su ansia desmedida, al igual que yo lo había tomado a él antes.
Sentí su verga entrar y salir de mi, me deleité en este acto, prestándole especial atención mientras me aferraba a sus nalgas, llegando a clavarle mis uñas y apretándolo contra mí para que no cesara en sus acometidas.
Entonces su cuerpo se puso en tremenda tensión, deteniéndose por un momento para luego reanudar sus movimientos mientras sentía su semilla llenarme por segunda vez. Ahora sus movimientos se hicieron más lentos y espasmódicos, gruñendo a cada embestida y yo con él. Finalmente, cayo rendido sobre mí.
Sentí su peso aplastándome y las olas refrescando mi sexo. Me complací en las sensaciones que me venían. No tuve mi clímax, ni falta que hizo, a cambio tuve un placer distinto, me sentí satisfecha, plena, gozosa y entregada.
Hice que girase y tumbado en la arena me mantuve íntimamente unida a él por su verga, a modo de cordón umbilical entre ambos. Intenté moverme suavemente, pero Carlos gruñó de dolor, pues muy sensible esta ya estaba, así que desistí y la hice salir de mí.
De nuevo, me lavé en la mar, bañada por las olas tan íntimamente como antes. Mientras mis manos me frotaban íntimamente y el agua me refrescaba sentí necesidades, no en vano mi hijo estuvo un buen rato aplastándome la vejiga, así que dejé mi orina correr y esparcirse mezclándose con el agua del mar. ¡Oh, esto también fue placentero!
Después tomé su verga de nuevo, pero esta vez para lavarla y cuando terminé tiré con fuerza de su brazo y lo obligué a levantarse. El pobre estaba exhausto y borracho, así que me costó la misma vida conseguirlo. Apoyados el uno en el otro nos tambaleamos a cada paso y cuando llegamos junto a la hoguera cayó bruscamente en la arena y quedó tumbado.
Yo me eché a su lado y mientras un sueño pesado y dulce me envolvía, un pensamiento me horrorizó: «¿Y si me había dejado preñada? Esperemos que nuestro Señor, no lo permita —pensé para mis adentros».