Nada real

el título lo dice casi todo.

Bien, la decisión que tomé fue que lo menos malo sería en el muslo derecho, ella aceptó el mensaje, pero no de un modo pasivo, es más, el pasivo era yo; comenzó por decirme que para que no escapara me iba a atar, y lo hizo, me ató las manos a la espalda y, a continuación una cuerda a mi cuello y otra a mis pelotas. Pegó un pequeño, eso dijo ella cuando me quejé, tirón de la última y así, con mis pelotas estiradas, me obligó a seguirla.

Cogió un recipiente de color blanco que llevaba adosado un cable eléctrico y algo que parecía una pasta, o una piedra, de color miel, una especie de espátula y fuimos con la carga al sitio por ella previsto, puso el hornillo a calentar y dentro de éste la pasta que resultó ser la cera; mientras esta se volvía líquida, me hizo algunas advertencias, dijo que me iba a doler, pero tampoco tanto, que las mujeres se hacen la cera y no se quejan; yo era un macho, representante por tanto del sexo fuerte (esto consiguió decirlo sin reírse), no admitiría la menor queja mía, yo no era una débil mujercita. Si se me ocurría quejarme, me daría de bofetadas, si me quejaba más de lo que ella admitía, me haría la cera también en el otro muslo. Entre unas y otras advertencias llegó el momento en que toda la cera estuvo derretida, en su justo punto para empezar el tratamiento; me colocó en la postura que deseaba y empezó a untármela con la espátula.

¡Qué dolor!, si ya sé que no debería quejarme, que soy sumiso y tengo que tragar con lo que el ama quiera; pero conviene matizar que solo lo soy frente a las mujeres, y no con todas; puedo ser un amo, eso si bastante Light, cuando la situación me obliga a serlo. Pero en cualquier caso soy sumiso frente a ciertas mujeres, jamás lo he sido ni lo seré frente a la moda o a planteamientos supuestamente estéticos. No puedo entender como las mujeres de los años setenta se sometían voluntariamente al tormento, propio de la Inquisición, de quemarse las piernas y arrancarse los pelos.

Pues eso era lo que me estaban haciendo a mí, en contra de mi voluntad y sin que pudiera ni quejarme y, para aprovechar el tirón, Patricia había decidido sentarse en mi cara ahogándome con la inmensidad de su trasero y exigiendo cada cierto tiempo que sacara la lengua y le hiciera un repaso y si la quemadura fue desagradable, fue aún peor cuando arrancó la cera.

Bien, el tormento había terminado, pero ella no se quitaba de encima de mi cara y se frotaba, me asfixiaba con su gran tirapedos; finalmente, después de tener un nuevo orgasmo dijo: "la verdad es que me apetece ver que hace la extranjera contigo, podría llamarla por teléfono y pedirle que venga aquí a pelear contigo, si te derrota te regalaré a ella para que te torture".

Yo no decía nada, tampoco nadie me había preguntado, además pensaba que me estaba tomando el pelo, cuando sonó el timbre y mi ama comentó que al fin había llegado la impuntual, yo seguía sin creerlo cuando en el marco de la puerta se dibujo la amplia figura de la holandesa que saludo preguntando si estaba sorprendido de verla, la verdad era que sí.

Traes el dinero le preguntó Patricia y la otra contestó que sí y sacó del bolsillo derecho del abrigo un sobre que tendió a mi vencedora, ésta lo abrió y contó la suma, se dirigió a mi vecina: "hay más de lo acordado", dijo y Ana le contestó que quería ser mi dueña, no era el dinero de una paliza, sino de una compra; Patricia se echó a reír y le respondió que por supuesto, pero que seguía habiendo más de lo acordado, la holandesa le contestó que la diferencia era un pago para que la ayudase a llevarme hasta su chalet, donde me metería en una jaula y de mí no se sabría nunca más; mi ama le contestó que en el trato iba el acuerdo de que tendría que vencerme; al oír estas palabras Ana sonrió y flexionó el brazo mostrando un bíceps que me pareció más grande y fibroso que nunca, como si hubiera ido a un gimnasio.

