Náufragos

Una madre se ve abandonada a su suerte en una isla desierta con sus dos hijos, sin esperanza de ser rescatados, se resignan a vivir en la isla, pero ésta guarda sus secretos, y ellos, ajenos a éstos, no sospechan lo que les depara el destino...

Prefacio

Permítame el lector que vuelva a subir la primera serie que publiqué aquí hace mucho tiempo. Náufragos fue la primera novela que completé y con el tiempo la he revisado en varias ocasiones hasta pulirla y llegar a la versión actual. Espero que guste...

Parte 1:¡Piratas!

Cuando mi marido me propuso acompañarle en su expedición al nuevo mundo tuvimos una fuerte discusión. Yo le repetía que estaba loco y él insistía en que las nuevas tierras estaban llenas de oportunidades, que estaríamos allí uno o dos años y que volveríamos cargados de oro: ¡Pobre iluso! —pensé yo. Según él, su majestad, la reina, nos había confiado una importante misión y no podíamos negarnos.

Así que con más desesperanza que ilusión emprendimos la marcha hacia el nuevo mundo una fecha de 3 de agosto de 1620.

La travesía fue dura, especialmente para mí, que era la única mujer a bordo. En cambio, mis hijos, Daniel y Carlos estaban pletóricos. Daniel, el pequeño con dieciocho años y Carlos, el mayor con sus veinte recién cumplidos, aprendieron todo lo que había que saber sobre el manejo del barco y sobre las velas durante el viaje.

Yo por mi parte me dediqué a dibujar con papel y carboncillo aquello que llamaba mi atención. Al principio dibujé nuestra partida al alba desde la tacita de plata, luego durante meses sólo vi agua, más agua y gaviotas, aunque de vez en cuando veíamos por la borda delfines y toda la tripulación se alegraba pues estos "peces" eran signos de buen augurio para el viaje.

La vida a bordo era especialmente dura para mí, la única mujer ente este grupo de rudos marineros. Yo procuraba pasar desapercibida, pero conforme pasaban los días notaba sus miradas lascivas sobre mí, como moscones sobre la miel. Como mi marido era el capitán del barco, se guardaban mucho de provocar mi ira y me respetaban, más les valía.

Lo que peor llevaba era el tema del aseo, pues a bordo el agua potable sólo se usaba para beber y cocinar, de forma que nadie se duchaba y el pasear por el barco se convertía en toda una desagradable aventura para los sentidos.

Igualmente, yo apenas podía asearme y comenzaba a oler tan “bien” como los rudos marineros. Es como todo, al final te acabas acostumbrando.

De todas formas, a veces tomaba una botella de agua y en el camarote de mi marido la echaba a una palangana con la que me lavaba mojando una tela por todo mi cuerpo. Esto me refrescaba y aliviaba enormemente.

Otro tema igualmente conflictivo eran las necesidades corporales. Pues los marineros no lo tenían complicado, pues simplemente lo hacían cara al mar o sentados por la borda directamente sobre él.

En cambio, yo, la única mujer en el barco, me veía obligada a refugiarme en el camarote y a hacerlo todo allí y al igual que ellos tirarlo en un orinal por una escotilla.

Al principio todo era muy nuevo, y admito que también excitante para mí, aunque me pasé varios días con mareos, lo cual me tuvo indispuesta, después lo superé y comencé a disfrutar del viaje.

Durante el día me entretenía con mis papeles dibujando al carboncillo las escenas marineras que más me llamaban la atención, desde las tareas del barco hasta los pájaros o los peces que veíamos.

El inmenso mar nos rodeaba y en ciertas ocasiones podía ser asfixiante el hecho de verse como un puntito en la inmensidad.

Por las noches cenábamos con mis hijos en el camarote del capitán y luego dormíamos juntos allí mismo, no pudiendo mantener relaciones, por temor a que ellos nos oyeran. Algo que disgustaba enormemente a mi marido, quien a veces se colaba en mi interior mientras estábamos acostados en la cama, desde atrás y me lo hacía muy despacio para no hacer ruido.

Yo me moría de vergüenza y no disfrutaba del acto, solo pensaba en que acabase pronto y que mis hijos no nos oyeran fornicar.

Pero una noche me sentí mareada y mi marido me condujo hacia la cubierta y mandó abajo al marinero encargado del timón. Allí, la brisa fresca del mar me despejó. Entonces mi marido me colocó al timón y súbitamente me levantó las enaguas por detrás.

Terriblemente excitado me bajó mis calzas y coló su verga dentro de mí. Yo estaba asustada pensando si alguien subiría a cubierta, pero la sensación de hacerlo, bajo aquel manto de estrellas en la oscuridad de la noche me excitó tremendamente y gocé de su cabalgada a mi espalda por primera vez en durante la travesía.

Estuvimos fornicando largo rato, disfrutando de los suaves movimientos del barco, algo que también contribuyó a mi excitación. Finalmente estalló en mi interior y aferrado con fuerza a mi espalda disfruté de su orgasmo, sintiendo su verga tremendamente dura dentro de mí, mientras yo continuaba moviéndome que estallé igualmente en un orgasmo fenomenal, aferrándome a su vez al timón para no caerme.

Cuando se retiró de mi, sentí caer su semilla por mis muslos, por lo que le pedí que izara un cubo de agua de mar con una cuerda y arremangada allí mismo en cubierta, me aseé el sexo ante la mirada lasciva y algo atónita de mi marido, que disfrutó de la visión de mi sexo desnudo iluminado por la tenue luz de la lámpara de aceite que se usaba junto al timón.

Al terminar estaba de nuevo excitado así que se arrodilló delante de mí y me como mi sexo recién lavado con el agua de mar, algo que me hizo gozar de nuevo de unos momentos de deleite y placer que tanto añoraba en la ya larga travesía.

Excitada de nuevo vi como volvía a blandir su verga contra mí, penetrándome de nuevo por detrás, haciéndome gozar un rato más y gozando él de mi sexo, tremendamente húmedo y henchido, hasta que volvió a correrse una segunda vez en mi interior.