Naufragios: La Invitación
Segundo relato del ejercicio en el que participan algunos de los autores de TR.
NAUFRAGIOS: LA INVITACIÓN.
Bertoldo Gardel, tarareaba un tango mientras se lavaba las manos. Miró la imagen que le devolvía el espejo del baño, quedando muy complacido por lo que veía: cuarentón bien conservado, sienes plateadas, ojos penetrantes bajo unas tupidas cejas negras, dientes blancos resaltando de una tez muy curtida por el sol y la brisa del mar. Antes de salir, pegó dos golpecitos sobre su corazón: allí, metida en la cartera, estaba la invitación al crucero por el Mediterráneo con el que gratificaba la empresa a los empleados más sobresalientes. Y él, como Jefe de Ventas de la misma, era considerado como tal. Les iba a demostrar a la chusma lo que era tener clase.
En el silencio de la oficina se oía, solamente, el repiqueteo de las uñas de Lola sobre la pulida superficie de su mesa. Miraba la pantalla del ordenador sin prestarle demasiada atención. Un viernes de verano, casi a mediodía, no daba para más. Oyó la musiquilla que le avisaba de la recepción de un correo. Lo abrió ahogando un bostezo. De repente, se levantó de golpe, echando hacia atrás la silla giratoria y exclamando:
¡Hostia, hostia, hostia!
Ante la mirada atónita de sus compañeros, comenzó a bailotear entre las mesas, abrazando a unos y a otros, según tropezaba con ellos. Sus abundantes senos brincaban a la par que ella, llenando de gozo a los empleados masculinos de la planta. Con sus treinta y dos añitos recién cumplidos (las lobas de sus compañeras aseguraban que eran bastantes más) y sus curvas de vértigo, la responsable de Contabilidad de "Todo Dulce & Cía." estaba de "toma pan y moja". Amén de la exhuberancia de sus senos (siliconados, pero poco), de sus gordezuelos labios (ídem), su pelo rubio Marilyn, sus ojazos azules (con lentillas de color, para la miopía) y sus caderas de infarto, Lola era famosa por su simpatía desbordante y por su lengua barriobajera. La simpatía era muy apreciada por sus compañeras. La lengua, por sus compañeros.
Una de las cotillas de la planta, aprovechando que Lola estaba en el otro extremo de la oficina, se acercó sigilosamente a la pantalla y, muerta de envidia, leyó el siguiente mensaje:
"Señorita Lola Mamola: La Dirección de esta Empresa, tiene el gusto de invitarle al crucero por el Mediterráneo que tendrá lugar D.M. durante la primera semana del próximo mes de Agosto. Los días que dure el crucero, le serán restados de sus vacaciones anuales. En el despacho de Secretaría General, podrá retirar la correspondiente invitación. Enhorabuena ".
En aquel momento, Lola había descubierto al buitre merodeando por su lugar de trabajo, por lo que, con su lengua frescachona, le voceó desde la otra punta de la oficina:
¡Mala puta! ¡Aparta tu coño de mi mesa, que te conozco!
Alejandra Ruiz, más conocida por "La Collares", Subdirectora General, terminaba de atender a un cliente por el móvil, deshaciéndose en cumplidos, casi babeando. Su mesa de roble, repleta de documentos, medio ocultaba la figura diminuta de la delgadísima mujer, ya entrada en años, de cabello cuidado primorosamente y teñido de un color blanco-azulado. Sus mejillas, tersas, daban una ligera impresión de irrealidad, como si fuesen de plástico. Entre sus pechos, bastante más atractivos de lo que sus años podrían augurar, brillaba con tonos mates un hermoso collar de perlas grises, de varias vueltas. En su mano izquierda, agarrotada, sujetaba el móvil, mientras con la derecha doblaba un lápiz con tal fuerza, que terminó rompiéndolo.
¡¡¡¡Ahhhhhhhhhhh!!!!! –
gimió la mujer sobre el auricular .
…
¡¡ No, no!!, no se lo digo a Vd., Sr. Piráñez. De acuerdo. Hasta pronto.
Guardó el móvil y se atusó el pelo, mientras decía en voz alta:
Desde luego, Gómez, que te superas día a día.
