Náufragos (2)
Al tercer día, cuando comenzaron a llegar a la playa restos de maderas de barco destrozados, nuestras esperanzas de volver a ver a mi marido o los marineros se habían desvanecido por completo...
15 de Octubre de 1620
La travesía comenzaba ya a hacerse larga y pesada, tras dos meses y medio, según mi marido estábamos casi llegando a nuestro destino, cuando el infortunio se cruzó en nuestro camino.
Un barco sin bandera fue avistado en el horizonte: "piratas" gritó el vigía y todos se santiguaron sin excepción a bordo. Durante días bregamos con ellos hasta que el enfrentamiento fue inevitable.
Yo me refugié con mis hijos en el camarote del capitán, mientras oíamos las salvas, los cañonazos disparados a bordo y los aterradores silbidos de las andanadas del otro barco aproximándose al nuestro.
Algunas impactaban en cubierta, despertando gritos desgarradores de hombres a los que alcanzaban y otros penetraban en las aguas cercanas, levantando columnas de espuma.
Hasta entonces de vez en cuando nos disparaban algún cañonazo que impactaba lejos del nosotros y a su vez nosotros respondíamos con el mismo e infructuoso éxito, pero ahora era muy distinto, ¡ahora el terror se apoderaba de nosotros!
La batalla fue brutal, mis hijos permanecieron abrazados a mi todo el tiempo, en mi cama. Cuando cayó la tarde mi marido bajó y nos dio malas noticias...
La embarcación estaba bastante mal y había sufrido muchas bajas entre la tripulación. Temía que nos apresaran, así que dispuso dejarnos en una isla cercana que habían divisado mientras ellos continuaban la batalla, más tarde volvería a por nosotros y continuaríamos el viaje.
Todos lloramos, yo le grité que estaba "loco" al querer abandonarnos así, pero él me repitió que era lo menos arriesgado para nosotros, ya que si perdían: “Dios no lo quiera”, afirmó y se santiguó, serían apresados y yo y los niños vendidos como esclavos o algo peor en mi caso, me advirtió. Esa noche ninguno pudimos dormir.
Al alba, antes de que saliera el sol, dos marineros nos llevaron a la isla en un bote. Todo estaba tan aterradoramente oscuro que temí que nos perdiésemos en el inmenso mar, pero no fue así, la providencia quiso que alcanzáramos la orilla tras un buen rato de remar y remar.
Con provisiones para un par de días, no más, alguna ropa extra y un par de mantas para pasar la noche, nos quedamos acurrucados sobre una de ellas tendida en la arena y nos arropamos con la otra.
Mientras los marineros se alejaban yo rezaba con todas mis fuerzas, mientras abrazaba a mis dos hijos, para que volviesen lo antes posible. Sin imaginar que aquella sería la última vez que los veríamos.
Ese primer día no lo recuerdo bien, como apenas habíamos dormido la noche anterior, conseguimos dar unas cabezadas a la sombra de las palmeras donde nos habíamos instalado y así pasamos gran parte del día.
Ya por la tarde los niños se asomaron a la playa, pero no vieron nada. Cuando el sol se aproximaba al horizonte oímos unos cañonazos en la lejanía, pero se oían tan bajito que dudábamos si eran eso o nuestras mentes atormentadas engañándonos y confundiéndonos con los sonidos del viento o las olas rompiendo contra las rocas cercanas.
El segundo día lo pasamos explorando la playa, sin adentrarnos mucho en la selva que se extendía hacia el interior. Ésta formaba un muro verde con excelsa y tupida vegetación, dando la sensación de ser infranqueable.
Los niños, por momentos olvidaron nuestro drama y se divirtieron jugando con cocos que habían caído de las palmeras. También intentaron abrir uno de aquellos exóticos frutos sin éxito.
La noche de ese segundo día la pasé rezando, hasta que caí rendida por el cansancio, ahogada en mis lágrimas bajo aquel cielo estrellado rogando a Dios porque volviesen a buscarnos.
Al tercer día, cuando comenzaron a llegar a la playa restos de maderas de barco destrozados, nuestras esperanzas de volver a ver a mi marido o los marineros se habían desvanecido por completo.
Me derrumbé delante de ellos, quienes se abrazaron a mí e igualmente lloraron conmigo. No comimos, no nos movimos de la sombra que nos proporcionaban las palmeras en la playa, permanecimos allí abrazados, impasibles ante un tiempo que avanzaba muy despacio. Y así pasó ese triste día.
Esa noche no puede dormir. Nuestras provisiones se habían acabado y el hambre y la sed comenzaban a hacer mella tanto en mí como en mis hijos. Una honda preocupación ocupaba mi mente: ¡cómo diablos íbamos a sobrevivir en aquella isla!
Solo entonces fui consciente de que estábamos solos y que nuestra supervivencia dependía exclusivamente de nuestra audacia para poder encontrar agua y comida en aquella impenetrable selva.
De forma que, en la mañana del cuarto día arengué a los niños para que rebuscasen entre los restos que se esparcían por la playa todo lo que pudiese servirnos, así conseguimos rescatar algunos trozos de vela grandes para hacer un toldo y resguardarnos del sol, algún tonel vacío que nos permitiría recoger agua de lluvia y para nuestra suerte localizamos también un viejo baúl, mi viejo baúl con mis ropas y las de los niños.
Tras un intenso día nos paramos a descansar y comimos algunos cocos que los niños y yo fuimos capaces finalmente de abrir. Por suerte, mi hijo mayor, Carlos, tuvo la idea de usar un clavo para atravesar su dura cáscara y así poder beber su agua antes de comerlos. Así conseguimos saciar la sed y el hambre que nos atenazaban.
El sol bajaba ya entre las aguas, con un intenso color rojo, tal vez por la sangre derramada de los marineros que ahora yacían bajo las aguas, en la profundidad azul de aquel inmenso mar que nos rodeaba.
Al caer la noche dormimos de un tirón pues estábamos exhaustos tras el intenso trabajo que habíamos realizado durante el día y aunque nuestra moral estaba aún baja, comencé a tener otra perspectiva sobre nuestro futuro.