Tienes razón, dijo Patricia, me desató, me mandó poner de pie y dijo, ya sabes que te acabó de vender a esta mujer que tiene la intención de matarte y de un modo muy cruel, pero tienes una oportunidad, vais a pelear, si ganas tú quedarás libre y ella perderá su dinero, si gana ella te lleváremos a su chalet donde pasará lo que ya has oído.

Me quedé horrorizado, sabía que no tenía ninguna posibilidad frente a mi vecina, era más del doble que yo, empecé a decirla a mi ama que… ésta por toda respuesta me enseñó, simplemente, el taco de billetes que había en el sobre, mientras decía: "tú no vales tanto dinero"; a continuación anunció: "señoras y señores, en breve ante ustedes el combate más esperado del año, a mi izquierda con 170 centímetros de altura y 53 kilos de peso, Víctor; a mi derecha con 182 centímetros de altura y 120 kilos de peso, Ana; todo tipo de golpe es válido, el combate puede empezar.

No tenía ninguna posibilidad, pero me había tomado muy en serio aquella pelea, creía estar luchando por mi vida; durante varios minutos era yo quien tenía la ventaja, le había dado varias patadas y algún buen puñetazo, ella a mí apenas me había tocado, la veía verdaderamente vencida, pero no me fié seguí manteniéndola a distancia, hasta que ella tuvo una intuición, se quitó las bragas, hizo como que las tiraba a un lado, yo miré la trayectoria y antes de que pudiera reaccionar la tenía encima, había conseguido llegar al cuerpo a cuerpo, con eso el combate había terminado, en muy pocos segundos yo estaba en el suelo debajo, ella encima, devolviéndome, muy tranquila, sabía que yo no podía hacer nada, todos los golpes que le había dado con intereses. Finalmente dejó de pagarme cuando Patricia le dijo que en su casa no podía matarme. Ana cogió cuerda y me ató, cogió un frasco, lo abrió, me sujetó el cuello apretando con la mano izquierda y me obligó a pegar un sorbo con la derecha. Algunos segundos después sentí un inmenso deseo de dormir, oí que hablaban entre ellas, pero ni siquiera llegué a entender una palabra.

No sé cuanto tiempo había pasado durmiendo, me desperté orinándome, estaba dentro de una jaula, de rodillas, con los brazos separados, atados cada uno a un extremo y los pies atados de un modo muy parecido. La holandesa me había echado encima un cubo de agua, las dos se rieron al ver mi reacción, se burlaron llamándome meón; Ana le preguntó a Patricia si quería ver el montaje completo, ésta contestó que sí y la dueña de la casa le explicó que iba a ponerme una especie de guillotina que si yo hacía algún movimiento brusco me cortaría las pelotas, después empezaría a echarme por encima el ácido, gota a gota. Mi profesora se rió, preguntó a su cómplice donde estaba el ácido, destapó el frasco y olfateó con cuidado, se cortó una uña y la echó dentro: era ácido, la uña se disolvió en un momento, se volvió hacia nosotros y solo dijo: "¡es ácido!" ya te lo había dicho, le contestó Ana, lo voy a empezar a usar ahora mismo. "Estás loca" dijo Patricia y derramó el bote sobre el viejo sofá que prácticamente desapareció en una humareda.

Unos segundos después estaban pegándose a base de bien, mientras yo probaba a librarme de mis ataduras, pronto vi que era imposible que me soltara yo solo, lo más que estaba consiguiendo era tener una pequeña holgura de movimiento en la mano derecha, pero estaba muy lejos de haberme liberado, además cada cierto tiempo tenía que parar porque la cuerda me arañaba las muñecas. Mientras yo rezaba para que Patricia ganara la pelea, era una salvaje, pero no estaba loca. En un momento dado observé con horror que, aunque muy lentamente la holandesa iba dominando la situación, sus golpes no perdían contundencia y ganaban precisión, atravesaban la defensa de su rival e impactaban en la cara y el vientre de mi profesora que seguía defendiéndose, pero cada vez más débilmente; en un momento dado vi que Patricia huía, se dirigía hacia la salida y la vencedora no la perseguía, no tardé en saber por qué. La puerta estaba cerrada y la llave la tenía Ana.