Entre la mesa y el sillón de ella, se levantó la figura de un muchacho, que había permanecido, hasta ese momento, arrodillado entre las piernas de la mujer. El chico, muy joven, llevaba uniforme de botones. Se limpió la boca con el dorso de la mano, mientras se inclinaba, deferente, ante la Jefaza. Ella, en un rapto de agradecimiento y, quién sabe con qué ocultas intenciones futuras, le dijo:
Mira. Como yo estoy invitada al crucero de la Empresa y, por mi cargo, tengo derecho a llevar a quién me rote, voy a añadir tu nombre en la lista. Quien se moleste, que se fastidie. Mañana recoges tu invitación en Secretaría. Ya hablaremos de las contraprestaciones.
Gustavo Adolfo Izquierdo, terminaba de meter en ese momento la punta de su miembro entre los morenos muslos de Naomí, la pantera, la bella, la hermosísima secretaria del Director General, Alexander Mandón. Todos le decían que podría ser modelo. Y así era. Su larguísimo y planchado pelo negro, sus enormes y felinos ojos, su boca roja como una herida sangrante, su cuerpo largo y hermosísimo, casi andrógino… Un bellezón mulato que muchos suspiraban por llevarse al catre. Gustavo Adolfo, hasta ese momento, era uno de los más interesados. Entonces, por fin, tras largos meses de asedio y de acoso, la había pillado en un "minuto tonto" allá abajo, en los archivos del sótano. La hermosa morena, no se había resistido mucho cuando él la pilló por detrás, le agarró sus pechos – pequeños pero consistentes- y comenzó a sobárselos suavemente (no quería espantarla). Ella se había dejado hacer y casi se había ofrecido en sacrificio voluntariamente, levantando su grupa y pegándola contra la bragueta de él. Gustavo Adolfo, ni corto ni perezoso, había apartado las manos de los senos para poder usar sus manos, algo sudadas, en el levantamiento de la minúscula minifalda de la mulatona. Ella, que estaba muy colaboradora, bajó sus diminutas bragas hasta las corvas, mostrando ante la vista del hombre, unos labios verticales, tan grandes, gruesos y sensuales como los horizontales de su rostro. Apretó el Sr. Izquierdo la punta de su champiñón coloradote entre los labios negroides y penetró hasta el fondo con un "¡¡ahí va!! que le salió del alma.
Gustavo Adolfo, varón latino de 39 años, Jefe de Relaciones Públicas de "Todo Dulce & Cía.", no cabía en sí de gozo (casi tanto como su miembro dentro de la vagina de Noemí), pues, en un mismo día, había conseguido tirarse a la secretaria del Jefazo y ser invitado al crucero de los privilegiados. Ahondaba con saña con su verga, mientras sus pelotas rebotaban juguetonas contra el durísimo muro de las nalgas de la hermosa. Su acérrimo enemigo, el pedante Bertoldo, había quedado desbancado en ambos frentes.
Casta y Susana eran telefonistas de la Empresa. Eran muy monas ellas. Gemelas univitelinas (idénticas) y algo viciosillas. Cuando el Director General, las llamó por el interfono que tenía conectado directamente con la centralita, se miraron una a otra pícaramente y, de común acuerdo, se quitaron las braguitas, guardándolas hechas un gurruño en el bolso comunitario. Dejaron el automático puesto, con la musiquilla y eso tan asqueroso (cuando llamas a algún sitio) que dice:
"Dentro de breves momentos les atenderemos. Permanezcan a la espera…".
Luego, dándose la mano, subieron al ascensor que les llevaría a la última planta. En el trayecto, aprovecharon para separar sus rubios cabellos en dos trenzas, lo cual, añadido a la minifalda roja del uniforme de la empresa, les dio el aspecto de una caperucita por partida doble. Pulsaron el timbre de la enorme puerta del despacho. Se oyó el sordo rumor del mecanismo de la puerta al abrirse. Cruzaron el inmenso espacio alfombrado, cogiditas de la mano. Dos metros antes de llegar a la mesa del Supremo, la alfombra se transformaba en un gran espejo que reflejaba el artesonado del techo, muy adornado con estilo rococó. Se posicionaron a un metro de la mesa, sin soltarse de las manos y con los pies bien apoyados sobre el espejo, abiertas las largas piernas. La vieja tortuga con pajarita, se limpió la comisura de los babosos labios con un pañuelo de hilo. Sin decir ni una palabra, accionó la palanca de subida de su inmenso sillón, hasta que quedó más de medio metro por encima del nivel del suelo. Las chicas sonreían dulcemente, aunque por dentro se estaban descojonando. Don Alexander Mandón, se desabrochó con temblorosos dedos los botones de su bragueta y, metiendo el pulgar y el índice de su mano derecha por la abierta portañuela, sacó un horror aún más arrugado que su cuello. Sus ojos se salían de las órbitas, mirando sin parpadear los rubios coñitos de las muchachas, reflejados, bien abiertos, en el espejo del suelo.
