Nada menos que una pareja

No podía mirarla ni dejar de hacerlo. Estaba desnudando su alma más de lo que había desnudado su cuerpo cuando la tuve entre mis brazos.

Nada menos que una pareja

por Clarke.

No podía mirarla ni dejar de hacerlo. Estaba desnudando su alma más de lo que había desnudado su cuerpo cuando la tuve entre mis brazos.

Nos encontramos en la cantina de la Facultad, rodeados de bulliciosos estudiantes. Ella ya estaba allí cuando llegué, sentada en un rincón, con una taza de té sobre la mesa. Sonreí, fui a buscar mi café a la barra, me acerqué y me senté a su lado.

--Hola --la saludé-- ¿Está ocupado este asiento?

--Por ti, espero.

Puse una mano sobre la mesa y con la otra atrapé la suya, que estaba apoyada sobre su muslo. Apreté y sentí la respuesta de su presión. Miré a mi alrededor. Los estudiantes estaban ocupados en sus asuntos. Con el dorso de la mano sentí el tirante del portaligas sujeto al borde de las medias.

--Siento mucho lo de ayer --dijo--. Perdimos todo un día.

--A partir de ahora me decís lo que pensás y yo haré lo mismo. De ese modo no habrá equívocos. ¿De acuerdo?. . . Aunque duela --agregué.

--Está bien.

--Por supuesto, no existe ninguna razón para que no duela. A fin de cuentas. . .

--A fin de cuentas los dos somos bastante mayores --concluyó, sonriendo--. ¿Eso es lo que querías decir?

--Algo parecido. --Me acerqué aún más--. Quisiera que pudiéramos. . . ahora mismo. . .

--Tengo otra clase --dijo.

--Y la maldición.

--Sí --respondió tranquilamente--. La maldición.

--Mala suerte.

Era extraño estar sentado con ella en medio de una multitud, hablando de volver a cojer. En público sabía menos de ella que en privado. Ignoraba qué libros le gustaba leer, qué hacía de su tiempo libre y todas esas cosas. Sabía cómo era desnuda, conocía hasta el contacto de su útero y cómo provocarle un orgasmo. Vestida, era una especie de ser extraño.

Le acerqué una mano a la espalda, exactamente al hoyuelo sobre las nalgas. Sentí el comienzo del surco que las dividía por la mitad. Entonces comprendí que mi mano no buscaba la calidez ni la intimidad, sino la presencia de una toalla higiénica. Rió entre dientes.

--No hagas eso. Me excitarás.

Ya estaba excitada, con los labios entreabiertos y un brillo en los ojos cuando se volvió para mirarme. Instantáneamente desapareció esa expresión.

--Sí, llevo una toalla higiénica. ¿Lo notaste? --apartó la cabeza, moviéndose.

Me sentí avergonzado por la persistencia de mi duda, pero no fui capaz de admitir la verdad.

--¿De qué hablás?

Volvió a mirarme, prolongada y dubitativamente.

--Recién acordamos que seríamos honestos el uno con el otro --dijo--. Intento serlo. Creí que estabas tratando de descubrir si te había mentido. Eso es lo que hacías, ¿no es cierto?

--Sólo quería tocarte --insistí, incapaz de admitir mi intención. Me creyó. Su expresión se suavizó.

--Me tocaste en el lugar exacto --señaló, riendo--. Estoy. . . estoy hirviendo.

--¡Uy! ¡Ya lo creo! --exclamé--. ¿Cómo haremos para esperar hasta el jueves o viernes?

Me gustó extraordinariamente que el mero contacto de mi mano la hubiera excitado tanto. Sentí que una erección comenzaba a iniciarse entre mis piernas al pensarlo. Si la besara en ese lugar, pensaba. . . Si apoyara allí mis labios y mi lengua. . .

-- . . .Cambiemos de tema --dije.

--¿Necesitás cojerme hoy? --dijo con voz intensa.

--Sería un alivio.

Se inclinó hacia mí y me apoyó una mano en el muslo, bajo la mesa.

--Entonces vayamos a tu casa. Yo. . . te calmaré** .

--Nunca me ha dado buenos resultados --aclaré--. Sería peor que nada porque me calentaría y después no podría acabar.

--Entonces te masturbaré.

--No quiero rodeos. Te deseo a ti.

Ignoro por qué sentía tanta urgencia. La había poseído varias veces, dos días atrás; además estaba acostumbrado al celibato. Se debía sin duda a la idea de la barrera que naturalmente se interponía entre nosotros. Yo no quería admitir el obstáculo estético: no debía haber nada prohibido entre nosotros. Pero sabía que penetrarla durante su período sería repugnante para ambos, a pesar de nuestro intenso deseo.

Bajó el tono de la voz, que se volvió más ronca:

--No imaginás cuánto me gusta sentirme deseada otra vez.

--Sé lo que querés decir.

--Aunque no sea más que sexo --dijo, torciendo la boca--. ¿Por qué siempre decimos nada más que sexo? Es como decir nada más que el universo o nada más que el mundo.

