Natalia
Un encuentro con mi vecina
Conocía de vista a Natalia, una vecina mía, guapa y bien formada, que me atraía mucho. Solíamos coincidir todos los días a la misma hora en el ascensor y hasta ese momento nos habíamos limitado a saludarnos y hablar del tiempo. Pero ese día, mientras subíamos, ella comentó que, aunque éramos vecinos, apenas nos conocíamos. Le dije que tenía razón y que qué podíamos hacer para poner fin a esa situación. Sin transición me invitó a tomar algo en su casa. Yo acepté encantado, pues eso me iba a permitir estar a su lado más tiempo y poder admirar mejor su cuerpo. Era un día de mucho calor, y al entrar en su casa me dijo que iba a cambiarse. Cuando salió de nuevo vestía una minifalda bastante ajustada, que permitía admirar sus preciosas piernas, y una camiseta blanca bajo la que se apreciaba que llevaba sujetador. Luego me preguntó si me apetecía ponerme cómodo. Le dije que podía bajar a mi casa, cambiarme y volver a subir, pero respondió que para qué perder tiempo. No tenía ropa de hombre, pero sí una gran camiseta que me sería suficiente. Me hizo pasar a su dormitorio y luego salió. Yo comencé a desnudarme y cuando me había quitado toda la ropa ella entró de repente. Se quedó sorprendida y se excusó diciendo que pensaba que yo ya habría terminado. “No te preocupes”, la animé yo. “Bueno, no suele haber hombres desnudos en mi habitación”, dijo ella. “Será porque tú no quieres”, ataqué yo. Se puso roja por el comentario pero no dijo nada. Salió y yo me puse la camiseta, que me llegaba hasta los muslos, y por debajo únicamente llevaba los calzoncillos, del tipo boxer. No podía dejar de pensar en las intenciones de Natalia al darme tanta confianza en la primera vez en que entraba en su casa.
Nos sentamos en el salón y bebimos té helado. Me di cuenta de que bajo la camiseta que ella vestía ya no llevaba sujetador; por el contrario, lo que ahora me llamaba la atención era el relieve de sus senos desnudos, con los pezones despuntando, ocultos únicamente por la tela de la camiseta. Por otro lado, yo trataba de no mirar sus piernas, aunque esto me costaba un gran esfuerzo, y comencé a notar un hormigueo en mis partes más íntimas. Estuvimos charlando un rato, y luego propuso enseñarme la casa. No tenía mayor misterio, pues yo vivía justo debajo y mi casa era igual que la suya, pero me apetecía ver cómo la tenía decorada y esas cosas. Fuimos recorriendo las distintas partes de la casa. Al llegar a su dormitorio vio mi ropa. “Se me hace extraño ver ropa de hombre aquí”, dijo insistiendo en el mismo tema de antes. “Puedes llamarme cada vez que quieras ver ropa de hombre en tu habitación... o tener al propio hombre”, solté yo atacando de nuevo. Otra vez se puso colorada, pero continuamos. Volvimos al salón, y me enseño unos libros que tenía en unas vitrinas. Quiso alcanzar uno y para ello tuvo que estirar los brazos hacia arriba, con lo que todo su cuerpo quedó extendido; esto provocó que la camiseta se levantara y pudiera verse su cintura desnuda; pero no lograba alcanzarlo. Yo estaba detrás de ella y la cogí por la cintura para apartarla a un lado y ser yo quien cogiera el libro. Al recuperar ella la posición, la camiseta bajó y mis manos quedaron, todavía sujetando su cintura, bajo la tela. Tenía la piel cálida y suave. Yo no retiraba las manos y ella tampoco se movía. Sus cabellos olían maravillosamente y mi tentación fue subir las manos y acariciar sus senos, descollantes bajo la tela. A los pocos segundos me separé de ella e intenté coger el libro. Ahora era ella la que estaba detrás de mí. Cuando hube cogido el libro ella juntó su cuerpo al mío, poniendo una mano en mi hombro y me dijo que no, que era otro el que quería mostrarme. La sensación de notar sus tetas sobre mi espalda me hizo sentir un escalofrío de placer. Ella no se retiraba, y yo no cogía el libro para prolongar esa sensación. Al cabo de unos instantes, que me supieron a poco, retiré el libro de su lugar y, tras cruzar nuestras miradas con una complicidad que todo lo decía, ella comenzó a enseñármelo. Yo sostenía el libro abierto entre mis manos y ella, pegada a mí, iba pasando las páginas. Seguía notando sus pezones apretados contra mí, y eso hizo que la polla comenzara a empinárseme. Vestido como iba, la erección era bien patente e imposible de ocultar. Ella tenía que ver el bulto que crecía en mi entrepierna, pero seguía hablando, como si nada estuviera sucediendo. Luego cogió el libro de mis manos y se puso frente a mí. La rigidez del miembro era evidente. Natalia cogió mis manos y las puso en sus caderas. Luego con las suyas rodeó mi cuello y se acercó más, hasta que nuestras bocas quedaron muy cerca, y al final unidas en un beso que explicaba todo lo que no habíamos dicho con palabras.
