Nadia 04: Interludio
Filial, sissy, homosexual, lésbico... Un cuentecillo muy completo.
Bueno, les ahorraré los detalles, por que tengo la sensación de que ustedes son más de ir al grano ¿No? De agarrársela, empezar a meneársela imaginando, y terminar enseguida escupiendo la lechita al aire, o echándosela en la tripita, o en la mano… Ya saben a qué me refiero, me imagino. Así que preferirán que nos evitemos entrar en una descripción exhaustiva de lo sucedido. Nada que interfiera en lo que es su última preocupación. Así que lo justito:
Empezaré contándoles que me llamo Mar (mi madre me llamó María del Mar hasta el último día de su vida, qué se le va a hacer). Tengo cincuenta y alguno, estoy rellenita, aunque no puede decirse que gorda, y, salvo los naturales deterioros que la edad nos depara (si no lo saben, sean pacientes, que lo terminarán sabiendo), puede decirse que estoy bien. Mido poquito, 1,60, soy de piel pálida, casi lechosa, diría, opulenta, de grandes pechos de pezones oscuros, pequeñitos y apretados, apenas areolados; culo importante, y buenos muslos.
Me cuido, así que tengo la piel bonita, y últimamente, hace un par de años, he dejado de teñirme. No es que me descuidara, sino que, un buen día, me pareció bien, y creo que acerté, por que resultó que lo tenía bonito de natural, de un gris fuerte mechado de cabellos plateados que mi peluquero (Jose Ignacio) me deja arreglado y bonito, con una media melena y las puntas hacia dentro que me favorece bastante.
Me divorcié hace algo más de diez años. Tuve que encargarme de criar a nuestros hijos, Guille y Lara, que entonces tenían 8 y 7 años, y empezar a trabajar mientras su padre se dedicaba a golfear y hacer de rey mago los días de verano que los tiene, así que no tuve tiempo de ocuparme de otras cosas y, después, cuando empezaron a vivir sus vidas con más independencia, me encontré razonablemente sola.
No es que me supusiera un problema. De hecho, no me lo supone. Aprendí por casualidad a tocarme, o quizás sabía, y lo ignoraba. Me desperté una noche, creo que al segundo año de abstinencia, con la mano entre los muslos, culeando, y corriéndome como una perra en medio de una fantasía en que un hombre me clavaba su polla hasta el fondo mientras me llamaba puta.
Desde entonces, fui experimentando, mejorando la técnica, por así decirlo, y mejorando también el nivel de mis fantasías, que fueron siendo cada vez más elaboradas. A eso contribuyó mucho Internet, que me abrió los ojos a cosas que ni se me hubieran ocurrido.
El caso es que me fui convirtiendo en una mujer solitaria, de escasas relaciones sociales más allá de las del trabajo, muy superficiales, por cierto, y entregada en cuerpo y alma a ese pequeño vicio inocente de la masturbación, que he practicado a diario (y no necesariamente una única vez al día) durante los últimos ocho años.
No sé que pensarán de mí si les digo que, muy a menudo (no siempre, por que tengo un amplio catálogo de formas de hacerlo), me toco en mi cama, con la luz encendida, mirándome al espejo de luna de la puerta de mi armario, regodeándome en el espectáculo de mi propio cuerpo tembloroso y de mi rostro descompuesto mientras me clavo los dedos. Me excita verme. También me excita ver a otras mujeres, mujeres normales que encuentro en vídeos de Internet.
Pero ya me estoy yendo por los cerros de Úbeda, y les había prometido que no me perdería en los detalles. Espero que no hayan ustedes puesto todo perdido de lechita con esta introducción. Sería una pena, por que lo bueno empieza ahora, aunque supongo que los más jovencitos (bendito vigor) todavía podrán repetir. Todavía recuerdo a mi ex cuando empezamos…
La cosa empezó a complicarse hará cuatro meses… Quizás cinco: Lara, mi pequeña, comenzó a salir con una compañera del instituto, Nadia, una muchachita menuda, delgada, con un aire gótico lánguido, discreto, que no tardó en imitar. Las sorprendí de la mano por la calle alguna vez, e incluso besándose.
No me malinterpreten: a mí no me pareció mal la cosa en sí. La verdad es que se las veía felices, y una quiere la felicidad para sus hijos, claro. Me preocupaba un poco la idea de que tuvieran que enfrentarse al rechazo, aunque no tardé en comprobar que vivían su noviazgo con mucha normalidad. Comprendí que, aunque siga habiendo cafres, la vida ha cambiado, y que probablemente aquello no fuera a suponer un problema para ellas, así que me abstuve de intervenir más allá de hacerlas sentirse cómodas, de procurar discretamente que comprendieran que no había rechazo en casa. Siempre he pensado que es preferible que los chicos se sientan bien en casa, que sepan que tienen un refugio seguro y una familia que les quiere.
