Nadia

Con frecuencia, el paso del tiempo nos demuestra que lo que ayer era blanco mañana -muy posiblemente- estará de cualquier otro color.

  • El mar es azul porque es el espejo en el que se mira el cielo.
  • El mar es el cielo, que ama a la tierra en la playa.
  • La espuma de las olas son los dedos de Dios, que moldea su creación.

Las conversaciones en el bar de la facultad, después de uno de aquellos seminarios sobre la Generación del 27, solían acabar derivando en aquello: comparaciones, metáforas, búsquedas de imágenes poéticas con mayor o menor fortuna... Todos queríamos ser poetas, todos queríamos ser Alberti, todos queríamos ser Lorca. Menos Nadia.

  • El mar es la humedad del coño de la tierra, que siempre está excitada.

Nadia era distinta, radicalmente distinta. Y no era una pose, no era de esas tías que van por los pasillos vestidas como pordioseras y hacen textos pseudo-existencialistas. Nadia era la chica vaquero y camisa, la chica coleta recogida con goma, la chica tabaco rubio nacional y la chica autobús porque no tengo coche. Absolutamente normal, y radicalmente distinta. En la mente de Nadia bullían otras ideas, en las antípodas de las ideas que los demás pudiéramos tener.

  • La tierra es mujer, ¿no lo sabíais?
  • Entonces, ¿qué es el Everest? Siempre pensé que era un enorme falo intentando penetrar al cielo.
  • Es su clítoris, ignorante. ¿Tú sabes lo que es un clítoris?

Nadia era así. Era directa, era incisiva. No tenía maldad, no era ofensiva ni maliciosa. Es que era así. Buscaba en su vida la propia Vida, con mayúsculas. Era una gran amiga.

  • ¿A qué sabe tu semen, Pablo? - me preguntó una tarde que había quedado a estudiar con ella en su casa.
  • Vaya, no lo sé... Supongo que sabrá a semen, ¿no?
  • No te creas -dijo levantándose y yendo a la cocina. - El semen de cada tío es distinto.

Volvió. Puso un vaso vacío delante de mí, sobre la mesa.

  • ¿Te importa que pruebe tu semen?
  • ¿Cómo?
  • Bueno, ya sabes... Hazte una paja, y te vacías aquí.
  • Mujer, así en frío...

Pero aquello ya no estaba frío: la conversación me había calentado -qué queréis, uno es así de simple, llega una tía diciendo que a qué sabe tu semen, y a mí se me pone dura-, y Nadia acabó de calentarme cuando se desabrochó la camisa y ésta le quedó abierta sobre el pecho, mostrando sus doz pezones rosados, mirándome. Nadia no llevaba sujetador cuando andaba por casa.

Comenzó a pellizcarse los pezones, y comprobé cómo éstos se endurecían. Se acariciaba los pechos, se los apretaba, se los frotaba... Intenté lamerlos. Me dijo que no.

  • Esto es sólo para ayudarte. Lo que quiero es probar tu semen.
  • Pero mujer, es que así... sin más...
  • ¿Qué?
  • Me da vergüenza.
  • ¿Que te da vergüenza? ¿Nunca te has echo una paja?
  • Sí, pero no delante de una tía.
  • Bueno, yo no es la primera vez que veo un rabo, pero si te da vergüenza, háztela en el baño.

Y se abrochó la camisa. Así que allí que me fui, al baño, con mi vaso. Realmente, aquello era un pelín kafkiano porque ganas de paja, lo que se dice ganas, pues no tenía. De hecho, podría haberle dicho que no a Nadia, a su petición de darle a probar mi semen. Pero no supe.

Así que allí estaba yo, en baño ajeno, machacándomela con un vasito a tiro. Gracias a que uno tiene capacidad de concentración, acabé centrándome en la imagen de los pezones de Nadia... y corriéndome en el vaso. Era un vasito de café, pero mis eyaculaciones nunca han sido muy abundantes: apenas había medio dedo -puesto en horizontal- de un líquido entre blanco y transparente. Blanquecino, más bien. Me dio miedo presentarle aquello sólo y comencé a darme de nuevo, a ver si conseguía un poco más de volumen.

