Naufragios: Outdoor Training

Séptimo naufragio de un nuevo autor en su singladura por este entretenido ejercicio literario.

NAUFRAGIOS: OUTDOOR TRAINING.

1

¡Cómo hemos podido llegar a esta situación!

¡Cómo! – Se repetía Laurita entre sollozos-.

No lo sé, no me lo explico.

– Sabía que aparentar sentirme confundido nos haría estar más unidos. Le mentí, mientras le echaba un brazo sobre sus hombros, atrayéndola hacia mí para consolarla.

Estuve toda la travesía observando a mis compañeros. ¡Qué patéticos parecían todos bajo la luz del sol sin sus uniformes de respetables abogados! Esperé el programado desenlace del accidente en el yate, disfrutando cada instante de esa espera, viendo cómo se desenvolvían torpes con el suelo balanceándose a sus pies, nerviosos ante la presencia de los demás e inquietos por la estúpida terapia de grupo que tenían que pasar.

Eres el único que ha sabido mantener la calma.

– Me decía en voz baja Laurita, ya más relajada, con su mojada cabeza apoyada en mi pecho.

No he hecho nada…

– Respondí, quitándole importancia a mi ensayada actuación.

Mario,… me había equivocado contigo… Todos estábamos equivocados

-. Puse mis dedos sobre sus labios para indicarle que callara, que no era necesario que se excusara y ella me respondió besándomelos en prueba de agradecimiento.

Un fulgor violáceo y luego anaranjado en la línea del horizonte anunciaba el amanecer. Sentados sobre la gruesa arena de la cala, Laura y yo, abrazados como dos novios, contemplamos cómo emergía del agua el Sol, como una bola de fuego.

Yo llevaba sólo cinco meses trabajando en Montero & Álvarez Abogados, como pasante; además, era el más joven de todos y, por algún motivo que se me escapaba, no les caía bien. Claro que ellos a mí tampoco, salvo Laura, la secretaria, por quien sentí una poderosa atracción desde el momento que supe que su puesto lo había conseguido por ser la amante del jefe.

Laura Navarro – Laurita, la llamaban todos – era diferente a los demás. No provenía de una buena familia. Era una chica de familia más bien humilde. Tenía mi misma edad, 24 años, y estudió derecho, con una beca, en la selecta Universidad de San Simeón hasta que tuvo que dejar la facultad para evitarle un escándalo mayúsculo a su profesor de Civil – precisamente el doctor Martín Álvarez, nuestro jefe -, que la dejó preñada en el segundo curso. Entonces ella se casó con su estúpido novio para guardar las apariencias y, después de tener el niño, consiguió el empleo de secretaria en el bufete que entonces dirigía el suegro del doctor Álvarez, en lo que a todas luces era una componenda familiar para reparar los deslices del adúltero profesor.

La esposa del doctor Álvarez, la Sra. Alicia Montero, participaba a disgusto de esa vida presidida por el engaño y la hipocresía. En la fiesta de Navidad que dimos en el bufete me pude percatar de ello.

Yo llevaba a penas unas semanas en el despacho. Era el nuevo y quizás por eso o por mi arrogante juventud, enseguida me sentí el centro de atención de la fiesta para la Sra. Alicia, quien me colmó de atenciones aquella noche. Atenciones, por otro lado, que yo tuve la sabia decisión de prolongar más allá de aquel evento social.

Recuerdo que salí a la terraza. Se respiraba con dificultad un aire gélido pero era mejor que la cargada atmósfera del interior de la casa. Ella apareció minutos después, embutida en su ceñido vestido de noche de una sola pieza que resaltaba su magnífica esbeltez. Se puso frente a mí, de espaldas al salón, mirando hacia la calle engullida por la oscuridad. En su mano izquierda aún llevaba una copa de cava. Me dijo, como al hilo de una conversación que hubiéramos dejado inacabada: "Sí, te noto muy tenso". Y sin apenas darme tiempo a reaccionar llevó su mano libre a mi paquete y empezó a sobarlo casi con naturalidad, como si lo que estuviera haciendo formara parte del más elemental de los protocolos. Yo no me hice el estrecho y la dejé hacer mientras no apartaba la vista del interior del despacho por si apareciera una inoportuna interrupción.