Debo confesar que, con todo y con eso (no olviden lo que les he comentado sobre mis experiencias por Internet) la idea comenzó a parecerme muy sugerente enseguida, y que incluso pasó a formar parte del repertorio de fantasías que guiaban mis caricias solitarias. Comencé imaginando a Nadia, a mí jugueteando con ella, y acabé introduciendo a Lara en aquellas escenas que, poco a poco, fueron adquiriendo un protagonismo inusual, hasta casi convertirse en el monotema de mis orgasmos. A veces las imaginaba solas, acariciándose, besándose, corriéndose mientras que yo, sin estar presente en la escena, las observaba atentamente; otras, era Nadia quien me acariciaba, me lamía, me metía sus deditos, o hasta la mano entera en el coño; a última hora, incluso Lara me besaba los labios mientras su novia me follaba con un strapon enorme, y yo me corría jadeando en su boca y acariciando sus pechitos duros, su culito firme, como de piedra, y pequeñito.
En fin, ya se pueden imaginar: las chicas andaban por casa a menudo, y yo cómo una perra, con el coñito hasta irritado, presa de un furor masturbatorio como nunca había experimentado.
El caso es que un buen día las sorprendí. Estaban solas en casa cuando llegué y, por lo que pude ver, no me esperaban, así que habían decidido entregarse a sus escarceos junto a la piscina, en el jardín de detrás de casa.
La verdad es que hacía tiempo que lo deseaba. Había empezado a procurar llegar a casa a horas inesperadas, y entraba discretamente, sin hacer ruido, esperando sorprenderlas, así que, cuando por fin lo conseguí, me volví despacio para que no me descubrieran, y entré por la puerta de delante en casa con intención de observarlas a través de las rendijas de la gran contraventana de mi dormitorio.
Sin embargo, la sorprendida fui yo: en cuanto llegué a mi cuarto y me asomé, allí estaban, apenas a dos o tres metros de mí. Nadia, sentada en el borde del agua, con las piernas dentro, muy abiertas, se dejaba querer por mi Lara que, entre ellas, se esforzaba por meterse en la boca lo que ¡No podía ser! Parecía una polla escasa de dimensiones, eso sí, que asomaba por el borde de su bañador azul.
Me quedé de piedra, paralizada de asombro, y, de repente, pensé que aquella era quizás la relación lésbica más extraña que habría podido imaginar. Lara chupaba su capullo, pequeñito y violáceo, y parecía hurgar en su culo con los dedos; Nadia gimoteaba y culeaba como una gata en celo. Comprendí enseguida qué hacía mi hija con la mano que mantenía dentro del agua.
Comencé a acariciarme sin pensar. La escena me dominaba de una manera brutal. Me arrastraba sin que hubiera nada, por reprochable que pudiera parecerme, que fuera capaz de detenerme. Observaba sus gestos como a cámara lenta: la boca de mi hija tragándose y sacando aquella polla lampiña y pálida, que solo se oscurecía en el capullo congestionado cuando aparecía al aire, brillante y liso; los contoneos de Nadia, sus quejidos, los dedos, que enredaba en su cabello rubio y húmedo; los de Lara, que imaginaba penetrando su culito…
Más que acariciarme, me frotaba el coño, con la falda subida hasta por encima de las caderas y las bragas en las rodillas. Me desabroché la blusa, y me estrujaba las tetas, apoyada en la celosíaelosía de la gran contraventana de la puerta acristalada de mi habitación que daba a la piscina, temblaba mordiéndome los labios para no jadear y delatarme.
- No… pares… no pa… res. Siiiiiiigueeeee…
Con la cabeza caída hacia atrás, las piernas de Nadia temblaban cómo si le dieran calambres. Lara la sacó de su boca en el momento preciso: dura, rígida, parecía palpitar. Se movía a golpes secos arriba y abajo, y salpicaba su leche sobre el rostro angelical de mi hija, que se contraía en una mueca extrema de placer sin que, ni por un momento, dejara de follar su culito con los dedos. Escupía uno tras otro sus chorritos, que profanaban la belleza angelical del rostro de Lara.
