Naufragios: El naufragio del Zamboanga

Primer relato del ejercicio literario en el que se han embarcado varios autores de TR. Adivina quién lo ha escrito.

Los relatos que publicamos bajo el título genérico de NAUFRAGIOS, son fruto de un ejercicio de creación literaria en el que se han embarcado varios de los habituales autores de TODORELATOS. El ejercicio consiste en crear un relato que contenga los elementos "compañeros de empresa mal avenidos", "viaje en barco organizado por la empresa", "naufragio" y "isla desierta". En esta primera entrega podréis, además de disfrutar de la lectura, demostrar vuestra capacidad de reconocer a los autores que se esconden detrás de cada una de las obras. Para hacerlo más fácil, os diremos que en esta aventura se han embarcado: Carletto, Horny, ElEscribidor, AlienaDelValle, Navegante, Escorpiona, Kenwood, Lidia, Erotika y Trazada30 .

NAUFRAGIOS: EL NAUFRAGIO DEL "ZAMBOANGA".

El Zamboanga nunca había sido un buen barco.

Construido en los astilleros del Clyde en 1865, cubrió durante muchos años la línea de Kwolon a Macao.

Con constantes reparaciones en la colonia inglesa y cuando ya sus cansadas cuadernas estaban próximas a partirse, el banquero chino que lo explotaba, lo vendió a un poco escrupuloso armador español de Manila que rentabilizó su inversión fletándolo a las autoridades coloniales como vapor correo a la isla de Guam.

Un desdichado 13 de julio partimos de la capital filipina en el que iba a ser su último y fatídico viaje.

La tripulación la componía el adusto capitán Gonzalo Maroto, el jovial y ameno-en contraposición al "viejo"-primer oficial Fermín Miravalles y el inexperto y joven segundo oficial Antonio Adell .El resto de la tripulación, incluidos los maquinistas, eran filipinos.

En aquel desgraciado viaje, aparte del correo ordinario, embarcamos doce pasajeros.

El nuevo gobernador militar de la isla, su esposa Doña Angustias y sus dos preciosas hijas: Ana Maria y Claudia Cabrera; el doctor Valencia, su esposa Doña Mercedes (que parecía su hija) y seis oficiales que íbamos a efectuar el relevo de la guarnición.

Rivalizamos los jóvenes militares en atenciones a las señoras, sabedores de que iban a ser nuestra única compañía femenina durante los próximos doce meses.

Pronto se entabló una dura competencia por las dos bellas hermanas, la mayor de las cuales acababa de cumplir los veinte. Era una morenita espigada y desdeñosa a la que parecían habérsele subido los humos por el nuevo cargo de su padre. Su innegable belleza y porte quedaban amortiguados por su altivo comportamiento con nosotros y especialmente con la tripulación filipina a la que, con la complacencia de Doña Angustias, trataba a baquetazos.

La dulce Claudia, era la antitesis de su hermana, rubia y menos esbelta pero con una simpatía desbordante, gustaba de nuestra compañía y su divertida charla era nuestro consuelo en los tediosos días de navegación.

Doña Mercedes, la mujer del medico, era un caso aparte pues a pesar de no haber rebasado la treintena, ofrecía el aspecto de una "cocotte".Su forma de vestir, de pintarse y de hablar confirmaban la primera impresión.

Mi amigo Rafael se dedicó a acosarla desde el primer día, envalentonado por el desinterés que mostraba el medico hacia ella y por una coquetería sin limites que escandalizaba a "la coronela" (Doña Angustias).

El coronel pasaba el día en el puente con el capitán y el primer y segundo oficial, en cuanto se lo permitían sus obligaciones lo pasaban en el salón del pasaje pugnando con nosotros por lograr algo "sustancioso" del pasaje femenino.

A los siete días de dejar Manila, el barómetro comenzó a bajar alarmantemente, el cielo se encapotó y el viento, que se había mantenido sospechosamente en calma las jornadas precedentes, comenzó a rolar a este, levantando largas olas por proa.

Estábamos en la época del monzón y el barco comenzaba a crujir de una manera lamentable. El capitán, sabedor de las malas condiciones de aquel montón de chatarra y de la dureza de aquella mar, optó por arrumbar hacia unos islotes deshabitados que, aunque alejados de nuestra derrota, ofrecían resguardo a los vientos de levante.

Aquella noche no pude dormir debido al tremendo balance del barco y ya de madrugada noté un siniestro crujido bajo mis pies y como, el barco quedaba frenado en seco. Salté de la litera, me vestí a toda velocidad subiendo a cubierta, temiéndome lo peor.