Insatisfecha con el simple tacto del bulto bajo el pantalón, la anfitriona de la fiesta me bajó la cremallera y metió la mano por debajo del slip para sacar mi complacido pene. Sentí escalofríos cuando empezó a masajearlo y noté que ella también temblaba y me di cuenta que probablemente sería más por el frío que por la excitación. Le puse caballerosamente mi chaqueta por encima de los hombros sin que ella dejara su superficial conversación ni su entretenimiento manual. El contacto sensual de sus suaves manos friccionando mi verga me insufló el calor suficiente para aguantar allí afuera. Cuando estaba a punto de correrme, comprobé que su marido nos estaba mirando desde el salón y me sentí triunfante ante él. Ahí estaba yo, el último de sus pasantes, un chico de familia humilde que había manipulado su currículum y fingido en su entrevista para conseguir un puesto de trabajo reservado a niños de papá, siendo pajeado por la mujer del jefe, delante de sus propias narices. Entonces me di la vuelta, aparentando mirar yo también a la calle, y dejé que ella hiciera anticipar, con el estallido de mi polla, los primeros copos de nieve de la noche.

Desde aquel 20 de diciembre, soy el amante de la mujer de mi jefe.

Por ella, por Alicia, sé de las infidelidades del doctor Álvarez con Laurita y con otras jovencitas de toda índole y condición social que se habían cruzado en su vida. Es increíble cómo es de frágil la máscara de la reputación de muchos que pasan por respetables prohombres.

2

"Esto no puede seguir así", sentenció el doctor Martín Álvarez, dirigiéndose a todos nosotros, minutos después que Andrea Castro saliera de su despacho.

Al parecer, Andrea le había manifestado, por enésima vez, su deseo de no seguir trabajando en un caso con Clemente Ruíz. Eso tuvo que ser la gota que colmó el vaso de la paciencia del jefe, porque acto seguido, después de hacer varias llamadas de teléfono, nos anunció, en un tono imperativo:

El próximo fin de semana no hagáis planes: iremos todos a hacer un outdoor-training

-y añadió-. A ver si así mejora el clima laboral de este bufete.

¿Aut... qué?

– Soltó Ramiro antes de que los demás acertasen a preguntar.

Outdoor training: Entrenamiento al aire libre… Ramiro. Que se supone que aquí todos dominamos el inglés ¿no

? – Ramiro no contestó, se limitó a poner cara de fastidio ante la impertinencia del jefe.

Martín, no me digas que nos vamos al campo a hacer batallitas con fusiles de pintura como los ejecutivos estresados…

  • Soltó Ernesto Gorovinz, el más veterano del bufete, viejo amigo de la familia del doctor Montero, el suegro de Martín.

No. Nos vamos a navegar.

– Y al decir esto dirigió su mirada a cada uno de sus colaboradores, confirmando que le habían escuchado y entendido y esperando que alguno le hiciera un nuevo comentario.

Pero jefe…

  • Andrea, hizo amago de protestar, pero Álvarez no la dejó continuar.

Os quiero ver a todos el viernes a las diecisiete horas en el puerto

– y añadió los detalles-. Sólo tenéis que llevar una bolsa de viaje con lo justo para el fin de semana. Un anorak o impermeable no iría nada mal.

Yo no sé navegar. Casi no sé nadar

– Se lamentaba Laura.

No os preocupéis por nada, la empresa que he contratado pone el personal.

Un viaje en barco: suena bien.

– Dijo Juana Campbell, aunque sus rostro más que satisfacción por la noticia, reflejaba la preocupación de tener que enfrentarse a la previsible escena de celos que le montaría su prometido cuando le dijera que iba a pasar el fin de semana en un barco con su jefe y sus otros cuatro compañeros varones del bufete.

¿Navegar? ¿En eso consiste la "terapia de grupo"?

– Preguntó Ernesto, erigiéndose en improvisado portavoz del escepticismo de todos.

En parte sí. Se trata de estar juntos, de trabajar unidos, de aprender a soportarnos. Somos un equipo y debemos comportarnos como tal.

– Las palabras de Álvarez sonaban como un discurso ya ensayado.

¿Habrá cerveza?

– Preguntó con sorna Clemente, queriendo hacer una gracia que nadie le rió.

No quiero nada que nos pueda distraer de la actividad. Así es que nada de teléfonos móviles… Y no, Clemente, no habrá cerveza.

– Volvió a mirarnos a todos, casi retándonos a poner más objeciones, pero nadie habló y entonces él acabó de dar los detalles de la actividad.

Nos dijo que a parte de un piloto, nos acompañaría un "coach", un psicólogo dinamizador de grupo.

Para mí esa información fue como una bendición. Si no estaba equivocado – y no lo estaba-, el doctor Álvarez iba a recurrir a la misma consultoría que utilizó para la selección de pasante que me permitió acceder al bufete. En esa consultoría trabajaba un amigo de universidad que me dio todas las pistas para sortear las entrevistas, además de algunos originales de certificados y diplomas de asistencia a cursos y conferencias que me sirvieron como base para mis convincentes falsificaciones. De otra forma, siendo un simple aprobado en Derecho en una universidad pública, no me habría conseguido ni que tramitasen mi solicitud para trabajar en un bufete tan prestigioso como el de Montero & Álvarez Abogados.