Comencé a correrme como no me había corrido nunca. Las piernas me temblaban. Me clavaba los dedos en el coño empapado. Me estrujaba las tetas hasta dejarme marcas rojas en la carne. Me corría en un temblor convulso y violento, con la razón perdida, sintiéndome arrastrar por una oleada de placer que me llevaba…
- ¡Mamá!
Lara, tras un instante de indecisión, preocupada, corría hacia mí, que no comprendía lo sucedido. Debía haber dejado caer mi peso sobre la celosía que, al ceder, me había arrojado al césped, ante ellas, con un tacón roto, las bragas caídas, la falda arrebujada en la cintura, y las tetas bamboleándose por encima del sostén con la huella roja de mis dedos dibujada sobre ellas, todavía temblorosa y aturdida.
¿Te has hecho daño?
No… Yo…
Las dos muchachas, preocupadas, se esforzaban por ayudarme a incorporarme y echarme en una de las tumbonas. Asustadas, no se daban cuenta de que la polla de Nadia, todavía firme, asomaba por el borde de su bañador, y los regueros de esperma resbalaban sobre la carita de Lara y goteaban sobre sus tetillas duras, pálidas, dibujadas en blanco sobre el moreno dorado de su piel.
Aquello resultó superior a mi capacidad de resistencia. Mientras que una voz en mi interior repetía sin cesar que aquello no podía ser, que era una aberración, mi cuerpo mortal parecía haberse liberado de mi voluntad y actuaba según sus propios impulsos. Asustadas, como si no comprendieran la situación, se afanaban en comprobar si me había hecho daño, y yo…
Alargué el brazo hasta la pollita de Nadia, que se quedó paralizada al sentirlo y, atrayendo a Lara sobre mi cuerpo echado, comencé a lamer la lechita que resbalaba sobre sus pómulos hasta alcanzar los labios carnosos. No supieron reaccionar, o no quisieron. De repente, mi lengua se perdía entre los labios de mi niña y, por primera vez en diez años, sentía en la mano la textura rugosa, la firmeza de una polla joven, dura.
- ¡Mamá…! ¡Mamaaa…! ¡Mamaaaaaaaa!
La había echado sobre mí y, sin dejar de besarla, busqué con los dedos su vulva depilada y húmeda. Caída a horcajadas sobre mi cuerpo, chilló al sentirlos, o más bien gimió. Todo resultaba absurdo. Noté su lengua jugando con la mía. El pellejito de Nadia resbalaba sobre su polla firme. Vencía la resistencia de los bordes del capullo hasta cubrirlo, hasta descubrirlo de nuevo, y sentía el tacto rugoso del tronco firme en su interior. Se había arrodillado a mi lado, y se dejaba hacer. Acariciaba el culito de Lara, y sus dedos, a menudo, se encontraban con los míos. Sus tetillas se aplastaban en las mías.
De repente, sentí el contacto de sus dedos. Fue como un mareo. Lara, que gemía, comenzaba a corresponder a mis caricias. Muy abierta de piernas, su coñito se ofrecía abierto y empapado a la caricia de mi mano, que resbalaba sobre él buscando recorrerlo como reconociéndolo, buscando su clítoris, duro y prominente entre los pliegues. Chillaba cuando lo alcanzaba, y sus dedos se crispaban como si quisiera ganarme, como si necesitara hacérmelo sentir a mí.
Y yo culeaba dejándome hacer. Nadia se había sentado también a horcajadas sobre mí, frente a mi cara, y su polla goteaba sobre ella, ante mis ojos. Comencé a comérsela como una posesa, a succionarla como si hiciera diez años que no disponía de una. Lara me magreaba las tetas, acariciaba mi coño, lamía su culito. Lloriqueaba como si le hiciera daño cuando empezó a follarla con los dedos. Su polla se clavaba hasta mi garganta. Me ahogaba. Escuchaba sus gemidos coquetos, sus chillidos de niña mimada. La sentía palpitar. La succionaba con ansia, como si quisiera tragármela.
Y, de repente, se quedó rígida, como una piedra. Sentía su polla latirme en la boca casi violentamente, tratando de golpear, o de escaparse. Empujó con fuerza y la noté crecer, si aquello era posible, y estalló. Su leche, templada y densa, afloraba a pálpitos, me llenaba. Y yo temblaba enloquecida. Culeaba y succionaba tragándome aquel néctar ansiosamente. Los deditos de Lara se me clavaban con fuerza. Apretaba mi coño causándome un calambre intermitente que parecía ir a partirme en dos. Hubiera chillado de no haber tenido aquel trozo de carne dura escupiendo su esperma entre mis labios, si no hubiera sentido aquel deseo imperioso de bebérmelo todo, de tragármelo todo, de llenarme de aquel fluido denso y cálido que parecía compuesto de la misma materia de mis sueños.