--¿Eso es lo que sentís?

--Con vos. . . --respondió.

--¿Has sentido lo mismo. . . antes. . . con algún otro?

Mis palabras borraron su expresión de deseo. Me contempló un instante y después giró la cabeza.

--No es asunto tuyo. ¿O sí?

--No --respondí--. No es asunto mío.

Volvió a mirarme resuelta.

--Supongamos que te preguntara por tus esposas. ¿Te gustaría contestarme, paso a paso, lo bueno y lo malo de tus matrimonios, si yo fuera. . . lo bastante impertinente como para preguntártelo?

--No hablaba de amor ni de matrimonio. No hablaba más que de sexo.

Durante unos minutos no respondió. Bebió un sorbo de té y me di cuenta de que le costaban cierto esfuerzo los movimientos corporales necesarios para levantar la taza, beber y volver a apoyarla sobre el platillo.

--Cuando nos encontramos, ambos teníamos un pasado --dijo--. Del mío podría decirte que no sería la persona que soy en este preciso instante, si no tuviese ese pasado a mis espaldas, ¿entendés?

--En realidad no quiero saber. Sólo estaba. . .

--El mejor polvo de mi vida fue con un hombre que conocí en un tren --dijo--. Yo estaba bebiendo en el vagón restaurante y empezamos a conversar. Después de un rato fuimos a su reservado. Se mostró insaciable y me echó contra la pared. No me besó, ni me acarició, ni siquiera me tocó los pechos. Se limitó a poseerme, eso fue todo: a penetrar en mí, una y otra vez. . . fue algo maravilloso. Nunca volví a verlo.

Una estudiante de una esa cercana volvió la cabeza y nos miró. Probablemente había oído algunas palabras de nuestra conversación.

--Te dije que no quería saber --repetí.

--Quedé embarazada y tuve que abortar. Fue antes de casarme por primera vez.

No podía mirarla ni dejar de hacerlo. Estaba desnudando su alma más de lo que había desnudado su cuerpo cuando la tuve entre mis brazos.

--No estabas obligada a contármelo --dije.

--No, pero quise hacerlo.

--Querías castigarme por haberte interrogado. ¿No es así?

--Tal vez. Pero no hagamos psicoanálisis de salón, por favor.

Se llevó una mano a la frente como si le doliera la cabeza.

--¿No te sentís bien?

--Ya sabés cómo es. . . el primer día.

--Sí, ya sé cómo es.

--Eres mi amor --dijo.

Como antes. No "te amo", ni "¿me amas?" con el inevitable signo de interrogación. Sólo "tú eres mi amor". Como simple afirmación de un hecho, resultaba mucho más excitante que cualquier otra forma de decirlo.

--Hemos pasado sólo un día juntos --dije.

Me miró.

--Eso no importa --continué--. Aunque nunca volviera a verte, desde ese momento. . .

--Sí --respondió--. Sé lo que querés decir.

En ningún momento trató de averiguar mis sentimientos. Me pregunté si tendría miedo de hacerlo. En su fuero interno una parte creía que respondería que no, que ella no era mi amor. "Hay cicatrices, ahí", pensé, "como las que hay aquí", y volví a tomarle la mano bajo la mesa.

--Debo irme --dijo--. Me falta una clase y es todo por hoy.

--Yo ya terminé. Pero tengo que corregir algunos trabajos. Detesto hacerlo. ¿Por qué los universitarios actuales son tan torpes con el uso del lenguaje? Emplean las palabras más largas que conocen, pero sin precisión. Sus textos pretenden ser portentosos, y eso me disgusta. Creo que es uno de los siete pecados capitales. O el octavo.

Terminó el té y se levantó.

--¿Te veré mañana?

Levanté la vista.

--Si esta noche querés venir, estaré allí.

Se quedó mirándome un instante y vi que la expresión en sus ojos cambiaba, pensando en lo que había dicho. Sabía qué significaba. Sin responder, se volvió y se alejó.

Estudié su espalda recta, sus encantadoras piernas y su trasero, mientras se abría paso entre la multitud que empezaba a dirigirse hacia las aulas. Desapareció de mi vista.

Eran las nueve en punto y terminaba de calificar los trabajos cuando llamaron a la puerta. estaba sentado en mi silla, pensando en renunciar e irme a la cama. Me contuve para no saltar a abrir la puerta. Caminé despacio, la abrí unos centímetros y me dispuse a abrir la boca para decir: "¿Quién es?", cuando ella penetró por el pequeño hueco que había entreabierto.

Se había puesto el impermeable y llevaba un paraguas. La abracé y la besé. Su cuerpo se apretó ansioso contra el mío, juntando sus caderas contra las mías, y sentí su boca cálida y húmeda. Se echó hacia atrás y sacudió la cabeza para escurrir las gotas que mojaban su cabellera.

--Llueve otra vez --dijo--. Siempre parece estar lloviendo --rió, dichosa y alegre.