  • ¡Vamos, sal! -me dijo Nadia tocando a la puerta.- Date prisa, que quiero probarte... que ya te he oído correrte... venga...

Mierda. Me lavé la polla en la pila, como pude, me vestí y le di el vaso.

  • Es que me parecía que había poco, así que iba a intentar darte un poco más.
  • No hace falta que sigas ordeñándote... Esto es suficiente para probarlo. Huele muy bien.

Tomó un poco en su boca, y lo paladeó. A mí se me volvió a poner dura, claro, qué remedio.

  • Mmmm... Está riquísimo, ¿sabes?

Se lo bebió de un sorbo -ya dije que tampoco había tanto-, y se quedó sonriéndome.

  • ¿Qué pasa?
  • Nada, Pablo... que quizá no hubiera sido mala idea que siguieses ordeñándote... Está muy rico, ¿sabes?
  • Supongo que sabrá a semen, ¿no?
  • Ya te dije antes que cada semen es distinto.
  • Y tú ¿cómo lo sabes?
  • Eso se sabe igual que sé a qué sabe tu semen. Es el más sabroso de todos los compañeros de la facultad.
  • ¿Qué? ¿Quieres decir que todos te han dado su vasito...?
  • No... A algunos los he ordeñado yo. Ahora hecho de menos el no haberte ordeñado... si llego a saber que estabas tan delicioso...
  • Vaya. Oye, Nadia, ¿tú estás un poco mal de la cabeza, no?
  • No. ¿Por qué?
  • Chica, no sé... Esas cosas que haces, ¿te parecen normales?
  • ¿Qué tienen de raro?
  • Creo que eres la primera que hace un estudio sobre el sabor del semen de sus compañeros...
  • Alguien tenía que hacerlo. De todos modos, no me creas una obsesionada con las pollas, ¿eh? También sé a qué sabe el flujo de muchas compañeras.
  • Jo-der.
  • Todos somos bisexuales, Pablo. Recuerda a Verlaine.

"Quizá todos seamos bisexuales" -pensé- "pero desde luego, yo lo soy bastante menos que ella". Supe que, de hecho, no era bisexual en absoluto, cuando Nadia organizó la primera orgía en su casa. Bueno, ni yo era bisexual, ni todos lo eran, desde luego. Las tías tuvieron menos reparo en juntarse entre ellas, pero quitando a Lalo -que era homosexual, y que lo sabíamos-, ninguno se acercó a otro maromo. Y cuando Lalo se te arrimaba, le decías: "Lalo, coño, ¡sé bisexual!", y te lo quitabas de encima.

Nadia tenía esos puntos. Te organizaba un fin de semana intensivo leyendo a Gonzalo de Berceo y a la semana siguiente convertía su casa en la sede de "folladores sin fronteras". El único requisito era que cada uno tenía que llevar sus condones. "Tenéis que ser responsables, muchachos" -nos decía- "no depender siempre de vuestras mamaítas...".

Una noche habíamos quedado en pandilla para ir al cine, la noche que vimos "Son de Mar". Nadia vivía más o menos por mi zona, y nos volvimos juntos después de las copas. Cuando estábamos llegando a la esquina donde cada uno tiraría por su lado -Nadia nunca aceptó que la acompañase al portal, ni nada parecido-, me lo dijo.

  • Oye, Pablo... Esta noche me encantaría ser tu puta.

Supongo que igual las escenas calientes de Son de Mar la habían puesto excesivamente febril, o que igual las copas habían tenido algo que ver, así que le dije:

  • Otro día que no estemos tan cansados, ¿vale?
  • Hoy, Pablo -me respondió cogiéndome de los huevos. Así que no tuve más remedio que seguirla porque, primero, no me soltó y, segundo, no quería separarme de los cojones, que me hacen falta.

Al llegar a su casa no se lo pensó dos veces y se arrodilló delante de mí. Me sacó la polla por la bragueta y así, sin más, comenzó a chupármela. Estaba blanda, naturalmente, y así siguió un buen rato, porque la situación no acababa de convencerme.