Todavía confusa, incapaz de asimilar lo sucedido, desconcertada por mis actos y por el extraño papel que las muchachas habían adoptado frente a ellos, me dejé desnudar. Seguíamos sin hablar, como si nos llevara un impulso que no podríamos verbalizar sin avergonzarnos ni detener. Me dejé hacer, y fueron descubriendo mi cuerpo son sus manos, como jugando. Se entretenían en cada palmo de piel que develaban, y el roce me enervaba. Las tetillas apretadas de Lara mostraban los pezones apretados, pequeños como los míos, duros, aunque orlados mínimamente, de color rosa pálido, preciosos. Los lamí y mamé de ellos haciéndola gemir.
En algún momento, habíamos debido resbalar hasta la toalla grande sobre el césped. Arrodillada, le lamía la boca a mi pequeña que, a cuatro patas, se dejaba querer. Acariciaba sus tetas, pellizcaba sus pezones, deslizaba mis dedos en su coñito empapado. Nadia había empezado a jugar con los suyos entre las nalguitas duras y pálidas, y Lara temblaba. Estaba preciosas, tan jóvenes.
¿Qué vas a … hacer…? ¡No!
¡Shhhhhh…!
Su rostro se crispaba a medida que la polla de su amiga iba clavándose en su culito. Yo acariciaba su vulva y le mordía los labios crispados. La follaba frente a mí, y la imagen me devolvía a aquel estado de excitación incontenible. Comencé a acariciarme sin dejar de besarla, sintiendo el balanceo de su cuerpo en livianos empujones de su boca en la mía a medida que Nadia iba ganando ritmo. Me fascinaba su cuerpecillo menudo y delgado, su pecho liso, que dibujaba la sombra blanca de un bikini innecesario, pura vanidad.
Me dejé caer de espaldas, ofreciéndome, los muslos separados ante ella, anhelando el contacto, y gemí cuando apoyó sus labios y comenzó a lamerme. Un sonido inesperado me hizo mirar a mi izquierda. Nada hubiera podido detenerme. Ni tan siquiera la imagen de Guille, muy serio, que acababa de llegar y nos miraba muy serio, sorprendido. Ni siquiera solté el pelo de mi hija, que no pareció darle importancia.
Se desnudó a nuestro lado, muy lentamente, sin quitarnos la vista de encima. Le ví desvelar su piel morena, su torso musculado, su polla, impresionantemente dura, grande, que asomaba en el centro de una mata de vello oscuro y rizado. Se dirigió hacia nosotros y se arrodilló junto a Nadia, que ronroneó como una gata al besarle los labios. Sus dedos, que untaba de crema solar, se deslizaban entre las nalguitas apretadas de la muchacha, que gemía.
Volví a correrme solo imaginándolo cuando le vi colocarse detrás. Su chillido al sentirla, las manos agarrando sus caderas, el golpe con que la clavaba, el jadeo que parecía contagiarse entre ellos al comenzar a moverse. Atraía a mí con fuerza la cabeza de mi hija. Más que dejarme lamer, literalmente la restregaba, restregaba su cara en mi coño. Sentía sus jadeos cálidos, sus quejidos mimosos. Me dejaba llenar por aquella avalancha de impresiones que veía como desde fuera, como en un sueño, entre espasmos violentos que parecían no ir a detenerse nunca. Temblaba chillando.
Y, sin saber cómo, estaban a mis lados. Sacudían sus pollas frente a mi cara. Me corría con los dedos de Lara enterrándose en mi coño. Me retorcía de placer a espasmos violentos mientras sus pollas escupían su lechita en mi cara, en mis tetas, que se balanceaban como flanes.
Me corrí mil veces más. Lo hice viendo a Lara cabalgando a su novia mientras mi hijo la sodomizaba haciéndola chillar, azotando su culito hasta ponérselo rojo. Me corrí siendo yo quien recibía sus pollas, gritando en el coño liso y empapado de mi hija, que jadeaba y culeaba como queriendo escaparse. Me corrí viendo a Guille follando a Nadia boca arriba mientras me comía el coño. Mordía la boca de mi hijo y Lara, a mi espalda, me estrujaba las tetas, y su polla, sin que nadie la tocara, se derramaba salpicándome, y me chillaba entre los muslos como una gata mimosa…