Comenzaba a amanecer tras el atolón sobre el que el viejo Zamboanga había dejado su quilla y parte del forro. Un espeso chorro de vapor surgía por las lumbreras de la sala de maquinas, el agua llegaba ya a las calderas y los fogoneros y paleros de guardia subían despavoridos, huyendo de aquella sauna infernal.

El "viejo" nos reunió a todos en la cubierta de botes.

Señoras, señores... hemos tocado fondo con el arrecife que rodea la isla y que no aparece en las cartas de navegación. El barco está perdido.

Rostros asustados, llanto de las mujeres y una ominosa sensación que como una losa caía sobre todos nosotros.

Como el barco no corría peligro de hundimiento inmediato, se organizó el abandono sin agobios.

El arriado del bote de sotavento no tuvo dificultad alguna, el de barlovento se destrozó en cuanto quedó amurado al barco, la mar era muy fuerte de ese lado y lo peor es que rompía violentamente al pasar sobre los corales del atolón que rodeaba la isla.

A duras penas se consiguió arranchar y botar la panga auxiliar mientras el pasaje, al mando de Fermín, embarcamos en el bote de estribor.

Varias veces estuvimos a punto de zozobrar. Finalmente, en un alarde de pericia del patrón y los bogadores, pasamos en la cresta de una ola sobre el mortífero escollo de coral y, una vez dentro de la laguna pudimos llegar sin contratiempos a la negruzca playa.

Varios arriesgados viajes, consiguieron traer desde el barco ropas y vituallas. En el último de ellos, la panga se destrozó sobre el arrecife y perdimos a tres marineros y al desdichado Antonio.

La isla era un enorme cono volcánico rodeado por un atolón coralino. La vegetación no era uniforme; espesa y lujuriante en el norte y nula en el sur. La fauna estaba compuesta principalmente por vistosas aves y algunos lagartos de gran tamaño.

Afortunadamente el agua corría en abundancia pues la cima del volcán siempre estaba envuelta en nubes y la precipitación se convertía en múltiples riachuelos.

Pronto se estableció una dura pugna sobre el mando del islote; el capitán Maroto y el general Cabrera intentaron imponer su primacía, aduciendo cada uno los más peregrinos argumentos para lograrlo y la amistad fraguada en los placidos días de navegación se fue al traste en unas pocas horas.

Ajeno a la disputa y con la disciplina militar muy relajada, centré toda mi atención en la joven Claudia, que, a pesar de su juventud mostraba una entereza que distaba mucho del histérico comportamiento de su madre y de su hermana.

Explorábamos la isla en solitario desde el amanecer hasta la puesta de sol y entre nosotros surgió una intensa comunión que desembocó en algo más fuerte. Un atardecer descubrimos una recóndita playa, hacía calor.

Que te parece si nos bañamos?

Se nos mojará la ropa…

Desnudémonos…

¿Del TODO?

Del todo.

Me miró entre excitada y resignada mientras se iba deshaciendo de sus mil enaguas, corpiños y demás zarandajas femeninas mientras yo la miraba embelesado. Toda aquella ropa ocultaba un cuerpo maravilloso.

Lejos de la mojigatería de las jovencitas de su época (estábamos en 1898), Claudia se mostró totalmente desinhibida y a pesar de su nula experiencia en esas lides, colaboró conmigo para que su desfloración fuese lo menos traumática posible.

Sobre la arena de la playa y con las olas del mar lamiendo nuestros cuerpos puse fin a seis meses de forzada abstinencia carnal.

Regresábamos lentamente y con nuestras manos enlazadas al campamento cuando de súbito sonaron varios disparos de fusilería. Obligué a Claudia a esconderse y yo me acerqué con precaución a la laguna.

Tras el arrecife se veía la negra silueta de un buque de guerra y en la playa un bote a vapor con marineros que, por su indumentaria, deduje que eran norteamericanos.

Un oficial, desde la proa del bote y con un megáfono gritaba:

The war is over between the States and Spain.You are our prisioner.

El sorprendido coronel Cabrera, a su vez gritaba:

No tengo noticias de tal situación bélica. Exijo

que se retiren de esta isla.

(Algún tiempo después supe que los americanos habían utilizado la misma táctica en la toma del puerto de Apra y la isla de Guam).

Una nueva descarga de fusilería y la bala que atravesó la pierna del teniente Reina, convencieron al general de la inutilidad de su empeño.

Desembarcaron finalmente los "marines" y a golpe de culata obligaron a los hombres a subir al bote.