La contemplé mientras se quitaba el impermeable y volví a abrazarla y besarla. Me devolvió el beso y se apartó.

--Ha llegado la masturbadora --dijo--. Desnudate.

--Mirá. . . no es necesario que. . .

Se quitó el vestido, desabrochándose rápidamente los botones delanteros. No llevaba el mismo vestido de aquella tarde. Mientras la miraba se lo quitó, quedándose en calzones y sostén. Bajo los calzones percibí el bulto de la pantaleta higiénica y el adhesivo. Me miró.

--Vamos.

Se acercó y comenzó a desabotonarme la camisa. Cuando terminó de desabrocharla, apoyó las manos contra mi tórax y se reclinó contra mí, apoyando la cabeza en mi pecho. Sentí que todo su cuerpo se estremecía contra mi carne excitada.

--¿También querés que te desnude? --preguntó, apartándose.

Me quité la camisa y los pantalones y, de mala gana, los calzoncillos. Seguía de pie. Ella volvió a acercarse, pasándome una mano por la cintura. La otra buscó a tientas y halló mi pija erecta. Comenzó a mover la mano hacia atrás y hacia adelante.

--Naturalmente --dijo--, soy enemiga de esto, por principio.

Venía de un humor alegre que no le había conocido antes. Dócilmente dejé que me llevara a la cama, los dos muy juntos moviéndonos al mismo tiempo, su mano todavía en mi pito. Me tendí obediente y ella se echó a mi lado, boca abajo, frotando sus tetas contra mi costado. Me besó prolongada e insistentemente y sentí que sus labios se ablandaban y cedían a medida que aumentaba la presión sobre mi boca.

--No es justo pedirte que hagas esto --afirmé cuando separó su boca de la mía.

--En el amor y en la guerra todo es justo --respondió--. Voy a besarte. Después me llevaré tu pito a la boca y te lo chuparé con los labios hasta que te corras. Entonces tendré un hombre satisfecho en mis manos.

--Jamás logré correrme de esa manera --observé.

--Esta vez lo lograrás.

Empezó a besarme lenta y minuciosamente, explorando mi boca con su lengua. Tenía una mano sobre mi pecho, acariciándome suavemente hacia los costados. Con su lengua encontró la carne tierna y la lamió suavemente. Yo permanecí tendido casi inerte, entregado a ella, sintiendo una extraña especie de pasión pasiva, pero plena de excitación. Pensé que así habría de sentirse una mujer cuando se entrega a la maestría de un hombre. Ella se hizo cargo de toda la situación con un dominio magistral, que me resultó tan maravilloso como si ella tuviera pene y yo, vagina.

No volvió a tocarme los testículos ni el pito. Bajó un tanto la cabeza y me lamió los pezones. Se produjo una leve rigidez de la carne eréctil, como había ocurrido con su clítoris cuando lo acaricié el domingo.

Bajó su lengua hasta mi ombligo, la insertó en el interior y me quedé atónito al comprobar que también podía excitarme en esa zona. Después extendió su larga cabellera sobre mi cuerpo y pasó la lengua por el interior de mis nalgas, lamiéndome con rápidos chasquidos que un instante después sentí como el contacto con un hierro candente.

Estaba absorbido por ese juego, de modo que me sorprendí cuando de pronto, casi rudamente, introdujo mi rígido instrumento en su boca. No lo recibió suavemente entre sus labios, sino que lo absorbió hasta las profundidades de su garganta, haciéndome sentir con los dientes un goce inaudito al rozarlos sobre mi palpitante masa de carne.

Entonces me moví, arqueándome hacia ella, y sentí la palma de su mano bajo mi escroto, mientras con un dedo buscaba el pliegue del ano y lo acariciaba. Fue algo maravilloso. Me pareció que iba a eyacular de un momento a otro.

Pero no lo logré. Quizá me lo impidió la idea de eyacular en su boca, o tal vez fuese la ancestral urgencia heterosexual de regar la cálida oscuridad de una vagina. Cualquiera que fuese el motivo, quedé al borde del clímax. Pero tampoco lo logré esta vez y retorné a la laxitud.

Bajé las manos y acaricié su rostro. Levantó la vista, arrebatada y jadeante.

--No sigas --dije--. Te advertí que sería inútil.

No respondió. Se volvió de costado, quedando tendida entre mis piernas abiertas, apoyando su peso contra mi pierna izquierda. Atrapó mi verga con la mano y acercándose me masturbó, primero despacio y después con rapidez creciente. Se inclinó para abarcar la cabeza del pene con la boca al mismo tiempo, moviendo las manos como antes. Dejó la boca quieta, limitándose a proporcionarme su cálida humedad, mientras la mano continuaba la acción.

De forma lenta y agonizante volví al límite del paroxismo, arqueando el cuerpo por el esfuerzo. Pensé que moriría si no eyaculaba. Pero no pude atravesar esa última barrera. Volvió a caer mi dolorida masa de carne, anhelando alivio, cualquier alivio.