Fue un beso prolongado y apasionado. Nuestras lenguas exploraban y se enlazaban con frenesí. Ella seguía sujetando mi cuello, y yo había pasado mis manos bajo su camiseta, subiendo por su espalda, anticipando el momento en que podrían acariciar sus senos, que imaginaba compactos, firmes y cautivadores. Ella, entretanto, había acercado su pubis para notar la tremenda erección del mástil. Yo apreté el resto de su cuerpo contra mí y sentí el realce de su pecho contra el mío. Luego, ella fue bajando hasta quedar agachada frente a mí. Con gran suavidad me quitó los calzoncillos y apareció la inmensa máquina apuntando al techo, roja por la pasión que sentía, palpitante por el ansia de verse satisfecha. A la vista de aquel potente misil, Natalia abrió la boca en un ¡oh! de silenciosa admiración. Aprovechando la ocasión, acaricié su cabello mientras empujaba suavemente su cabeza hacia la punta de aquella daga. Ella se dejó llevar y, poniéndose ahora de rodillas, comenzó a meterse en la boca el capullo, resplandeciente por la emoción. Tenía la polla tan hinchada de deseo que Natalia tuvo que hacer un esfuerzo para tragarla. Finalmente se concentró en la punta, y con la lengua recorrió toda la superficie del glande, metiéndolo luego y acariciándolo contra la mejilla. Fueron unas sensaciones estupendas. Al rato lo dejó y me preguntó si me había gustado. “Lo has hecho de maravilla”, le respondí. “Pues todavía queda lo mejor”, dijo ella, con una sonrisa que prometía el paraíso.
Me cogió de la mano y nos dirigimos a su dormitorio. Allí nos abrazamos, y, de pie, comenzamos a retozar. Me quité la camiseta y quedé totalmente desnudo; luego me acerqué a ella y pasé mis manos bajo la minúscula faldita que llevaba. Acaricié sus muslos, percibiendo el calor que emanaba de su piel, para luego subir hacia sus nalgas que también acaricié pasando la mano bajo la tela de la braguita. Luego me puse detrás de ella y acaricié sus pechos, primero a través de la camiseta, pellizcando los pezones erectos que destacaban en la tela; luego le quité la camiseta y pude apreciar la suavidad de aquellos montículos de placer. Hice que se diera la vuelta y quedó frente a mí, con las tetas erguidas. Me incliné sobre aquel manjar y paladeé su sabor. Ella se había desabrochado la minifalda, que cayó al suelo, y guió una de mis manos a través de la braguita para que la introdujera en su sexo, excitado y cálido. Comencé a masturbarla mientras seguía mordisqueando sus senos; ella me acariciaba suavemente el pene. Al rato yo ya no podía más, pues notaba próximo el orgasmo; se lo hice saber a Natalia, que me dijo que me tumbara sobre la cama. Ella se puso de rodillas entre mis piernas, inclinó el cuerpo y volvió a meterse el falo en la boca mientras con una mano agitaba el tronco que no había engullido y con la otra masajeaba las pelotas, hinchadas por el semen que pugnaba por salir. La mamada fue de campeonato, y su maestría quedó demostrada cuando a los pocos minutos, y sin yo poderlo evitar, alcancé el clímax y, entre espasmos de gozo, comencé a verter un potente caudal de blanca lava espesa en su boca, que ella se apresuró en apurar hasta la última gota. Cuando acabé de correrme, siguió succionando y chupando hasta limpiar el último rastro de la eyaculación.
Luego quedamos tumbados ambos sobre la cama, abrazados, acariciándonos mutuamente. Como ella no se había corrido, pasé mi mano sobre su sexo y comencé a masturbarla. Se abrió de piernas totalmente entregada, sintiendo sin duda oleadas de placer. Al poco rato, un estremecimiento de su cuerpo me indicó que estaba a punto de correrse; efectivamente, noté como su flujo mojaba mi mano que estaba hundida en su santuario. Unos leves jadeos acompañaban su orgasmo. Sus ojos estaban cerrados, y besé sus párpados suavemente. “Te quiero”, dijo ella.
Seguimos acariciándonos mutuamente. Al rato noté que el miembro iniciaba una fase claramente creciente, excitado por el contacto con el cuerpo de Natalia, que se dio cuenta del renacer de aquel ser monumental. Rápidamente se inclinó sobre el glande y de nuevo comenzó a lamerlo suavemente con la lengua. Esto me puso aún más caliente y la erección era ya completa. El vigoroso miembro latía deseoso de hundirse en su horno, y eso es lo que iba a pasar. Dejé que Natalia continuara chupándomela un rato más y luego hice que se pusiera a horcajadas sobre aquel fabuloso animal. A medida que ella iba bajando, el pene se iba introduciendo, guiado por mí, en su interior. A medida que iba penetrándola, notaba la calidez de su sexo, dilatado y húmedo por la excitación. Toda su piel se había erizado de placer al notar aquella lanza que la iba poseyendo. Finalmente, todo el miembro desapareció en su interior y ella soltó un gemido de placer al sentir dentro de sí aquella locomotora que cruzaba su túnel. Luego comenzó a mecerse suavemente, con sus manos rodeando mi cuello. Yo la sujetaba por la cintura, pero luego subí las manos hasta alcanzar sus hermosos senos, que acaricié lentamente, regodeándome con su tacto. Incliné la cabeza y comencé a chupar sus pezones, erguidos por el deseo, mientras mis manos sujetaban tan precioso tesoro. Sus movimientos eran armoniosos y me proporcionaban un goce intenso. Mientras se balanceaba sobre el acero candente que era mi polla, acariciaba mis cabellos sujetando mi cabeza contra su seno. Ahora mis manos acariciaban sus nalgas, sus muslos, y volvían a sus tetas, que se agitaban a causa de su bamboleo…