Agazapado tras un matorral, mi cabeza era un torbellino.

Había estallado la guerra con Estados unidos y nosotros lo ignorábamos.

¿Debía unirme a mis mandos o seguir emboscado?

¿Donde estaban las mujeres y mi amigo Rafael?

Mientras el bote se alejaba hacia el cañonero yanky, yo regresé con Claudia.

Le expliqué lo sucedido alabando la valentía de su padre, sin ocultarle la gravedad de nuestra situación .Ella reaccionó con gran entereza levantando mi animo que empezaba a decaer.

Cuando ya el barco americano era una mancha en el horizonte, oímos unos hipidos y lamentos entrecortados, Claudia corrió hacia la abatida figura de su madre que no cesaba de llorar. Le acompañaban Ana Maria, Rafael y doña Mercedes.

El coronel, al notar algo sospechoso en la actitud de los gringos, había mandado ocultarse a su esposa y a su hija; los otros dos se encontraban dedicados a menesteres parecidos a los míos y acababan de enterarse de lo sucedido.

A partir de aquel momento, Claudia y yo acabamos con nuestros disimulos y gazmoñería. Otro tanto hicieron Rafael y Mercedes.

Claudia, ¡te prohíbo que te acerques a este hombre! Y a usted doña Mercedes, no le da vergüenza su deshonesto comportamiento.

–Rugía la coronela, mientras su hija mayor asentía complacida.

Quiero a Juanjo y no lograras apartarme de él para acabar casándome con quien vosotros queráis, como te pasó a ti.

Tras una nueva pataleta, doña Angustias, pareció sumirse en un profundo abatimiento que se prolongó durante semanas.

La situación no era desesperada, teníamos víveres y agua en abundancia, el clima excelente y la perspectiva de una guerra no me seducía en absoluto.

Dado que tanto Claudia y yo como Rafael y Mercedes seguíamos en plena "luna de miel", la pobre Ana Maria sentía hervir sus hormonas y su feminidad despechada.

Una noche en que Claudia había ido a consolar a su madre, se acercó hasta mi camastro y-literalmente- me ofreció su esplendoroso cuerpo; tras unos instantes de titubeo, pudieron mas mis sentimientos humanitarios que la fidelidad a mi amada y cabalgué a aquella esplendorosa jaca que yo creía un témpano de hielo y resultó puro fuego.

A partir de aquel día, la vida se me complicó enormemente pues debía ser el sustento carnal de las dos hermanas, manteniendo, eso si, las apariencias ante el resto de los náufragos.

Llevábamos tres meses en la isla cuando una mañana apareció un penacho de humo en el horizonte. Rápidamente encendimos una hoguera y al cabo de unas horas fondeaba un vapor de bandera holandesa que, a la vista de los restos del Zamboanga y de nuestras señales, envío un bote hasta la playa.

Por ellos, nos enteramos del rápido fin de la guerra hispano-yanky. Con la flota destrozada y las islas en poder de los americanos, nadie se había preocupado de nuestra suerte aunque, presumiblemente, Rafael y yo, no podíamos esperar más que un consejo de guerra por deserción.

El barco se dirigía a Sumatra y su capitán se ofreció a llevarnos hasta allí.

No pienso subir a un barco de luteranos y enemigos de España.

– Dijo la coronela.

Es nuestra única oportunidad, sea razonable doña Angustias.

-argumentaba yo.

En su obcecación, se negaba a aceptar que España hubiese perdido la guerra con aquella "pandilla de pieles rojas" como calificaba ella a los estadounidenses.

La tripulación holandesa se impacientaba y finalmente Claudia, mi dulce Claudia, decidió quedarse con su madre en la isla bajo la firme promesa de un rápido rescate que gestionaríamos a nuestra llegada a Manila.

Con harto dolor de mi corazón y fervientes promesas de amor, me despedí de mi amada y embarqué en el bote con mis otros compañeros de infortunio dejando a las dos mujeres solas en la isla.

Nunca regresé a Manila, ni a España.

Poseo con mi socio Rafael una prospera plantación de tabaco en la isla de Sumatra y vivo felizmente acompañado de Ana Maria y nuestros cuatro hijos.

Sé que actué como un bellaco, pero como dicen los marinos:"más tira pelo de coño que calabrote de barco".

Pagaranpandang (Sumatra) 23 de diciembre de 1933.

Autor: Kenwood

Nota de la organización: este fue el primer relato del primer ejercicio, se ha respetado tal cual fue publicado (categoría, entradilla, texto), en los siguientes se prescindirá del texto introductorio al relato.