Minutos después, ambas muchachas bajaban carcajeándose en el ascensor, llevando cada una su invitación al crucero, algo pegajosa de semen.
Brigite, la de Extranjero, clavaba su tacón de aguja en el pie de Fermín que, como todos los medio días, había buscado una excusa para visitarla y recibir su ración de sopapos. La pelirroja, cruzó la cara del hombre con el mazo de billetes de 100 dólares que él le había llevado, y los desparramó por el suelo del despacho. Él, sintió endurecerse su pichulina y se arrodilló perrunamente ante ella, queriéndole lamer los zapatos de altísimo tacón. Lo apartó de un empujón la dómina y el pobre hombre se partió una ceja contra el canto de la mesa. La visión de la sangre pareció enardecer más a la dominante que, dando un grito de triunfo, se sentó a horcajadas sobre la espalda del sufriente, haciendo crujir su columna vertebral. Azotó las nalgas de la improvisada cabalgadura con una regla de acero (propaganda de la empresa) y lo hizo caminar a cuatro patas, recogiendo con la boca los billetes verdes. Sonó el móvil del bolsillo del jamelgo. Él, pidió permiso con un relincho y, acto seguido contestó con voz engolada. Su mujer, desde la primera planta, le informó que estaban invitados al crucero, que acabara pronto con aquella zorra que tenían que salir pitando a comprarse ropa.
La zorra (más que zorra, jineta) le dio un último pisotón en una mano antes de mandarlo a la merde (en francés). Él, agradeció el detalle queriendo lamerle las manos; pero ella se lo impidió llevándolo a capones hasta la puerta. También ella tenía prisa por ir de compras: quería comprar un nuevo látigo para estrenarlo en el crucero.
Paulina, la esposa de Fermín, colgó el móvil y siguió masturbando a Juan y a Felipe, sus dos amantes fijos en la empresa, que le calmaban – algo – sus furores uterinos matinales. Cuando los tuvo a punto de caramelo, se despatarró sobre la mesa y los hizo pasar por su arco del triunfo. Mientras Juan alojaba su dardo en Paulina, Felipe lo hacía en Juan. Y viceversa. Estaban muy bien avenidos los tres. No como el resto de la empresa, que los criticaba a sus espaldas. Se lo iban a pasar de miedo, los tres juntitos, en el crucero.
Cayeron al agua las últimas serpentinas. Las había tirado Lola Mamola a su hermana y sus sobrinitos, que aún estaban agitando sus pañuelos en el Puerto de Alicante. El pequeño barco se fue adentrando lentamente en alta mar. La tacañería de la empresa había llegado a su punto culminante a la hora de alquilar la nave que los iba a llevar al "crucero de lujo ".
¿Lujo? ¡Y un huevo!! -
pensó la deslenguada contable - ¡Si "esto" se lo ofrecieron a Colón en 1492 y los mandó a tomar por saco!
Sobre la cubierta, un abigarrado grupo de gente intentaba aparentar que se llevaban bien entre ellos. Lola, pasó empujando "sin querer" a Casta y Susana, que la miraron con odio africano. Gustavo Adolfo, tiró la copa de cava sobre la pechera de Bertoldo, que hizo amago de pegarle. Sólo la presencia de Doña Alejandra, la Collares (que estaba pellizcando las nalgas de Javi Gómez) le impidió pasar a mayores. Noemí, Paulina y Brigite, muy peripuestas, simulaban que charlaban, aunque – alguien con buen oído – hubiese quedado admirado de lo que mascullaban:
¡Negra!