3

A las cinco y diez de la tarde ya habíamos llegado todos al puerto. Álvarez guió al grupo hasta el muelle en el que estaba amarrado el yate. Yo no entendía nada de embarcaciones pero a simple vista aquel barco me pareció pequeño para diez personas.

En cuanto subimos a bordo, el piloto, un tipo joven y musculoso curtido por el Sol, al que Clemente no tardó ni dos minutos en catalogar como "de la otra acera", nos informó que el yate hacía no sé cuántos pies de eslora y de manga que, traducido a lenguaje normal venían a ser unos diez metros de largo por casi tres de ancho.

En el interior había dos camarotes que parecían dos armarios empotrados en los que habían instalado dos literas en cada uno, lo que permitía descansar hasta ocho personas. También había un aseo que guardaba las proporciones de los camarotes.

Una vez visitada la embarcación y dejado nuestros livianos equipajes en los camarotes, subió a bordo una madurita mujer con una pintoresca indumentaria. Era la psicóloga. Parecía sacada de una revista de pinups de los años cincuenta: de unos cuarenta y tantos, metida en carnes, con una camiseta marinera a rayas azules muy ajustada que resaltaba unos pechos acorazados bajo un rígido sujetador, con una increíble cinturita conseguida con horas de gimnasio al descubierto y con un pantaloncito corto azul no menos ajustado, que dejaba ver el final de los cachetes del generoso culo. "¡Vaya jaca!" me susurró al oído el salido de Clemente.

Estábamos a mediados de abril, se haría de noche poco después de las siete, por lo que de inmediato el piloto fue dando instrucciones para que tomáramos contacto con la embarcación. Nos enumeró en menos diez minutos, como si de una lista se tratara, los diferentes elementos de navegación del barco y sus funciones principales, y luego dejó los honores de soltar el amarre a Ramiro Ayuso – "Ya le ha echado el ojo a nuestro rubito", masculló Clemente - y zarpamos con rumbo desconocido para todos, excepto para mí, que sabia por mi confidente que acabaríamos "naufragando" frente a las escarpadas costas de la Sierra de Irta, entre Peñíscola y Alcossebre.

La terapia de grupo para cohesionar el equipo tenía reservado para los participantes, una prueba de autocontrol ante situaciones de crisis. Según me explicó Jorge Acuña, mi colega de universidad, después de siete u ocho horas de travesía, justo cuando la mayoría estuviera cogiendo sueño, se produciría un supuesto incendio del sistema eléctrico del barco – en realidad, una bengala que hacía de mecha de un bote de humo – que amenazaría con prender por toda la embarcación e inutilizaría las transmisiones por radio.

Ese "accidente" debía ocurrir exactamente cuando nos encontrásemos frente a una escondida y recóndita cala, rodeada de abruptos acantilados. La oscuridad de la noche, la desorientación en el mar, nos impediría saber dónde nos encontrábamos realmente, lo que permitiría a los organizadores, al menos por unas horas, convencernos de que estábamos a unas 30 millas de la costa, en un islote de las islas Columbretes, habitadas sólo durante los meses de julio y agosto.

Al parecer, mi jefe, no sólo participó en el encargo de la actividad grupal, sino que era conocedor de todos los detalles. Eso no me pareció justo, y decidí que no le iba a permitir que apareciera como un indiscutible líder ante sus asustadizos subordinados.

Así es que pensé que sería interesante comprobar cuán buen líder demostraba ser si las circunstancias del accidente fueran más reales. Sólo tuve que adherir unas pastillas de encender barbacoas debajo del bote de humo que encontré sin dificultad bajo la cabina de control y desconectar unos cables de la radio.

He de confesar que los efectos especiales pretendidos fueron mucho más convincentes de lo previsto y que el incendio que se produjo en el barco no pudo ser controlado con los dos extintores que había a bordo, teniendo que utilizar varios cubos de agua de mar. El resultado fue que todo el sistema eléctrico quedó destrozado – incluidos los sistemas de navegación -, y que el calor y el humo habían hecho imposible permanecer en el interior del yate.

Alicia, la mujer de mi jefe, también quiso poner su granito de arena y se tomó la libertad de sustituir el contenido del frasco de píldoras contra el mareo que su marido le había pedido que comprase por otras píldoras para una afección menos elegante: estreñimiento.

4

Cuando se desataron los fuegos artificiales, Ramiro y su piloto estaban en cubierta, admirando las estrellas y conociéndose uno al otro. No sé si el fornido tripulante tuvo tiempo de poner su palo de mesana en la cálida popa de nuestro abogado, pero, en cualquier caso, cuando empezaron a gritar como posesos "¡fuego, fuego!", la única prenda que llevaba puesta Ramiro era un gorrito marinero.

