Náufragos (5)
Gocé como ya no recordaba al sentirlo dentro...
15 de febrero de 1621
Me acuerdo de aquella tarde en que estaba tumbada en la playa echando la siesta, mis hijos habían ido de caza y cuando me desperté, me levanté para hacer mis necesidades y fui a ocultarme detrás de unas rocas, pero cuando me acercaba, para mi sorpresa descubrí a Carlos tumbado en la playa junto a las rocas hacia donde yo iba, oculto tras ellas.
Inocentemente creí que descansaba, pero cuando me fijé bien, descubrí que se había bajado los pantalones y su pene estaba erecto mientras él lo tomaba con su mano y se masturbaba, al parecer con gran deleite, acelerando y parando a los pocos segundos, continuando más despacio otro ratito y volviendo a acelerar.
Me causó mucha impresión y me agaché ocultándome rápidamente tras el tronco de una palera que caía a la arena y se alargaba hasta el mar. No me vio, ya que mientras lo hacía mantenía sus ojos cerrados, seguramente como yo hacía, ¡tal vez imaginándome desnuda! —pensé yo escandalizándome.
Entonces, de inmediato, una intensa curiosidad se apoderó de mí y volví a asomarme, parapetada desde mi escondite.
Continué observando cómo asía su miembro y lo movía enérgicamente. Rememoré los primeros encuentros sexuales con mi marido, cuando él, bajo las enaguas de la mesa me forzaba a palpar su miembro y a masturbarlo.
Pero ahora era distinto, o al menos me lo parecía, pues era mi hijo y aunque yo lo hiciera con mi marido, nunca llegué a bien su falo erecto, pues siempre lo hicimos a oscuras o en la tenue penumbra de una vela en la que nuestros cuerpos se dibujaban entre brumosas sombras.
Ahora Carlos, desnudo por completo y plenamente desarrollado, mostraba su cuerpo sin vergüenza, ajeno a mis observaciones y se entregaba a su masturbación igualmente ajeno a ellas. Mis ojos se clavaban en su falo erecto, y admiraban su forma y su tamaño, sin poder apartar la vista de ellos.
Seguí mirando hasta el final, hasta que su joven cuerpo se tensó en el suelo como un arco sobre la arena y dio varios espasmos mientras por su mano resbalaba el líquido de su masturbación, al igual que lo hacía por las mías cuando era yo la que masturbaba a mi marido.
De nuevo los recuerdos volvieron a mí, calientes recuerdos de calientes escenas de mi juventud amorosa junto a mi marido, cuando nos descubríamos mutuamente y nos entregábamos con inmenso pudor al placer y al sexo.
Luego se levantó y fue a la orilla a lavarse tanto sus manos como sus partes.
Estaba tan terriblemente excitada que aproveché el momento y huí, busqué un refugio para entregarme a mi placer de una forma que no imaginaba que pudiese hacerlo.
Llegué a introducir mis dedos en mi sexo, cosa que nunca hacía, pues siempre me hacía sentir fatal imaginarme el pecado que ello implicaba, de forma que me limitaba a acariciarme por fuera y como mucho deslizar un dedo levemente por mi surco.
Pero aquella tarde me vi, fuera de mí, penetrándome con mis dedos como una desesperada, con uno con dos y con hasta tres, mientras con la otra mano me frotaba todo mi sexo.
No contenta con esto, alcancé a ver un fruto tropical alargado, era muy dulce y lo solíamos comer hasta que se terminaron, pero allí quedaba uno. Su forma me recordó la de un falo erecto así que presa de mi excitación lo tomé y lo introduje en mi sexo.
Gocé como ya no recordaba al sentirlo dentro, por mi mente se cruzó una escena del falo que acababa de ver de mi hijo y me imaginé que éste me penetraba. ¡Si, era terrible! Pero estaba tan sola en aquella isla perdida.
Me sentí muy culpable por ello, pero seguí y seguí penetrándome hasta que un placer tan grande se apoderó de mí que me hizo caer de bruces contra el suelo mientras me retorcía en un éxtasis ímprobo.
Tras esto, noté que mi sexo me dolía y empecé a pensar que aquella loca idea iba a tener sus consecuencias, como así descubriría después. El fruto me había irritado mis partes íntimas con su roce.
A continuación, me arrepentí de mi pecado, tan intensamente como me había entregado al goce, pero más tarde concluí que tal vez el señor supo poner aquella tarde allí a mi hijo para que yo aliviara mi sufrimiento en aquella isla y me olvidara por unas horas de nuestra desgracia. Esto apaciguó mis pensamientos y me sobrepuse.
A partir de aquel día, seguí acechando a Carlos, quien casi todas las tardes volvía al mismo sitio para masturbarse. Mientras yo me unía a él espiándolo desde cerca. Me deleitaba contemplando su larga verga, cómo él la movía arriaba y abajo y finalmente, cómo esta escupía su semilla al terminar. Todo un espectáculo para recrear la vista de una mujer sola en una isla desierta.