  • ¿Qué te pasa? ¿No te pongo?
  • No es eso, Nadia... Es que así, en frío, en la puerta...
  • Lo quiero sucio, quiero ser una puta de esquina, tu puta barata...
  • ¿Y por qué no mi puta de lujo?

Se sonrío.

  • Vicioso.

Y me llevó al sofá.

Allí continuó con la faena que había comenzado nada más entrar en su casa, de nuevo con mi miembro en su boca, sin dejar de masturbarlo, sin dejar de prestar atención a mis huevos, sin dejar de lamerlo y chuparlo. Succionaba y separaba su boca de mi polla para masturbarla de nuevo. Y otra vez succionaba y de nuevo separaba la boca. Y su mano arriba y abajo por mi falo. Erecto, claro. Difícil es que no se ponga así con un trabajo de ese estilo.

  • ¿Quieres correrte ya?

¿Me estaba ofreciendo un orgasmo, así, sin más? Era una especie de mujer todopoderosa, o de ser superior. El mensaje estaba claro: te corres cuando yo quiero...

  • ¿Y tú?
  • Yo soy tu puta, no lo olvides.
  • Haz lo que quieras.

No doy más detalles: no duré ni dos minutos más, desde que le dije que hiciera lo que quisiera hasta que me vacié en ella. Me corrí en su boca. Y os confesaré que quería durar más y que, naturalmente, hubiera preferido follar con ella. Pero supongo que sí que era una especie de mujer todopoderosa. Al menos, en lo tocante a orgasmos cuando tenía mi polla en su boca.

Se lo tragó.

  • ¿Ahora cuánto te tengo que cobrar?
  • ¿Perdona?
  • Recuerda que te dije que quería ser tu puta. Quería ser una barata, pero pediste una de lujo. ¿Cuánto te cobro?
  • Pero Nadia, ¿qué dices?
  • ¿Cuánto llevas?
  • ¿Cómo que cuánto llevo?

Me cogió la cartera del bolsillo del pantalón, que había quedado en mis tobillos, y miró.

  • Joder... Bueno, las cuatro mil que llevas. Vaya mierda de puta de lujo que soy. En fin -Se las guardó en el escote.- Bueno, Pablo... me voy a sobar, que estoy rota.

Mientras volvía a casa, seguía sin creérmelo, os lo juro. Nadia me había comido la polla y me había cobrado cuatro mil pelas... ¡y después me había echado a la calle! Era realmente distinta.

Después de la licenciatura, le perdí la pista. Seguimos caminos distintos, porque ella consiguió una plaza de profesora de lengua -qué ironía- en un colegio de Ciudad Real (se ve que algún pariente suyo tenía allí enchufe o algo), y yo comencé esta vida miserable que llevo ahora, de hambre y letras y tabaco. Pero hace unos meses me la encontré en el centro. La reconocí sin problemas, porque no había cambiado nada.

Charlamos un rato. Yo tenía la secreta intención de intentar conseguir alguna noche con ella, por los viejos tiempos, porque en aquella época mi vida sexual estaba un poco aburrida. Pero nada, fue imposible.

Tiene cinco hijos y un marido del Opus (y con pasta).

Hace dos días, al volver del curro, tenía una tarjeta de correos diciendo que pasase a recoger un paquete. Ayer lo recogí: eran sus poemas, que había escrito durante su época universitaria. Me los daba porque no sabía qué hacer con ellos, y tenerlos en casa le daba apuro. En alguno de ellos salía yo y alguna de las experiencias que vivimos juntos.

Mientras los leía, me masturbé tres veces.

Tenía una carta también, en la que me decía (entre otras cosas) que no se arrepentía de nada de lo que había hecho en su vida. Hace tiempo que no prueba el semen de nadie porque su marido practica el misionero -sólo para procrear-, y ella le es fiel. Me lo decía en tono de burla, pero a mí me pareció eternamente triste. Me decía: "hay que comer".

Qué puta es la vida.