Yo asumí mi rol de persona que controla la situación de pánico y pedí a mis compañeros de camarote, Gorovinz y Clemente, que no se pusieran nerviosos y que cogieran sus bolsos de viaje por si teníamos que abandonar el barco.

Hecho esto, me aseguré que las mujeres también mantuvieran la suficiente calma para evitar males mayores. También les pedí que tomaran sus bolsos, por si acaso, y que subieran a cubierta.

Laurita, aunque visiblemente asustada, obedeció mis instrucciones de forma mecánica. La Campbell, que vestía una especie de camisola de dormir de motivos infantiles que le daban mucho morbo, no paraba de llorar. Era un llanto nervioso que le producía unos extraños grititos de pánico que más parecían hipo. Andrea – no sé cómo lo hizo – se había quedado dormida como un angelito y tuvimos que despertarla.

La psicóloga, quería aparentar tranquilidad, pero no dejaba de correr de un lado para otro y de llamar al marinero con una voz claramente afectada.

Una vez en cubierta, mientras yo me aplicaba con un extintor, le indiqué al marinero que preparara el bote y los salvavidas, y que si era posible acceder a la cocina, echara todo lo que pudiera en una bolsa. "Ramiro, ayúdale", le dije a mi compañero, y éste obedeció, aunque estaba tan asustado que ni siquiera se había percatado que iba como su madre lo trajo al mundo.

Como aquello no se apagaba, ordené a Clemente y a Gorovinz que ayudaran con cubos de agua, pero parecía que ni aún así conseguiríamos apagar el incendio.

Entonces fue cuando Laurita reparó en que el doctor Álvarez no estaba en cubierta y me pidió que bajara a buscarlo. Completé mi acción heroica entrando en el retrete y rescatando de la letrina al pobre doctor que llevaba toda la noche consumiéndose en una interminable diarrea.

Cuando salí con mi jefe, cogido por los hombros, retorcido de dolor, cayéndose de debilidad en las piernas y sujetándose los pantalones, a ojos de los demás, parecía que le estaba salvando la vida. Lo más difícil fue bajarlo al bote, para lo que necesité que el piloto, Ramiro y Clemente, me ayudaran.

El marino, que sabía exactamente dónde nos encontrábamos, sugirió que remásemos alejándonos del barco por la zona de estribor. Ramiro, Laura y yo, ayudamos con los remos.

Pronto nos alejamos del yate humeante y llegamos a la orilla de aquella brevísima playa. Con la ayuda de una linterna que había en el bote, pudimos acabar de montar una tienda de campaña.

El entrenamiento hubiese continuado con la sugestión del piloto de que habíamos arribado a una isla deshabitada y que, probablemente nos pasaríamos unos días antes de que desde algún barco nos avistase, y la coach aprovecharía para estudiar nuestras reacciones y poner en práctica su avieso plan de trabajo, pero la pobre estaba tan desconcertada que no fue capaz de seguir su propio guión.

5

¡Qué poco nos conocemos en realidad!

– Se lamentaba Laura… haciéndose cada vez más tierna entre mis brazos, como fundiéndose.

Sí, es verdad.

Continué mintiéndole, sin dejar que ella ni sospechase cuántas cosas sabía yo de ella por las confidencias de Alicia y por la lengua viperina de Clemente Ruíz, uno de los abogados del bufete, quien gustaba de contar con pelos y señales la ocasión en que sorprendió a la cándida secretaria hincada de rodillas ante la entrepierna del jefe.

Aquella visión, repetida, ampliada y distorsionada por el tiempo, se había fijado en mi mente hasta el punto en que ya no quería ver a Laura de otra forma que arrodillada ante mí, mamándomela. Y mientras pensaba en ello mi abrazo de consuelo se fue convirtiendo en leves caricias primero en su cintura desnuda y fría, y en sus muslos, también al descubierto. Y como no rechazaba mis caricias, empecé a besarla en el cuello, a rozarle los pezones bajo el sostén del bikini hasta que se endurecieron como piedras preciosas. Y nos besamos.

Sus labios estaban salados, su lengua me devolvía el sabor también salado de mi boca. Laura, Laurita, me sacó la polla del bañador, se tumbó boca abajo, acodada sobre la arena, con su cabeza a la altura de mi entrepierna, y empezó a lamerme el tronco del pene por la parte interior y luego a besarme la punta húmeda, a metérsela en la boca haciendo rozar el glande en sus labios.

Aunque no los viera, sabía que los demás nos estarían mirando atónitos y envidiosos, desde la tienda de campaña. Estaba disfrutando mi triunfo sobre aquella pléyade de engreídos.

Y así, en ese ir y venir de sus labios y su lengua, una ola de placer lo inundó todo.

Autor: ElEscribidor