¡Zorra¡
¡Cornuda¡
Apareció el Gran Jefe, bamboleando su gelatinoso cuerpo. Sus ojos de batracio gotearon babas al mirar a Casta y a Susana, que le sacaron la lengua – disimuladamente- agitándolas como el áspid de Cleopatra. Desde un rincón, Juan y Felipe se reñían a muerte para ver cuál de los dos compartía camarote con el botones.
Lola se había propuesto que, aquel viaje, a pesar de ser una horterada con bajo presupuesto e ínfulas de lujo, le serviría a ella para medrar en la empresa. Aunque tuviese que llepársela a la mismísima Collares. Y no sabía ella en aquel momento, que tal pensamiento se haría realidad, pues, la mirada depredadora de la Jefa, había reparado en sus órganos mamarios supra-desarrollados y, como igual le pegaba en la intimidad a pelo que a pluma, dejó libres las nalgas de Gómez para pasar sus tentáculos a las mamas de Mamola.
Bertoldo estaba que trinaba. En confidencia sarcástica, Gustavo Adolfo, le había cantado las excelencias del coño de Naomí, de la esbeltez de sus pequeños pechos, de la morbidez de sus largos muslos, de…
¡Hi de puta! ¡Cómo me lo restregó por los morros! ¡Pues yo no he de ser menos, que ese mamón! ¡Y será mía, solo mía! ¡Y yo seré de ella!
No sabía, en aquel momento, la razón que tenía.
A la hora de repartir los camarotes, se armó la de Dios. Excepto los Jefes Supremos, que ya tenían su apartadillo, esto es: Don Alexander con Casta y Susana y La Collares con Lola Mamola, los demás estaban para repartirse los camarotes que quedaban.
Gustavo Adolfo se arregló con Brigite, Paulina y Fermín.
Juan y Felipe, que habían hecho las paces, consintieron en compartir a Gómez en turnos de dos horas.
Bertoldo, que era muy macho, muy hetero y tal, no quería meterse en un camarote sospechoso y, haciéndole ojitos, consiguió que Naomí compartiese con él el cuarto de las escobas.
Llegó la noche. Hacía un calor sofocante, previo a una gran tormenta. En la cabina de mando, el Capitán (que hacía juego con el barco) llevaba una clase de borrachera encima que no sabía ni como se llamaba. La nave iba prácticamente a la deriva, aunque nadie se dio cuenta porque estaban "a lo suyo". Chorreando sudor, Bertoldo y Noemí, salieron del cuarto de las escobas y se metieron bajo las lonas que cubrían un bote salvavidas, intentando continuar – más frescos – lo que el calor sofocante les había impedido culminar.
Tronaron los truenos y rayaron los rayos. El Mediterráneo jugaba a los barquitos con aquel barquito de juguete. Y tanto jugó y jugó, que se partió en dos. Nadie sufrió. Todos estaban ya ahogados en sus propios orgasmos. Uno – Don Alexander – se había ahogado hacía un rato con el pipí caliente de las calientes gemelas. Ellas, marcaban sin cesar el número sesenta y nueve.
Sólo se salvaron Bertoldo y Noemí, los cuales, cópula tras cópula, se quedaron dormidos dentro del bote salvavidas, que quedó flotando en las procelosas aguas mediterráneas.
Amaneció, por fin un día sin tormenta. Bertoldo llevaba el miembro escaldado por haberlo tenido tres días (con sus noches) en la negra vagina de la negra Naomí. Ella le había ofrecido el asidero de sus nalgas hasta que pasase el chaparrón.
¡¡Tierra!! ¡¡Tierra!! – gritó Bertoldo sintiéndose un nuevo Américo Vespuccio.
En realidad, no era tierra: eran rocas. Un islote medianamente grande, medianamente inhóspito… Algo asquerosito, vamos. Totalmente opuesto a las playas tropicales que anuncian en las agencias de viajes.
Hicieron de tripas corazón. Pasaron los días siguientes recogiendo lo que pudieron (que era muy poco) para alimentar sus maltrechos estómagos. En lo alto de un roquedal, les pareció vislumbrar una cabra. Treparon tras ella hasta despellejarse lo que les quedaba por despellejar. Al no poder alcanzarla, pensaron como la zorra (la de las uvas) y dijeron al unísono: Será un espejismo . (Y se quedaron tan anchos).
Bertoldo estaba muy despagado. Aquel islote no tenía cocoteros, ni agua dulce, ni pájaros exóticos, ni un criado llamado Viernes. Ahora, eso sí, tenía a Naomí, que vista a plena luz, aún estaba más buena. Pero ¡tenía tanta hambre! Como solo soñaba con comida, una noche creyó que estaba mamando de la teta de su madre, y hasta llegó a notar el sabor agrio-dulzón de la leche materna en su paladar. Deliraba, claro.
Naomí siempre estaba dispuesta al dale-que-te-pego. Jamás le hacía ascos a una buena clavada. Como no tenía otra cosa en qué pensar, Bertoldo se fijó que siempre que iban a hacer el amor (que era, por lo menos, tres veces al día) Naomí se colocaba – rápidamente – a cuatro patas. Era su postura preferida. En cuanto él le decía ¡chut!, ya estaba ella con el potorro en pompa, mostrándole su vagina rezumante. Y él la usaba una y otra vez, agarrado a sus pechitos tan ricos, dándole palmadas en sus nalgas de ébano, metiendo su vara de mando de Jefe de Ventas en la jugosa oficina de la secretaria. Hasta que se quedó tan flojo, que casi no podía adentrarse en ella. Y volvió a delirar él. Y soñaba con un gran chupete negro con leche condensada. Y, por fin, un día ocurrió lo que estaba escrito.
Yacía Bertoldo con su virilidad arrugada, las nalgas al aire por su roto pantalón. Naomí quería sexo. Era insaciable. Se sentó desparrancada sobre las nalgas de él, frotando los labios de su vagina, jugosos, ardientes, por el trasero viril e invicto. Ni por esas. Bertoldo, el cuarentón invencible, estaba vencido. Su palo mayor estaba tronchado por la debilidad. Sus testículos (gordos, eso sí) no almacenaban el germen de la vida. Ya casi ni podía abrir los ojos… Pero los abrió, y un palmo además, al sentir entre sus nalgas el durísimo ariete (seguramente un palo) con el que Naomí quería destrozarle su más preciado tesoro de macho latino. Más, no era palo, que era carne. Pero ¿cómo era posible tamaña cosa? ¡Y que tamaño el de la "cosa"!…
Toda entró al segundo envite. Para la negra, un convite. Para Bertoldo… otra cosa.
La solución del enigma, explicole susurrante la madama penetrante, era… que era hermafrodita . Reunía en su cuerpo serrano lo mejor de ambos sexos. Cuestión de nacimiento. Pero ella, generalmente, quería ejercer de hembra. Aquello había sido un lapsus debido a la calentura.
Pasada la calentura, arrancó el avergonzado la promesa de la bella de que no insistiese por ese camino, pues, a él, no le gustaba el pepino, aunque fuese el de ella.
Cazaron la cabra por fin (resultó no ser espejismo). Y así pudieron sobrevivir largos días, con la leche de sus tetas. La pobre cabra murió de consunción y comieron sus despojos. Ya nada tenían. Entrelazaron sus cuerpos (él, detrás de ella) y esperaron la Parca.
Como la Parca no iba, y con tamaña postura, echaron el postrer polvo. Y, en ello estaban, cuando se levantó… una gran nube de polvo. Y un ruido ensordecedor (tanto, que les dio pavor). (Por Dios, que pareados más malos. Finjamos que son buenos, y sigamos).
Eran las Fuerzas Armadas. Y muy armadas venían las fuerzas. Se creyeron importantes al ver tanto derroche de helicópteros y soldados, solo por su rescate.
Pero no, no era un dislate. Eran soldaditos españoles, reconquistando la Isla de Perejil, pues ¡¡por sus bigotes, que no quedaría en manos del moro vil!!
Y, con las blancas gaviotas planeando bajo el cielo azul, terminó Naomí con todo su cuerpo vestido de tul.
Y en las largas noches de amor marital, se oyó la voz (¿dubitativa?) de Bertoldo, diciendo:
Que no, mi amor, guarda eso, que yo soy muy macho.
Vamos, cari, solo la puntita.
Autor: Carletto